XVIII
REGRESO TURBULENTO
Dhurrrkk se pasa de honrado. Si hubiera mantenido el hocico cerrado acerca de quién fue la primera persona que entabló comunicación con el doctor Manta, los simius hubieran podido anotarse el contacto con el averniano. Pero el muy honorable cabeza de chorlito dijo la verdad y los simius, en el curso de una sesión sin precedentes, consiguieron sólo la mitad de los puestos de representación en la Confederación a la que tanto deseaban pertenecer.
Ahora bien, puesto que, dadas las circunstancias, no esperaban conseguir ninguno, esa mitad los aplacó un poco y ahora Dhurrrkk es un héroe en su planeta.
—¡Qué ironía!
El Estimado Mediador me dijo que la participación humana en el contacto con Avernus pesará de modo favorable en las posibilidades de ingreso de la Tierra en la Confederación… y hasta puede darnos derecho a una representación más numerosa si nos integramos. No está mal, ¿verdad?
Me dijo también que la Confederación colocará a Avernus bajo su protección, tanto si los seres manta se unen a ella como si no. El descubrimiento de una especie con tan grandes poderes telepáticos es trascendental. Las coordenadas del sistema averniano se mantendrán bajo el más RIGUROSO SECRETO.
El doctor Manta se encuentra muy bien. Shirazz y Ssoriszs parecen estar cautivados por la sabiduría y la amabilidad del averniano y por su fino sentido del humor. Ha aceptado la invitación de Ahkk’eerrr a ser presentado a las componentes del Gran Consejo simiu. Pero con la condición de que Dhurrrkk le sirva de «intérprete», ya que le resulta difícil «conversar» con mentes nuevas.
Pero la noticia del contacto averniano llegó demasiado tarde para salvar a Rhrrrkkeet. El Consejo simiu, a instancias de los partidarios de la «tía» de Khrekk, ya le habían dado el cese. Pero ello fue una suerte, ya que el Estimado Ssoriszs quedó tan impresionado por lo que le contó el tío Raoul que le ofreció el cargo de enlace entre los simius y los mizaritas durante su misión en la Tierra. Ella aceptó. Y confío en que les haya sacado la lengua a sus antiguas jefas.
Ahora estamos a bordo de la nave mizari Viento del Alba, en ruta hacia Hurrreeah y a la Désirée. Llevamos diez días de viaje y dentro de otros diez habremos llegado. Las naves mizaríes son rapidísimas.
Y espaciosas, hasta el punto de que la Rocinante cabe en la cubierta de las naves salvavidas. Rob y yo tenemos una suite con baño. ¡Qué lujo!
Durante el viaje, he tenido ocasión de comprobar que Ssoriszs es un tesoro. Siempre me llama «Estimada Mahree» en un tono amable y ceremonioso. Me enseña muchas cosas acerca de los miembros de la Confederación y de sus culturas.
Cuando me devolvió las cassettes de mi Diario, le pregunté sin rodeos si iban a ofrecer a Rob el cargo en la Confederación, y me respondió que no lo sabía; pero que pensaba recomendar que así se hiciera. No quiso ni insinuar qué clase de cargo iba a ser.
Empiezo a plantearme pedir a los mizaritas que me dejen quedarme junto a Rob. Me parece que no soportaría verlo trabajar con la Confederación sin poder yo intervenir. Es una mezquindad, pero lo siento así.
Quizá deseen que actúe de enlace entre la Tierra y la Confederación. Parece lo más lógico. Van a necesitarlo.
Es duro pensar en estas cosas, sobre todo cuando después del acto del amor, Rob se pone a hablar de nuestro futuro, de lo que haremos en la Tierra y de las cosas que veremos.
La otra noche estábamos viendo juntos Casablanca, y yo tuve que excusarme cuando Monsieur Rick dice a Elsa: «Siempre nos quedará París».
