Capítulo 1
Nuevos amigos, viejos enemigos

Han Solo, antiguo oficial imperial, estaba sentado con el rostro ensombrecido delante de una sucia mesa en un bar de cuarta categoría de Devarón, tomando sorbos de una cerveza alderaaniana de bastante mala calidad y deseando estar solo. No es que le molestara la presencia de los otros ocupantes del bar, con una mayoría de cornudos machos devishianos y peludas hembras devishianas a la que había que añadir unos cuantos no humanos procedentes de otros mundos. Han estaba acostumbrado a los alienígenas: había crecido rodeado de ellos a bordo del Suerte del Comerciante, un gran navío mercante que recorría los caminos espaciales de la galaxia. Cuando sólo tenía diez años, Han ya era capaz de hablar y entender a la perfección media docena de lenguas no humanas.

Lo que le molestaba no era estar rodeado de alienígenas..., sino única y exclusivamente el alienígena que estaba sentado junto a él. Han tomó otro sorbo de su cerveza, torció el gesto al notar su desagradable sabor a rancio y lanzó una rápida mirada de soslayo a la causa de todos sus problemas. La gigantesca criatura peluda le devolvió la mirada con sus grandes ojos azules, que estaban llenos de preocupación. Han dejó escapar un largo suspiro. “¡Oh, si por lo menos se fuera a su casa de una maldita vez...!» Pero el wookie-Chew-algo— se negaba tozudamente a volver a Kashyyyk, a pesar de que Han le había apremiado repetidamente a que lo hiciera. El alienígena afirmaba haber contraído algo llamado «deuda de vida» con el ex teniente imperial Han Solo.

«Una deuda de vida, ¿eh? Estupendo, de veras... No cabe duda de que es justo lo que necesitaba —pensó Han con amargura—. Sí, es exactamente lo que necesitaba: una enorme niñera peluda que me sigue a todas partes y que no para de darme consejos, se preocupa por si bebo demasiado y siempre me está repitiendo que cuidará de mí. Estupendo, sencillamente estupendo...»

Han contempló su cerveza con el ceño fruncido y el acuoso brebaje casi incoloro le devolvió el reflejo de su rostro, distorsionando sus facciones hasta tal extremo que le parecieron casi tan poco humanas como las del alienígena. ¿Cómo diablos se llamaba aquel condenado wookie? Chew-algo, ¿no? El wookie se lo había dicho, pero aunque entendía perfectamente su lengua, Han era incapaz de pronunciar aquellos complicados sonidos.

Y además, no quería saber cómo se llamaba aquel wookie en particular. Si llegaba a saber cómo se llamaba, probablemente ya nunca conseguiría librarse de su sombra peluda.

Han deslizó cansinamente una mano sobre su rostro, sintiendo el roce de una barba de varios días. Desde que le habían echado a patadas del servicio, siempre se le estaba olvidando que debía afeitarse. Durante todos los años en que fue primero un cadete y luego un subteniente y, por fin, todo un teniente de primera, Han siempre había cuidado meticulosamente de su aspecto, de la manera en que debía hacerlo un oficial y un caballero. Pero todo aquello pertenecía al pasado, y teniendo en cuenta cuál era su nueva forma de vida... Bueno, ¿qué más daba?

Han levantó la jarra con una mano ligeramente temblorosa y engulló la repugnante cerveza que sabía a rancio. Después dejó la jarra vacía encima de la mesa y recorrió el bar con la mirada, buscando al tipo que servía las bebidas. «Necesito otra jarra. Una más y me sentiré mucho mejor. Sólo una jarra más...»

El wookie dejó escapar un suave gemido. El fruncimiento de ceño de Han se volvió un poco más marcado.

—Guárdate tus opiniones para ti, bola de pelos —dijo secamente—. Cuando haya bebido suficiente, lo sabré enseguida. Lo último que necesito en estos momentos es un wookie que quiere jugar a las niñeras conmigo.

El wookie —Chewbacca, eso era— respondió con un delicado gruñido, sus ojos azules ensombrecidos por la preocupación. Los labios de Han se curvaron en una sonrisita llena de sarcasmo.

—Soy perfectamente capaz de cuidar de mí mismo, y procura no olvidarlo. El mero hecho de que evitara que tu peludo trasero acabara convenido en vapor no significa que estés en deuda conmigo. Ya te lo he dicho no sé cuántas veces: hace mucho tiempo una wookie me hizo muchos favores. Me salvó la vida un par de veces, ¿entiendes? Bueno, pues yo te salvé la vida porque estaba en deuda con ella.

Chewbacca emitió un sonido que estaba a medio camino entre el gemido y el gruñido. Flan meneó la cabeza.

—No, eso no significa que tú estés en deuda conmigo. ¿Es que no puedes comprenderlo? Yo estaba en deuda con ella, pero no podía devolverle el favor. Por eso te ayudé, y eso quiere decir que ahora estamos... en paz. Así pues, ¿quieres aceptar de una maldita vez esos créditos que te ofrecí y volver a Kashyyyk? Te aseguro que no me estás haciendo ningún favor quedándote aquí, bola de pelos. Me haces tanta falta como una quemadura de desintegrador en el trasero.

Chewbacca, muy ofendido, se irguió cuan alto era —lo cual quería decir mucho, tratándose de un wookie— y dejó escapar un ronco gruñido gutural.

—Sí, ya sé que tiré mi vida y mi carrera al cubo de la basura el día en que impedí que el comandante Nyklas te pegara un tiro en Coruscant. Pero es que no aguanto la esclavitud, y ver cómo Nyklas usaba un látigo de energía no es un espectáculo que me parezca particularmente agradable. Conozco a los wookies, ¿entiendes? Cuando era un chaval, una wookie fue mi mejor amiga. Sabía que te lanzarías sobre Nyklas incluso antes de que tú mismo supieras que ibas a hacerlo..., de la misma manera en que sabía que entonces Nyklas desenfundaría su desintegrador. No podía quedarme cruzado de brazos y contemplar cómo te hacía un agujero en el pecho. Pero no intentes convertirme en alguna clase de héroe, Chewie. No necesito un socio, y no quiero un amigo. Mi nombre lo dice todo, chico: me llamo Solo.

Han se señaló el pecho con el pulgar.

—Me llamo Han Solo, y quiero estar solo. ¿Lo has entendido? Así están las cosas, y así es como me gusta que estén. Por lo tanto... Bueno, Chewie, no quiero que te ofendas, pero... Oye, ¿por qué no te largas de una vez? Lo que quiero decir es que me gustaría verte desaparecer, y de manera permanente.

Chewie contempló en silencio a Han durante un momento muy largo y después dejó escapar un bufido lleno de desdén, giró sobre sus talones y salió del bar.

Han se preguntó si realmente habría logrado convencer a aquella boba montaña de pelos de que le dejara en paz. Si lo había conseguido, entonces habría que celebrarlo. Era una razón más que suficiente para tomarse otra jarra.

Mientras volvía a recorrer el bar con la mirada, vio que varios clientes se estaban sentando alrededor de una mesa en una esquina del local. Resultaba obvio que se estaba empezando a formar una partida de sabacc, y Han se preguntó si debía tratar de tomar parte en ella. Repasó mentalmente el contenido de su bolsa de créditos, y acabó decidiendo que tal vez no fuera mala idea. Normalmente siempre tenía mucha suene en el sabacc, y últimamente cada crédito importaba.

Últimamente...

Han suspiró. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde aquel día fatídico en que le habían ordenado que echara una mano al comandante Nyklas con la cuadrilla de trabajadores wookies que debían terminar una nueva ala en la Sala Imperial de los Héroes? Han empezó a contar, y torció el gesto al darse cuenta de que llevaba muchos días rondando por bares como aquél y comprender que esos días seguramente habrían transcurrido entre una oscura neblina de cerveza y recriminaciones llenas de amargura. Dentro de dos días haría dos meses.

