Capítulo 12
Sueños y pesadillas

Bria Tharen estaba inmóvil junto a Sam Shild en la plataforma de observación de la estación espacial que orbitaba el planeta Teth. La plataforma de observación estaba protegida básicamente por campos de fuerza, por lo que no había nada visible entre ellos y el vacío que los rodeaba. Bria podía mirar hacia adelante, hacia la izquierda y la derecha y hacia arriba, y lo único que vería sería el espacio y el gigantesco disco giratorio del planeta. La corelliana pensó en la gélida negrura desprovista de aire que se extendía a sólo unos metros de ella, e intentó reprimir un escalofrío.

Pero a pesar de su nerviosismo, la radiante sonrisa llena de adoración que iluminaba su rostro no vaciló ni un solo instante. Cuando aceptó aquella misión Bria ya era una actriz francamente buena, y estaba en condiciones de ocultar sus verdaderos sentimientos de manera casi automática.

«Claro que a estas alturas probablemente ya me merezco un premio —pensó sombríamente—. Es una pena que no exista un trofeo para la Mejor Espía del Año...»

La idea resultaba tan ridícula que hizo que su sonrisa se volviera auténtica durante una fracción de segundo. El Moff Shild la rodeó con un brazo y le apretó suavemente los hombros mientras señalaba hacia adelante.

—¡Mira, querida! ¡Ahí vienen!

El pequeño contingente de Personalidades Muy Importantes reunido en la plataforma de observación empezó a aplaudir mientras la flota imperial aparecía delante de ellos.

Bria sonrió y aplaudió mientras las naves de perímetro, los navíos de reconocimiento, los cruceros pesados y los destructores se deslizaban a través del espacio en un lento avance hacia la plataforma de observación. Los cazas TIE revoloteaban vertiginosamente alrededor de las naves más grandes, zumbando y girando como pequeños insectos que se dispusieran a alimentarse de un rebaño de herbívoros.

Shild, extasiado, sonreía mientras contemplaba a su escuadrón. El Moff volvió a apretar suavemente los hombros de Bria, y la corelliana tuvo que hacer un considerable esfuerzo de voluntad para no encogerse bajo sus dedos.

—¡Este día marca el comienzo de una nueva era de ley y orden en el Borde Exterior, querida! —dijo Shild, empleando su voz «de político»—, ¡Y el comienzo de una nueva vida para nosotros, Bria! —añadió después en un susurro de conspirador.

Bria alzó los ojos hacia el Moff y le lanzó una mirada interrogativa.

—¿De veras, Sarn? ¿En qué sentido?

Shild siguió hablando en voz baja, pero el apasionamiento de su tono no varió.

—En cuanto mi flota haya destruido Nar Shaddaa y haya puesto de rod..., eh..., haya doblegado a los hutts, nadie osará oponerse a mi poder en este sector. Y cuando pueda tener acceso a la riqueza de los hutts —a la de los clanes menores y el clan Desilijic, por lo menos—, podré permitirme aumentar mis fuerzas militares hasta tal punto que estaré en condiciones de enfrentarme a enemigos mucho más temibles que un mero hatajo de contrabandistas y ladrones.

¿Por qué siempre habla como si estuviera soltando un discurso de campaña electoral?», se preguntó Bria.

—¿El clan Desilijic? —repitió en voz alta—. ¿Y por qué no también el clan Besadii?

—El Emperador me ha enviado un comunicado privado en el que dejaba muy claro que no debo interferir de ninguna manera con las actividades del clan Besadii —dijo Shild—. Esos hutts le resultan muy útiles porque proporcionan esclavos adiestrados al Imperio, así que el clan Besadii debe seguir prosperando.

Bria incluyó aquella información en su archivo mental de datos que tenía que transmitir a Rion lo más pronto posible. «Así que los tentáculos invisibles de Palpatine se han introducido incluso en la política interior de los hutts, ¿eh? Me pregunto si habrá algo que el Emperador no intente utilizar en beneficio suyo...»

