Capítulo 6
Amor al primer vuelo

Mientras Han avanzaba con paso rígido y envarado, percibió un fugaz destello de movimiento por el rabillo del ojo: una figura acababa de surgir de detrás de la gigantesca aleta estabilizadora del carguero. Una voz que no había oído nunca anteriormente, suave y agradable, pero llena de autoridad, habló de repente.

—Quieto, cazador de recompensas —dijo aquella voz—. Muévete y será lo último que hagas en tu vida.

La mano que había permanecido suavemente apoyada sobre el brazo de Han se apartó de él. El corelliano no podía dejar de caminar, naturalmente. Han siguió avanzando hacia la zona de pista iluminada por el sol que se extendía entre él y el Chorro de Fuego modificado, dejando a su captor y a su desconocido benefactor ocultos entre la sombra de la nave a su espalda.

Una inmensa oleada de alivio se extendió por todo su ser. Han pensó que estaba salvado..., pero un instante después el alivio fue sustituido por el tenor. Sus ojos ya se habían adaptado al repentino cambio de la sombra a la luz del sol, y eso le permitió ver que había un conducto de ventilación entre él y el Chorro de Fuego. ¡Incapaz de detenerse, Han se iba a precipitar por él!

Y entonces la voz volvió a resonar detrás de él.

—¡Eh, tú! ¡Solo! ¡Deténte! —Han notó que se detenía, y volvió a sentirse inundado por el alivio. Afortunadamente, su cuerpo estaba dispuesto a obedecer órdenes de cualquiera, y no únicamente de aquel desconocido cazador de recompensas—. ¡Date la vuelta y ven aquí! —añadió la voz.

Han la obedeció con sumo placer.

Mientras iba hacia su antiguo captor y el hombre que acababa de rescatarle, Han escrutó las sombras, pero sólo pudo ver que había alguien inmóvil detrás del cazador —de recompensas con el cañón de un desintegrador metido debajo del borde del casco mandaloriano, de tal manera que la punta del cañón quedaba incrustada en el cuello del cazador de recompensas.

Cuando volvió a entrar en la sombra de la aleta estabilizadora del carguero y sus ojos se hubieron adaptado a ella después de haber estado expuestos a la claridad solar, Han por fin pudo echar un buen vistazo a su rescatador.

Era un humano que tendría aproximadamente la edad de Han, quizá un par de años más viejo. Un poco más bajo que Han, era esbelto y parecía estar en muy buena forma física. Iba pulcramente afeitado y tenía los cabellos negros y rizados, los ojos oscuros y la piel del color del jugo de la enredadera de cofina aclarado con un poco de leche de traladón.

Iba vestido a la última moda, con una camisa color oro pálido de cuello holgado y puños adornados con bordados negros cuya pechera se cerraba mediante cintas, y sus ajustados pantalones negros estaban impecablemente planchados. Un cinturón, igualmente lleno de bordados y tan ancho que casi parecía un fajín, realzaba la esbeltez de su cintura y la lisura de su estómago. Calzaba unas botas negras de cuero blando, lo cual explicaba cómo había sido capaz de tender una emboscada tan silenciosa al cazador de recompensas. Una media capa negra colgaba de sus hombros.

Mientras Han iba hacia él, su rescatador sonrió con una sonrisa excepcionalmente encantadora que reveló unos magníficos dientes muy blancos.

—Ya puedes dejar de andar, Solo —dijo, deteniendo a Han cuando aún le faltaba bastante para entrar en el radio de alcance de su antiguo captor.

Han se quedó totalmente inmóvil y contempló cómo el pulgar del hombre hacía girar el control de potencia del desintegrador mientras echaba la mano ligeramente hacia atrás. Al dejar de sentir la presión del arma del recién llegado, el cazador de recompensas empezó a girar sobre sus talones mientras levantaba las muñecas. ¡El cazador de recompensas llevaba un par de brazaletes mandalorianos que sin duda estaban cargados de mortíferos minidardos!

Han intentó gritar una advertencia que se negó a surgir de sus labios, pero enseguida vio que su ayuda no era necesaria. El recién llegado ya estaba disparando. El haz aturdidor se esparció sobre el cazador de recompensas, y a una distancia tan reducida ni siquiera su armadura mandaloriana pudo protegerle de sus efectos. El cazador de recompensas se derrumbó tan fláccidamente como si no tuviera huesos, y los bordes de las placas de su armadura chocaron ruidosamente con el permacreto.

Su rescatador guardó su pequeño pero mortífero desintegrador en una pistolera oculta unida al cinturón ornamental y llamó a Han con un gesto de la mano.

—Ayúdame a levantarle.

Han hizo lo que se le decía, naturalmente.

Entre él y el recién llegado llevaron al cazador de recompensas hasta su nave. Han se preguntó qué iban a hacer con él, ya que no tardaría mucho en recuperar el conocimiento.

—Me pregunto cuánto durarán los efectos de esa droga que te ha administrado —murmuró su rescatador con voz pensativa—. ¿Puedes hablar, Solo?

Han sintió que sus labios se movían.

—Sí —dijo.

Después intentó decir algo más aparte de ese lacónico asentimiento, pero no pudo.

El hombre le miró.

—Ah, ya lo entiendo... Puedes responder a las órdenes pero no puedes hacer nada más, ¿verdad?

—Creo que sí —se encontró replicando Han.

—Esa droga es realmente terrible —dijo el hombre—. Había oído hablar de ella, pero nunca la había visto en acción. Tendré que averiguar si puedo conseguir algunas dosis. Me parece que podrían sacarme de más de un apuro...

Cuando llegaron a la rampa que conducía hasta la escotilla del Chorro de Fuego, dejaron al cazador de recompensas en el permacreto. Después el recién llegado procedió a registrar sus bolsillos y todos los posibles escondites que había en su armadura.

—Vaya, vaya... ¿Qué tenemos aquí? —exclamó mientras sus ágiles dedos descubrían varias ampollas en el bolsillo del cinturón del cazador de recompensas. Después de haber levantado cada ampolla hacia el cielo para poder leer la etiqueta, su rescatador se volvió hacia Han y sonrió maliciosamente—. Estás de suerte, Solo —dijo—. Ésta es la droga que te inyectó... —alzó una ampolla azul—, y aquí está el antídoto —añadió, alzando una ampolla verde.

Han esperó impacientemente mientras el recién llegado cargaba el inyector con la sustancia.

—No tengo ni idea de qué dosis debo administrarte —dijo—. Te inyectaré la cantidad mínima y si eso no sirve de nada, entonces probaré a inyectarte una dosis mayor —explicó, colocando el inyector sobre el torso de Han y apretando el gatillo.

Apenas su rescatador hubo apretado el gatillo y la sustancia empezó a extenderse por su cuerpo, Han volvió a sentir aquel extraño cosquilleo. Unos instantes después ya podía moverse y hablar.

—Te debo una, amigo —dijo, ofreciéndole la mano a su rescatador—. De no haber sido por ti.. —Meneó la cabeza—. Bueno, ¿quién eres y por qué me has rescatado? Nunca te había visto antes.

El hombre sonrió.

—Me llamo Lando Calrissian —replicó—. Y en cuanto a por qué te he salvado... Bien, es una historia muy larga. Vamos a ocupamos de nuestro amigo Boba Fett y luego hablaremos. ¡Eh, Solo! —exclamó de repente, mirando fijamente a Han—. ¿Te encuentras bien?

Han pensó que se iba a desmayar de un momento a otro. Apoyó una rodilla en el suelo junto al cuerpo inconsciente del cazador de recompensas y meneó la cabeza.