Tensó los labios y deslizó una mano temblorosa por entre los rebeldes mechones de su cabellera castaña. Durante los últimos cinco años la había llevado muy corta, como se esperaba que debían hacer los militares, pero sus cabellos estaban empezando a crecer y no tardaría en necesitar un buen corte de pelo. Una vívida imagen mental del aspecto que tenía antes de ser expulsado de la Armada invadió su cerebro —el uniforme inmaculado, las insignias frotadas hasta hacer que brillaran, las botas relucientes—, y después el corelliano bajó la mirada y se contempló a sí mismo.

¡Qué contraste entre el Han de aquellos días y el nuevo Han! Llevaba una camisa grisácea y llena de manchas que en un lejano pasado había sido blanca, una chaqueta de neocuero gris igualmente llena de manchas que había comprado en una tienda de ropa usada, y unos pantalones de estilo militar azul oscuro con su franja de sangre corelliana descendiendo por la costura exterior. Sólo las botas eran las mismas. Se las hacían a medida a cada cadete cuando obtenía su primer nombramiento de destino, por lo que el Imperio no había querido recuperarlas. Han había obtenido su primer destino hacía poco más de ocho meses, y en toda la historia del Imperio ningún subteniente había estado más orgulloso de su rango..., o de aquellas botas relucientes.

Las botas estaban sucias y llenas de arañazos, y empezaban a parecer viejas y gastadas. Los labios de Han se curvaron en una sonrisa llena de melancolía mientras las contemplaba. Viejas y desgastadas por la vida, con el brillo y la elegancia convertidas en un mero recuerdo del pasado... Sí, esa descripción también resultaba muy adecuada para él.

En un momento de dolorosa honestidad, Han admitió que probablemente nunca habría podido permanecer en la Armada Imperial ni aun suponiendo que no le hubieran expulsado del servicio por haber rescatado y liberado a Chewbacca. Han había iniciado su carrera militar sintiéndose lleno de grandes esperanzas, pero la desilusión no tardó en adueñarse de él. Los prejuicios contra los no humanos ya habían resultado bastante difíciles de soportar para alguien que había crecido de la manera en que lo hizo Han, y sin embargo Han consiguió morderse la lengua y callar. Pero el laberinto interminable de estúpidas reglas burocráticas, la ciega estupidez de tantos y tantos oficiales... Han ya había empezado a preguntarse durante cuánto tiempo sería capaz de seguir soportándolo.

Pero nunca había imaginado que tendría que enfrentarse a una expulsión deshonrosa, la pérdida de la pensión y las pagas pendientes y —lo peor de todo— la inclusión en la lista negra de los pilotos. No le habían quitado la licencia, cierto, pero Han no había tardado en descubrir que ninguna firma que se moviera dentro de los límites de la ley estaba dispuesta a contratarle. Había pasado semanas enteras caminando de un lado a otro sobre el permacreto de Coruscant entre una borrachera y la siguiente, buscando un trabajo..., y había descubierto que todas las puertas respetables estaban cerradas para él.

Y entonces, una noche, mientras se dedicaba a recorrer las tabernas de una sección de la ciudad de dimensiones planetarias que se encontraba cerca del ghetto de los alienígenas, una gigantesca sombra peluda había surgido de las sombras más oscuras de un callejón y se había plantado delante de Han.

Durante unos momentos interminables el cerebro de Han, enturbiado por la cerveza, ni siquiera había sido capaz de reconocer a aquel wookie como el trabajador al que había salvado. Han no se dio cuenta de quién era hasta que Chewbacca empezó a hablar, dándole las gracias por haberle salvado la vida y haberle liberado de la esclavitud. Chewie, cuyo pueblo nunca se andaba con rodeos, había sido muy directo y muy claro. Él, Chewbacca, había contraído una deuda de vida con Han Solo y había jurado saldarla. Allí donde fuera Han, desde aquel día en adelante, él iría también.

Y así lo había hecho.

Cuando Han por fin consiguió encontrar una manera de sacarlos de Coruscant, pilotando una nave que transportaría un cargamento de contrabando a Tralus (la carga estaba sellada magnéticamente en la bodega, y Han no disponía del equipo o las energías necesarias para forzar los sellos y averiguar qué clase de mercancía de contrabando estaba transportando), Chewbacca había ido con él. Durante la semana que duró el viaje, Han empezó a enseñarle los rudimentos del pilotaje. Viajar por el espacio era muy aburrido, y por lo menos eso le daba algo en que pensar aparte de en los futuros perdidos.

Una vez en Tralus, Han entregó su nave y su cargamento y después empezó a buscar otro empleo como piloto. Acabó en el Depósito de Naves Espaciales Usadas del Honrado Tory1, y le pidió trabajo al durosiano. Tory1 era un viejo conocido suyo, y sabía que Han era un piloto experto en el que se podía confiar.

El Imperio estaba reforzando incesantemente su poder, para lo que les arrebataba sus derechos tanto a los planetas como a sus ciudadanos. Duro había desarrollado una industria de construcción de naves casi tan importante como la de Corellia, pero las nuevas directrices imperiales acababan de prohibirle instalar sistemas de armamento en sus naves. El cargamento clandestino transportado por Han acabó resultando ser un envío de componentes que servirían para armar naves.

Cuando llegaron a Duro, Chewie ya estaba a punto de convenirse en un buen copiloto y un magnífico artillero. Han esperaba que enseñar esas habilidades al wookie haría que le resultara más fácil librarse de él en algún planeta. Si sabía que el wookie podía encontrar trabajo como piloto o copiloto, Han no vacilaría ni un segundo en dejarlo tirado en el primer espaciopuerto que visitaran para despegar al instante..., o eso era lo que se decía así mismo.

Una vez en Duro, Han gastó una parte de los beneficios de su misión en bebida mientras esperaba que alguien se pusiera en contacto con él para ofrecerle otro trabajo de piloto. Su paciencia se vio recompensada el día en que un sullustano se sentó junto a él y le ofreció una atractiva suma de dinero a cambio de que llevara una nave desde Duro, cruzando una tercera parte del diámetro de la galaxia y evitando hacer escala en cualquier puerto imperial, hasta Kothlis, una colonia bothana.

La nave que tendría que pilotar, pequeña, esbelta y muy veloz, estaba «caliente», naturalmente, ya que había sido robada de la pista particular de su rico propietario. Han tuvo que recordarse así mismo que ya no se ganaba la vida haciendo respetar la ley, sino quebrantándola.

En consecuencia, se limitó a apretar las mandíbulas y pilotó la nave robada hasta su nuevo hogar en Kothlis. Después empezó a buscar un nuevo trabajo, y acabó encontrando uno. A primera vista, aquel empleo era totalmente legal. Han tendría que transportar un nalargón de grandes dimensiones desde Kothlis hasta Devarón.

Han nunca había oído hablar de los nalargones, lo cual no tenía nada de sorprendente dada su escasísima aposición a cuanto tuviera que ver con la música. El nalargón acabó resultando ser un instrumento gigantesco que era operado mediante un teclado y un juego de pedales. Una serie de conductos acoplados a generadores de resonancias subarmónicas producían sonidos en muchas longitudes de onda distintas. Los ritmos del jizz se habían puesto de moda en toda la galaxia, y había una gran demanda de aquellos instrumentos.

Así pues, el gigantesco instrumento musical fue subido a la nave que le habían asignado a Han, y una vez dentro de ella fue atornillado a la cubierta dentro del compartimiento de carga, donde pasaría el resto del viaje.