Y es que, por lo menos, Rick y Elsa van a vivir en el mismo planeta…
Mahree accionó la puerta y entró en su pequeño camarote de la Désirée. Se apoyó en el mamparo de plastiacero y se enjugó las lágrimas. Resonaban aún en sus oídos los jubilosos saludos de sus amigos y notaba en los hombros el cosquilleo de los abrazos y las palmadas.
En el camarote había silencio. Suspiró aliviada. Se alegraba de verlos, desde luego; pero… seguían vibrando en sus tímpanos sus voces estridentes. El lenguaje humano le parecía demasiado ruidoso, comparado con el suave siseo del mizarí. ¡Y hasta ahora no se había dado cuenta de la brusquedad con que se movían los humanos!
«Es tu gente —se reconvino—. Hace dos meses que te fuiste; eso es todo. No tiene nada de particular que te produzca extrañeza estar otra vez entre tus congéneres. Ya te acostumbrarás».
Pero, cada vez que pensaba en su habitación del Viento del Alba, sentía nostalgia.
Exhausta, se dejó caer en la cama y miró en derredor con extrañeza. «Todo parece estar igual. ¡Pero qué distinto!»
La gran nave mizarí se hallaba amarrada en la Estación Tres, cerca del nuevo emplazamiento de la Désirée. Los simius, con su nueva política de apertura, habían pedido a los humanos que trasladaran su nave a uno de los atraques de su estación «interestelar».
Mahree y Rob, con las bolsas en la mano y acompañados de Dhurrrkk y Rhrrrkkeet, habían recorrido los iluminadísimos corredores, de sección trapezoidal, hasta llegar a uno de los túneles blancos como el que todos recordarán siempre. Entonces Dhurrrkk accionó la compuerta exterior y les dijo:
—Hasta pronto, amiga Mahree, amigo Rob. Feliz regreso a casa.
Los viajeros empezaron a avanzar por el túnel. Antes de llegar a la mitad del recorrido, la compuerta de la Désirée se abrió. Toda la tripulación, con Raoul a la cabeza, surgió en una oleada de humanidad exuberante y vocinglera…
«Bueno, no puedo quedarme aquí sentada —pensó Mahree dándose una sacudida mental—. Raoul dijo que nos reuniríamos en el comedor para contar nuestras aventuras. Pero, ante todo, necesito un baño y un cambio de ropa…»
Minutos después, salía del aseo con un mono limpio.
—Espejo —ordenó.
Distraída, alargó la mano hacia el cepillo…
Se quedó pasmada.
«¿Quién es ésa?», pensó durante una fracción de segundo, antes de comprender que estaba contemplándose a sí misma.
La que la miraba desde la superficie reflectante era casi una desconocida, una mujer esbelta, angulosa, de gesto aplomado. Tenía los pómulos muy acusados, y sus ojos castaños parecían más grandes. La cara que aparecía frente a ella había perdido los últimos vestigios de redondeces infantiles. Se acercó al espejo y descubrió pequeñas sombras en la piel junto a los ojos y la boca, que un día formarían pliegues. «Mon Dieu —pensó, atónita—, parece que tengo varios años más, y no un par de meses».
Se apresuró a buscar canas en el pelo. Comprobó con alivio que seguía siendo completamente castaño.
Mahree ladeó la cabeza, analizando las facciones reflejadas, y decidió que le gustaba lo que veía. «Ya no parezco una chica corriente —descubrió—. Tengo aspecto de persona que ha visto y ha hecho cosas. Una persona singular. Eso es mejor que ser bonita».
Tuvo una súbita idea, y se puso en seguida de perfil para mirarse el busto. «En fin, hubiera sido mucho pedir», pensó. La imagen del espejo le sonrió con cierto desencanto.
Sonó un golpe en la puerta.
—¿Mahree?
—Pasa, Rob.
El médico venía con el pelo recortado y la cara rasurada. Antes de que salieran de Shassiszss ya había dejado de ser el represor de la barba. Traía en brazos a Sekhmet.