—Oh, bueno... —dijo en voz alta—. En ese caso, me parece una decisión muy lógica.

—Desde luego. El Emperador es increíblemente astuto —dijo Shild, todavía hablando en lo que casi era un susurro—. Pero... quizá no sea lo suficientemente astuto.

Sus últimas palabras dejaron bastante perpleja a Bria.

—¿Qué quieres decir, Saín?

El Moff le sonrió con su sonrisa «pública», pero había algo en sus ojos que hizo que Bria empezara a sentir una nueva inquietud.

—Me temo que entre las cada vez más numerosas rebeliones de los mundos interiores y las luchas políticas internas que están surgiendo en los niveles más altos de la jerarquía imperial... Bien, el caso es que me temo que nuestro amado Emperador se está buscando demasiados problemas. Palpatine está empezando a perder el control de los Territorios del Borde Exterior. Las fuerzas imperiales destacadas en esos sectores han tenido que extender sus despliegues hasta tal punto que un líder fuerte que contara con una potente fuerza militar para respaldarle podría limitarse a..., a declarar que se separa del Imperio.

Bria le miró, los ojos desorbitados por la perplejidad. ¡Shild estaba hablando de un acto de sedición! ¿Acaso no se daba cuenta de ello?

Shild malinterpretó su expresión y pensó que le estaba contemplando con admiración.

—Oh, no creas que no he pensado en ello, querida... No existe ninguna razón por la que los Territorios del Borde Exterior no puedan convenirse en otro Sector Corporativo que no esté unido al Imperio por ninguna clase de vínculos o lealtades. Si dispusiera del poderío militar suficiente, podría guiar al Borde Exterior hacia la independencia y la prosperidad... ¡Ah, sería maravilloso!

Bria tuvo que tensar las mandíbulas para no quedarse boquiabierta. «Por todos los Esbirros de Xendor... ¿Es que ha enloquecido? ¡Siempre supe que Sarn era arrogante, pero todo esto son auténticos delirios de loco!»

Bria se preguntó si el Moff podía encontrarse bajo alguna clase de... influencia. Sabía que algunas especies de alienígenas poseían poderes telepáticos, pero nunca había oído hablar de ninguna que fuera capaz de producir semejantes efectos en la mente de un ser humano. Quizá sencillamente se había vuelto loco. Era una de las explicaciones posibles, desde luego.

Pero la luz que ardía en los oscuros ojos de Shild no tenía nada que ver con la locura, sino que era la luz del hombre consciente de que tiene una misión que cumplir.

—Y después de haber guiado a los Territorios del Borde Exterior hasta la gloria, querida... —volvió a apretarle los hombros con el brazo—, quizá decida dirigir mi atención hacia... Bueno, digamos que es posible que empiece a volver la mirada hacia zonas más pobladas de la galaxia. Dentro del Imperio hay bastantes mundos que se sienten muy desgraciados y que están buscando un nuevo liderazgo, y yo podría proporcionarles ese liderazgo.

¡No puedo creer lo que estoy oyendo! —pensó Bria—. ¡Está hablando de desafiar al Emperador!»

El mero hecho de estar junto a Shild y escuchar sus palabras bastó para aterrorizar a Bria. Palpatine tenía oídos por todas partes. La joven estaba segura de que el Emperador descubriría la increíble ambición de Shild, y de que luego lo eliminaría con tanta facilidad como ella hubiera podido aplastar a un insecto después de sentir la picadura de su aguijón.

La flota imperial estaba acabando de pasar por delante de ellos en un magnífico despliegue y se disponía a virar para iniciar la revista. Shild bajó el brazo con el que había estado apretando los hombros de Bria y avanzó hasta detenerse justo delante del borde de la plataforma, esbelto y muy elegante en su uniforme de Moff. Después saludó a sus tropas mientras éstas empezaban a desfilar por delante de él.