Han fue a investigar el instrumento en cuanto él y Chewie hubieron entrado en el hiperespacio. Le dio golpecitos y palmaditas, lo conectó y después trató de presionar las teclas y los pedales. No obtuvo absolutamente ningún sonido, salvo los que produjo al tratar de conseguir que funcionara.

Pero sus golpecitos enseguida le demostraron que había algo dentro del instrumento. Han se echó hacia atrás hasta quedar apoyado sobre los talones y contempló la enorme mole del nalargón. Resultaba obvio que el instrumento era falso, un mero cascarón hueco que estaba siendo utilizado como escondite. ¿Qué podía ocultar?

Gracias a su período de servicio en la Armada Imperial, Han sabía que Devarón estaba pasando por una etapa bastante agitada de su historia. No hacía mucho que un grupo de rebeldes se había alzado contra el gobernador imperial y había exigido la independencia del Imperio. Los labios de Han se curvaron en una mueca desdeñosa. Así que creían que podían enfrentarse al Imperio, ¿eh? Condenados estúpidos... Setecientos rebeldes habían sido capturados hacía unos meses cuando las tropas imperiales irrumpieron en la antigua ciudad sagrada de Montellian Seras. Los rebeldes capturados fueron ejecutados sumariamente sin juicio previo, lo cual equivalía a decir que habían sido asesinados sin compasión. Los rebeldes restantes todavía se estaban ocultando en las colinas, resistiendo y lanzando ataques al estilo comando, pero Han sabía que el que quedaran aplastados bajo el talón de Palpatine sólo era cuestión de tiempo. Después su mundo quedaría rígidamente controlado por el Imperio, tal como le había ocurrido a otros muchos mundos.

Mientras contemplaba el nalargón, Han hizo unos cuantos cálculos mentales basados en la suposición de que el instrumento estaba hueco. Oh, sí... Había justo el espacio suficiente para que aquel cascarón pudiera contener un cañón láser móvil de corto alcance. Ese tipo de arma podía ser instalada encima de un deslizador de superficie, y era capaz de abrir fuego sobre blancos de pequeñas dimensiones —un edificio, o un caza imperial de corto alcance— y dejarlos hechos añicos.

También podía tratarse de rifles desintegradores, por supuesto. Si habían sabido disponerlos con la habilidad suficiente, el nalargón podía contener diez o quince rifles.

Fuera cual fuese el contenido del nalargón, Han comprendió que acababa de aceptar un trabajo que olía francamente mal. Decidió que llevaría la nave hasta el puerto más cercano, y que luego se iría a toda prisa sin mirar hacia atrás. Disponía de unos códigos de descenso falsos proporcionados por los bothanos, así que los utilizaría y después se largaría lo más deprisa posible.

Han meneó la cabeza, sintiéndose un poco aturdido y empezando a desear no haberse tomado la última jarra de cerveza. El regusto a rancio seguía flotando en su boca, y notaba un molesto zumbido en los oídos. Volvió la mirada de un lado a otro en un giro tozudamente desafiante, y vio que el local no se movía. Perfecto. No estaba tan borracho como para no poder jugar al sabacc y ganar. «Manos a la obra, Solo. Cada crédito al que puedas echar mano será muy bienvenido...»

El contrabandista se levantó y atravesó el bar con paso firme y decidido hasta llegar a la mesa.

—Saludos, caballeros —dijo, hablando en básico—. ¿Hay sitio para otro jugador?

El encargado de repartir las canas, un devaroniano, volvió su cabeza de cuernos impecablemente restregados y encerados para lanzar una mirada interrogativa a Han. Al final debió de llegar a la conclusión de que el recién llegado podía ser admitido en la partida, porque se encogió de hombros y señaló la silla vacía.

—Bienvenido, piloto —dijo—. Y mientras te duren los créditos, seguirás siendo bienvenido... añadió con una sonrisa que puso al descubierto sus afilados dientes de fiera.

Han asintió y tomó asiento.

El corelliano había aprendido a jugar al sabacc a los catorce años. Han echó unos cuantos créditos en el contenedor de las apuestas altas, la «olla del sabacc», y después cogió las dos cartas que se le acababan de repartir y las examinó, todo ello sin dejar de estudiar disimuladamente a sus oponentes ni un solo instante. Cuando le tocó el turno de hacer su apuesta para la mano, también arrojó el número de créditos requerido en aquel contenedor.

Han había recibido el seis de báculos y la reina del aire y la oscuridad, pero el encargado de repartir las canas podía pulsar un botón en cualquier momento, y eso haría que los valores de todas las cartas cambiaran de repente. Han contempló a sus oponentes: un diminuto sullustano, una peluda hembra devaroniana, el devaroniano que se encargaba de repartir las canas, y una gigantesca barabel, una criatura reptiloide procedente de Barab Uno. Han nunca había estado tan cerca de una de aquellas criaturas, y enseguida se dio cuenta de que eran realmente impresionantes. Con sus más de dos metros de altura recubiertos de unas escamas negras tan duras que podían repeler incluso una descarga aturdidora, la barabel tenía una boca llena de dientes tan afilados como dagas y una gruesa cola parecida a un garrote que, según se decía, convertía a los nativos de Barab en unos enemigos temibles a la hora de pelear. Pero aquella hembra, que se había presentado como Shallamar, parecía bastante pacífica. La barabel cogió la ficha-carta que le acababan de entregar, y sus pupilas verticales estudiaron atentamente su mano por entre las rendijas de sus párpados entrecerrados.

El objeto del sabacc consistía en obtener cartas que igualaran el número veintitrés, ya fuera en positivo o en negativo, sin superarlo. En caso de un empate, los totales positivos se imponían a los negativos.

En aquel momento las cartas que formaban la mano de Han tenían un valor numérico de cuatro positivo, ya que el valor de la reina del aire y la oscuridad era de dos negativo. Han podía arrojar esa carta al interior del campo de interferencia, que «congelaría» su valor, y luego podía albergar la esperanza de obtener el Idiota y una carta que tuviera un valor facial de tres. Dado que el valor del Idiota era cero, eso le proporcionaría un «despliegue del idiota», el cual vencería incluso a un sabacc puro, entendiéndose por tal a cualquier mano de cartas cuyo valor total, negativo o positivo, fuera de veintitrés.

Mientras Han titubeaba con los ojos clavados en su reina, las fichas-carta ondularon y se alteraron. Su reina acababa de convenirse en el rey de las espadas. El seis de báculos había pasado a ser el ocho de vasijas, con lo que el nuevo total de Han era de veintidós positivo. Han esperó mientras los otros jugadores examinaban sus fichas-carta. La barabel, la devaroniana y el encargado de repartir las cartas alzaron las manos en aparatosos gestos de disgusto: todos habían «estallado», ya que los valores de sus nuevas manos estaban por encima del veintitrés.

El sullustano subió las apuestas, y Han las igualó y volvió a subirlas.

—Voy a enseñar mi mano —dijo el diminuto alienígena, colocando sus fichas-carta encima de la mesa con un floreo del brazo—. Veinte —anunció.

Han sonrió y puso su mano encima de la mesa.

—Veintidós —anunció despreocupadamente, mostrando sus fichas carta—. Me temo que el dinero es mío, amigo.

Los otros jugadores gruñeron y refunfuñaron mientras Han recogía sus créditos. La barabel siseó y le lanzó una mirada que habría podido derretir el titanio, pero no dijo nada.

El sullustano ganó la mano siguiente, y el devaroniano que repartía las cartas ganó la que jugaron a continuación. Han contempló el creciente montón de créditos depositado en el centro de la mesa de sabacc y decidió que intentaría hacerse con una suma lo más grande posible.

Siguieron jugando durante varias manos más. Han volvió a ganar las apuestas de una mano, pero hasta el momento nadie había conseguido hacerse con el contenido de la ‘olla del sabacc’. Han arrojó el tres de monedas y el Idiota dentro del campo de interferencia, y la suerte no le falló: el cambio de canas que se produjo a continuación le dejó sosteniendo el dos de vasijas.