—Hola.
—¡Sekhmet! —exclamó Mahree acariciándola—. ¿Cómo estás, cariño?
—Estoy muy bien, gracias —respondió Rob—. Contento de haberme librado de la barba.
Le pasó la gata.
—No hablaba contigo —aclaró—, sino con ella.
Acarició la garganta del animal, murmurando suaves frases, hasta conseguir un débil ronroneo.
—¿Qué ha hecho al verte? —preguntó.
—No estoy seguro de que me haya reconocido. Me parece que está indecisa entre derretirse en mis brazos o hacer como si no me conociera.
—Vale más que vayamos al comedor —sugirió Mahree sin entusiasmo—. Durante algún tiempo, seremos el centro de atención. Es inevitable.
—Lo imagino —contestó Rob mirándola con aire de preocupación.
Luego, con mucha delicadeza, le quitó la gata y la depositó encima de la cama. Cogió a Mahree por la barbilla y la obligó a mirarle a los ojos.
—Un momento… ¿Qué te pasa?
—No lo sé —suspiró ella—. ¿No te resulta extraño volver a estar entre humanos?
—No lo he pensado. ¿Te resulta extraño a ti?
—Un poco —la joven desvió la mirada—. Se halla esto tan… concurrido. Y es tan ruidoso. Todo parece… chabacano. Me duele decirlo, pero no puedo evitarlo.
—Eso se debe a que has visto a los alienígenas en su mejor momento, haciendo grandes cosas, tomando decisiones trascendentales… No has tenido ocasión de ver a un colega del Estimado Ssoriszs tropezar con los muebles antes de tomar su primera taza de café.
Ella consiguió sonreír.
—Puede que tengas razón. Ya me acostumbraré. Pero los humanos me parecen ahora tan… insignificantes. Me decepciona todo.
Rob sonrió.
—Es duro volver a la realidad cotidiana después de haber visto Shassiszss, ¿verdad? Anda, anímate. Vamos a contarles todo lo que hemos hecho, sin ahorrar morbo ni escatimar lo escabroso —hizo un sugestivo gesto con las cejas.
Sonrieron.
—¿También lo del día en que quitamos la gravedad, para ver cómo resultaba hacerlo en condiciones de ingravidez, pero nos olvidamos de vaciar antes la bañera?
—También —decidió él muy serio, mientras la miraba intentando leer en su rostro—. ¿Estás mejor?
Ella asintió y él volvió a sonreír.
—Bien. Después de nuestro relato, tomaremos una cena de verdad a solas tú y yo. ¿Deseas llevar algo a mi alojamiento?
Ella lo miró parpadeando sorprendida.
—¿Llevar?
—Yo tengo cama doble.
Mahree miró su estrecho catre.
—Oh, no había pensado en eso.
—¿Imaginabas que íbamos a vagar de un lado a otro de la nave, a las tantas, como chicos de internado? —La sacudió por los hombros—. Quiero tenerte a mi lado al despertarme por la mañana. Me he acostumbrado a verte allí.
Mahree recordó las palabras de Ssoriszs: «La decisión no es definitiva, pero tiene mi recomendación…»
Se mordió los labios y le dirigió una forzada sonrisa.
—De acuerdo, si tú quieres, allí estaré.
—Claro que quiero —dijo con una mirada intensa en sus ojos oscuros—. En realidad, yo… bueno… No es el momento… Hablaremos después, ¿de acuerdo?
Ella se encogió de hombros, desconcertada.
—Claro, como tú decidas.
—Así me gusta, una mujercita sumisa que a todo dice «sí» —bromeó él.
—¡Comida de verdad! —exclamó Rob, satisfecho, levantando la jarra de cerveza hacia Mahree—. ¿Te ha gustado mi selección?
La chica asintió y acercó su jarra a la de él.