Bria se quedó atrás, cerca de la entrada, sintiendo cómo aquel frío helado que rozaba el pánico se iba intensificando poco a poco hasta que sólo su voluntad de hierro le impidió marcharse, girar sobre sus talones y abandonar a Shild para que se enfrentara a las consecuencias de su egoísmo y su ambición.

«Si puedo averiguaré qué planea hacer —se prometió así misma—, y luego me iré.»

Bria observó a Shild, y de repente se dio cuenta de que le estaba contemplando de la misma manera en que contemplaría a un hombre que acabara de contraer una enfermedad incurable y devastadora. Era como estar viendo a un muerto que todavía caminaba. De hecho, descubrió que incluso lamentaba que Shild hubiera contraído aquella «enfermedad», aquel loco anhelo de poder. El Moff siempre la había tratado bien, y la misión que le habían encomendado los rebeldes podría haber sido mucho peor.

Durante un momento de irracionalidad incluso pensó que quizá debería hablar con Shild y tratar de razonar con él, pero enseguida descartó esa posibilidad. El Moff sabía que Bria era inteligente, y apreciaba esa inteligencia, pero su arrogancia masculina estaba lo suficientemente desarrollada como para que fuera incapaz de escuchar a una mujer a la que estaba utilizando como fachada para ocultar sus pequeños pecados sexuales.

La flota ya casi había dejado atrás el estrado de la revista. Dentro de unos minutos, y tan pronto como hubiera salido del pozo gravitatorio de Teth, saltaría al hiperespacio para recorrer la primera etapa del largo viaje hasta el sistema de Y'Toub. En el Borde Exterior, los sistemas tendían a estar bastante más alejados unos de otros de lo que era habitual en las porciones centrales de la galaxia, que se hallaban bastante más pobladas.

Bria se encontró pensando en Han, algo que solía hacer. Ya no debía de estar en Nar Shaddaa, y seguramente habría vuelto a presentarse ante sus patronos hutts para entregar la advertencia de Shild y se habría marchado después. Han sabía cuidar de sí mismo. Nunca cometería la inmensa locura de enfrentarse a todo un escuadrón imperial..., ¿verdad?

¿O podía llegar a estar lo bastante loco para hacer algo semejante?

Bria sintió que la boca se le había quedado terriblemente seca. Se lamió los labios, se obligó a tragar saliva y después fue hacia la enorme puerta que llevaba a la magnífica recepción organizada en el interior para ir en busca de una taza de té estimularle.

Mientras tomaba sorbos de ella, Bria intentó una y otra vez convencerse a sí misma de que Han se había ido de Nar Shaddaa hacía ya mucho tiempo, y de que el almirante Greelanx y sus tropas ya no representaban ningún peligro para él.

Pero en lo más profundo de su corazón, Bria no lo creía. Un recuerdo muy vívido acudió repentinamente a su memoria, y volvió a ver al corelliano en el momento en que estaban a punto de ser abordados por los esclavistas, y se acordó de cómo Han había desenfundado su desintegrador y había tensado las mandíbulas..., y le oyó volver a jurar que quien quisiera capturarle tendría que luchar antes.

Y por aquel entonces la relación de fuerzas había sido aproximadamente de cuarenta a tres...

Bria descubrió que las manos le estaban temblando tan violentamente que tuvo que dejar la taza sobre la mesa. Cerró los ojos, e hizo un esfuerzo desesperado para tratar de recuperar el control de sí misma. «¿Y qué pasará si Han intenta luchar? ¿Y si le matan? Probablemente nunca lo sabré...»

Y eso era lo más terrible de todo...

El capitán Soontir Fel estaba inmóvil en el centro del puente de mando del destructor Orgullo del Senado y se preparaba para seguir a su comandante al interior del hiperespacio. Las condecoraciones e insignias de su rango proporcionaban un toque de color a su uniforme gris. Fel era un coloso de aspecto impresionante que inspiraba confianza a cuantos se hallaban bajo sus órdenes.