—Despliegue del idiota... —anunció con jovialidad, dejando caer el dos de vasijas junto a las otras dos cartas del campo de interferencia—. La olla del sabacc es mía, damas y caballeros...

Han se inclinó hacia adelante para recoger los créditos, y la barabel dejó escapar un rugido.

—¡Tramposo! ¡Tiene que estar usando un alternador! ¡Nadie puede tener tanta suerte!

Han se echó hacia atrás y la miró fijamente, sintiéndose muy ofendido. Había hecho trampas montones de veces en las mesas de sabacc, tanto usando alternadores —el nombre con que se conocía a unas cartas manipuladas que asumían distintos valores cuando les dabas un golpecito en el canto—, como de otras maneras. ¡Pero esta vez había ganado limpiamente y sin emplear ninguna clase de truco!

—¡Puedes coger tus acusaciones y metértelas en la oreja! —replicó con indignación. La barabel no tenía orejas visibles, naturalmente, pero el insulto era lo suficientemente claro para que pudiera entenderlo sin ninguna dificultad. Han permitió que su mano derecha descendiera hasta su muslo y, sin hacer ningún ruido, soltó la tira que mantenía cerrada la parte superior de su pistolera—. ¡No he hecho trampas! —añadió mientras meneaba vehementemente la cabeza—. ¡He jugado mejor que tú, hermana, y eso es todo!

Han extendió la mano izquierda por encima de la mesa, cogió un puñado de créditos y se los metió en el bolsillo. Nadie se movió o habló, por lo que Han volvió a extender la mano para coger el puñado de créditos que habían quedado encima de la mesa..., y entonces la mano derecha de la devaroniana salió disparada hacia adelante como un borroso torbellino de pelaje rojizo para rodear la muñeca de Han y dejarla inmovilizada sobre la mesa.

—Puede que Shallamar tenga razón dijo, hablando en básico con un marcado acento—. Deberíamos registrarlo para asegurarnos de que no ha hecho trampas.

Han la fulminó con la mirada.

—Quítame las manos de encima —dijo en voz muy baja y suave—, o haré que lo lamentes.

Algo en sus ojos y en su voz debió de impresionar a la alienígena, porque le soltó y retrocedió.

— ¡Cobarde! —rugió Shallamar, encarándose con la devaroniana—, ¡No es más que un insignificante humano!

La devaroniana meneó la cabeza y dio un par de pasos hacia atrás, indicando con ello que no quería seguir tomando parte en el conflicto.

Han sonrió con sarcástica satisfacción mientras alargaba la mano hacia el centro de la mesa. Su sonrisa hizo que la barabel volviera a rugir. Una mano recubierta de duras escamas cuyos dedos terminaban en afiladas garras descendió para asestar un terrible golpe que partió la mesa por la mitad, haciendo que los dos trozos de tablero, los créditos y las fichas-carta volaran por los aires.

— ¡No! —gruñó la barabel, avanzando hacia Han—. ¡Te voy a arrancar la cabeza de un mordisco, tramposo! ¿Crees que serás capaz de seguir haciendo trampas cuando te hayas quedado sin cabeza?

Han echó un vistazo a sus enormes fauces entreabiertas, comprendió que eran lo suficientemente grandes para que la barabel pudiera llevar a la práctica su amenaza, y decidió usar su desintegrador. Su mano derecha se deslizó por encima del muslo en un movimiento rapidísimo y una fracción de segundo después la culata llena de arañazos y desgastada por el uso ya estaba allí, pegada a su palma.

La mano de Han, que seguía moviéndose a una velocidad extraordinaria, empezó a subir mientras iniciaba el gesto de desenfundar el arma...

¡... para quedar totalmente inmóvil cuando el desintegrador se negó a salir de la pistolera!

Han apenas dispuso de un segundo para darse cuenta de que la mira delantera del desintegrador, que estaba colocada encima del extremo del cañón, había quedado atascada en el fondo de la pistolera. El corelliano empezó a tirar de la culata, tratando de liberar su arma.

La barabel se lanzó sobre él. Han retrocedió de un salto, pero no consiguió echarse lo bastante atrás. Las enormes y afiladas garras de Shallamar se cerraron sobre la pechera de su chaqueta y se abrieron paso a través del duro neocuero con tanta facilidad como si fuera papel. Han, que seguía tirando de su desintegrador enganchado, se vio elevado hacia las fauces abiertas de par en par de la barabel a tal velocidad que se le nubló la vista. El corelliano dejó escapar un jadeo ahogado cuando un chorro abrasador de pestilente aliento reptiloide le envolvió la cara.

Y entonces Han entrevió un borroso manchón amarronado en el límite de su campo visual justo en el mismo instante en que un tremendo rugido casi le dejaba sordo. Un largo brazo peludo se deslizó alrededor del cuello de Shallamar y tiró de él, obligando a retroceder a la barabel y apartándola de Han.

— ¡Chewie! —gritó Han, que en toda su vida jamás se había alegrado tanto de ver a alguien.

La barabel le devolvió el rugido al wookie y soltó al corelliano mientras giraba sobre sus talones para enfrentarse a su atacante.

— ¡Entretenla durante un segundo, Chewie! —chilló Han, tirando de la parte inferior de su pistolera mientras hacía girar la culata del desintegrador entre los dedos.

¡Por fin! Han consiguió extraer el arma de la pistolera y apuntó con ella a la barabel mientras ésta luchaba con el wookie, pero no logró obtener una línea de fuego despejada.

Las dos inmensas criaturas fueron de un lado a otro del bar, gruñendo y siseando mientras derribaban mesas y sillas. Los otros jugadores de sabacc y el resto de la clientela del local se apresuraron a dispersarse ante la frenética batalla, gritando consejos y maldiciones en múltiples lenguas.

El sullustano bajó la mano hacia su desintegrador, pero cuando vio que Han ya estaba armado, se dio la vuelta y saltó por encima de la barra para desaparecer detrás de ella.

Shallamar y Chewbacca siguieron tambaleándose de un lado a otro, atrapados en una terrible parodia de un abrazo de enamorados, con cada uno poniendo a prueba las fuerzas del otro mientras intentaba desequilibrar a su contrincante.

— ¡Vamos, Chewie! —aulló Han—. ¡Salgamos de aquí!

Chewbacca y Shallamar giraron vertiginosamente en un confuso torbellino de pelaje marrón y escamas negras, y de repente la barabel bajó la cabeza y cerró sus fauces alrededor del brazo del wookie. Sus dientes, afilados como agujas, arrancaron un pedazo de carne y pelos. El wookie dejó escapar un rugido de agonía y, en un desesperado esfuerzo, agarró el brazo de la barabel y la hizo girar con cegadora velocidad, impulsándola tan deprisa que los pies de Shallamar dejaron de estar en contacto con el suelo. Mientras caía, Chewie también la agarró de la cola, y la empujó con tanta potencia que la barabel salió volando por los aires.

Chewbacca soltó a la barabel con un último aullido de triunfo y permitió que la gigantesca reptiloide atravesara el local en un incontenible vuelo planeado mientras todo el mundo se hacía a un lado para esquivar su trayectoria. Shallamar aterrizó sobre la espalda entre un confuso montón de mesas, sillas y fichas-carta de sabacc.

«Una descarga aturdidora no servirá de nada, y no quiero matarla...» Un caos de pensamientos encontrados desfiló a toda velocidad por la mente de Han mientras hacía girar el dial de ajuste de potencia del desintegrador hasta dejarlo a media intensidad, apuntaba el arma y disparaba contra la aturdida Shallamar, dándole justo debajo de una gigantesca rodilla La barabel dejó escapar un siseo de dolor y cayó de espaldas, con sus negras escamas humeando y crujiendo.