—Fabulosa. Ha sido una idea estupenda utilizar la máquina procesadora de la enfermería y comer en tu despacho. No hemos tenido un solo momento para nosotros en todo el día.
—Ya lo sé. Y mañana será también una jornada de mucho ajetreo.
Rob, cejijunto, empezó a revolver los trozos de lechuga del fondo de su ensaladera, apartó la bandeja y se levantó.
—¿Otra cerveza? —preguntó.
—No; dos son suficientes —respondió ella, desconcertada por su súbito cambio de actitud, pues parecía violento y tenso, muy distinto de lo habitual en él.
Rob fue a la enfermería y al momento volvió a su despacho con otra cerveza. Pero no se sentó, sino que empezó a pasear por la pequeña habitación, mientras tomaba su bebida a sorbitos. Hasta que al fin se detuvo y pareció que examinaba los anticuados diplomas y certificados colgados de la mampara, encima de su mesa.
—¿Ya has decidido lo que quieres hacer cuando lleguemos a la Tierra? —preguntó de repente, con cierta brusquedad.
Mahree se encogió de hombros.
—No sé. La idea de ir a la Universidad no me seduce tanto como antes.
—Sí, ya sé a lo que te refieres.
Rob se hallaba vuelto hacia la pared, de modo que Mahree sólo podía verlo de perfil. La rigidez de sus hombros le recordó la actitud que tenía el día en que le dijo que la quería.
—¿Y tú qué piensas hacer? —preguntó, procurando hablar con naturalidad.
«¿Tiene ya idea del cargo de la Confederación? ¿Le habrá dicho algo Ssoriszs? ¿Estará preparándome para darme la noticia?»
—No estoy seguro —respondió él—. Lo normal sería que volviera a la Facultad para hacer un par de cursos de recuperación, ya que tenía pensado establecerme después en Norte Am, que es donde yo pensaba ejercer en un principio. —Frunció el entrecejo—. Pero ahora todo ha cambiado. No sé lo que haré. Supongo que se producirá mucho revuelo en los medios de comunicación, que habrá que dirigir informes al Gobierno y todas esas cosas. Seremos famosos, imagino. —Suspiró y movió la cabeza—. Eso me deprime. Yo puedo estar sediento de gloria; pero no de publicidad.
Mahree asintió, pues comprendía muy bien lo que él sentía.
—Quizá surja algo —apuntó—. Algo… realmente especial.
Por fin él se volvió a mirarla.
—Eso ya lo tengo. Tú eres especial, Mahree.
Ella le contempló con una sonrisa forzada. «Pronto ya no podré oírle decir eso».
—Tú también eres especial —repuso, echándose hacia atrás en la silla y apurando su cerveza.
—Mahree… —Sus ojos negros se prendieron en los de la joven, y en su mirada había algo que la turbaba—. ¿Me quieres? —preguntó con suavidad.
—Hasta los confines del Universo y más allá de la muerte —contestó ella repitiendo la frase ritual.
—Eres tan experta en lenguas que ya debes de saber lo que eso quiere decir, ¿no? —inquirió mirándola con fijeza.
Mahree sintió que el corazón empezaba a latirle muy fuerte, y tuvo que dominar el impulso de echar a correr. Pero, haciendo un esfuerzo, sostuvo su mirada.
—¿A qué te refieres? —preguntó con una voz que sonó muy lejana y opaca en sus propios oídos.
—Es como decir: «Hasta que la muerte nos separe» —respondió él muy serio—. O, lo que es igual: ¿Quieres casarte conmigo?
Ella lo miraba boquiabierta, preguntándose si habría oído bien. Rob aspiró hondo y se peinó con dedos temblorosos.
—Bueno…, no creí que fuera tan difícil decirlo —murmuró como hablando consigo mismo—. Pensé que me saldría con más soltura. En las películas parece que no cuesta nada.
Mahree seguía muda.
