Capítulo 16
Recompensas
Esta vez el desdeñoso secretario administrativo acompañó a Han hasta el santuario privado del almirante Greelanx sin ponerle ninguna objeción. Han enseguida comprendió que su llegada era ansiosamente esperada. El corelliano permitió que sus labios se curvaran en una hosca sonrisa mientras entraba en el despacho, y se dijo que si estuviera en el lugar de Greelanx él también se alegraría de ver llegar a alguien que iba a entregarle una fortuna.
El almirante estaba inmóvil delante del ventanal y contemplaba el panorama espacial con expresión sombría. Greelanx se volvió cuando Han entró en el despacho y le saludó con una inclinación de la cabeza, pero no sonrió.
—¿Las ha traído? —preguntó.
—Sí, señor. Aquí están, exactamente tal como había especificado... —dijo Han.
Apartó con gran cuidado todos los objetos que ocupaban el centro del escritorio de Greelanx y después vació la bolsita que había traído consigo en el hueco que acababa de despejar.
Greelanx contempló la fortuna centelleante en joyas varias de procedencia perfectamente legal a las que nadie podría seguir la pista, y sus ojos se iluminaron.
—Los hutts saben hacer honor a su palabra —dijo—. Pero supongo que no le importará que... —añadió, mostrándole un amplificador. —Adelante —dijo Han.
El almirante dedicó los minutos siguientes a examinar varias de las gemas más hermosas y de mayor tamaño, entre las que había joyas arco iris de Gallinore, piedras corusca y perlas de dragón krayt de varios tamaños y matices.
—Ha llegado justo a la hora convenida, por lo que me imagino que encontró su lanzadera esperándole en el punto de cita —dijo mientras las examinaba.
—Sí, almirante. Todo se ha hecho exactamente tal como usted dijo.
Greelanx alzó la mirada hacia él, con el amplificador todavía delante de su rostro. Su ojo derecho, visto a través de la lente, parecía inmenso.
—¿Cómo planea salir de mi nave? —preguntó, y en su tono sólo había una leve curiosidad.
Han se encogió de hombros.
—Tengo un socio que vendrá a recogerme.
—Muy bien, joven. Estas piedras cumplen todos los requisitos que especifiqué. Le ruego que comunique a sus amos huta que estoy muy satisfecho.
Han asintió, pero no pudo resistir la tentación de corregir al almirante.
—No son mis amos. Sólo trabajo para ellos.
—Bueno, da igual —dijo Greelanx, y pareció titubear—. ¿Sabe una cosa? —murmuró por fin—. Nunca creí que pudieran conseguirlo, ni siquiera disponiendo del plan de batalla...
—Lo sé —dijo Han—. Pero era eso o morir. Estábamos luchando por nuestras vidas, y ustedes luchaban por los créditos de sus pagas. Hay una gran diferencia entre una cosa y otra.
—Esa ilusión holográfica fue una idea táctica realmente brillante. Han sonrió y se inclinó ante el almirante en una pequeña reverencia.
—Gracias.
Greelanx pareció sorprenderse.
—¿Fue usted quien la creó?
—No. Recurrí a..., a un experto en la materia. Pero la idea fue mía.
—Ah. —El almirante pareció reflexionar durante unos momentos antes de seguir hablando—. Me desprecia, ¿verdad, joven? —añadió después, con una leve sombra de melancolía en la voz.
Han le miró fijamente, muy sorprendido.
—En absoluto. Si me pagan lo suficientemente bien, yo también puedo llegar a hacer montones de cosas que no me gustan demasiado.
—Pero hay algunas cosas que no está dispuesto a hacer. Han estuvo pensando durante un instante antes de responder.
—Sí, tiene razón.
—Bien, pues yo...
Greelanx se interrumpió cuando la puerta se abrió de repente y su secretario apareció en el umbral, los ojos desorbitados y llenos de terror.
—¡Almirante! ¡Señor!
—¿Qué ocurre? —preguntó Greelanx, visiblemente irritado.
—Señor, la dotación del muelle de atraque acaba de informarme de que..., de que su nave acaba de posarse en la cubierta. Al parecer se trata de una inspección por sorpresa. ¡Ahora mismo viene hacia aquí para hablar con usted!
Greelanx respiró hondo y luego despidió al secretario con un gesto de la mano.
—Supongo que debería habérmelo imaginado, dadas las circunstancias —murmuró.