Uno de los oficiales más jóvenes a los que la Armada Imperial hubiera confiado el mando de una nave a lo largo de toda su historia, Fel era alto y musculoso, de hombros robustos y excepcionalmente fuerte. Su cabellera y ojos oscuros y sus rasgos viriles y casi apuestos hacían que pareciera haber salido de uno de los carteles de reclutamiento holográficos de la Armada Imperial.

Fel era un buen oficial, conocedor de sus deberes y muy apreciado por sus hombres, que mantenía una relación de camaradería especial con los pilotos de sus cazas TIE. Soontir Fel también había pilotado uno de esos cazas en el pasado, y sus hazañas y sus logros habían llegado a ser casi legendarios.

En cierta manera, en aquellos momentos a Fel le hubiera gustado poder estar en la sala de reuniones de los pilotos de caza, relajándose, gastando bromas y tomando sorbos de una taza de té estimulante con los demás. Su misión actual no le gustaba en lo más mínimo.

Para empezar, aquel destructor era una auténtica antigualla, especialmente si se lo comparaba con los nuevos Destructores Estelares de la clase Imperial. ¡Fel hubiera dado cualquier cosa a cambio de poder mandar una de esas naves!

Pero estaba decidido a que el Orgullo se comportara lo mejor posible, y sólo esperaba tener una ocasión de demostrar su valía. Fel había estudiado el plan de batalla del almirante Greelanx, y no estaba nada impresionado. Oh, sí, no cabía duda de que el despliegue del almirante seguía fielmente las reglas de los manuales militares..., pero Fel opinaba que el plan era demasiado inflexible, y que dependía excesivamente de varias presuposiciones iniciales que Fel encontraba o no muy fundadas o claramente erróneas.

En primer lugar, Greelanx estaba seguro de que los contrabandistas no eran más que una turba desorganizada totalmente incapaz de lanzar un ataque coordinado. Soontir Fel había mandado patrulleras del servicio de aduanas (al igual que Greelanx), y sabía que muchos de los pilotos que se dedicaban al contrabando eran tan buenos como el mejor piloto imperial jamás graduado en la Academia. Los contrabandistas tenían reflejos muy rápidos, eran unos excelentes tiradores y poseían un valor temerario que los convertía en enemigos muy peligrosos cuando tenías que enfrentarte a ellos.

Los contrabandistas también eran unos feroces individualistas que defendían celosamente su independencia, desde luego, pero si conseguían encontrar un líder que fuera capaz de dirigirlos adecuadamente... Bueno, en ese caso Fel tenía la impresión de que tal vez fueran capaces de organizar una defensa bastante respetable.

En segundo lugar, Greelanx creía que dado que los contrabandistas no podían suponer ninguna amenaza para sus fuerzas, no había ninguna necesidad de tratar de emplear el elemento sorpresa. El plan del almirante dejaba muy claro que su escuadrón saldría del hiperespacio dentro del radio de acción de los sensores de Nar Shaddaa.

Fel opinaba que dar por sentado que los contrabandistas no podrían oponer ninguna resistencia constituía un puro y simple exceso de confianza..., y el exceso de confianza solía resultar catastrófico en un combate.

El peor problema, en lo que concernía a Fel, era el tener que ejecutar la directiva Base Delta Cero contra Nar Shaddaa.

Fel sabía que eso no era culpa de Greelanx, ya que aquella orden había sido emitida por el Moff del Sector. Pero si hubiera estado en el lugar del almirante, Fel por lo menos habría intentado convencer a Sarn Shild de que debía modificar aquellas instrucciones. El Emperador había ordenado poner fin a las actividades de contrabando que tenían su base en Nar Shaddaa y demás nidos de contrabandistas, y especialmente a las relacionadas con el tráfico de armas. Sus directivas no incluían nada sobre destruir todo lo que hubiera en la superficie de la luna. Fel había acumulado una experiencia de combate bastante considerable, y sabía que la mayoría de las especies inteligentes lucharían como vrelts corellianos acorralados cuando el hacerlo fuera la única forma de proteger a sus hogares y sus familias.