—¿Qué te pasa, cariño? —dijo él al advertir su asombro.
Volvió a sonreír, se acercó a ella y se sentó en el borde de la mesa. Se inclinó, le tomó las manos y las sostuvo entre las suyas, cálidas y fuertes.
—Al verte, cualquiera diría que te había pedido que te metieras en aceite hirviendo, en lugar de proponerte honorable matrimonio.
A Mahree se le llenaron los ojos de lágrimas y le oprimió la mano.
—Rob, no sé qué decir —susurró.
—Di «sí» —sugirió él en tono alegre.
—Ni sé cómo decirlo —prosiguió ella, como si no le hubiera oído.
—Es fácil —insistió él; pero su optimismo mermaba a medida que reparaba en la grave expresión de ella—. Puedes decirlo en inglés, en francés, en simiu o mizarí… hasta en indostánico si quieres. Es una sílaba muy corta y muy bonita: «Sí». Prueba.
—No —dijo Mahree con voz ronca, mientras una lágrima rebosaba del párpado y le resbalaba por la mejilla—. Te quiero, Rob; pero no. No quiero casarme contigo. Lo siento.
A él se le cortó la respiración, como si le hubieran abofeteado. Mahree tuvo que hacer un esfuerzo para no apartar la mirada, pues volver la cara hubiera sido una cobardía. Pero le había sido más fácil saltar sobre el arma de Simón Viorst o sentarse a esperar la muerte en Avernus que contemplar primero la sorpresa, después la perplejidad y, finalmente, el dolor que se pintaba en sus facciones. De buena gana hubiera estallado en sollozos.
—Mahree —dijo él al fin—, si es una broma, no tiene ninguna gracia.
Hablaba en voz alta, como si tratara de convencerla de que en verdad lo había dicho para bromear.
La muchacha tragó saliva y se enjugó las lágrimas.
—Rob, yo no bromearía con esto, créeme.
Él aspiró hondo.
—Está… bien. Vamos a hablar. ¿Por qué…? Mejor dicho: ¿Por qué no? Tú dices que me quieres.
—Y es verdad.
—Entonces… ¿qué tiene de malo la idea del matrimonio?
—Soy muy joven —suspiró ella.
—Un momento. Por ahí no paso. Hiciste de todo para convencerme de que eres una mujer hecha y derecha. Me dijiste que, en tu mundo, muchas chicas se casan a tu edad.
—Es verdad —convino ella—. Pero, después de todo lo que ha sucedido… Rob, tú puedes tener que… en fin, los dos tenemos muchas cosas que hacer antes de pensar en adquirir un compromiso semejante. En estos momentos, la situación está todavía muy indecisa.
La expresión de él se despejó.
—De acuerdo. No tiene que ser hoy mismo, Mahree… Aunque nada me gustaría más que pedir a tu tío que nos casara mañana mismo.
Volvió a peinarse con los dedos.
Como ella no respondía, le cogió la barbilla para obligarle a levantar la cara.
—Está bien. Mañana tampoco. Soy paciente, cariño, esperaré. Si lo prefieres, nuestro noviazgo será largo. Un año, incluso dos…
—Aun así, yo no tendría más que diecinueve años —susurró ella.
—Pues tres años, o cinco, o los que quieras, con tal de saber que ha de llegar… que siempre hemos de estar juntos.
Mahree vacilaba, tentada de decirle que sí. «Siempre puedes romper el compromiso», pensó. Pero respondió:
—Decirme que estás dispuesto a esperarme es el mayor cumplido que me han hecho en la vida, Rob.
Él la miraba con los ojos entornados en actitud pensativa.
—Hay algo más que aún no me has dicho. Vamos, suelta la verdad. ¿Es que no me quieres lo suficiente?
Ella tragó saliva muy entristecida. «Tendría que alegrarme saber que me quiere lo suficiente como para desear comprometerse conmigo para siempre. Sin embargo, en lugar de ponerme contenta, me siento acorralada. ¿Qué diablos me pasa?»