Han vio cómo iba hacia la pared, caminando tan deprisa que le faltaba poco para correr. Detrás de un diploma al mérito militar había una pequeña caja de seguridad mural. Greelanx permaneció inmóvil delante de ella durante un momento, permitiendo que la unidad examinara sus retinas. La puerta de la caja de seguridad giró sobre sus goznes. El almirante cogió dos puñados de joyas, las metió en la caja y después se volvió hacia el escritorio, recogió las últimas joyas con la palma de la mano y las metió dentro de la caja.
Mientras ocurría todo aquello, Han permanecía inmóvil, totalmente perplejo ante las acciones del almirante.
—¿Qué...? —empezó a preguntar.
—No hay tiempo —dijo Greelanx, cerrando la caja—. Tendrá que esperar aquí. No puedo permitir que le vea, naturalmente, porque si llegara a verle... —El almirante se mordió el labio inferior y después abrió la puerta que llevaba al despacho de su secretario. La pequeña habitación estaba a oscuras—. Entre aquí, y no haga el más mínimo ruido. Nada de ruidos, ¿entendido?
—No —dijo Han, cada vez más confuso—. No entiendo...
Greelanx ni siquiera intentó explicarle qué estaba ocurriendo. El almirante se limitó a agarrar a Han del brazo, tiró de él hasta meterlo en el pequeño despacho y cerró la puerta.
Han permaneció inmóvil en la oscuridad, preguntándose qué demonios estaba pasando. ¿Quién había llegado en aquella nave? ¡A juzgar por su comportamiento, parecía como si Greelanx estuviera esperando ver aparecer alguna clase de monstruo surgido de un programa infantil de la trivisión!
Han fue de puntillas hacia la puerta, luchando con la tentación de salir del despacho y despedirse con un «Hasta siempre». Una vez delante de ella, descubrió que el sello de bloqueo no había quedado totalmente activado. Pudo oír cómo Greelanx iba de un lado a otro, y un instante después oyó ruido de objetos desplazados a toda prisa.
«Está dejando su escritorio exactamente tal como estaba cuando entré», comprendió.
Después oyó un suave chirrido cuando Greelanx volvió a sentarse en su mullido sillón de piel de lagarto. Han casi pudo ver cómo el almirante se esforzaba por adoptar una expresión lo más tranquila y normal posible.
El sello de la puerta del despacho se desactivó con un suave siseo. Han oyó un caminar lento y pesado, y el susurro de algo que quizá fuera tela. El corelliano se preguntó si el recién llegado llevaría una túnica, o quizá alguna clase de capa.
Después hubo otro sonido que Han reconoció casi al instante: estaba oyendo una curiosa especie de ruidoso jadeo entrecortado, una respiración que necesitaba ser estimulada artificialmente por alguna clase de máquina diseñada para mantener con vida a quienes no podían respirar por sus propios medios. Una máscara respiradora... El visitante llevaba una máscara respiradora.
Han no hubiera sabido explicar por qué, pero aquella ruidosa respiración sibilante resultaba un tanto ominosa. El corelliano tragó saliva, y procuró no hacer absolutamente ningún ruido.
—¡Qué placer tan inesperado, mi señor! —exclamó Greelanx, empleando un tono deliberadamente afable y jovial en el que se suponía que sólo debía haber una complacida sorpresa, pero que en realidad estaba impregnado de terror—. El Borde Exterior se siente muy honrado por vuestra presencia. Supongo que desearéis llevar a cabo una inspección general, ¿verdad? Debéis comprender que acabamos de librar una dura batalla y...
—Tu estupidez no tiene nada que envidiar a tu codicia, Greelanx —le interrumpió una voz ronca y gutural amplificada por alguna clase de sistema mecánico que le erizó el vello de la nuca a Han nada más oírla—. ¿Realmente creías que el Alto Mando no descubriría tu traición?
Greelanx ya no intentaba ocultar su miedo.
—¡Mi señor, os lo ruego...! No lo entendéis. Se me ordenó...
La voz de Greelanx se convirtió en un grito estrangulado. Han cerró los ojos y pensó que no habría abierto la puerta que daba al despacho de Greelanx ni por todas las perlas de dragón de la galaxia.
Silencio, salvo por aquella áspera respiración entrecortada. Silencio, durante muchos segundos. Y luego... un golpe sordo producido por algo que acababa de caer sobre la gruesa moqueta.
—Ah, pero es que da la casualidad de que lo entiendo perfectamente, almirante... —dijo luego la voz amplificada.