—¿Boba...? ¿Boba... Fett? ¿Este tipo es Boba Fett?

¿Habían contratado al cazador de recompensas más famoso de toda la galaxia para que lo capturase? Han se dio cuenta de que todo su cuerpo estaba temblando en una tardía reacción a la noticia.

—Oh, chico... Lando, yo... —balbuceó—. No lo sabía...

—¡Bueno, pues ya no corres ningún peligro! —exclamó jovialmente Calrissian—. Tendrás tiempo de sobra para temblar más tarde, Solo. Ahora tenemos que decidir qué vamos a hacer con nuestro querido amigo el señor Fett. —Estuvo pensando durante unos momentos, y después una sonrisa malévola fue curvando gradualmente sus labios hasta iluminar toda su cara—. ¡Ya lo tengo! —exclamó de repente, chasqueando los dedos.

—¿Qué se te ha ocurrido?

Calrissian ya estaba volviendo a cargar el inyector, esta vez con el contenido de una ampolla azul. Después sacudió al cazador de recompensas, que gimió y se removió.

—Está volviendo en sí, lo cual quiere decir que no perdemos nada con probar —gruñó.

Han, que había recuperado su desintegrador, mantuvo cubierto al cazador de recompensas con el arma mientras Calrissian levantaba la placa delantera del casco de Fett hasta dejar al descubierto su garganta. De repente el cazador de recompensas empezó a debatirse violentamente.

—¡Quieto! —ordenó Han, colocando el desintegrador delante del casco mandaloriano del cazador de recompensas—. No está ajustado para aturdir, Fett —casi rugió—. Después de lo que estuviste a punto de hacerme, me encantaría desintegrarte.

Boba Fett permaneció totalmente inmóvil mientras Calrissian apoyaba la aguja del inyector en su cuello y apretaba el gatillo. Unos momentos después Fett se estremeció.

—No te muevas —ordenó Calrissian.

El cazador de recompensas obedeció. Han y Lando se sonrieron el uno al otro, y sus sonrisas no resultaron nada agradables de ver. —Muy bien —dijo Calrissian—. Y ahora, incorpórate.

Boba Fett obedeció.

—¿Sabes qué deberíamos hacer? —murmuró Calrissian con voz pensativa—. Si tuviéramos alguna idea de cuánto duran los efectos de esta droga sobre el organismo una vez inyectada, yo votaría porque lo

lleváramos a uno de los bares de la zona y que cobráramos entrada durante un par de horas a quienes estuvieran dispuestos a pagar una buena cantidad de créditos a cambio de humillar a este tipo. Ha cobra

do muchas recompensas, así que ha de tener montones de enemigos.

—Dijo que los efectos durarían varias horas, aunque parece ser que no hay manera de saber con exactitud cuánto tardan en desvanecerse —observó Han.

Personalmente, lo único que deseaba en aquellos momentos era alejarse lo más posible de Fett y del Esclavo L Durante un segundo jugueteó con la posibilidad de ordenar a Fett que atravesara el permacreto y se lanzara por el primer conducto de ventilación que encontrara, pero un instante de reflexión le convenció de que, aun suponiendo que fuera la solución más inteligente, era incapaz de hacerlo. Matar a alguien en una pelea librada con desintegradores era una cosa, pero ordenar sin pensárselo dos veces a una criatura inteligente que se suicidara —incluso sise trataba de un asqueroso cazador de recompensas era otra y muy distinta.

—Sí, desde luego. —Calrissian se incorporó—. Bueno, creo que mi primera idea tal vez sea la mejor. Levántate, Boba Fett —ordenó. El cazador de recompensas se puso en pie.

—Desármate. Vamos, empieza ahora mismo...

Unos minutos después Han y Lando estaban contemplando el considerable montón de armamento de todo tipo que se había acumulado delante de ellos sobre el permacreto iluminado por el sol.

—Esbirros de Xendor... —dijo Han, meneando la cabeza—. Este tipo podría haber abierto una armería sólo con lo que llevaba encima. Fíjate en esos brazaletes mandalorianos... Y apuesto a que además los dardos están envenenados.

—Hay una forma de averiguarlo —dijo Lando—. ¿Están envenenados esos dardos? Respóndeme, Boba Fett.

—Algunos de ellos lo están —replicó el cazador de recompensas.

—¿Cuáles?

—Los del brazalete izquierdo.

—¿Y qué has puesto en los dardos del brazalete derecho?

—Un soporífero.

—Muy astuto —dijo Han, rozando cautelosamente los brazaletes con la punta de un dedo—. Un coleccionista debería pagar una buena cantidad de dinero por ellos. Bien, y ahora... ¿Qué vamos a hacer con él?

—Creo que deberíamos programar el piloto automático de su nave para que despegara a toda velocidad y siguiera un curso prefijado hacia algún sistema lo más alejado posible. Después le ordenaríamos que no alterase el curso que habíamos fijado. Si los efectos de esa droga tardan horas en desaparecer, cuando se hayan disipado ya podría estar a varios sectores de distancia. —Calrissian hizo una pausa—. Aunque ha matado a tanta gente que siento la tentación de conformarme con pegarle un tiro, claro... Pero nunca he matado a nadie a sangre fría. —Frunció el ceño, y casi pareció sentirse un poco avergonzado—. Debo admitir que no tengo muchas ganas de empezar precisamente ahora.

—Yo tampoco —dijo Han—. Creo que es un buen plan, Lando. Vamos a subirle a bordo.

Boba Fett desactivó obedientemente los bloqueos de seguridad de su nave y los tres entraron en el Esclavo I. Han y Lando ordenaron a Fett que se sentara en uno de los asientos de pasajeros y le pusieron el arnés de seguridad.

—¿Sabes pilotar naves espaciales? —preguntó Han.

—No —admitió Calrissian—. De hecho, ésa es la razón por la que te estaba buscando. Necesito contratar a un piloto.

—Pues ya tienes uno —dijo Han—. Estoy dispuesto a hacer todo lo que pueda para ayudarte, amigo. Como te dije —antes, te debo una.

—Ya hablaremos de eso más tarde. Ahora tenemos que librarnos de nuestro querido cazador de recompensas.

Han programó rápidamente el piloto automático para el despegue y pregrabó todas las respuestas que el Esclavo I necesitaría emitir para que el control de tráfico del sector de Nar Shaddaa le permitiera acceder a las rutas espaciales. Después eligió un curso que haría que la nave atravesara los sectores imperiales en una larga serie de vertiginosos saltos espaciales. Con un poco de suerte, Boba Fett no conseguiría recuperar el control del Esclavo ! hasta que estuviera a decenas de millares de pársecs de distancia.

—Ya está todo listo —anunció Han finalmente—. La nave despegará dentro de tres minutos.

—Perfecto. —Lando se volvió hacia el cazador de recompensas, que seguía paralizado por la droga—. Escúchame con atención, Fett, y haz exactamente lo que te diga. Vas a permanecer sentado en este asiento con el arnés de seguridad puesto, y no te acercarás a las controles de tu nave hasta que llegues al destino que Solo ha programado para ti o hasta que los efectos de tu droga de la obediencia se hayan disipado, si es que para entonces todavía te encuentras en el espacio. ¿Lo has entendido?

—Sí —dijo Fett.

—Estupendo.

Calrissian se despidió del cazador de recompensas agitando alegremente la mano y fue hacia la rampa.

Han miró fijamente a Boba Fett.

—Que tengas un buen viaje, cazador de recompensas. Espero no volver a verte nunca. Ah, y puedes decirle de mi parte a Teroenza que la próxima vez que vuelva a Ylesia, será un T'landa Til muerto. ¿Me has oído?

