Capítulo 4

María, arrastrada por aquellas manos invisibles, corría por el pueblo angustiada, intentando llegar a la tienda de su hermano Tito antes de lo acordado. Ese día y en especial aquella tarde, se le estaba complicando por momentos. ¿Por qué nunca le salían las cosas como había planeado? Quería dedicarle un rato a su ángel y despedirse con un «hasta luego», aunque después de los acontecimientos ocurridos esa tarde dudaba que fuera posible. Apretó los dientes con furia mientras las manos la llevaban a la puerta que la sacaría de su pueblo.

Masculló algo entre dientes.

Siempre había estado cómoda en ese lugar, quizá porque no había conocido nada más que ese pueblo. Lo cierto es que cuando paseaba por sus calles se sentía alguien importante, porque generalmente la gente la saludaba. Se sentía continuamente observada y aunque hubiera querido pasar desapercibida, los reflejos dorados que emanaban de su cabello y la luminosidad de sus ojos azules eran un espectáculo que nadie quería perderse.

¿Ocurriría lo mismo en otros lugares?, pensaba.

Pronto alcanzó la tienda con el gesto congestionado. Estaba tan nerviosa que se mordió un labio, inquieta, bajó los párpados y se puso a jugar con un mechón de su pelo. Tito, al verla llegar empapada de agua y de sudor, la hizo pasar a la trastienda, mientras Carmen, su novia, se hacía cargo de la tienda.

—¿Qué te ha pasado, María? ¿Quién te ha hecho eso? Como haya sido el Pepe lo mato…

—Nooo, Tito… el Pepe no ha sido… Ya sabes que a veces me suceden cosas raras…

Se llevó las manos a la cara tratando de comprender lo que había pasado. Empezó a contar todo lo que había sucedido y las lágrimas corrieron por sus mejillas nacaradas.

—Cálmate, María. Olvida lo que te ha pasado, es lo mejor. Desde pequeña sabes que eres especial, como un ángel. No hay que darle más vueltas. Es así y punto pelota.

—Tito, ¿qué haría yo sin ti? Eres el único me ha apoyado en todo este tiempo.

—Ya lo sé, princesa. Pero quiero ver una sonrisa en esa carita que Dios te ha dado. Hoy comienzas una nueva vida.

—Eso espero, Tito. No sabes cuánto tiempo llevo soñando con este día.

—Ahora de lo que te tienes que ocupar es de estudiar y demostrar a todos que tengo la hermana más lista del mundo.

—Tampoco te pases, Tito —le pegó un empujón de broma.

Tito posó sus manos en los hombros de su hermana para mirarla a los ojos.

En esos momentos entró a la trastienda Carmen, la novia de Tito. Echó una mirada a Tito, y con un movimiento de cabeza, le indicó que saliera de la habitación.

—Venga, Tito, deja que se duche tranquilamente mientras se hace la hora de marcharnos.

Antes de salir para atender su negocio sacó de una maleta una muda seca y se la acercó a María.

—Tito… —murmuró María.

Su hermano se quedó en el umbral.

—¿Qué?

—Gracias.

Tito se encogió de hombros.

—Todo esto lo hago porque ya sabes que eres mi ángel de la guarda.

—Menudo ángel de la guarda estoy hecha. Si eres tú el que me protege a mí.

—María, sé que fuiste tú quien me salvó aquella vez. Pusiste tus manos sobre mi corazón y hasta que no comenzó a latir, no te apartaste de mi lado. Recuerdo que aquellos chicos me dieron dos navajazos. —Tito se levantó la camiseta para enseñarle que no quedaba ninguna marca de aquel día. María había visto en infinidad de veces su torso musculoso y, como él decía, cuando ella le impuso las manos una corriente de energía brotó de las yemas de sus dedos y traspasó su cuerpo llegando hasta el de su hermano. Ella lo sabía, aunque le daba miedo reconocerlo abiertamente. Aquellas heridas se cerraron como por arte de magia. Hasta a ella le seguía maravillando que poseyera un talento oculto que no sabía ni cómo controlar—. ¿Dónde están, María?

—Tito, no sé cómo pasó. Te lo he dicho muchas veces. Si tengo algún talento o poder en mis manos, no sé cómo funciona. Solo sé que te estabas desangrando y no podía dejar que te murieras.

La miró con ternura, tras lo cual apretó los labios. Entendía que a María se le hiciera difícil hablar de aquel tema.

—Ya sabes —convino María sonriendo a medias—, soy hija de la luna. Fuiste tú quién me lo puso.

—Venga, dúchate ya, que se nos va a hacer tarde.

La trastienda disponía de un pequeño cuarto de baño con un plato de ducha que Tito había instalado cuando abrió la cristalería. Los cuatro primeros meses había vivido en aquella habitación hasta que el negocio comenzó a dar beneficios y se pudo alquilar un apartamento.