El misterioso visitante pasó por delante de la puerta detrás de la que se escondía Han, pero no se detuvo. Después el corelliano oyó el suave chasquido producido por la activación del sello de la puerta del despacho del almirante.
Silencio.
Han esperó casi cinco minutos antes de atreverse a abrir la puerta y echar un vistazo. Ver a Greelanx derrumbado sobre la moqueta no le sorprendió excesivamente. Le buscó el pulso y no lo encontró, lo cual tampoco era muy sorprendente.
Lo que sí resultaba sorprendente era que no había ninguna señal visible en el cuerpo. Al no oír el inconfundible chasquido de un desintegrador, Han supuso que el visitante había utilizado una hoja vibratoria. Un asesino realmente experto podía usar esa clase de armas para matar derramando muy poca sangre y sin dejar rastros de que hubiese habido lucha.
Pero Greelanx no tenía ni una sola señal...
Han permaneció inmóvil durante unos momentos con la mirada bajada hacia el rostro del almirante, contemplando sus muertas facciones paralizadas en una expresión del terror más absoluto imaginable. El corelliano se estremeció. «¿Quién diablos era ese tipo?»
Fue hasta la pared y examinó el sistema de cierre de la caja, pero enseguida vio que era del tipo que había esperado encontrar: el modelo era de excelente calidad, y se activaba mediante un sensor de identificación retiniana. Aun suponiendo que extrajera uno de los globos oculares de Greelanx de su cuenca —lo cual sería una tarea francamente desagradable, desde luego—, el almirante ya llevaba demasiado tiempo muerto. Las pautas retinianas no serían reconocidas por la unidad.
«Me largo de aquí», decidió. Volvió sobre sus pasos, pasó por encima de los dedos engarfiados de la mano de Greelanx y luego se detuvo cuando algo que acababa de ser empujado por la punta de su pie rodó sobre la moqueta.
Han se inclinó y cogió aquel objeto, sintiéndose invadido por una repentina exultación. ¡Era una perla de dragón krayt! No era muy grande, desde luego, pero a simple vista parecía un ejemplar perfecto. Su color, un negro opalescente, era uno de los más valiosos.
Han se metió la joya en un bolsillo interior y echó a correr.
Diez minutos después ya había terminado los preparativos de la huida. Han estaba junto a la escotilla de la cubierta de los módulos salvavidas, terminando una apresurada manipulación de los controles del sistema de eyección de la cápsula.
Y entonces el corelliano se quedó totalmente inmóvil cuando oyó ruido de pasos y una voz que le resultaba muy familiar.
—No te muevas, Han. Date la vuelta... despacio.
Han así lo hizo y, tal como había esperado por la voz, se encontró contemplando a su viejo amigo Tedris Bjalin.
Tedris le estaba apuntando con un desintegrador.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó—. Te vi en el pasillo, y te vi entrar en el despacho del almirante. ¿Por qué fuiste a hablar con él? ¿Qué está pasando?
«Van a pensar que he asesinado a Greelanx —comprendió Han—. ¡Primero me fusilarán y luego harán las preguntas!»
—Eh, Tedris, tranquilízate —dijo, curvando los labios en una sonrisa torcida mientras daba un cauteloso paso hacia adelante—. Ya sabes que nunca serías capaz de disparar contra tu viejo amigo, ¿verdad?
—No te muevas de donde estás, Solo —dijo Bjalin, pero la mano que empuñaba el desintegrador empezó a temblar de manera casi imperceptible. Después de todo, él y Han habían sido muy buenos amigos—. ¿Por qué llevas ese uniforme? ¿Quién...?
—Si tienes preguntas que hacerme, deberíamos ir a algún sitio tranquilo donde pudiéramos hablar con calma de todo esto —dijo Han—. Puedo responder a todas...
Interrumpiéndose a mitad de la frase, Han se lanzó sobre Tedris y utilizó un truco de combate callejero corelliano realmente sucio. Bjalin se derrumbó y quedó inmóvil sobre la cubierta, intentando tragar aire entre jadeos entrecortados y con una mirada acusadora en los ojos. Han se inclinó sobre su antiguo amigo, cogió el desintegrador y después puso una rodilla en el suelo junto a Bjalin.
—Escúchame, Tedris —dijo en voz baja y suave—. No vas a morir, aunque lo pasarás bastante mal durante un rato. Quiero que sepas una cosa: no fui yo, ¿de acuerdo? Lo único que quiero es que no lo olvides. Y... ¿Sabes una cosa, Tedris? Eres un tipo demasiado decente para seguir sirviendo en esta asquerosa Armada Imperial que sólo sabe matar inocentes y masacrar planetas indefensos. Sigue mi consejo y lárgate mientras todavía puedas hacerlo.