—Sí.

—Hasta luego, Fett.

Ya podía oír el estridente zumbido de los motores y la rampa vibró bajo sus pies mientras bajaba corriendo por ella, presionando el botón de CIERRE cuando pasó junto a él. Han tuvo que acabar saltando al suelo, porque la rampa empezó a ascender antes de que hubiera llegado al final de ella.

Lando ya había recogido el armamento de Boba Fett, y los dos jóvenes echaron a correr hasta que consideraron que se encontraban lo suficientemente lejos de la nave para no correr peligro. Después se volvieron para contemplar cómo el Esclavo 1 se alzaba sobre su cola y despegaba entre el deslumbrante fogonazo emitido por sus potentes motores.

Y hasta que la nave hubo desaparecido en la lejanía, Han no se permitió tragar aire en una prolongada inspiración que dejó escapar lentamente.

—Uf. Por los pelos... —murmuró.

—Yo diría que sí —asintió Calrissian—. Tuviste mucha suerte de que te viera, Solo.

Han asintió y le ofreció la mano.

—Llámame Han. Estoy en deuda contigo, Calrissian.

—Llámame Lando. —Su rescatador volvió a obsequiarle con su irresistible sonrisa—. Y... no te preocupes, ¿de acuerdo? Me aseguraré de que pagues tu deuda.

—Lo que quieras, amigo. No puedes ni imaginarte qué habría sido de mí si Boba Fett se hubiera salido con la suya. —El sol calentaba bastante, pero aun así el corelliano no pudo reprimir un estremecimiento—. Créeme, Lando, ni siquiera yo quiero saberlo.

—Puedo imaginármelo —dijo Lando—. Los servicios de Boba Fett siempre salen muy caros. Si alguien tenía tantas ganas de echarte el guante, supongo que no era meramente porque te negaste a pagar una deuda o cualquier tontería insignificante por el estilo.

Han sonrió.

—Eres un tipo muy listo, amigo. —Le hizo una seña con la mano, y los dos empezaron a cruzar la plataforma de descenso—. ¿Te apetece desayunar algo? Acabo de darme cuenta de que me estoy muriendo de hambre. Escapar por muy poco a un destino peor que la muerte suele producir ese efecto sobre mi organismo.

—Claro que sí —dijo Lando—. Invitas tú, ¿no?

—Puedes apostar a que sí.

En cuanto estuvieron sentados en un pequeño café que Han solía frecuentar y tomaron el primer sorbo de sus tazas de té estimulante, Han empezó a tener la sensación de que conocía a Lando desde hacía años en vez de meramente una hora.

—Bien, y ahora cuéntame cómo diste conmigo —dijo mientras se acababa su última rebanada de pan—. Ah, y también me gustaría saber por qué me buscabas.

—La verdad es que ya te había visto en un par de ocasiones —admitió Lando—. Me hablaron de ti en un par de locales nocturnos, y me dijeron que eras un buen jugador de sabacc, un contrabandista bastante competente y un piloto magnífico.

Han intentó adoptar la expresión de modestia adecuada ante tales elogios, pero no tuvo mucho éxito.

—Pues yo no recuerdo haberte visto, Lando, pero supongo que tampoco tengo ninguna razón para acordarme de ti. Bien, de acuerdo... Así que sabías qué aspecto tengo, ¿eh? ¿Y qué ocurrió esta mañana?

—Bueno, anoche fui a tu apartamento para hablar contigo, y tu amigo me dijo que no creía que volvieras a casa esa noche. —Lando obsequió a Han con una sonrisa llena de malicia—. Pero me dijo que probablemente estarías con una... amiga... en el Castillo del Azar. En consecuencia, decidí pasar por allí antes de volver a casa en cuanto hube terminado mi jornada laboral por aquella noche.

—¿Trabajas de noche? ¿A qué te dedicas? —preguntó Han.

—Básicamente soy jugador profesional —respondió Lando—. Aunque si quieres que te sea sincero, también' he intentado ganar dinero con otras clases de negocios siempre que se me ha presentado la oportunidad.

—Comprendo... Así que todavía no te habías acostado, pero decidiste pasarte por el Castillo antes de volver a casa.

—No me quedaba demasiado lejos. La mayoría de los grandes casinos de esa sección de Nar Shaddaa están lo suficientemente cerca unos de otros para que puedas recorrer la ruta del juego a pie. Bien, el caso es que cuando llegué allí, te vi en la calle caminando a unos metros por delante de mí. Te seguí, con la intención de alcanzarte y presentarme...

—Y viste cómo Boba Fett me capturaba —aventuró Han.

—Exactamente. Los cazadores de recompensas nunca me han caído demasiado bien, así que os seguí hasta que estuve razonablemente seguro de adónde ibais. Después conseguí escabullirme por el perímetro de la pista de descenso y adelantaros. En esos momentos caminabas bastante despacio, ya sabes... El caso es que reconocí el Esclava! nada más verlo, así que no me costó demasiado esconderme en algún lugar entre vosotros y la nave, y eso me permitió caer sobre Fett cuando pasó junto a mí.

Han asintió.

—Y me alegro muchísimo de que lo hicieras, amigo. —Meneó la cabeza—. Oye, Lando... No le hables a Chewie de esto, ¿quieres? Ha contraído lo que los wookies llaman una deuda de vida conmigo porque está convencido de que me debe un favor, ¿entiendes? Anoche me costó muchísimo convencerle de que no me acompañara. Estaba seguro de que me metería en líos, y...

—Bueno, lo cierto es que te metiste en líos —dijo Lando, y soltó una risita.

—Ya lo sé —admitió Han de mala gana—. Pero si Chewie llega a enterarse de lo que me ocurrió, nunca volverá a quitarme los ojos de encima. Y... Eh, hay ciertos momentos en los que aun hombre le gusta disfrutar de un poquito de intimidad.

Lando meneó la cabeza.

—Sí, ya sé a qué te refieres. De acuerdo, Han, te guardaré el secreto.

—Se inclinó hacia adelante y se sirvió otra taza de té estimulante—. ¿Es guapa?

Han asintió.

—Es tan guapa que el haber estado con ella casi me compensa de la experiencia por la que he pasado esta mañana, y estoy seguro de que eres justo la clase de hombre capaz de entender a qué me refiero.

Lando puso cara de sentirse muy impresionado.

—Quizá deberías presentármela, viejo amigo.

Han meneó la cabeza.

—No creo que sea una buena idea..., viejo amigo. Tengo la impresión de que eres un auténtico rompecorazones, así que probablemente intentarías quitármela.

Lando se encogió de hombros y se recostó en su asiento, sonriendo sarcásticamente.

—Nunca se sabe, desde luego...

Han sonrió.

—El término realmente importante de toda esta ecuación lingüística es «intentarías», Lando. Bien, ¿y por qué me buscabas? Antes dijiste que necesitabas un piloto.

—Cierto. Hace cosa de una semana estuve jugando al sabacc en Bespin, y uno de los jugadores decidió apostar su nave. Estábamos jugando una partida de apuestas realmente elevadas, ya me entiendes...

—Y ganaste y te quedaste con la nave —dijo Han.

—Así es. Pero nunca he pilotado una nave espacial. Necesito aprender..., especialmente ahora, ya que existe la posibilidad de que Boba Fett venga a por mí. Creo que en el futuro me dedicaré a buscar pastos más verdes y nuevas mesas de sabacc, y he pensado que viajar en mi propia nave podría resultar divertido. Tuve que contratar a un piloto para que me trajera hasta aquí, y me salió bastante caro. Lo que quiero de ti es que me enseñes a pilotar mi nave.