María se desvistió, pero antes de meterse en la ducha, se miró en el espejo. Unos pequeños reflejos dorados surgieron de su cabello e iluminó por completo el cuarto de baño. Desde la ducha podía seguir escuchando las canciones de la radio. De un tiempo a esta parte solían poner en la radio local las canciones de su grupo favorito. Generalmente se aceptaban peticiones de los oyentes y ella era una de las tantas chicas que llamaban para escuchar una de sus canciones.

—María, subo el volumen de la radio —escuchó decir a Tito al otro lado de la puerta—. Esta canción va dedicada a ti.

«—Como todas las tardes recibimos las peticiones

de los oyentes. Esta canción va dedicada a

una chica que, según su hermano, es especial: es un

ángel. Lo prometido es deuda y ahora os dejamos

con un grupo de Águilas, de nuestro pueblo, que

está dando mucho que hablar. Según su vocalista,

la inspiración de las canciones le viene a través de

los sueños. Ellos son The Angels y la canción se titula:

Rosa azul».

María se puso a tararear mientras la canción sonaba en la radio. Cuando escuchaba a The Angels podía olvidarse de cualquier cosa. Se enjabonó el pelo y dejó que el agua corriera por su espalda.

Desde el día en que te conocí

caí hechizado bajo tu mirada.

¿Qué puedo decirte

que tú no sepas?

Solo quiero desear de ti

tus caricias y tus te quiero,

beber de tus labios dulces.

Yo que me creía

a salvo del amor

y cometí el error de no creer en él.

Entonces sucedió.

Si tú no estás,

¿qué será de mí?

Nadie va a detenernos,

ya no quiero seguir esperando.

Nadie va a detenernos

porque sabes que soy tuyo.

Deja que te diga,

oh, rosa azul,

lo que en aquel entonces

no pude decirte.

Nuestros caminos se cruzarán

y tú me dirás lo que quiero oír.

Mi corazón te pertenece,

¿qué más puedo darte?

Mis besos, mis caricias, mis te quiero.

Nadie va a detenernos,

ya no quiero seguir esperando.

Nadie va a detenernos

porque sabes que soy tuyo.

Deja que te diga,

oh, rosa azul,

lo que en aquel entonces

no pude decirte.

Te quiero,

te quiero,

te quiero,

oh, rosa azul.

Cuando María terminó de ducharse, se tomó su tiempo para secarse el pelo con una toalla. Se sentó en una banqueta y cogió un peine de púas gordas para desenredárselo. La ducha le había sentado de maravilla. Después se vistió con unos pantalones vaqueros y una camisa blanca que realzaba su mirada. Tras salir del cuarto de baño comprobó por enésima vez que llevaba todo lo necesario en su maleta. De repente sus músculos se tensaron. Abrió los ojos como platos, palideció su cara y negó varias veces con la cabeza.

—Joder, qué tío más pesado. ¿Por qué no me dejará en paz de una vez? —salió de la trastienda.

—¿Qué ocurre, María? —Inquirió su hermano.

—Acabo de oír la moto de Pepe. —Sus ojos azules se volvieron de un turquesa más intenso y su pelo empezó a brillar—. Sé que está aquí y que me está buscando. Ya no sé qué hacer para quitármelo de encima. Este tío parece que está sordo y no entiende que no lo quiero ver ni en pintura.

—Tranquila —juró sobre su pulgar—. Por estas que hoy te marchas de aquí. No le tengo miedo a un gilipollas como ese.

El sonido del tubo de escape sonó con más intensidad, retumbando en toda la calle. Subió a la acera con la moto y comenzó a dar vueltas de una esquina a la otra. Desde la tienda se oyeron unas voces. Estaba borracho y colocado, como solía ser habitual en él. Carmen salió a la calle, pues sabía que si era Tito quien hubiera tratado de arreglarlo, podría llegar a las manos. Pepe la increpó varias veces antes de que Carmen se explicara.

—Venga, paya, dime dónde está la María.

—Por favor, Pepe, no queremos que nos montes un lío en la tienda. María no está aquí.

—¿Te crees que me chupo el dedo? La María está aquí, que me lo ha dicho una colega mía.

—Pepe —dijo mirándole a los ojos—, María está descansando. Pasa de ti. ¿Sabes que un no es un no?

—Tú qué sabrás. Si es que todas las payas sois igual de asquerosas.

—Sí, Pepe, ese es mi problema. —Trató de que su voz pareciera lo más tranquila posible—. Ahora vamos a solucionar tu problema.

María desea que la dejes en paz y eso implica que te marches como has venido. No quiero llamar a la policía.

