Capítulo 20

(Día cuatro)

Al tiempo que María se dormía, Keilan corría con la furgoneta para alcanzar al camión. Llegó hasta los ciento ochenta kilómetros por hora y cuando los alcanzó se le pinchó una rueda.

—¡Vaya! Justo ahora —exclamó entre dientes, pegando un golpe en el volante.

Se bajó de la furgoneta para cambiarla con las manos en los bolsillos. Las chicas también le ofrecieron ayuda. Gloria colocó los dos triángulos de señalización.

—Keilan —dijo Marga—. Esta rueda también está pinchada —indicó una rueda de atrás.

—Y esta —admitió Luz. Se refería a la rueda del copiloto.

Tres de las cuatro ruedas están pinchadas, pensó Keilan y en un acceso de rabia tiró la llave que llevaba en la mano al suelo.

—¡Joder! ¿Por qué me pasan estas cosas? —dijo, pegándole una patada a la única rueda que no estaba pinchada.

—Nosotros podemos ayudarte —dijo Luz, que se aferró a la cruz.

—¿Sí? —preguntó Keilan levantando la cabeza. Sus ojos negros se encontraron con la tristeza de ella—. ¿Cómo?

—Nos movemos más rápido de lo que pensáis —dijo con una sonrisa débil—. Vosotros domináis el aire.

—Yo también me muevo rápido —respondió Keilan.

—Sí, pero tú no alcanzas los ciento treinta kilómetros por hora, ¿verdad? —preguntó Nuria con una sonrisa fatigada.

—No, a pie no puedo. Si tuviera mis alas superaría con creces esa velocidad…

—Sin embargo no las tienes —exclamó Marga tapándose la boca con timidez—. Así que recoge todo lo que quieras conservar y nosotros te llevaremos.

Keilan cogió sus flechas y su arco y se los colocó a la espalda.

—Para vuestros ojos de ángeles —siguió explicando Luz—, los muertos siempre pasamos desapercibidos, porque vuestra misión es cuidar de los vivos, pero este mundo está lleno de muertos de los que Grunontal no ha querido ocuparse. Para ella son más importantes los otros.

—¿Los otros? ¿Estás hablando de…? —preguntó Keilan perplejo.

Nuria, Marga y Paco se colocaron detrás de Keilan.

—Sí, estamos hablando de los vampiros, de los genios y de los demonios —contestó Paco—. Esos con los que mantenéis una lucha desde hace miles de años.

—Pero Grunontal no se puede hacer cargo de ellos. ¿O sí? —Los cinco muertos negaron con la cabeza—. Entonces, ¿qué o quién hay detrás de ellos? —De alguna manera sabía la respuesta de aquella pregunta, pero quería que Luz le confirmara sus sospechas.

—Nitya. Ella se encarga de los demonios, aunque no siempre fue así…

—¿Y quién os ha contado a vosotros esta historia? —preguntó extrañado.

—Pregúntate por qué no la sabéis vosotros. Larma os ha mantenido engañados desde hace muchos siglos. Sus asuntos solo le incumben a él, ¿verdad? ¿Os ha contado que Nitya es hija suya y de Grunontal, o que esta es su hermana? —Mientras Luz hablaba, a Keilan se le iba transformando el rostro.—. Sabemos todo esto porque escuchamos, porque nadie nos ha tenido nunca en cuenta.

Los muertos no pertenecemos ni a la luz ni a la oscuridad. Nosotros somos las sombras.

—Y las sombras, ¿de parte de quién están? —preguntó, inquieto.

—Las sombras no respondemos ante nadie porque nadie nos ha pedido que les sirvamos —intervino Paco—. Tú nos has pedido ayuda y nosotros te ayudaremos. Pídenos que estemos con vosotros y lo haremos. Sabemos de parte de quién queremos estar.

—Ya estáis en guerra y necesitaréis nuestra ayuda —dijo Nuria colocándose al lado de Paco con agilidad.

—¿Qué queréis? Yo no puedo daros nada.