Después dejó inconsciente a su amigo con una descarga aturdidora y pasó por encima de Tedris. Han arrastró al oficial imperial hasta otra cápsula salvavidas, y luego se aseguró de que la escotilla no quedaba bloqueada para que la cápsula no pudiera ser expulsada accidentalmente.
Han se metió por la escotilla de la cápsula salvavidas que había recableado, y unos momentos después fue expulsado al espacio. Había manipulado los sistemas para que pareciese que la eyección se había producido de manera accidental. Dadas las circunstancias, eso no tenía nada de sorprendente. Después de todo, el Destino acababa de tomar parte en una batalla...
Durante unos minutos le preocupó que los imperiales pudieran tratar de recuperar la cápsula, pero no lo hicieron. Han supuso que el asesinato de Greelanx tenía muy ocupado a todo el mundo.
Chewie le recogió una hora después mientras el corelliano flotaba la deriva en el espacio, todavía intentando entender qué le había ocurrido a Greelanx.
El wookie introdujo la cápsula salvavidas robada en la bodega de carga del Bria, y luego empezó a soltar gemidos y gruñidos. Chewie le explicó que tenían que irse a toda prisa, porque había cazas TIE de reconocimiento rondando por la zona.
Han estaba totalmente de acuerdo con él, y los dos fueron corriendo al puente. Ya habían recorrido la mitad de camino cuando oyeron el primer ¡WHUMP! Unos segundos después el estrépito de aquel primer impacto fue seguido por otro ¡WHUMP! de tal violencia que Han y Chewie perdieron el equilibrio y acabaron a cuatro patas sobre la cubierta.
—!Están disparando contra nosotros, Chewie! —gritó Han—. ¡Ve a la montura arcillara!
Han se dejó caer en el asiento del piloto y vio a dos cazas TIE de reconocimiento que estaban virando para iniciar una segunda pasada de ataque..., y un instante después vio el parpadeo de una luz roja en su tablero de control.
—¡El reactor se está sobrecargando, Chewie! ¡Nos han dado justo en esa sección de escudo que había quedado debilitada! ¡Tenemos que abandonar la nave!
Han se levantó de un salto, fue corriendo a la torreta artillera y sacó al wookie de ella. Chewbacca meneó la cabeza y empezó a protestar, pero Han ya había tomado una decisión.
—¡No seas idiota, montaña de pelos! ¡Esta nave va a estallar de un momento a otro!
Cuando llegaron a la cubierta de carga, el wookie mostró una cierta reluctancia al darse cuenta de que tendrían que meterse en la cápsula salvavidas imperial, pero Han insistió.
—¿Es que no lo entiendes, Chewie? ¡El Bria está acabado! ¡Ésta es nuestra única posibilidad de sobrevivir! ¡Ahora entra de una vez y ponte esa máscara respiradora!
En cuanto Chewie estuvo dentro de la cápsula, Han se puso un traje espacial y abrió las puertas de la bodega de carga. ¡WHUMP!¡WHUMP-WHUMP!
«Oh, vamos, dejadlo ya... —pensó Han mientras adhería una unidad antigravitatoria a la cápsula, haciendo que flotara en el aire, y empezaba a empujarla hacia las puertas de la bodega de carga—. De todas maneras estamos condenados, así que no hace falta que os esforcéis tanto.» Golpeó el ventanal de la cápsula con la mano y le explicó al wookie por señas lo que planeaba hacer. Chewie, que ya se había puesto el respirador, asintió.
Después Han empujó la cápsula hacia la abertura con una rápida flexión de los brazos en el mismo instante en que Chewie abría la escotilla y tiraba de él hasta meterlo dentro.
Toda la secuencia de acciones exigió apenas cinco segundos, y no llegó a durar el tiempo suficiente para que la descompresión explosiva pudiera abrirse paso a través de la dura piel del wookie. Un segundo después la escotilla ya estaba cerrada y asegurada, y la atmósfera volvía a llenar el interior de la cápsula.
La cápsula apenas acababa de dejar atrás las puertas de la bodega de carga cuando el Bria estalló.
La onda expansiva hizo que el pequeño módulo salvavidas empezara a girar locamente en el vacío. Han se agarró aun mamparo, medio temiendo ver cómo uno de los cazas TIE se lanzaba sobre ellos pero, tal corno había esperado, la explosión ocultó su huida.