Había millones de seres inteligentes en Nar Shaddaa, y muchos de ellos sólo mantenían una relación periférica con el contrabando. Ancianos, niños... Soontir Fel torció el gesto.

Aquélla iba a ser su primera masacre ordenada por el Imperio. Teniendo en cuenta la manera en que estaban yendo las cosas, Fel podía considerarse afortunado por no haber recibido ese tipo de orden hasta entonces.

Fel obedecería las órdenes, pero no disfrutaría haciéndolo. Sabía que las imágenes de los edificios en llamas invadirían su mente cada vez que diera la orden de abrir fuego. Y después... Después tendrían que enviar lanzaderas y tropas de superficie para que se encargaran de la limpieza final y Fel, siendo un comandante concienzudo y consciente de sus deberes, tendría que supervisar aquella operación.

Visiones de escombros humeantes sobre los que había esparcidos cadáveres ennegrecidos llenaron su mente, y Fel respiró hondo. «Basta —se ordenó secamente así mismo—. No puedes hacer nada al respecto. El que te tortures pensando en lo que va a ocurrir no servirá de nada, y no tiene ningún sentido...»

Fel vio cómo el Destino Imperial aceleraba de repente y desaparecía una fracción de segundo después al conectar su propulsión hiperespacial. El Protector de la Paz le siguió.

Fel acogió con alivio la ocasión de poder actuar, de hacer cualquier cosa que le distrajera de sus pensamientos.

—¿Ha fijado el curso, oficial? —preguntó, volviéndose hacia su navegante.

—Sí, capitán.

—Muy bien. Oficial Rosk, prepárese para saltar a la velocidad lumínica en cuanto se lo ordene.

—Sí, señor.

Fe1 vio aparecer las coordenadas en los tableros de navegación. —Conecten hiperimpulsión.

—Sí, señor.

Fel vio cómo las estrellas cambiaban de repente y, por primera vez, una sensación de velocidad terriblemente elevada se extendió por toda la gran nave.

La misión aniquiladora de Nar Shaddaa había empezado.

E1 almirante Winstel Greelanx se encontraba en el puente de su destructor y contemplaba las huellas estelares del hiperespacio. El almirante tenía sus propias dudas acerca de la misión, y sus motivos de preocupación eran muy distintos de los que inquietaban a sus capitanes, Reldo Dovlis y Soontir Fel.

Greelanx era consciente de que Fe1 no tenía muy buena opinión de la estrategia que había planeado seguir. Dovlis era un oficial más veterano y dotado de mucha menos imaginación que se conformaba con seguir las órdenes sin cuestionarlas en ningún momento, por lo que Greelanx no esperaba que le creara problemas. Fel, en cambio... Sí, aquel joven seguramente iba a darle problemas.

Greelanx suspiró. ¡Ah, si aquella misión fuera tan sencilla y fácil de ejecutar como parecía a primera vista! Ojala todo se redujera a ir a Nar Shaddaa, acabar con los malditos contrabandistas y luego imponer un férreo bloqueo a todo el sistema de Y'Toub. Pero la realidad distaba mucho de ser tan simple.

Un día después de que el Moff Shild le hubiera hecho acudir a su despacho de Teth para entregarle sus órdenes de misión, el almirante había recibido un mensaje redactado en el código imperial más secreto que había sido remitido, bajo la clasificación «exclusivamente personal» y con las máximas condiciones de seguridad, directamente al comunicador personal de Greelanx.

El código de secreto de aquel mensaje era tan restrictivo que el almirante ni siquiera se había atrevido a entregárselo a uno de sus ayudantes para que lo descifrase, y no quiso confiar ni en su primer secretario administrativo ni en su androide-secretario. Lo que hizo fue coger una llave de código, en su escritorio y descifrar laboriosamente el mensaje por sí solo, copiándolo en una hoja de plastipapel.