Mahree se mordía los labios, buscando angustiada algo que decir; pero las palabras no acudían.
Rob la miraba con el rostro contraído. Mientras ella vacilaba, él le soltó las manos, se levantó y se alejó.
—¿Y no podemos estar juntos por ahora, sin formalidades ni compromisos? —propuso ella de pronto, temiendo que él siguiera alejándose.
Rob se detuvo en el centro de su despacho y se quedó inmóvil durante un rato. Luego, sin volverse, contestó:
—No sé. Me induces a dudar de que hablas en serio cuando dices que me quieres.
—Por favor, créeme —pidió ella, tratando de contener nuevas lágrimas—. ¡Claro que te quiero!
«Si tú supieras lo que probablemente te reserva el futuro, comprenderías que éste no es el momento de hablar de tales cosas, ¡idiota! ¡Y luego me llamas cabezota a mí!»
Mahree, un poco mareada por el alcohol, apoyó la frente en las manos. «No deberíamos discutir temas tan importantes después de haber bebido», pensó con tristeza.
—Rob, estoy tan cansada que no puedo pensar con claridad. Por favor…
—Está bien —concedió él fríamente. Se acercó, cogió la cerveza y empezó a beber a pequeños sorbos, sin mirarla.
—¿El qué está bien? —preguntó la chica enjugándose los ojos.
Cuando le vio la cara se asustó por su total inexpresividad, pues percibió que, bajo aquella máscara de serenidad, había furor, frustración y decepción. Hubiera preferido que le gritara. Cualquier cosa antes que verlo alejarse de ella de este modo.
—De acuerdo, lo haremos a tu manera. Sin compromisos, ni promesas. Hoy sí, tal vez mañana, y después quién sabe. —Hablaba de un modo sardónico, con una voz fría y distante que ella no le conocía; Mahree deseaba taparse los oídos con las manos para no oírla—. Si quieres volver a hablar de ello, tendrás que sacar tú el tema.
«¿Tan terrible sería decir “sí” al compromiso, sólo para que estuviera contento?»
—Rob… —empezó.
«No. No puedo vacilar. El matrimonio es algo que deben desear los dos, y yo no quiero casarme. Estoy enamorada de Rob, pero éste no es el momento».
Él ya había levantado una mano para atajarla:
—No; no deseo hablar más de esto. No quiero que digas que sí a algo que no deseas sólo por compasión. —Estaba pálido, pero su voz se mantenía firme, así como la mano con que la levantó de la silla—. Es tarde —dijo mirando el reloj—. Hora de ir a la cama. Acuéstate, yo vengo en seguida.
Mahree, sintiéndose embotada de cansancio y de cerveza, entró en el camarote anejo al despacho que ocupaba él y se preparó para acostarse. Se desnudó y se metió en la cama, preguntándose dónde estaría Rob.
Casi una hora después, Mahree despertó de un sopor intranquilo, al oír los pasos de él. En voz baja, Rob dio la orden de bajar la luz. La cama vibró cuando él se acostó en la oscuridad. No la tocó ni dijo nada. Gradualmente, su respiración se hizo más profunda y regular y, al poco rato, empezó a roncar con suavidad.
«Está borracho —comprendió Mahree—. Maldita sea, tampoco pide tanto… Ojalá hubiera podido decirle que sí, que algún día… Ojalá hubiera podido prometerle: “siempre”».
Suspiró, comprendiendo que podía ser más sencillo tratar a seres de especies totalmente distintas que a los de la propia. «Yo le compensaré —se prometió a sí misma, mientras sentía que el sueño volvía a invadirla—. Ya se me ocurrirá algo. De algún modo, yo…»
Dándose media vuelta en la cama, Mahree le puso un brazo sobre el pecho y se acurrucó contra su cuerpo cálido. Por fin se relajó y pudo quedarse dormida…