—De acuerdo —dijo Han—. Puedo hacerlo. ¿Cuándo quieres que empecemos?

Lando se encogió de hombros.

—Haber tenido que vérmelas con Fett ha hecho subir considerablemente mis niveles de adrenalina, así que no tengo ni pizca de sueño. ¿Qué te parece si empezamos ahora mismo?

Han asintió.

—Me parece muy bien.

Cogieron un tubo distinto para ir a otra plataforma de descenso. Han y Lando atravesaron la superficie barrida por el viento caminando el uno al lado del otro y avanzaron por entre las hileras de naves estacionadas hasta que Lando se detuvo y señaló hacia adelante con un dedo.

—Ahí está. El Halcón Milenario...

Han contempló el carguero ligero modificado inmóvil sobre el permacreto, un modelo Transporte YT–1300 construido en Corellia. Ya había visto muchos ejemplares de ese modelo con anterioridad, y siempre le habían gustado: aparte de ser buenos pilotos, los corellianos también eran buenos ingenieros.

Pero mientras Han contemplaba aquella nave en particular, le ocurrió algo muy extraño. Sin ningún aviso previo, el corelliano se sintió repentina, irrevocable e irremisiblemente enamorado de ella. Aquella nave le estaba llamando con un cántico de sirena hecho de velocidad, maniobrabilidad, escapadas por los pelos, aventuras y operaciones de contrabando coronadas por el éxito.

.Esa nave va a ser mía —pensó—. Ah, sí, será mía. El Halcón Milenario será mío...»

Y de repente se dio cuenta de que estaba contemplando el carguero con los ojos desorbitados y la boca abierta. Lando le estaba mirando fijamente, los ojos entrecerrados en una expresión llena de suspicacia. Han se apresuró a cenar la boca, e hizo cuanto pudo para expulsar aquel repentino anhelo de su mente. Tendría que jugar sus cartas con mucha habilidad. Si Lando llegaba a darse cuenta de hasta qué punto deseaba convenirse en propietario de aquella nave, seguramente subiría el precio hasta los cielos...

—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Lando.

Han meneó la cabeza.

—¡Menudo montón de chatarra! —exclamó, al mismo tiempo que pedía perdón mentalmente a la nave—. Oye, viejo amigo, estoy empezando a pensar que las apuestas de esa partida no eran tan elevadas como has estado intentando hacerme creer.

—Eh, el piloto que me trajo hasta aquí dijo que era una nave realmente rápida —dijo Lando, pareciendo ponerse un poco ala defensiva. —¿De veras? —replicó Han, poniendo cara de no estar muy convencido de ello y encogiéndose de hombros—. Bueno, no lo sabremos hasta que la hayamos probado. ¿Vamos a dar una vuelta?

—Claro —dijo Lando.

Unos minutos después Han estaba sentado delante de los controles de la nueva adquisición de Lando, saboreando la respuesta del Halcón mientras la nave despegaba sobre sus haces repulsores y las manos del corelliano conectaban la propulsión sublumínica. Todavía se sentía incapaz de creer lo que había visto en su sala de motores: ¡aquella nave poseía un sistema de hiperimpulsión de nivel militar! «¡Oh, amor mío.. »

Y las velocidades sublumínicas que era capaz de alcanzar tampoco estaban nada mal, desde luego. Han sintió cómo el Halcón salía disparado hacia adelante en una incesante aceleración. La facilidad con que los motores le proporcionaban energía era realmente emocionante, pero Han se aseguró de ocultar su excitación.

—No está mal —dijo en el tono más indiferente de que fue capaz—, pero las he visto mejores. Vamos a ver qué tal maniobra.

Sacó el Halcón de la atmósfera de Nar Shaddaa y después pilotó la nave por la abertura del escudo, todo ello sin dejar de dar las respuestas correctas al control de tráfico en ningún momento. Una vez libre del pozo gravitatorio y tras haber dejado atrás la pista de obstáculos formada por las naves abandonadas que flotaban a la deriva, Han hizo que el Halcón ejecutara una vertiginosa serie de toneles, rizos y oscilaciones.

—¡Eh! —protestó Lando, tragando saliva de manera claramente audible—. ¡No olvides que llevas un pasajero a bordo! Y además tu pasajero acaba de desayunar._

Han le sonrió. Durante un momento se sintió tentado de preguntarle cuánto quería por la nave, pero sabía que Lando pediría más dinero del que podía permitirse pagar. Una larga serie de planes enloquecidos que giraban alrededor de la idea de conseguir que los hutts compraran el Halcón para que Han pudiera pilotarlo con regularidad —y tal vez robarlo, algún día— desfilaron a toda velocidad por la mente del corelliano.

Pero no quería que Jabba o Jiliac se convirtieran en propietarios del Halcón. Los hutts no sabrían apreciar aquella preciosidad, aquella verdadera obra de arte...

Han inspeccionó el armamento. «Esta monada tiene buenas piernas, pero anda un poco escasa de músculos...» El Halcón sólo disponía de un cañón láser ligero instalado en una torreta superior. «No es suficiente», pensó Han.

—El piloto que contraté me dijo que el Halcón quizá necesitaría un poco más de armamento para llegar a ser un navío de contrabando realmente bueno —dijo Lando en aquel mismo instante, como si le estuviera leyendo los pensamientos a Han—. ¿Qué opinas?

—Opino que si yo fuera el dueño de esta nave, instalaría otra torreta artillero y unas cuantas baterías láser cuádruples, así como un cañón de repetición en la quilla para que me cubriera el trasero si tenía que salir corriendo de algún sitio —dijo Han.

«Y quizá también compraría unos cuantos cohetes de alta potencia explosiva...»

—Eh... Tendré que pensar en eso —dijo Landós. Pero es una nave bastante rápida, ¿verdad?

Han asintió, aunque a regañadientes.

—Sí, Lando. Tiene unos motores realmente potentes y puede llegar a ir bastante deprisa.

«Oh, cariño...», pensó mientras acariciaba disimuladamente la consola de control.

Unos minutos después Lando carraspeó.

—Creía que habíamos decidido hacer esta pequeña excursión porque ibas a enseñarme a pilotar mi nave, Han.

—Oh... Oh, sí —dijo Han—. Sólo estaba... familiarizándome con ella. Ya sabes, Lando... Así podré enseñarte a conocerla a fondo.

—Oyéndote hablar, cualquiera diría que este trasto está vivo —replicó Lando.

—Bueno, los pilotos suelen acabar tratando a sus naves como si estuvieran vivas —admitió Han—. La nave se convierte en una especie de... amiga. Ya lo irás entendiendo.

—No olvides que el Halcón es mi nave —dijo Lando, empleando un tono ligeramente cortante.

—Por supuesto que sí— dijo Han, asegurándose de que su voz sonaba lo más despreocupada y tranquila posible—. Bien, y ahora escúchame con atención: vamos a empezar con las velocidades sublumínicas. Si quieres llegar a ser un auténtico experto en maniobras, tienes que acumular muchas horas de vuelo sublumínico. ¿Ves esa palanca? Pues tira de ella y habrás conectado la hiperimpulsión, y eso es algo que no quieres hacer a menos que hayas trazado un curso y lo hayas introducido en el ordenador de navegación. Así pues... no toques esa palanca. ¿Lo has entendido, Lando?

Lando se inclinó hacia adelante y clavó los ojos en los controles. —Lo he entendido...