Tal como se le ordenaba que hiciera, el almirante no había conservado ninguna copia del mensaje, y había destruido la hoja de plastipapel apenas hubo acabado de leerla.

El almirante había comprobado los códigos una y otra vez, pensando que tenía que haber algún error. Pero todas sus comprobaciones acabaron dando el mismo resultado. Aquel mensaje procedía de los niveles más altos de la Inteligencia Imperial. ComEx era la rama del servicio de seguridad imperial que respondía únicamente ante el Emperador o ante Lord Vader, su mano derecha.

Greelanx nunca había recibido un mensaje como aquél en toda su carrera, y llevaba más de treinta años sirviendo en la Armada.

Se lo había aprendido de memoria, lo que no resultó demasiado difícil pues el texto era bastante corto. El mensaje decía lo siguiente:

Para ser leído única y exclusivamente por el almirante Winstel Greelanx, destruir después de la lectura. Concerniente a la operación contra Nar Shaddaa/Nal Hutta.

Se le aconseja, por el bien de su Imperio, que entable combate con el enemigo y sufra una derrota estratégica. Reduzca al mínimo las pérdidas imperiales y lleve a cabo una retirada ordenada

Repito: debe SER DERROTADO, almirante. No intente confirmar estas órdenes. No hable de ellas con nadie. En caso de que no las obedezca, no se aceptarán excusas.

Y NO me falle.

Greelanx se preguntó qué podía significar todo aquello. Alguien que ocupaba un lugar muy elevado en la jerarquía imperial quería que la incursión contra los hutts lanzada por Sarn Shild fracasara. ¿Quién? ¿Y por qué?

Greelanx no era un hombre particularmente imaginativo o inteligente, pero sí lo suficientemente listo para saber que si le hablaba de aquellas órdenes a Sarn Shild, sólo conseguiría que el Moff creyera que había enloquecido. No tenía ninguna prueba de que las hubiera recibido. El mensaje codificado era del tipo «sensible al tiempo»: no se podía copiar salvo manualmente, y había sido diseñado para que desapareciera sin dejar rastro unos minutos después de haber sido recibido.

Y luego la oferta de soborno de los hutts había llegado a sus manos, naturalmente... ¡Qué suprema ironía, dadas las circunstancias! Aquel soborno le ofrecía una ocasión de incrementar mil veces o más los «ahorros» que complementarían su pensión. Aun suponiendo que no hubiera recibido aquellas órdenes secretas, la oferta de los hutts ya habría resultado muy difícil de rechazar.

El almirante se preguntó si podría existir alguna clase de relación entre las órdenes y el soborno. ¿O se trataba únicamente de una increíble coincidencia?

Greelanx no tenía forma alguna de saberlo.

El almirante estaba empezando a ponerse muy nervioso. Los planes desfilaban a toda velocidad por su mente, pero todos eran descartados como demasiado arriesgados. Quizá debería ponerse en contacto con el Alto Mando. ¿Y si se lo contaba todo al Moff? ¿Y si dirigía el Destino Imperial hacia algún lugar remoto y desaparecía a bordo de una lanzadera a continuación?

Esa última opción parecía ser la que encerraba más probabilidades de garantizar la continuidad de su existencia, desde luego. Quizá pudiera ir al Sector Corporativo, a algún lugar muy, muy lejano...

Pero Greelanx no tardó en comprender que si hacía eso, su familia pagaría muy caro su huida. Su hijo y su hija, su esposa... Quizá incluso sus dos amantes tendrían que cargar con las consecuencias de sus actos.

Greelanx no sentía ningún cariño especial hacia su esposa, pero tampoco deseaba que le ocurriera nada. Y amaba a sus hijos, que ya estaban casados. De hecho, el almirante estaba a punto de convertirse en abuelo.