—No, Keilan, tú ya has cumplido y cuando María vuelva a tu lado nosotros nos despediremos de nuestros seres queridos —siguió explicando Luz—. Queremos que alguien interceda por nosotros ante Larma. Lo que pedimos es que se nos permita estar en vuestro reino. Algunos de los nuestros han logrado traspasar la puerta y nos han hablado de la luz. Grunontal nos prometió en la noche de los tiempos la luz para nuestra existencia, pero seguimos esperando.

—Mis hermanos hablarán con Larma. Ahora debemos salir de aquí. Es tarde. ¿Cómo lo vais a hacer?

Los cinco muertos se intercambiaron miradas. Quedaron en que se turnarían para llevarlo. Comenzaron a viajar por la carretera, a la vez que Keilan oía la parte de la historia que no sabía con respecto a Larma, Grunontal y Nitya y mientras escuchaba, todo lo que había creído durante años de Larma se fue desmoronando.

Los kilómetros iban pasando por delante de sus ojos, cómo pasaban los minutos para llegar hasta su destino. De vez en cuando, Gloria se acercaba a Keilan para comentarle que todo iba bien y enseguida volvía a inspeccionar la retaguardia. En una de las veces que vino Gloria, Keilan le preguntó por la hora.

—Son las doce y veinte —contestó con voz cantarina.

Keilan suspiró. Comenzaba el cuarto día y aún no habían llegado a Águilas.

•••••

El Bolas había pasado Lorca, el último pueblo antes de llegar a Águilas. A unos veinte kilómetros había un cártel con una escena de unos pescadores que lo indicaba. Apagó la música del CD. Cogió su móvil, conectó el manos libres para llamar a su mujer y tecleó los números de su casa. Antes de que le contestara, María abrió los ojos, sobresaltada.

—Antonia —vociferó el Bolas—, que estoy llegando. Tardaré diez minutos más porque vengo con una zagala de la que un desgraciado quería aprovecharse.

—¿Te preparo la cena? —Preguntó la voz ronca recién despertada de su mujer—. Ha quedado un poco de hervido.

—Calla, calla, mujer, hervido con el hambre que traigo… ¡Con un par de huevos fritos, patatas y dos bistecs de ternera…! —exclamó—. ¡Ehhh!

—¿Qué pasa, Manolo? ¿Te encuentras mal?

—No, nada, pensé que había pasado la señal…

—Que no puedes estar más de tres días sin venir al pueblo —la mujer soltó una carcajada tremenda.

—¡Ehhh! No puede ser… —dijo el Bolas mirando otra vez la señal por la que había pasado—. Nena, que acabo de pasar otra vez la señal…

¡Cómo cuando recogimos a Nuria! Está pasando lo mismo que me pareció ver a mí en aquella curva, pensó María girando la cabeza hacia el cartel.

—¿No habrás bebido algún cubata?

—¡Qué no, Antonia! ¡Te lo juro por los niños! Pero aquí está pasando algo muy raro… Y otra vez, mujer… acabo de pasar por la misma señal y con esta son ya cuatro veces…

—¿Manolo…?

Una niebla espesa surgió de la nada. María se encogió en el asiento. El Bolas tragó saliva. Miró hacia todos los lados, buscando alguna explicación lógica a lo que estaba pasando. Aparcó el camión en el arcén, agarró una barra de acero que tenía debajo de su asiento y abrió la puerta para salir al exterior.

—No salgas del camión. Iré a ver qué pasa —voceó.

—No, por favor. No salgas. No me gusta esa niebla —repuso María, temblando de pies a cabeza.

—No pasa nada. Yo cerraré la puerta con llave. No le abras a nadie. A nadie, ¿me entiendes? —dijo saliendo.

El silencio imperaba en la negrura de la noche. Fuera del camión no se escuchaba nada. Ni un murmullo ni el sonido del viento ni sus pisadas al caminar sobre el asfalto. Los sonidos parecían estar amortiguados por la niebla espesa que cubría por completo el camión. Quiso salir de la curva para inspeccionar qué había más allá, pero cuando pensaba que por fin había avanzado unos cuantos metros, volvía al principio. Y así una y otra vez. Después de más de diez minutos sin sacar nada en claro, volvió de nuevo a la cabina del camión. Cerró la puerta con llave y esperó a que la niebla pasara, sin embargo traspasó las ventanas e inundó toda la cabina. Pronto, cayeron en un profundo sueño.