—¡Vamos, Chewie! —gritó Han, disparando una descarga aturdidora contra el repartidor de cartas de sabacc, que estaba apuntando al wookie con un desintegrador.

El devaroniano se derrumbó sin emitir ni un sonido. Chewie, goteando sangre, pareció materializarse detrás de Han mientras éste echaba a correr hacia la salida, derribando las escasas mesas y sillas que aún seguían en su sitio.

La propietaria de la taberna, una devaroniana, les obstruyó el paso aullando maldiciones y amenazas, pero Han la apartó con un feroz golpe del cañón de su desintegrador y siguió corriendo. Su hombro chocó con la puerta, y rebotó en ella. ¡Estaba cerrada!

Mascullando juramentos en seis lenguas no humanas, Han puso el indicador de su arma a máxima potencia y derribó la puerta. La propietaria lanzó un nuevo aullido de protesta, pero el corelliano y el wookie ya habían desaparecido.

Han y Chewbacca huyeron a toda velocidad por el mísero callejón y después salieron a la calle, con sus edificios de rústico aspecto de permacreto estucado y la madera azul nativa. Una brisa helada hizo estremecerse al corelliano. La primavera ya casi había llegado al continente del casquete polar sur de Devarón.

Han enfundó rápidamente su desintegrador y convirtió su carrera en un rápido caminar.

—¿Qué tal va ese brazo, amigo?

Chewie respondió con un gemido que acabó transformándose en un gruñido. Han bajó la mirada para inspeccionar los daños.

—Bueno, fuiste tú quien tomó la decisión de volver —observó—. No es que lamente que lo hicieras, desde luego. Yo... Eh... En fin, lo que quiero decir es que..., que te agradezco que me salvaras el trasero.

El wookie emitió un sonido interrogativo. Han se encogió de hombros.

—Bien... Claro, supongo que sí... —farfulló—. Nunca he tenido un socio, pero... Sí, ¿por qué no? La verdad es que si no tienes a nadie con quien hablar, todos esos largos vuelos espaciales pueden acabar resultando muy aburridos.

A pesar del dolor que sentía, Chewie no pudo reprimir un gorgoteo de satisfacción.

—No abuses de tu buena suerte —dijo secamente Han—. Oye, tenemos que ir a que le echen un vistazo a esa herida. Hay una clínica de androides médicos al otro lado de la calle, así que vayamos allí:

Una hora después los dos volvían a pisar la calle. El brazo de Chewie había tenido que ser envuelto en un vendaje protector después de que hubiera recibido un tratamiento bacta, pero el androide médico que los atendió les había asegurado que los wookies se recuperaban muy deprisa.

Chewbacca acababa de comentar que tenía hambre cuando Han oyó que alguien le llamaba desde un portal.

—Piloto Solo... —murmuró una voz.

Han se detuvo, miró por encima del hombro y vio a un durosiano que le estaba haciendo señas. Después miró a un lado y a otro, pero la calle devaroniana se hallaba prácticamente desierta. Aquella sección se encontraba cerca de la plaza central, y estaba reservada a los peatones.

—¿Sí? —replicó Han, también en voz baja.

El devaroniano de piel azulada le hizo señas para que le siguiera hasta un callejón cercano. El corelliano fue hasta la entrada del callejón, dobló la esquina y después se detuvo, apoyando la espalda en la pared con la mano sobre la culata de su desintegrador.

—Fin de trayecto, amigo: no voy a ir más lejos hasta que no sepa qué es lo que quieres.

La lúgubre expresión del durosiano se volvió todavía más melancólica.

—Eres un humano muy desconfiado, piloto Solo. Un amigo mutuo al que llaman el Honrado Toryl me habló de ti. Me dijo que eres un piloto excelente.

Han se relajó ligeramente, pero no apartó su mano del desintegrador.

—Soy bueno, desde luego —dijo—. Y si dices que el Honrado Tory1 te ha enviado... Bueno, me gustaría que me lo demostraras.

El durosiano le miró fijamente. Sus ojos, que tenían el mismo color que la adularia, no podían estar más impasibles.

—Me dijo que debía decirte que el Talismán, la nave que te trajo hasta aquí, ya no existe.

Han apartó la mano del desintegrador.

—De acuerdo, me has convencido de que te ha enviado Tory1 —dijo—. Ahora explícame qué quieres de mí.

—Necesito que alguien entregue una nave en Nar Hekka, en el sistema de los hutts —dijo el durosiano—. Estoy dispuesto a pagar bien, piloto Solo..., pero si llegas a tropezaste con alguna patrulla, no debes permitir que los imperiales suban a bordo.

Han suspiró. Más intrigas, ¿eh? Pero la oferta del durosiano le interesaba. Volver a Nar Shaddaa, la «Luna de los Contrabandistas» que orbitaba Nal Hutta, siempre había figurado entre sus planes. Aquel momento era tan bueno como cualquier otro. Una vez estuviera en Nar Hekka, no le costaría mucho encontrar una nave que lo llevara hasta Nal Hutta o Nar Shaddaa.

—Quiero saber algo más sobre el asunto.

—Sólo si puedes despegar en un plazo máximo de dos horas —dijo el durosiano—. Si no puedes hacerlo, dímelo y empezaré a buscar un piloto en algún otro lugar.

Han reflexionó durante unos momentos antes de replicar. —Bueno, quizá podría cambiar mis planes... a cambio de una compensación adecuada, claro.

El durosiano respondió con una cifra.

—Y la misma suma cuando entregues la nave —añadió después.

Han soltó un resoplido y meneó la cabeza, aunque en su fuero interno estaba bastante sorprendido ante la generosidad de la oferta inicial con que el durosiano había abierto el regateo.

—Vamos, Chewie —dijo—. Tenemos que ir a muchos sitios, y hemos de ver a un montón de gente.

El durosiano, reaccionando demasiado deprisa, recitó otra cifra más elevada.

«Este tipo tiene que estar realmente desesperado», pensó Han mientras fingía titubear durante unos momentos. Después meneó la cabeza.

—No sé... Si los imperiales andan buscando esa nave tuya, pilotarla podría hacer que acabara teniendo problemas realmente serios. ¿Qué carga hay que transportar?

La expresión del durosiano no se alteró en lo más mínimo.

—No puedo decírtelo. Pero te diré que si entregas la nave y el cargamento intactos a Tagta el Hutt, éste se sentirá muy complacido..., y prácticamente todos los seres inteligentes de la galaxia están convencidos de que complacer a un gran señor de los hutts resulta muy beneficioso para tu salud financiera. Tagta es el subordinado de máximo rango que Jiliac el Hutt tiene en Nar Hekka.

Han empezó a sentirse bastante más interesado. Jiliac ocupaba un lugar muy elevado entre los grandes señores de los hutts, desde luego. Bueno, Tagta quizá podría hablar bien de Han a su jefe...

—Hmmmmmmmmmm... —Han se rascó la cabeza y después recitó otra cifra—. Y todo por adelantado —añadió.

El azul claro de la piel del durosiano pareció volverse todavía más claro, pero el alienígena acabó asintiendo.

—Muy bien en cuanto a la cantidad, pero sólo la mitad por adelantado. Tagta te entregará el resto, piloto Solo.

Han se lo pensó durante unos momentos y acabó asintiendo a su vez.

—Bien, entonces estamos de acuerdo. Oye, Chewie —dijo mientras se volvía hacia el wookie, que había permanecido junto a ellos y había estado escuchando con gran atención todo lo que decían—. Ve a esa caja de seguridad en la que guardamos nuestras cosas y recógelo todo mientras yo acabo de hablar de negocios con nuestro amigo, ¿de acuerdo?