Greelanx acabó decidiendo que no podía ponerlos en peligro. El almirante sabía que enseñar las órdenes al Moff del Sector supondría firmar su sentencia de muerte y las de todos sus familiares. Las fuerzas de seguridad imperiales eran implacables, y siempre actuaban sin pensárselo dos veces. Greelanx y su familia podían huir hasta los confines del universo, pero eso no impediría que los soldados de las tropas de asalto siguieran tozudamente su rastro hasta dar con ellos.

Lo único que podía hacer era obedecer, y esperar que todo saliera lo mejor posible.

Mientras permanecía inmóvil en el puente de su nave, el almirante Winstel Greelanx empezó a pensar en el joven contrabandista que le había transmitido la oferta de los hutts. Ah, aquella maldita oferta que no había sido capaz de rechazar... Greelanx se preguntó si aquel joven muchacho se habría dado cuenta de que le estaba ocultando alguna cosa.

Parecía un joven bastante inteligente. Greelanx habría estado dispuesto a apostar que había llevado el uniforme imperial en algún momento de su pasado. ¿Por qué había abandonado el servicio para convenirse en un fuera de la ley?

El almirante pensó que aquel joven contrabandista podía ser uno de los seres inteligentes a los que tendría que matar para conseguir que su ataque contra Nar Shaddaa pareciera una verdadera operación militar, y descubrió que la idea le resultaba altamente desagradable.

Greelanx contempló las huellas estelares y siguió pensando..., y preocupándose. »¿Cómo he podido llegar a meterme en esto? —se preguntó—. Y por todo lo sagrado, ¿cómo voy a salir de este condenado embrollo?»

Durga el Hutt estaba trabajando en su despacho cuando un androide-servidor entró en él rodando a toda velocidad.

—¡Mi señor! ¡Mi señor! El noble Aruk se ha puesto enfermo! ¡Venid, por favor!

El joven líder hutt dejó abandonado su cuaderno de datos encima del escritorio y se apresuró a seguir al androide con veloces ondulaciones que lo impulsaron rápidamente por los interminables pasillos del gigantesco enclave del clan Besadii. Encontró a su progenitor fláccidamente inmóvil y con los ojos casi escondidos dentro de la cabeza, el cuerpo desparramado encima de su trineo repulsor. El médico personal de Aruk, un hutt llamado Grodo, estaba atendiendo al inconsciente líder del clan Besadii, y era ayudado en su labor por dos androides médicos.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Durga con voz jadeante y entrecortada mientras ondulaba hacia ellos, impulsándose en un veloz deslizamiento mediante su cola—. ¿Se pondrá bien?

—Todavía no lo sabemos, mi señor —respondió el médico en un tono bastante brusco.

Grodo estaba muy ocupado con el hutt inconsciente, y Durga contempló cómo le administraba alguna sustancia con un inyector y pasaba a administrarle oxígeno a continuación. Una unidad de bomba circulatoria combinada con un sistema estimulatorio fue adherida a la parte central del cuerpo de Aruk, y empezó a administrar suaves descargas a la gigantesca mole del anciano hutt para ayudar a regularizar su pulso.

La lengua de Aruk, viscosa y de color verduzco, colgaba fláccidamente de su boca entreabierta. Aquella visión aterrorizó a Durga. El joven hutt se obligó a mantenerse a varios metros de distancia, no deseando estorbar.

—Estaba hablando con su escriba para darle unas órdenes acerca de cierto trabajo, cuando de repente, según nos ha informado el androide, perdió el conocimiento y se desplomó —dijo el médico.

—¿Qué piensa que puede haber causado este desmayo? —preguntó Durga—. ¿Cree que debo avisar al departamento de seguridad para que bloquee los accesos del palacio?

—No, mi señor —dijo Grodo—. Esto es el resultado de alguna clase de ataque cerebral, sospecho que debido a la mala circulación. Ya sabéis que he estado advirtiendo a vuestro padre de que...

—Sí, sí, lo recuerdo —dijo Durga.

Estaba tan preocupado que se agarró al borde de una mesita adornada con incrustaciones de esmalte, y no se dio cuenta de que lo había estado estrujando hasta que la gruesa madera se astilló entre sus dedos.