—¡Abre los ojos, María! —dijo un hombre que golpeaba la ventana de su puerta.

Se sobresaltó. No hacía ni dos segundos que estaba durmiendo plácidamente y ahora estaba completamente despierta. El hombre que había al otro lado de la ventana era la persona más hermosa que había visto en su vida. Su rostro estaba iluminado por destellos dorados y su piel tenía el color del azabache. Sus ojos eran violetas y limpios, su pelo era azul oscuro con reflejos plateados. Llevaba el cabello recogido en varias trenzas y una diadema de oro con nueve puntas en forma de alas. Su túnica de seda era vaporosa y blanca, tan luminosa como su piel. Sonreía con la misma sonrisa perfecta que Keilan, pero esta era mucho más hermosa.

—¡Abre los ojos, Maer-Aeng! —insistió el hombre que había fuera del camión.

María negó chasqueando la lengua. Trató de aferrarse con todas sus fuerzas al asidero para que él no la abriera. Comprobó que la puerta estaba bien cerrada, aunque nada de lo que hizo pudo detener al hombre. La puerta se abrió cuando este dejó escapar su aliento en la cerradura.

—¿Quieres saber quién es esa Maer-Aeng? ¿Quieres saber a quién ama Keilan?

—Sí, quiero conocer a quién ama Keilan.

—Dame la mano —dijo el hombre.

María se la ofreció, aunque enseguida la apartó porque tenía dudas. Cuando se levantó de su asiento tuvo una extraña sensación. Su cuerpo era tan ligero que no pesaba mucho más que una pluma. Miró hacia abajo y se vio a sí misma durmiendo sobre la guantera. Se llevó una mano a la cara para comprobar que su cuerpo seguía siendo de materia compacta. ¿Cómo puede ser que yo esté aquí y ahí al mismo tiempo? Y ¿cómo puede ser que yo no pese más que una pluma?, se preguntaba cuando bajó del camión. Se vio reflejada en el espejo retrovisor de la puerta del copiloto y se sorprendió.

—Siempre has sido muy hermosa, aunque tú no te has visto tal y como eres en realidad —un destello de luz plateada le recorrió el rostro de color azabache.

—¿Y qué ha cambiado?

—Ahora miras con los ojos de un ángel —dijo sonriendo.

—¿Un ángel? ¿Cómo Keilan? No lo creo. Esto es otro sueño, ¿verdad?

—No, eres un ángel desterrado, con algunos de los poderes, y una vida más corta que la de tus hermanos, siempre y cuando no quieras volver a recuperar tu verdadera esencia.

—¿Me estás diciendo que podría volver a ser como tú? De verdad, como broma es bastante buena.

Larma no hizo caso al último comentario.

—Sí, pero tendrías que esperar a cumplir veinte años.

María exclamó, asintiendo a las palabras que decía el hombre.

—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?

—Soy Larma —respondió él.

El corazón de María se paró por unos instantes y su cara palideció al verse reflejada en la calma de su voz.

—Respira, Maer-Aeng —soltó una carcajada tan delicada como sus gestos.

—¿Por qué me llamas así? —María volvió a recuperar los latidos de su corazón, así como el color en su cara.

Larma la miró. Le rozó una mejilla con suavidad. Ella se ruborizó.

—¿Por qué me haces esa pregunta si sabes cuál es la respuesta?

Yo te mostraré el camino, aunque tú resolverás las dudas. —Larma le ofreció de nuevo su mano y esta vez ella se la agarró sin reservas—. Te voy a mostrar de dónde vienes, Maer-Aeng, para que decidas qué camino debes tomar.

—¿Por qué ahora? ¿Por qué no esta mañana? ¿Por qué no ayer?

Larma no tenía ninguna intención de contestarle o, por lo menos, no hasta que ella cruzara al otro lado.

—¡Espera, espera! ¿Qué pasará con él? —dijo señalando el camión donde el Bolas permanecía dormido.