El wookie respondió con un suave gruñido de asentimiento.

—Gracias. Me reuniré contigo en el lado norte de la plaza central dentro de una hora. Chewbacca asintió y se alejó calle abajo. Han se volvió hacia el durosiano.

—Ya tienes un piloto, amigo. Despegaremos dentro de dos horas. Bien, y ahora necesito el resto de la información... ¿Dónde puedo encontrar a ese hutt llamado Tagta?

Unos minutos después Han ya contaba con todos los detalles. El durosiano le entregó un fajo de certificados de crédito y el código de seguridad de la nave, y le dijo en qué pista se encontraba. Después el alienígena de piel azulada desapareció entre la penumbra del callejón.

Han todavía tenía unos minutos libres antes de acudir a su cita con Chewie, por lo que decidió comer algo en la cafetería de al lado. Tuvo que mantener una larga discusión con la cocinera devishiana antes de que consiguiera convencerla de que debía asar su carne, pero valió la pena. La comida acabó de disipar los últimos vestigios del embotamiento producido por la cerveza. Con la cabeza despejada y habiendo

recuperado las energías perdidas, Han se sintió considerablemente más animado.

Mientras iba de camino hacia la plaza central, el corelliano hizo una parada en una tienda de ropa de segunda mano que atendía a una amplia clientela de navegantes espaciales de todas las razas. Han compró una vieja chaqueta de piel de lagarto para sustituir a la que la baya-bel había hecho pedazos. Respetablemente vestido de nuevo, echó a andar por la calle que le llevaría a su cita con Chewbacca.

Han supo que estaba ocurriendo algo raro antes de llegar a la plaza central. Los sonidos típicos de una gran muchedumbre eran inconfundibles. Sus integrantes parecían estar gritando al unísono. Han sintió que el vello de la nuca se le erizaba de repente cuando se dio cuenta de que había algo familiar en aquellas palabras. La multitud no hablaba en básico, pero Han ya había oído aquellas frases, tan simples como repetitivas, anteriormente.

Pero ¿dónde?

«Esto me huele mal...», pensó Han mientras doblaba la esquina y veía a la multitud. Enseguida vio que quienes la formaban estaban cantando. Todos cantaban y se balanceaban de un lado a otro, meciéndose con un extraño fervor religioso. La mayoría eran devaronianos, por supuesto, pero también había humanos y representantes de otras especies inteligentes. La mirada de Han recorrió a la multitud, y fue avanzando hasta llegar a la primera fila. Delante de ella había un estrado erigido a toda prisa y encima de él, dirigiendo a la congregación, se alzaba una silueta surgida del pasado de Han.

«¡Oh, no! —pensó—. ¡Esta reunión es un acto religioso ylesiano, y ese misionero es nada menos que Veratil! ¡No puedo permitir que me vea!»

Cinco años antes, Han había pasado casi seis meses en Ylesia, un mundo de calores asfixiantes infestado de hongos. Había estado trabajando como piloto antes de presentarse a los exámenes para entrar en la Academia Imperial, practicando y desarrollando sus habilidades de pilotaje. El planeta Ylesia se encontraba justo en la periferia del espacio hutt, y estaba habitado por una raza de criaturas llamadas t'landa Tils —primos lejanos de los hutts— que ofrecían un supuesto asilo religioso a los «peregrinos» que quisieran ir allí.

Los t'landa Tils enviaban misioneros a muchos mundos para que predicaran la religión del Uno y el Todo. Han había sido consciente de ello durante todos aquellos años, pero nunca había tenido la mala suene de tropezarse con un acto religioso ylesiano.

Durante un momento de extraña irracionalidad que parecía surgido de una pesadilla, el corelliano se sintió dominado por el deseo casi incontenible de desenfundar su desintegrador, derribar a Veratil de un disparo y encararse con la multitud. «¡Volved a vuestras casas! —les habría gritado—. ¡Todo eso no es más que un inmenso fraude! ¡Quieren que vayáis a Ylesia para esclavizaras, idiotas! ¡Largaos de aquí!»

Pero ¿cómo podría conseguir que le creyeran? Para la inmensa mayoría de los seres inteligentes de la galaxia, Ylesia era un lugar de retiro religioso al que acudían los fieles para buscar la paz, y donde todos aquellos que deseaban ocultar su pasado podían encontrar un refugio.

El hecho de que el «santuario» ylesiano acabara resultando ser una trampa sólo era conocido por los escasísimos afortunados que —como Han— habían conseguido escapar de ella. Sin duda Veratil ya tendría un transporte esperando para que los peregrinos subieran a bordo de él. Los pobres desgraciados que le siguieran no tendrían ni idea de que su viaje a Ylesia sólo serviría para llevarlos a la esclavitud en las factorías de especia y que luego, cuando estuvieran demasiado débiles o enfermos para poder seguir trabajando, tendrían que enfrentarse a la muerte en las minas de especia de Kessel. Ylesia era un sueño dorado para los fieles, pero la realidad se reducía a un mundo implacable de cautiverio y trabajos agotadores que no terminaban jamás.

Teroenza, el superior de Veratil, era el Gran Sacerdote de Ylesia. Antes de huir de la colonia, Han había robado las piezas más valiosas de la enorme colección de obras de arte del líder de los t'landa Tils. También había herido a Teroenza, pero no le había rematado.

Han había huido de Ylesia a bordo del yate personal de Teroenza, el Talismán. Poco después de su fuga, Han descubrió que los t'landa Tils y los grandes señores hutts habían ofrecido una generosa recompensa por la cabeza de «Vykk Draygo», el alias que había estado usando. Han tuvo que cambiar su identidad, e incluso sus patrones retinianos, para escapar a la detección y la captura.

Han siguió contemplando a Veratil durante unos momentos y después se apresuró a agachar la cabeza y giró sobre sus talones, deseando disponer de una capucha que pudiera ocultar su rostro. Si el sacerdote ylesiano le veía y le reconocía... Bueno, si eso llegaba a ocurrir, Han ya sabía que todo habría terminado para él.

Durante un momento de extraña irracionalidad que parecía surgido de una pesadilla, el corelliano se sintió dominado por el deseo casi incontenible de desenfundar su desintegrador, derribar a Veratil de un disparo y encararse con la multitud. «¡Volved a vuestras casas! —les habría gritado—. ¡Todo eso no es más que un inmenso fraude! ¡Quieren que vayáis a Ylesia para esclavizaras, idiotas! ¡Largaos de aquí!»

Pero ¿cómo podría conseguir que le creyeran? Para la inmensa mayoría de los seres inteligentes de la galaxia, Ylesia era un lugar de retiro religioso al que acudían los fieles para buscar la paz, y donde todos aquellos que deseaban ocultar su pasado podían encontrar un refugio.

El hecho de que el «santuario» ylesiano acabara resultando ser una trampa sólo era conocido por los escasísimos afortunados que —como Han— habían conseguido escapar de ella. Sin duda Veratil ya tendría un transporte esperando para que los peregrinos subieran a bordo de él. Los pobres desgraciados que le siguieran no tendrían ni idea de que su viaje a Ylesia sólo serviría para llevarlos a la esclavitud en las factorías de especia y que luego, cuando estuvieran demasiado débiles o enfermos para poder seguir trabajando, tendrían que enfrentarse a la muerte en las minas de especia de Kessel. Ylesia era un sueño dorado para los fieles, pero la realidad se reducía a un mundo implacable de cautiverio y trabajos agotadores que no terminaban jamás.

Teroenza, el superior de Veratil, era el Gran Sacerdote de Ylesia. Antes de huir de la colonia, Han había robado las piezas más valiosas de la enorme colección de obras de arte del líder de los t'landa Tils. También había herido a Teroenza, pero no le había rematado.