A millares de años luz de distancia, Teroenza, Gran Sacerdote de Ylesia, estaba inmóvil en el centro de la Colonia Tres y contemplaba los daños causados por el ataque terrorista que había tenido lugar al amanecer. Más de una docena de cuerpos yacían en el suelo esparcidos a su alrededor, la mayoría de ellos guardias de sus propios servicios de seguridad. Los edificios de la factoría mostraban las señales negruzcas dejadas por los haces desintegradores. La puerta del comedor comunal había quedado convertida en un montón de metal fundido, y un grupo de guardias estaba acabando de apagar un incendio en el Edificio Administrativo. El olor a quemado luchaba con el olor a invernadero de la verde jungla saturada de vapores y humedad.

El Gran Sacerdote dejó escapar un nervioso resoplido. Y todo aquello por culpa de una incursión que tenía como objetivo a los esclavos, pero no para adquirir nuevos esclavos sino para liberarlos...

La mayoría de los incursores eran humanos. Teroenza había visto sus imágenes en los monitores de comunicaciones de sus cuarteles generales en la Colonia Uno. Dos naves habían descendido en una veloz espiral a través de las traicioneras corrientes atmosféricas de Ylesia, pero sólo una había conseguido llegar a la superficie. La otra nave había quedado atrapada en un nudo de vientos que la destruyeron.

«Que es justo lo que se merecía», pensó Teroenza malhumoradamente mientras seguía contemplando los daños causados por la nave superviviente. ¡Condenados entrometidos! El grupo de incursión había llegado a la superficie, y después soldados armados que vestían uniformes de color verde y caqui habían bajado "corriendo por la rampa de la nave y habían atacado a los guardias ylesianos. La pequeña batalla que se libró a continuación terminó con la muerte de casi una docena de guardias.

Después los atacantes habían irrumpido en el refectorio en el que estaban desayunando los peregrinos. ¡Estúpidos incursores! Pensar que los peregrinos renunciarían a la Exultación a cambio de la libertad era una estupidez, evidentemente. De los doscientos peregrinos que había en el comedor, sólo dos se habían levantado corriendo para unirse a los invasores.

Y después —la expresión de Teroenza se ensombreció— aquella maldita mujer había surgido de entre los incursores para dirigirse a la multitud. El Gran Sacerdote llevaba mucho tiempo creyéndola muerta. Teroenza se acordaba muy bien de ella: era la Peregrina 921, nacida Bria floren, una corelliana..., y una traidora.

Bria había discutido con los peregrinos, y les había contado la verdad sobre la Exultación. Le dijo al grupo que algún día se lo agradecerían..., y después ordenó a sus hombres que abrieran fuego sobre la multitud con sus armas ajustadas en el nivel de aturdimiento. Los peregrinos se habían desplomado al instante.

El grupo de corellianos había logrado escapar con casi cien esclavos de primera calidad. Teroenza maldijo en voz baja. ¡Bria Tharen! Teroenza se sentía incapaz de decidir a cuál de los dos corellianos odiaba más, si a Bria o al condenado Han Solo.

Aquella incursión le tenía muy preocupado. Había dinero detrás de aquel grupo, desde luego. Las naves y las armas costaban dinero. Los atacantes estaban muy bien organizados, y habían demostrado ser tan eficientes como una auténtica unidad militar. ¿Quiénes eran?

Teroenza había oído hablar de varios grupos rebeldes que se habían alzado contra el Imperio, y se preguntó si el escuadrón de soldados que había atacado la Colonia Tres podía formar parte de uno de esos grupos.

Aun así, el Gran Sacerdote experimentó un fugaz destello de satisfacción cuando se imaginó lo mal que lo pasarían sus rescatadores en cuanto el grupo de peregrinos al que habían dejado inconsciente despertara. Los t'landa Tils sabían muy bien con qué rapidez podían volverse adictos a la Exultación la mayoría de los humanoides una vez que habían sido expuestos a ella de manera cotidiana.

A esas alturas los peregrinos ya estarían echando de menos la Exultación. Estarían gritando, aullando y profiriendo amenazas, suplicando que se les llevara de vuelta a Ylesia. Incluso cabía la posibilidad de que se adueñaran de la nave rebelde y la trajeran de vuelta, que era justo 10 que podía esperarse de unos fieles peregrinos. Una cosa era segura: aquella noche los rebeldes corellianos estarían terriblemente ocupados.

Pensar en ello hizo que Teroenza sonriera.

Varios días después de que Boba Fett intentara capturarle, Han fue a ver a Jabba y a Jiliac para decirles que durante una temporada pasaría poco tiempo en Nar Shaddaa. Había decidido aceptar la oferta de Xaverri, por lo que trabajaría como ayudante de la ilusionista durante la próxima gira. Han tenía el presentimiento de que Boba Fett no era de los que se dan por vencidos fácilmente, y pensó que pasar los próximos meses lejos de Nar Shaddaa podía ser una sabia precaución.

Pero las palabras murieron en sus labios antes de que hubiera tenido tiempo de pronunciarlas. Jabba acogió a Han con un grito lleno de impaciencia apenas se le hubo permitido entrar en la sala de audiencias, y le ordenó que preparase el Joya Estelar para partir inmediatamente hacia Nal Hutta. Los emisarios enviados por los kajidics del clan Desalijic y el clan Besadii habían acordado que los kajidics se reunirían al día siguiente. Al parecer el clan Besadii había mantenido las negociaciones en punto muerto durante largo tiempo, pero de repente había hecho varias concesiones de considerable importancia, como si tuviera un gran interés en que la reunión se celebran lo más pronto posible.

—¿Hoy? —exclamó Han, pensando que tendría que hablar con Lando para cancelar la lección de pilotaje de aquella tarde—. No nos han dado mucho tiempo para prepararnos, ¿verdad?

—No, desde luego —admitió Jiliac—. Que nosotros sepamos no existe ninguna razón por la que todo deba acelerarse de tal manera, pero tiene que haber ocurrido algo.

—De acuerdo, llevaré a sus excelencias allí esta tarde —dijo Han—. Dadme una hora para preparar la nave y comprobar el curso.

—Y una cosa más, capitán Solo: deberá asegurarse de que el vuelo sea lo más tranquilo posible —le advirtió Jabba—. Nada de turbulencias, ¿entendido? El estado actual de mi tía es muy delicado, y no debe sufrir ninguna clase de sacudidas o vibraciones.

Han miró a su alrededor en busca de otro hutt, pero sólo vio a Jiliac.

—¿Vuestra tía? Me temo que no os he entendido bien, noble Jabba... ¿Tendré que transportar a tres hutts?

—¡No, humano! —se impacientó Jabba—. ¡Tendrá que transportarnos a mí y a Jiliac, como siempre! ¿Acaso no tiene ojos? ¿No se ha fijado en los cambios que han alterado la textura de su piel? ¡Pero si su estado salta a la vista!

Han volvió la mirada hacia Jiliac, y de repente se dio cuenta de que el aspecto del hutt había cambiado. Una erupción de excrecencias verrugosas cubría el rostro de la criatura, y manchas purpúreas se mezclaban con las habituales zonas verdosas esparcidas sobre la dura piel amarronada. Jiliac también parecía todavía más enorme que de costumbre, y se le veía un tanto letárgico. «Oh, maravilloso... Así que además ahora tendré que cuidar a un hutt enfermo, ¿verdad? ¡Estupendo, realmente estupendo!»

—Eh... Noble Jiliac, ¿os encontráis enfermo...? —empezó a preguntar Han, pero se interrumpió al ver que Jabba se encaraba con él para fulminarle con una mirada llena de desprecio.