—Tus hermanos se encargarán —respondió con calma—. No recordará nada de lo que ha ocurrido en esta curva. Tenemos el poder de hacer que los humanos olviden ciertas cosas —sonrió—. ¿Estás preparada?

—No lo sé —dijo ella conteniendo un suspiro.

—Solo tienes esta oportunidad, Maer-Aeng. De ti depende volver en estos momentos a Águilas o venir conmigo al otro lado.

María asintió con la cabeza y se dejó llevar. Una luz intensa iluminaba el camino que recorrían. La noche se hizo día. Un gran círculo blanco y brillante surgió de la nada. La puerta se abrió cuando Larma posó la palma de su mano sobre el centro del círculo luminoso. Traspasó la puerta, pero María se quedó dudando unos instantes. En su mente se agolpaban los tres días que había pasado con Keilan, lo feliz que había sido antes de su encuentro con Nitya. Una palabra martilleaba su cabeza «Maer-Aeng, Maer-Aeng, Maer-Aeng». Entonces cerró los ojos y pasó al otro lado con Larma.

La puerta se cerró igual que se había abierto. Con delicadeza, sin emitir ningún sonido. Llegaron a la puerta que abría el otro lado. María estaba ansiosa por cruzarla. Cuando Larma colocó su mano en el centro de la misma, la puerta se abrió. Una luz intensa traspasó los umbrales. El cielo era de un azul intenso, limpio, tan vivo como los ojos de Larma. A lo lejos había una muralla dorada que protegía una ciudad.

Al llegar, una puerta de oro pulido, con bellas y delicadas tallas que narraban escenas de guerra entre ángeles y demonios, se abrió ante ellos. La música de unas arpas anunció su llegada. María lanzó una exclamación tras observar lo magnífica que era la ciudad. Una explosión de flores cubrió sus pies.

—Bienvenida de nuevo a Omm-Baer-d’ang —dijo una niña de cabello rubio y lacio. Sus ojos almendrados eran dos negros ónices relucientes que alegraban su rostro redondo. Llevaba una túnica vaporosa de color verde jade, con bordes dorados y ajustada a la cintura con un cinturón de oro.—. Yo soy Lililia.

—¡Yo te conozco! —exclamó—. Eres la cantante de The Angels.

—Así es. Nosotros cantábamos vuestra historia.

—¿Nuestra historia? No entiendo.

—No importa. Ya lo comprenderás. La verdad está más cerca de lo que piensas.

—¿Recuerdas esta ciudad?

María se encogió de hombros.

—¿Debería recordarme a algo?

Lililia se apartó para que pudiera contemplar de nuevo la ciudad en la que vivió hacía muchos años. Los edificios estaban cuidadosamente dispuestos a lo largo de la misma. Casas grandes y pequeñas, todas ellas poseían cúpulas blancas. Los edificios tenían formas redondeadas de mármol blanco y rosa deliciosamente pulido. Cada construcción tenía un arco de plata apoyado en dos columnas de cuarzo rosa como puerta de entrada.

Miró la gran cúpula dorada que predominaba sobre los demás edificios, que estaba en una plaza. En el centro de la misma había un edificio pequeño, apoyado en cien columnas de oro tan reluciente que le sorprendió. La puerta se abrió ante ellos. María miró hacia atrás. En aquel instante le pareció que sus ojos le habían jugado una mala pasada, pues las edificaciones de la ciudad que resultaban enormes ante el palacio que tenía delante de sus ojos eran más pequeños de lo que creía y, sin embargo, el pequeño edificio de cien columnas de oro era tan grande que se perdía entre las nubes.

Larma asintió cuando María exclamó asombrada.

—¡Abre los ojos, Maer-Aeng! Y nuestra ciudad se mostrará tal cual es, igual que tu corazón te mostrará el sendero hacia la felicidad —le dijo Larma con amor—. ¿Estás segura de que quieres entrar? Una vez que entres, no podrás salir por la misma puerta. Todo habrá cambiado.

—Sí —dijo plenamente convencida. Ahora sonreía porque sabía que amaba a Keilan igual que él la amaba a ella. Porque Maer-Aeng era ella, porque estaba a un paso de la felicidad y no le daba miedo caminar hacia delante—. Estoy preparada.