Han había huido de Ylesia a bordo del yate personal de Teroenza, el Talismán. Poco después de su fuga, Han descubrió que los t'landa Tils y los grandes señores hutts habían ofrecido una generosa recompensa por la cabeza de «Vykk Draygo», el alias que había estado usando. Han tuvo que cambiar su identidad, e incluso sus patrones retinianos, para escapar a la detección y la captura.

Han siguió contemplando a Veratil durante unos momentos y después se apresuró a agachar la cabeza y giró sobre sus talones, deseando disponer de una capucha que pudiera ocultar su rostro. Si el sacerdote ylesiano le veía y le reconocía... Bueno, si eso llegaba a ocurrir, Han ya sabía que todo habría terminado para él.

Los cánticos que le rodeaban se intensificaron. Han empezó a sudar a pesar del frío del clima devaroniano, porque sabía muy bien qué iba a ocurrir a continuación.

Volvió la mirada hacia el otro extremo de la plaza y vio una alta silueta peluda, inmóvil en la periferia de la multitud, que estaba contemplando la ceremonia sin tratar de ocultar su curiosidad. «¡Chewie! ¡No puedo permitir que se vea involucrado en esto! ¡La Exultación empezará dentro de un par de minutos!»

Han se adentró en la multitud, manteniendo la cabeza baja y abriéndose paso a través de las apretadas filas con la misma desesperación que habría empleado para avanzar a través de las olas de un mar embravecido. Cuando por fin consiguió llegar al sitio en el que estaba el wookie, Han respiraba entrecortadamente y tenía doloridos los codos y las costillas.

—¡Chewie! —chilló, agarrando al gigantesco wookie por el brazo—. ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Esto se va a poner bastante feo en cualquier momento!

El wookie respondió con un gemido de interrogación.

—¡Da igual cómo lo sé! —gritó Han, intentando hacerse oír por encima de los cánticos—. ¡Lo sé y basta! ¡Confía en mí!

Chewbacca asintió y se dio la vuelta, usando su enorme corpulencia para hacer que la multitud le abriera paso. Han empezó a seguirle, y entonces entrevió algo por el rabillo del ojo y volvió la cabeza. ¿Qué era lo que había atraído su atención? Un destello... Sí, un destello dorado rojizo que había surgido de un mechón de cabellos.

Han sólo tuvo un fugaz atisbo de aquella silueta femenina, pero toda su mente y su cuerpo vacilaron bajo los efectos de un terrible y repentino impacto, como si acabara de chocar con un muro de piedra mientras estaba corriendo a toda velocidad.

¿Bria? ¡Bria!»

Sólo había tenido un breve vistazo de un perfil pálido de líneas perfectas y un rizo dorado rojizo, pero fue suficiente. Bria estaba allí, envuelta en una capa negra con capuchón e inmóvil entre aquella multitud.

Los recuerdos volvieron de repente a la mente de Han, invadiéndola en una oleada tan irresistible que le asustaron...

Bria, un pálido fantasma esclavizado en las factorías de especia de Ylesia. Bria, asustada pero llena de decisión mientras le robaban sus tesoros a Teroenza. Bria, sentada junto a él en una playa de arenas doradas en Togoria, con su boca suave y roja que suplicaba ser besada. Búa, durmiendo entre sus brazos una noche...

Bria, que le había abandonado diciendo que necesitaba vencer su adicción a la Exultación de los t'landa Tils por sí sola y sin ayuda de nadie…

Han había dedicado los últimos cinco años a convencerse de que la había olvidado. Después de cuatro años en la Academia Imperial más casi un año de servicio activo como oficial, por fin logró convencerse de que Bria había dejado de importarle. Pero de repente, en un desgarrador fogonazo de revelación, Han Solo comprendió que se había estado mintiendo a sí mismo durante todo aquel tiempo.

Han giró sobre sus talones sin vacilar ni un solo instante, volvió a sumergirse en la multitud y empezó a avanzar hacia la mujer de la capa negra. Ya había recorrido la mitad de la distancia que la separaba de ella cuando la Exultación se abatió sobre la multitud, y la apretada masa de criaturas inteligentes se derrumbó sobre las losas de la plaza tan repentinamente como si alguien hubiera disparado un cañón aturdidor contra ella.

Han ya había olvidado lo poderosa que era la Exultación. Oleadas de intenso placer se extendieron tanto por su mente como por su cuerpo. ¡No tenía nada de extraño que los peregrinos ylesianos creyeran que los t'landa Tils poseían un Don Divino! Incluso sabiendo, como lo sabía Han, que la Exultación era causada por una transmisión empática combinada con una vibración subsónica que producía una oleada de placer capaz de afectar a los cerebros de la mayoría de las especies inteligentes bípedas, la Exultación seguía siendo igual de irresistible. Han tuvo que recurrir a todas sus reservas de voluntad para no sucumbir a sus efectos.

Sabía sin necesidad de mirar que la bolsa de piel escondida debajo del «mentón» de Veratil se había hinchado, y que el sacerdote estaba «cantando» aquellas vibraciones mientras se concentraba en emociones lo más cálidas y positivas posible. Si no estabas preparado para resistir la potencia de la Exultación, el efecto resultaba tan embriagador como el de una droga del placer. Todos los machos i landa Tils eran capaces de producir la Exultación, que en realidad sólo era una habilidad biológica relacionada con el sexo que los machos usaban para atraer a las hembras de la especie en su hábitat natural.

La multitud se había derrumbado alrededor de Han, y la mayoría de sus integrantes se estaban retorciendo de puro placer. El espectáculo le dio náuseas. Han ya había conseguido librarse de los efectos de la Exultación, y se concentró en no pisar a nadie mientras corría hacia la mujer de la capa y el capuchón negros. Ya no podía ver ni su cara ni aquel zarcillo de cabellos que había delatado su identidad.

Sus dedos no habían olvidado la suave sedosidad de aquella cabellera. Han solía jugar con los rizos de Bria, y le encantaba ver cómo capturaban la luz y cómo ésta hacía que los matices dorado rojizos cobraran una vida vibrante.

La mujer de la capa y el capuchón negros desapareció detrás de un banco de piedra mientras la multitud temblaba bajo la oleada de éxtasis producida por la Exultación. Han tragó saliva. Bria le había dejado porque padecía los efectos adictivos de la Exultación. ¿Era allí donde había pasado los últimos cinco años? ¿Se habría convertido en una esclava voluntaria de los t'landa Tils, una prisionera que no podía escapar de Ylesia y de sus amos porque necesitaba su dosis diaria de placer? Qué extraño... Han siempre había creído que Bria tenía la suficiente fuerza de voluntad para acabar venciendo a la adicción.

Llegó al banco de piedra, se detuvo y miró a su alrededor. La mujer de la capa negra no era visible por parte alguna. «¿Dónde se ha metido? ¡Bria!», pensó Han mientras miraba desesperadamente en todas direcciones. Podía oír cómo los gemidos y jadeos de la multitud hacían vibrar el aire a su alrededor.

Se subió al banco de un salto y escrutó la plaza, tratando de captar algún rastro de la mujer de la capa negra. Han no comprendió cuán terrible era el error que acababa de cometer hasta que se encontró con la cabeza vuelta hacia el otro extremo de la multitud..., y con Veratil devolviéndole la mirada.

La gigantesca criatura cuadrúpeda de brazos diminutos y enorme cabeza de la que brotaba un largo cuerno le estaba mirando fijamente, sus ojillos rojizos desorbitados por la sorpresa.

El corelliano no tuvo ninguna duda de que Veratil acababa de reconocerle como «Vykk Draygo», el hombre que había destruido la factoría de brillestim, robado el tesoro de Teroenza y causado la muerte de Zavval, el gran señor ylesiano de los hutts.