Unos minutos después, y de manera tan repentina como se había desmayado, Aruk parpadeó, se agitó y luego fue incorporándose lentamente, pareciendo muy perplejo.

—¿Qué...? —graznó, y su potente voz sonó curiosamente débil y estridente—. ¿Qué ha pasado?

—Os habéis desmayado, mi señor —dijo Grodo—. Algún tipo de ataque cerebral, sospecho que causado por la falta de oxígeno...

—Causado por la mala circulación, sin duda —gruñó Aruk—. Bien, ahora me encuentro perfectamente. Aunque me duele la cabeza, desde luego.

—Puedo administraros algún sedante suave para calmar el dolor, mi señor —dijo el médico, activando su inyector.

Unos instantes después Aruk dejó escapar un suspiro de alivio. —Ya me siento mucho mejor.

—Noble Aruk, quiero que me prometáis que vais a tener mucho más cuidado con vuestra salud a partir de ahora —dijo el médico, poniéndose muy serio—. Que este episodio os sirva de advertencia.

Un gruñido gutural brotó del gigantesco pecho de Aruk.

—A mi edad, debería poder... —empezó a decir.

—¡Oh, padre, por favor! —balbuceó Durga—. ¡Haced caso de Grodo! ¡Debéis empezar a vivir de otra manera!

El líder del clan Besadii volvió a gruñir y acabó suspirando.

—Muy bien. Prometo que haré ejercicio durante un mínimo de media hora cada día, y además dejaré de fumar mi narguile.

—¡Y no os olvidéis de los excesos con la comida! —exclamó el médico con voz triunfante, decidido a aprovechar el momento.

—Muy bien —refunfuñó Aruk—. Renunciaré a todo salvo a mis ranas de los árboles-nala. Se han convertido en mi plato favorito, y no estoy dispuesto a renunciar a ellas.

—Creo que podemos permitir que su excelencia siga disfrutando de algún pequeño placer ocasional —dijo Grodo, dispuesto a ser magnánimo después de haberse alzado con la victoria—. Si renunciáis al resto de platos perjudiciales, podréis seguir consumiendo una cantidad razonable de ranas de los árboles-nala al día.

Durga se sintió tan aliviado al ver que Aruk se había recuperado que onduló velozmente hasta su progenitor y puso una manecita sobre aquel enorme cuello.

—Debéis cuidaron mejor, padre. Haremos ejercicio juntos, y de esa manera os resultará más agradable ejercitaros.

Las comisuras de la gigantesca boca de Aruk se fueron elevando poco a poco mientras contemplaba a su descendiente.

—Muy bien, hijo mío. Te prometo que a partir de ahora me cuidaré mejor.

—El clan Besadii os necesita —dijo Durga—. ¡Sois el más grande de todos nuestros líderes, padre!

Aruk dejó escapar unos cuantos gruñidos más, pero Durga ya se había dado cuenta de que la preocupación de su hijo le complacía.

El joven líder hutt confió a su padre a los cuidados del médico y sus ayudantes androides y volvió a su despacho, sintiéndose muy afectado por lo que acababa de ver.

Durante un momento había pensado que Aruk se moría, y que su muerte haría que tuviese que liderar el clan Besadii por sí solo. Durga había tenido una revelación realmente aterradora: no estaba preparado.

«Especialmente teniendo en cuenta que la crisis es inminente —pensó—. La flota imperial quizá ya esté avanzando hacia Nar Shaddaa...»

Aruk le había dicho a su hijo que no se preocupara y le había asegurado que los imperiales no atacarían al clan Besadii ni a Ylesia.

—Somos sus mayores suministradores de esclavos —había dicho el anciano hutt, intentando tranquilizarle—. El Imperio necesita sus esclavos, y en consecuencia necesita al clan Besadii.

Durga esperaba con todas sus fuerzas que su padre no se equivocara en ese punto...