Larma se apartó para ofrecerle paso. Una escalera oscura y pobremente adornada, apareció ante ella. Tragó saliva, pero traspasó la puerta, y después de pasarla, se cerró. Comenzaron a subir por escalones estrechos y poco iluminados. Él le iba contando la historia de quién era en realidad, de sus hermanos, de Nitya, de Grunontal, de la guerra, de su caída y de la de Keilan, de la maldición que pesaba sobre ellos. De vez en cuando él le recordaba que abriera sus ojos.

Y ella miraba cuidadosamente cada escalón que pisaba, pero tras repetírselo más de diez veces, se detuvo.

—¿Por qué me dices que abra los ojos, si ya los tengo abiertos? —preguntó María, impaciente.

—De ti depende que el camino sea largo y penoso o corto y gozoso.

Siguió subiendo. Parecía que aquello no tuviera fin. Se sentó a descansar unos instantes. Apenas tenía espacio para apoyarse. Miró los pies de Larma y comprobó que, a pesar de ser más grandes que los suyos, tenían el suficiente espacio para estar con comodidad.

Pero ¿cómo lo hace?, se preguntó asombrada.

—Abre los ojos, mira con el alma, Maer-Aeng, y el camino se abrirá ante ti —contestó Larma.

María los cerró y cuando los abrió una escalera luminosa se abrió ante ella

—Muy bien, Maer-Aeng. Al fin los has abierto. ¿Quieres seguir avanzando?

—Sí —respondió.

Llegaron a una sala redonda con veinte puertas y un trono de enea en el centro de la misma. María se asombró de lo poco elegante que resultaba la sala.

—En esta sala hay veinte puertas y mil ojos. La puerta que elijas al final del día te llevará a donde tú desees, pero has de elegir muy bien por dónde quieres salir.

Larma se sentó en el trono de enea. Al tiempo que María se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas. Esperó a que Larma siguiera contándole más cosas sobre ella, pero en vista de que él la observaba, empezó a preguntar.

—¿Dónde están los mil ojos?

—Hazme las preguntas adecuadas —respondió Larma.

—¿Por qué decides ahora contarme todo esto? ¿Por qué no fue ayer cuando Nitya me engañó sobre Keilan? ¿Te gusta jugar con nosotros?

—¿Por qué ahora? Siempre albergué la esperanza de que mi situación y la de Grunontal se solucionaran de otra manera en la que no tuviera que haber una guerra por medio. La oscuridad y la luz pueden convivir en paz, le dije muchas veces, aunque ella siempre se negaba a escucharme. Quería un ejército, pues pensaba que yo quería acabar con ella, sin embargo si dejo de existir, ella también lo hará. Yo soy parte de ella, como ella lo es de mí.

—¿Y qué quiere Nitya?

—Nitya es mi mayor fracaso, Maer-Aeng —hizo una mueca de dolor; quizás aún no había podido superar la traición de su hija—. Su madre se quedó embarazada para arrebatarme este reino, para gobernar a los demonios y someter a los humanos. Yo quise darle una oportunidad cuando ella me la pidió, porque quería creer que su corazón rebosaba amor y porque solo tenía catorce años. Y si he ocultado su existencia es porque en el fondo quería que hubiera paz. Pero Nitya me traicionó. Ella recibió un castigo muy duro por sus mentiras, aunque también lo recibió la otra parte implicada —se quedó mirándola con dulzura—. Tú también fuiste castigada porque desobedeciste mis órdenes. En aquella ocasión, tenía que imponer un castigo a ambas, aunque ahora todo está cambiando.

En estos momentos y tal y como está la situación, no puedo eludir mi responsabilidad. Acabamos de declararle la guerra.

María exclamó preguntándose por el futuro de Keilan.

—Hace años las cosas se me fueron de las manos con vosotros y cuando quise intervenir ya fue demasiado tarde para vosotros. Por eso mandé a Yunil con un contrato. Además, entre nosotros hay un acuerdo. Ni yo no puedo matar a ninguno de los suyos y ni ella puede matar a ninguno de los míos.