El corelliano y el wookie apenas disponían de espacio para moverse. Han consiguió quitarse el cuco, y luego él y Chewie se quedaron inmóviles, prácticamente el uno en brazos del otro, y se miraron fijamente durante unos segundos para acabar volviendo los ojos hacia los restos llameantes que habían sido su nave.
—Lando se va a poner furioso —dijo Han en un tono lleno de melancolía.
El Bria siempre había sido una nave tan temperamental como poco fiable, pero Han había acabado acostumbrándose a ella.
Chewie dejó escapar un suave gruñido. Han le miró y se encogió de hombros.
—¿Quieres saber qué vamos a hacer ahora? Bueno, amigo, creo que conoces la situación tan bien como yo. Nos encontramos en un sistema habitado, lo cual quiere decir que los controles de la cápsula salvavidas deberían llevarnos hasta algún sitio en el que podamos encontrar un medio de transporte...
Chewie emitió un gimoteo.
—Oh, claro. Quieres saber qué vamos a hacer ahora que nos hemos quedado sin nave, ¿eh? —Han suspiró—. Buena pregunta, amigo. Sí, es una buena pregunta...
«Aruk ha muerto —pensó Teroenza con incredulidad mientras contemplaba el mensaje procedente de Nal Hutta—. Ha dado resultado... ¡Casi no puedo creer que por fin nos hayamos librado de él!»
Durante una fracción de segundo el Gran Sacerdote sintió una tenue punzada de culpabilidad, pero ésta enseguida desapareció bajo una incontenible oleada de excitación. Con Aruk eliminado y los créditos del clan Desilijic afluyendo a sus arcas, ya no había nada que le impidiera asumir el control de toda la operación ylesiana. Durga tendría que permanecer en Nal Hutta, y estaría más que ocupado intentando controlar al clan Besadii. Kibbick, como sabía todo el mundo, era idiota.
Teroenza se imaginó su colección, y después se la imaginó tal como no tardaría en ser. ¡Construiría un edificio independiente para que la acogiera!
Y traería a su compañera a Ylesia. Se acabaron los días de soledad y las noches solitarias. Teroenza y su compañera se revolcarían en las ciénagas de barro, y serían inimaginablemente ricos...
Teroenza dedicó unos cuantos minutos más a adoptar una expresión adecuadamente lúgubre, y después el t'landa Til fue en busca de Kibbick para informarle de que su tío había muerto.
El Moff Sarn Shild estaba solo en su majestuosa residencia de Teth y se preguntaba qué había ido mal. El ataque a Nal Hutta había sido un gran error, eso era obvio. Y en cuanto a Greelanx... Bueno, Greelanx había fracasado, y el almirante había acabado muriendo en circunstancias altamente sospechosas.
Salvo por los androides, Shild estaba totalmente solo en la casa.
Todos sus sirvientes de carne y hueso se habían marchado, no sabía adónde. Bria... Bria también se había ido, y ya habían transcurrido varios días desde su desaparición. Ni siquiera se había despedido de él.
El día anterior el Emperador había convocado a Shild al Centro
Imperial para que compareciese ante la comisión que estaba investigando el infortunado ataque al sistema de Y'Toub. El mensaje de Palpatine había dejado muy claro que el Emperador se hallaba considerablemente disgustado.
Shild siguió sentado en la soledad de su despacho, haciendo esfuerzos desesperados para tratar de entender todo aquello. Hacía tan sólo unos días se encontraba en la cima de la galaxia, y de repente ya ni siquiera podía recordar qué motivo le había impulsado a hacer todo lo que había hecho. Casi parecía como si hubiera sido poseído por una entidad alienígena.
Bajó la mirada hacia su hermoso escritorio tallado. Delante de él había un desintegrador, y junto a él había un frasquito de veneno. Shild hizo una profunda inspiración de aire. Ya no se hacía ilusiones respecto a su futuro, y sabía que ir al Centro Imperial sólo serviría para retrasar lo inevitable.
Cualquier cosa sería preferible a tener que enfrentarse a la ira de Palpatine.
Pero ¿qué debía utilizar, el desintegrador o el veneno?
Shild siguió reflexionando durante un rato, pero se sentía incapaz de decidirse. Finalmente, impulsado por la desesperación, buscó refugio en un recuerdo de la infancia. Desplazando un dedo de un medio de muerte (y de huida) a otro en un lento ir y venir, empezó a canturrear en voz alta:
—Wonga, wuinga, cingi woré... ¿A cuál de los dos elegiré?