—¡Humano estúpido! ¿Es que no puede ver que el noble Jiliac se ha convertido en la noble dama Jiliac? ¡Está esperando un bebé! Dado su delicado estado actual en realidad no debería hacer semejante esfuerzo, pero los líderes del clan Desilijic siempre sabemos estar a la altura de nuestros deberes.

¿Que Jiliac está... embarazada?» Han se quedó boquiabierto, y Chewie dejó escapar un suave rugido de sorpresa.

Pero Han se recuperó rápidamente y se inclinó ante Jiliac.

—Os pido disculpas, noble Jiliac. No estoy muy familiarizado con las..., las costumbres reproductivas de vuestra especie. No pretendía ofenderos.

Jiliac contempló a Han con expresión adormilada y parpadeó.

—No me ha ofendido, capitán Solo. Mi pueblo se reproduce cuando lo desea, y decidí que ya había llegado el momento de que lo hiciera. Mi descendiente nacerá dentro de unos meses. El viaje no supondrá ningún peligro para mí: Jabba, mi sobrino, quiere protegerme a toda costa, y a veces va un poco demasiado lejos. De todas maneras, preferiría que el vuelo transcurriera sin incidentes y de una manera lo más tranquila posible.

—Sí, mi señora —dijo Han, volviendo a inclinarse ante Jiliac—. Iremos a Nal Hutta, despegaremos esta misma tarde y no habrá ninguna clase de incidentes. Podéis contar con ello.

—Muy bien, capitán Solo. Puede irse. Deseamos partir lo más pronto posible.

Han volvió a inclinarse ante los hutts y se fue, con Chewie pisándole los talones. Apenas estuvo seguro de que Jabba y Jiliac no podían verle, el corelliano meneó la cabeza. «¡Hutts! Cuanto más los conozco, más raros me parecen...»

Una auténtica marea de hutts ondulaba y se retorcía en un lento avance hacia la Gran Sala del Consejo de los Hutts en Nal Hutta. Jabba y Jiliac ondulaban el uno al lado del otro, acompañados por los guardias de seguridad del clan Desilijic. Si todavía eran capaces de hacerlo, la mayoría de los hutts preferían desplazarse por sus propios medios. Mostrar debilidad ante los humanos y otros subordinados estaba permitido, pero cuando se hallaban rodeados de su propia especie, los hutts siempre preferían aparecer lo más fuertes y sanos posible. Todos los miembros del clan Desilijic se estaban desplazando sin ayudas mecánicas y en cuanto a los del clan Besadii, únicamente Aruk era demasiado viejo y corpulento para poder arreglárselas sin su trineo repulsor.

Durante su avance hacia las cámaras del consejo, los hutts y sus guardias tenían que pasar por múltiples sistemas de detección y aparatos de seguridad. Los guardias no podían llevar armas, y cada asistente a la reunión era sometido a un concienzudo examen de sensores, tanto internos como externos, para asegurarse de que nadie introducía ninguna sustancia peligrosa en la sala. Los huta no eran seres muy confiados, especialmente cuando se hallaban en compañía de otros hutts..., y tenían buenas razones para ello. Hacía mucho tiempo, todos los hutts de Nal Hutta que ocupaban posiciones prominentes habían sido eliminados en masa por un único e ingenioso asesino.

Los hutts estaban decididos a evitar que eso volviera a suceder.

La Gran Sala del Consejo era una estancia gigantesca, lo suficientemente grande como para acomodar sin problemas a casi cincuenta hutts. En aquel momento había veintisiete hutts reunidos dentro de ella, entre representantes de todos los clanes y kajidics importantes y enviados de grupos «neutrales» del gobierno hutt que se encargarían de supervisar y administrar la conferencia.

El mundo natal de los hutts estaba gobernado por el Gran Consejo, una oligarquía formada por un representante de cada uno de los grandes clanes de los hutts. Pero en realidad el poder de los sindicatos del crimen —los kajidics— era inmensamente superior al del Gran Consejo.

Jabba y Jiliac habían hecho venir a dos miembros del clan para que actuaran como asistentes suyos. Aruk se había traído consigo al contingente del clan Besadii, formado por él mismo, su hijo Durga y su sobrino Kibbick. A Jabba le complació ver que un t'landa Til deslizaba su considerable mole detrás de Kibbick. Eso quería decir que Jiliac había vuelto a demostrar su perspicacia, ya que resultaba obvio que el clan Besadii había hecho acudir a Teroenza.

Después de que los hutts se hubieran dispuesto formando un círculo alrededor de la plataforma del orador, el secretario ejecutivo del Gran Consejo, un hutt llamado Mardoc, declaró inaugurada la conferencia. Mardoc volvió a tomar la palabra después de que cada clan se hubiera identificado oficialmente a sí mismo y a su contingente.

—Camaradas en el poder, congéneres en el beneficio —empezó diciendo—, os he convocado aquí en el día de hoy para discutir y analizar la grave situación surgida en una de las colonias del clan Besadii, el planeta Ylesia. Pido al noble Aruk que hable.

Aruk acercó su trineo a la plataforma del orador. Después agitó sus diminutos brazos ante los otros hutts para dar más énfasis a sus palabras, y empezó a hablar.

—Escuchadme, hutts: hace dos días la Colonia Tres de Ylesia fue atacada por un grupo de terroristas muy bien armados. Kibbick y Teroenza, nuestro supervisor, estuvieron a punto de morir. La colonia sufrió daños muy serios, y después los atacantes huyeron llevándose consigo casi cien esclavos de gran valor.

Una oleada de consternación recorrió la sala de conferencias a medida que los hutts iban reaccionando a las noticias de Aruk. Jabba enseguida se dio cuenta de que Aruk no apartaba los ojos de él y de Jiliac. «Está evaluando nuestra reacción», comprendió. Durante una fracción de segundo Jabba se preguntó si Jiliac habría decidido emplear alguna clase de estrategia ultrasutil y había ordenado la incursión en secreto y sin comunicárselo. Pero unos instantes de reflexión bastaron para que descartara esa idea. Su tía estaba tan absorta en su reciente embarazo que apenas si le quedaban energías para urdir conspiraciones..., especialmente si para colmo éstas exigían organizar incursiones al estilo comando. Además, normalmente Jiliac prescindía de los ataques directos y prefería acabar con sus enemigos de maneras más sutiles.

—Congéneres míos, el clan Besadii exige que Jiliac, en su calidad de líder del clan Desilijic, nos asegure personalmente que esta terrible incursión, este robo de valiosas propiedades del clan Besadii, no ha sido obra del clan Desilijic. ¡Si no lo hace, esto significará la guerra entre nuestros clanes!

Un jadeo colectivo resonó por toda la Gran Sala. El desafío de Aruk quedó flotando en el aire y se mezcló con el humo de los narguiles a los que estaban dando caladas algunos de los líderes hutts.

Jiliac se irguió lentamente, pareciendo casi majestuosa en su nueva dignidad maternal.

—Congéneres míos, el clan Desilijic es inocente de cualquier clase de agresión en este asunto —dijo—. Como garantía de ello, el clan Desilijic se compromete a entregar al clan Besadii la suma de un millón de créditos en e} caso de que se llegue a descubrir la existencia de cualquier tipo de conexión entre los incursores y nuestro clan.

El silencio se adueñé de la Gran Sala durante unos instantes, y después Aruk inclinó la cabeza en el equivalente huttés a una reverencia.

—Muy bien. Que nadie ose decir jamás que el clan Desilijic se negó a respaldar su integridad con el dinero. Pedimos que el Gran Consejo investigue este incidente y que nos comunique el resultado de sus investigaciones dentro de un mes.