—Pero Keilan y yo somos ángeles. Tú me lo has dicho.

—Sí, pero cuando tú fuiste castigada y años después volviste a la vida en Florencia, no cuidé de ti como debí hacerlo. Tampoco lo hice cuando Keilan abandonó sus alas para estar contigo. Miré hacia otro lado cuando Grunontal se enamoró de él. Estaba tan celoso porque Keilan no se quedara a mi lado, que preferí que fueseis castigados a tener que enfrentarme a ella. Como puedes observar, yo también tengo un lado oscuro como Grunontal —suspiró—. No te extrañe, al fin y al cabo somos hermanos. Me enorgullezco de proteger a los míos en todo momento, en cambio… me equivoqué con vosotros —chasqueó la lengua—. La luz a veces se debilita.

El trono de enea en el que estaba sentado se convirtió en otro completamente diferente. De repente pasó a ser de oro con incrustaciones de topacios, ónices, turquesas, esmeraldas y zafiros. Aquellas piedras preciosas tenían formas de ojos y se abrieron ante ella. Multitud de parpadeos la observaron.

—¿Qué es lo que deseas?

—Quiero a Keilan. Deseo estar con él.

—Te quedarán dos días cuando salgas de aquí, el tiempo no se cuenta igual que en la Tierra. Keilan llegó anoche a Águilas junto a cinco sombras…

—¿Sombras? —preguntó abriendo mucho los ojos.

—Nosotros llamamos sombras a los muertos. Aquella chica que recogisteis en la curva era una de ellas y quedó atrapada en aquel lugar.

—Se hace tarde —comentó levantándose del suelo.

Desde alguna parte de la sala se oyó un murmullo. Los ojos del trono se agitaron nerviosos.

—Espera, Maer-Aeng —su voz se volvió dura. En el suelo aparecieron un arco y unas flechas de plata—. Antes de partir hacia la tierra, debes saber cómo está la situación por allí.

—¿Qué pasa? —se giró sobre sus talones.

—La guerra acaba de empezar. Cuando Milkaer descubrió que Nitya engañó a Llanos… se desencadenó lo inevitable —soltó un suspiro triste—. Y esa niña… La luz de esa niña no es como la nuestra porque tiene un lado oscuro muy poderoso y siniestro. Se parece más a la energía que tiene Grunontal que a la que yo poseo.

María recogió el arco y las flechas que había en el suelo antes de decidir por cual puerta salir.

—Nitya llegará a Águilas para inspeccionar la zona mientras Grunontal reúne a todo su ejército. Nos superan en número, aunque no en experiencia. Nosotros nos hemos hecho muy fuertes. Calculo que llegarán en breve.

—Me tengo que ir.

—Tus hermanos ya están preparados. ¿Sabes ya por dónde vas a salir?

María reflexionó unos instantes. «Un reino con veinte ciudades y una sala con veinte puertas… ¿una puerta por cada ciudad? Una puerta que me llevará a mi destino».

—Tengo que salir por la misma puerta por la que he entrado. No es la puerta la que ha cambiado, si no yo —dijo con un murmullo.

Al abrir los ojos la sala había cambiado. Larma ya no presentaba un aspecto dulce, ni siquiera sonreía, pues sus ojos violetas eran duros como el granito. Se había convertido en un guerrero. Ya no llevaba puesta su túnica blanca, sino una camisa y un pantalón de lino negro.

Una luz dorada surgió de la puerta por la que debía salir María y acto seguido su cuerpo empezó a viajar a una velocidad vertiginosa. Algo o alguien tiraban de ella. Atravesó la ciudad y las murallas, y al llegar a la puerta del reino, esta se abrió ante ella. Siguió avanzando por el túnel luminoso hasta llegar al otro lado agotada. Era de noche.

Miró en todas direcciones. Entonces reconoció dónde estaba. El cementerio seguía estando tal y como lo recordaba, aunque algo había cambiado. La estatua estaba resquebrajada. María suspiró decepcionada y cayó derrotada sobre la lápida de una tumba.

—Keilan… Keilan ¿dónde estás? —dijo antes de quedarse dormida, pues el viaje la había dejado sin fuerzas.