Y entonces los gemidos de placer se alteraron repentinamente alrededor de Han para convertirse en gritos de consternación y pérdida, porque la atención de Veratil había sido atraída hacia otro lugar y, como resultado, la Exultación se había interrumpido bruscamente.

Unos cuantos fieles empezaron a lanzar alaridos gimoteantes mientras que otros se retorcían y temblaban espasmódicamente..., pero también había algunos que estaban empezando a levantarse entre gritos de ira. Han agachó la cabeza y echó a correr hacia adelante, decidido a desaparecer entre la muchedumbre. Y entonces, justo delante de él, vio algo negro.

¡Bria!

Olvidándose de Veratil y del peligro que corría, Han se lanzó hacia adelante, chocando con aspirantes a peregrinos, tropezando con pies y apartando a codazos tanto a sus congéneres como a las otras criaturas inteligentes que formaban la multitud.

—¡Bria! —gritó—. ¡Detente!

Con un último y desesperado esfuerzo, Han logró salir de entre la multitud. La mujer había echado a correr, pero Han se movía como un bólido humano y consiguió alcanzarla en una docena de rápidas zancadas.

Estiró el brazo y consiguió agarrar un puñado de tela negra. Tiró de ella, obligando a detenerse a la mujer, y después la cogió por el codo y la hizo girar en redondo hasta dejarla de cara a él...

... para descubrir que la mujer ha la que había estado persiguiendo era una perfecta desconocida.

¿Cómo podía haberla confundido con Bria? Aquella mujer no era fea e incluso conservaba algunos rastros de una belleza pasada que ya estaba empezando a ajarse, pero lira... Bria era una de las mujeres más hermosas que Han había visto en toda su vida. Los cabellos de aquella mujer eran de un rubio oscuro, no dorados con cálidos matices rojizos.

Bria era alta. Aquella mujer era más bien baja.

Y en aquellos momentos estaba muy furiosa.

—¿Qué cree que está haciendo? —preguntó en básico—. ¡Déjeme en paz o llamaré a los de seguridad!

—Ah... Yo... Lo siento —farfulló Han, dando un paso hacia atrás mientras levantaba las manos en un gesto que intentó fuese lo menos amenazador posible—. La había confundido con otra persona. —Bueno, pues lo siento por ella —dijo la mujer en un tono lleno de petulancia—. Con ese aspecto, y esos modales... ¡Tipos como usted son paces de convertir en un infierno la vida de cualquier mujer!

—Eh, cálmese... —Han siguió retrocediendo, las manos levantadas lame del pecho—. Ya le he dicho que lo sentía, hermana. Me voy, ¿de acuerdo?

—Sí, creo que será mejor que se vaya —replicó secamente la mujer—. Me parece que ese sacerdote ya ha avisado a los agentes de seguridad.

Han miró por encima del hombro, masculló una maldición y echó — a correr, alejándose rápidamente de la multitud. Vio que Chewbacca le estaba esperando, y llamó al wookie con un gesto de la mano.

Alargó todavía más sus zancadas, y una mirada hacia atrás le confirmó que estaba consiguiendo aumentar la ya considerable ventaja que le llevaba a sus perseguidores.

«He estado bebiendo demasiado —decidió mientras corría—. Sí, tiene que ser eso... A partir de ahora tendré más cuidado, ¿de acuerdo? Oh, sí, en el futuro tendré mucho más cuidado...»

—¿Y Han? ¿Logró escapar? —le preguntó Bria Tharen a su amiga cuando Lanah Malo entró en la habitación con la capa de Bria debajo del brazo.

Bria estaba sentada en la única silla diseñada para humanos de que disponía la diminuta y no muy limpia habitación que habían alquilado para su corta estancia en Devarón.

—Creo que sí —replicó Lanah Malo, lanzándole la capa a su amiga y agachándose para coger su bolsa de viaje y dejarla caer sobre la cama—. Cuando le vi por última vez, él y ese wookie tan enorme que le acompañaba acababan de meterse en un deslizador del servicio público. Los agentes de seguridad todavía iban a pie, así que supongo que consiguió escapar.

—Bueno, a estas alturas probablemente ya habrá salido del planeta —murmuró Bria con una sombra de melancolía.

Se levantó, fue hasta la ventana y se quedó inmóvil delante de ella durante un momento, contemplando el cielo teñido de colores coralinos de Devarón. Sus ojos azul verdosos se fueron llenando de lágrimas. *Nunca pensé que volvería a verle. Nunca pensé que me dolería tanto...»

El dolor que sentía eclipsó por completo el triunfo que debería haber estado experimentando. Bria acababa de enfrentarse a la Exultación y había logrado resistir sus efectos con éxito. Después de años de luchar con su adicción, por fin podía estar segura de que era una mujer libre. Bria llevaba mucho tiempo esperando aquel día..., pero cualquier alegría que pudiera sentir se había esfumado ante la terrible pena que la invadió en cuanto vio a Han y supo que no podía estar a su lado.

—¿No podrías haber hablado con él? —preguntó Lanah, y sus palabras casi eran un eco de los pensamientos de Bria. Bria le dio la espalda a la ventana y contempló cómo su amiga y camarada de armas empezaba a ponerse su vieja y maltrecha chaqueta color caqui. Después Lanah guardó rápidamente sus últimas pertenencias personales en la pequeña bolsa de viaje—. ¿Qué hubiera habido de malo en ello? —preguntó, lanzándole una penetrante mirada llena de perplejidad.

Bria se estremeció y se envolvió los hombros con la capa. El sol ya había descendido hasta quedar por debajo del horizonte, y de repente hacía bastante frío.

—No —dijo por fin en voz muy baja—. No podía hablar con Han.

—¿Por qué? —preguntó Lanah—. ¿Es que no confías en él?

Moviéndose tan metódica y minuciosamente corno un androide, Bria comprobó el nivel de carga del desintegrador que colgaba de su muslo. Bria siempre llevaba el arma con el cañón rozando la rodilla, tal como le había enseñado Han cinco años antes cuando habían sido socios, compañeros... y amantes.

—Sí —dijo pasados unos momentos—. Confío en él. Le confiaría cualquier cosa que pudiera llamar mía. Pero lo que estamos intentando conseguir... Eso está por encima de mí, Lanah, y nos pertenece a todos. En este momento una traición podría significar el fin de todo el movimiento. No podía correr ese riesgo.

Lanah asintió.

—Bien, pues el que Han Solo apareciera precisamente en ese momento trastornó todos nuestros planes —dijo—. ¿Quién sabe cuándo volveremos a tener una oportunidad de liquidar a Veratil? Supongo ahora volverá a Ylesia a toda prisa para contarle a Teroenza que ha a tu ex novio.

Bria asintió cansinamente mientras deslizaba las manos por entre cabellos. «A Han le encantaba hacer eso —pensó, sintiéndose invadido por una repentina oleada de recuerdos tan devastadoramente intensos como un puñetazo—. Oh, Han...»

Lanah Malo la contempló en silencio y en su mirada, perspicaz y escrutadora, había tanta simpatía como cinismo.

—Ya tendrás tiempo de desmoronarte más tarde, Bria. Ahora teneos que coger ese transporte para volver a Corellia. El comandante pera un informe completo. No hemos conseguido acabar con Veratil, pero por lo menos logramos establecer contacto con el grupo devaroniano. Bueno, parece que este viaje todavía habrá servido para algo después de todo...

—Te aseguro que no voy a desmoronarme —dijo Bria, enfundando su desintegrador sin mirarlo..., de la manera en que le había enseñado a hacerlo Han—. Lo que hubo entre Han y yo pertenece al pasado. Ya lo he superado.

—Oh, claro —asintió Lanah en un tono repentinamente más afable mientras las dos mujeres cogían sus bolsas de viaje y se dirigían hacia la puerta—. Desde luego, desde luego...