Mardoc aceptó la petición, pero después volvió a ceder la palabra a Jiliac cuando la líder del clan Desilijic indicó que aún tenía algo más que decir.

—Sin embargo, me gustaría que se pudiera afirmar lo mismo del clan Besadii. Hace unos meses, mi sobrino aquí presente... —señaló a Jabba— fue brutalmente atacado por unos mercenarios. ¡Lo único que nos impide acusar a nuestros rivales es el hecho de que no estamos en condiciones de probar de manera irrefutable quién envió a esos mercenarios! ¡A diferencia del clan Besadii, nosotros no lanzamos acusaciones a menos que dispongamos de pruebas con las que respaldadas!

Una erupción de murmullos y susurros hizo vibrar las paredes de la Gran Sala.

Aruk se irguió hasta alcanzar el máximo de su impresionante altura, sus legañosos y viejos ojos ribeteados de rojo.

—¡El dan Besadii no ha hecho nada de lo que tenga que arrepentirse!

—¿Niegas que enviaste a unos piratas drells para que asesinaran a mi sobrino?

—¡Sí! —replicó Aruk con voz de trueno.

El feroz intercambio de amenazas, insultos y retórica entre los dos bandos que siguió a aquellas palabras hizo que Mardoc se viera obligado a declarar un receso. Jabba contempló a los hutts que formaban grupitos y hablaban a su alrededor, y empezó a preguntarse quién habría atacado Ylesia. Si no había sido el clan Desilijic, ¿quién podía estar detrás de la incursión?

¿Tendría Ylesia un nuevo rival en el tráfico de esclavos?

Durga el Hutt permaneció acostado junto a su padre encima del trineo repulsor durante la sesión de la tarde. Estaba un poco preocupado por Aruk. La conferencia había empezado hacía horas, y Aruk había estado jugando un papel muy activo en ella durante todo el tiempo. Durga sabía que su padre no se encontraba en condiciones de soportar aquel nivel de tensión. Aruk era un hutt muy viejo, y ya casi tenía mil años.

El joven hutt escuchó con gran atención todas las intervenciones, consciente de que luego su padre le interrogaría sobre la conferencia punto por punto. Inmóvil junto a Durga, Kibbick parpadeaba lentamente en una obvia lucha contra el sueño. Durga lanzó una mirada despectiva a su primo. Kibbick era idiota, desde luego. ¿Acaso no comprendía que aquel tipo de reuniones, esas fintas y contrafintas, estocadas, paradas y respuestas, constituían el fluido vital de la sociedad hutt? ¿Por qué no podía entender que el poder y el beneficio eran la comida, la bebida y el aliento de su pueblo?

Aquélla era la primera conferencia hutt que se celebraba en la todavía muy corta existencia de Durga, y le complació que su padre le hubiera permitido asistir a ella. Durga sabía que, debido a la peculiar mancha con la que había nacido, algunos miembros del kajidic del clan Besadii cuestionarían su derecho a dirigir al clan en cuanto Aruk muriera.

«Ah, si al menos pudiera ser yo quien supervisara la organización ylesiana en vez de Kibbick...», pensó. Sabía que su padre había pasado una buena parte del día de ayer reprochando amargamente a Kibbick el que hubiese permitido que Teroenza asumiera el control de las operaciones ylesianas. Aruk también había advenido al t'landa Til de que debía ser muy consciente de cuál era el lugar que le correspondía ocupar, ya que de lo contrario podía acabar perdiendo su posición como Gran Sacerdote. Teroenza se había encogido temerosamente ante el viejo líder hutt, pero aun así Durga creyó percibir un destello de ira en sus enormes ojos. El joven hutt decidió que en el futuro procuraría mantener lo más vigilado posible a Teroenza.

Kibbick, por su parte, se había limitado a quejarse de lo desagradable que era la vida en Ylesia, y de lo mucho que tenía que trabajar. Aruk le había despedido con una seca advertencia, pero Durga creía que su padre tendría que haberle relevado de su puesto. Distraídamente, se preguntó si asesinar a su primo no podía ser una buena idea después de todo...

Pero tenía el presentimiento de que a Aruk no le gustaría, lo cual quería decir que no podía mandar asesinar a Kibbick mientras su padre siguiera con vida.

No es que deseara su muerte, por supuesto. Durga quería a su padre con un cariño tan intenso como el que sabía que Aruk sentía por él, y era muy consciente de que si estaba vivo era única y exclusivamente gracias a Aruk. La inmensa mayoría de los progenitores hutts jamás habrían permitido vivir a un bebé afeado por una marca de nacimiento.

Durga también quería que Aruk se sintiera orgulloso— de él. Esa motivación era todavía más poderosa que su necesidad de acumular poder y beneficios y Durga sabía que muchos hutts considerarían ese deseo como prácticamente sacrílego, por lo que nunca lo había revelado.

Durga contempló cómo Jabba el Hutt avanzaba hacia el estrado del orador con una rápida serie de ondulaciones. Se decía que el segundo gran líder del clan Desilijic era un hutt ejemplar en muchos aspectos, pero la mayoría de los hutts opinaban que su obsesión por las hembras humanoides era tan perversa como inexplicable. Aun así, no cabía duda de que Jabba era realmente muy listo y perspicaz. Durga tuvo que admitirlo mientras le escuchaba hablar.

—¡Escuchadme, nobles señores de los hutts! El clan Besadii afirma que su reciente proceso de expansión en Ylesia tiene un objetivo puramente comercial, pero yo no estoy muy seguro de que debamos permitir que el que un kajidic haga cuanto desee para ganar dinero acabe minando los cimientos financieros de nuestro mundo. El clan Besadii se ha hecho con el control de una parte tan grande del comercio de especia y el tráfico de esclavos que ahora todos estamos obligados a hacer cuanto podamos para que sus líderes se comporten de una manera más razonable. ¿De qué les va a servir llenar sus arcas si su política acaba haciendo caer el desastre sobre nuestro mundo?

—¿El desastre? —La voz de Aruk retumbó en la gran sala con tanta potencia y autoridad que Durga sintió cómo una suave ondulación de puro orgullo recorría todo su cuerpo. ¡Su padre no tenía nada que envidiar a los líderes más aclamados de la historia hutt—. ¿El desastre, amigos míos? ¡El año pasado los beneficios se incrementaron en un ciento ochenta y siete por ciento! ¿Cómo se puede reaccionar ante ese hecho, salvo afirmando que es algo digno de ser alabado y que todos deberíamos honrar a quien ha hecho posibles semejantes ganancias? ¡Responde a esa pregunta, Jabba!

—Ah, pero no debemos olvidar que una parte de vuestros beneficios ha salido de las arcas de vuestros congéneres —señaló Jabba—. Quedarse con los créditos de las otras especies, desde los humanos hasta los rodianos y los sullustanos pasando por todas las criaturas inteligentes de la galaxia, es algo digno de encomio y alabanza. Las otras especies existen precisamente para eso, para que los hutts podamos obtener beneficios de ellas. Todos lo sabemos, desde luego... Pero el obtener unos beneficios tan excesivos a costa de Nal Hutta y de vuestros congéneres es una acción reprochable y que encierra un grave peligro.

—Oh, ¿sí? —Una sombra de sarcasmo tiñó la voz de Aruk—— ¿Y en qué consiste exactamente ese grave peligro, noble Jabba?

—Unos beneficios excesivamente conspicuos pueden acabar atrayendo la atención del Emperador o de sus esbirros —observó Jabba—. Nal Hutta se encuentra muy lejos del Centro Imperial. Al hallamos en los Territorios del Borde, nos encontramos protegidos hasta cierto punto por la distancia y además contamos con un factor de protección todavía más importante: estoy hablando del Moff Sarn Shild, al que pagamos generosamente para que pueda seguir disfrutando de la opulencia a la que se ha acostumbrado. Pero si cualquiera de los clanes decide acumular riquezas realmente tremendas, eso puede acabar atrayendo la atención del Emperador sobre todos nosotros. Y por mi parte, congéneres míos, debo deciros que no nos conviene que el Emperador se fije excesivamente en nosotros.

Durga oyó cómo los otros hutts empezaban a hablar en susurros, y tuvo que admitir que las advertencias de Jabba no carecían de fundamento. Cuando el Emperador se interesaba de manera especial por algún mundo, ese mundo siempre acababa teniendo que lamentarlo.

Durga se preguntó cómo habrían descubierto Jabba y Jiliac que el clan Besadii se encontraba detrás de los ataques de los piratas drells. Realmente, era una lástima que no hubieran sabido aprovechar aquella oportunidad de librar a Nal Hutta de Jabba... Sin Jabba, Jiliac resultaría mucho más fácil de manejar. Jabba era un hutt muy astuto, y protegía ferozmente a su tío. Las fuerzas de seguridad de Jabba eran bastante más eficaces que las de Jiliac.

Los líderes hutts no consiguieron llegar a una conclusión sobre los desmesurados beneficios del clan Besadii. La discusión se prolongó interminablemente y acabó degenerando en un intercambio de insultos personales, que a su vez tampoco produjo ninguna conclusión.

Aruk volvió a subir al estrado. Todavía estaba muy preocupado por los recientes actos de violencia. Jiliac admitió que él también estaba bastante preocupado, y a Durga le sorprendió que los dos líderes rivales fueran capaces de estar de acuerdo en algo. Finalmente, el clan Desilijic y el clan Besadii decidieron presentar una propuesta sin precedentes.

—Propongo que el Gran Consejo declare una moratoria de la violencia entre los kajidics que tenga una duración mínima de tres meses estándar —dijo Aruk, resumiendo la propuesta—. ¿Quién está dispuesto a apoyarme en esta petición?

— Jiliac y Jabba expresaron entusiásticamente su aprobación, y después los representantes de los otros clanes se fueron añadiendo a ella uno después de otro. Mardoc declaró que la propuesta de Aruk quedaba aprobada.

Durga alzó la mirada hacia su progenitor y volvió a sentirse invadido por el orgullo. ¡Aruk es un gigante entre los hutts!»

Varias horas después los dos hutts se estaban preparando para ir a acostarse en la mansión que Jiliac poseía en Nal Huta, que se encontraba en una isla de una de las zonas de clima más templado del planeta, cuando Jiliac se volvió hacia Jabba.

—Aruk es peligroso —dijo—. Ahora estoy más convencido de ello que nunca.

—Sí. Cuando consiguió unir a los clanes estuvo realmente impresionante, desde luego —admitió Jabba—. Tiene... carisma. Puede llegar a ser muy persuasivo.

—Y resulta realmente irónico que fuera Aruk quien acabó proponiendo mi idea de la moratoria —murmuró Jiliac—. Pero a medida que iba progresando la conferencia, comprendí que mi única esperanza de convencer a los demás acerca de la sabiduría de la moratoria era conseguir que la propuesta surgiera de Aruk.

Jabba asintió.

—Aruk es un orador muy convincente, tía.

—Aruk es un orador que debe ser privado de su voz si queremos evitar que cree todavía más problemas al clan Desilijic en el futuro —dijo Jiliac sin inmutarse—. Una moratoria de tres meses que prohíba cualquier intento de usar la violencia por parte de los kajidics dejará libres de preocupaciones a nuestras mentes, y así podremos concentrarnos por completo en el problema que supone Aruk.

Los bulbosos ojos de Jabba se abrieron y se cerraron mientras contemplaba a su tía, que estaba cómodamente instalada sobre su gran plataforma de reposo acolchada.

—¿Qué estás pensando, tía?

Jiliac tardó unos momentos en responder.

—Estoy pensando que ésta es nuestra única oportunidad de atacar el punto débil de Aruk.

—¿Su punto débil?

—Sí, sobrino. Aruk tiene un punto débil, y ese punto débil tiene un nombre. Y ese nombre es...

—Teroenza —dijo Jabba.

—Correcto, sobrino.

Cuando Teroenza subió al yate espacial de Kibbick para volver a Ylesia, estaba de muy mal humor. Aruk no les había permitido disfrutar de ninguna clase de vacaciones en Nal Hutta, y había insistido en que debían volver inmediatamente a Ylesia para supervisar los trabajos de reconstrucción después de la incursión.

Teroenza se había llevado una gran desilusión, porque esperaba poder ver a Tilenna, su compañera, mientras estuviera en casa.

Pero Aruk había respondido con una negativa pronunciada en un tono de desaprobación tan hosco que Teroenza no se había atrevido a volver a pedírselo.

Y en consecuencia allí estaba Teroenza, viajando por el espacio con el idiota de Kibbic como única compañía cuando podría haber estado pasándolo maravillosamente bien }unto a su hermosa compañera, disfrutando de unos deliciosos y sensuales revolcones en el barro con ella...

Teroenza entró de mala gana en su espacioso y magníficamente equipado camarote, y se dejó caer sobre su hamaca de descanso. ¡Maldito fuese Aruk! La vejez estaba haciendo que el líder hutt se volviera cada vez más irracional..., y más avaro, suponiendo que ello fuera posible en un ser que siempre había sido increíblemente avaro.

El Gran Sacerdote todavía recordaba con horror la terrible sesión de «evaluación financiera» que se había visto obligado a soportar. Aruk había examinado minuciosamente cada gasto, y había torcido el gesto ante cada crédito extra consumido. El viejo líder hutt había repetido una y otra vez que la recompensa extra que Teroenza había ofrecido por Solo era completamente innecesaria.

—¡Que Boba Fett desintegre hasta el último trozo de su cuerpo! —había gritado, hecho una furia—. ¡Las desintegraciones salen mucho más baratas! ¡Permitirte el lujo de una venganza personal contra Solo es un capricho tan estúpido como injustificable!

Teroenza extendió el brazo en un gesto lleno de irritación y activó su unidad de comunicaciones. Una hilera de palabras se formó en la pantalla antes de que pudiera introducir su código personal.

Con los ojos desorbitados, Teroenza leyó el mensaje escrito en huttés. «Este mensaje desaparecerá dentro de sesenta segundos. Cualquier intento de grabarlo destruirá tu unidad de comunicaciones. Apréndete de memoria el código de comunicaciones que aparecerá a continuación y contesta a él.»

Un complejo código de comunicaciones apareció en la pantalla.

Sintiéndose muy intrigado, Teroenza se lo aprendió de memoria. Tal como se le había prometido, pasados sesenta segundos el código desapareció para ser sustituido por las siguientes palabras: «¿Qué es lo que anhelas por encima de todo? Nos gustaría saberlo. Tal vez podamos ayudarnos mutuamente».

El mensaje no estaba firmado, naturalmente, pero Teroenza tenía ciertas ideas sobre quién podía habérselo enviado. Mientras permanecía inmóvil delante de la pantalla y lo veía desaparecer para ser sustituido por el saludo habitual de la unidad de comunicaciones y la solicitud del código de identificación, Teroenza empezó a comprender qué significaba todo aquello.

¿Contestaría al mensaje?

¿Era un traidor después de todo?

¿Qué era lo que más anhelaba por encima de cualquier otra cosa en la galaxia?