Pepe le dio gas a la moto sin soltar el freno. El tubo de escape volvió a sonar en toda la calle. Carmen se disponía a entrar en la tienda cuando Pepe se lanzó a por ella con la moto. La novia de Tito dio con sus huesos en el suelo. Siempre trataba de permanecer tranquila, pero de vez en cuando perdía la paciencia. Se levantó de un salto, se giró hacia Pepe y de un puñetazo lo tiró al suelo. La moto salió despedida hacia el otro lado de la calle. Pepe se levantó con el puño en alto, pero antes de que llegara hasta donde estaba Carmen, Tito le paró con el gesto crispado, aguantándose las ganas de pegarle una paliza por intentar pegar a su novia y por todas las incomodidades que le estaba causando a su hermana.

—A mi novia no le pone la mano encima ni una mierda como tú ni nadie. ¿Me entiendes? Qué poco hombre eres para pegarle a una mujer. ¿Y tú piensas que yo voy a consentir que le pongas la mano encima a mi hermana? ¿Qué andas buscando por el pueblo?

—Quita tus manos, gilipollas, que te voy a meter una hostia que lo vas a flipar. Que la María es para mí, que yo soy su hombre y que nos vamos a casar, que a ver si te enteras, capullo, y ella tiene que hacer lo que le mande, que para eso es mi novia —contestó zafándose del brazo de Tito.

—Aquí el que no se entera eres tú. Deja a mi hermana en paz. Ya te puedes ir marchando por dónde has venido si no quieres que te parta la cara.

Pepe sacó una navaja automática del bolsillo, pero Tito no hizo amago de retirarse. En sus ojos no había ni un ápice de miedo, pues en el fondo sabía que tenía las de ganar. Lo agarró del cuello y lo alzó del suelo a peso, pero Pepe alargó la mano para clavársela en el estómago, quien esquivó el filo de la hoja sin mayor problema. Después lo tiró al suelo como un guiñapo, ya que le sacaba más de una cabeza. Pepe se levantó del suelo nuevamente con una herida en la cabeza, pero eso no le hizo olvidar la idea de quitar de en medio a Tito.

—Vete antes de que te patee el culo —dijo Tito.

—Vete al carajo, gilipollas.

Le escupió en la cara. De una patada en la mano, Tito le quitó la navaja y Pepe volvió a caer al suelo. Entonces María salió de la tienda, se puso frente a Pepe y lo traspasó con la mirada. Pepe había vuelto a recuperar la navaja y la sostenía en alto, retándola, pero al final la mirada de ella pudo con él. Por primera vez tuvo miedo y cayó al suelo tapándose la cara.

—Por favor, no me mires más, me quema la cara… —aullaba el chico entre sollozos.

Sin embargo María estaba más enfadada de lo que jamás había estado. Sus ojos estaban a punto de salírsele de las cuencas y no podía dejar de mirarlo. Se acercó hasta él para levantarle la barbilla.

Su melena roja echaba chispas, sus ojos ardían, ocupaban todo el rostro, aunque de ese hecho solo era consciente Pepe.

—No me sigas más. No te quiero, ¿entiendes? No-te-quiero, Pepe. Métetelo en la cabeza. No te quiero. Déjame en paz. —A pesar de estar enfadada su voz no sonaba dura, si no que era una melodía agradable.

—Que no me mires, bruja, que eres una bruja —aullaba, tapándose los oídos con las manos porque las palabras de ella le taladraban las sienes sin misericordia, como la carcoma roe la madera.

Pronto llegaron dos policías; uno de ellos se encargó de pedir los datos a Tito y a los testigos que habían presenciado la escena, y el otro de tomar declaración a Pepe. Este aún seguía en el suelo, pues no tenía fuerzas ni para levantarse. Temblaba de miedo, recordando aquellos ojos que le habían hecho enloquecer.

—Señor agente, ha sido ese, ese gitano de la moto. No ve usted que está más borracho que una cuba. Todas las tardes viene a montar jaleo aquí —gritó una mujer desde su balcón—. En la calle estamos muy contentos con Tito y Carmen, que son una pareja que no han dado nunca que hablar.

—Señora, cálmese, por favor… A ver guapa —le dijo a Carmen—, tráele una tila a la pelirroja.

Los policías siguieron tomando declaraciones hasta que estuvo todo claro y se llevaron a Pepe a la comisaría. Aun así se resistió y no dudó en pegar alaridos y patadas al aire cuando los policías lo metieron en el coche patrulla.

María miró a Tito y él medio sonrió. Ya no le temblaba la mano tratando de controlarse para no pegarle la paliza que se merecía Pepe, aunque seguía manteniendo una mueca crispada. María le dio un beso en la mejilla para calmar su estado de ánimo.

—¿Ves lo que me pasa cuando estoy contigo, María? Si no hubiera sido por ti le hubiera pegado una paliza a Pepe. Te digo yo que eres mi ángel de la guarda.

—No digas eso, Tito, no te quites méritos porque eso no es justo. No le has pegado porque no quieres buscarte problemas. Nunca has sido violento.

—Venga, princesa, no nos pongamos tristes ahora, que yo estoy contento porque voy a tener una hermana que va a ir la universidad.

—Espero que os sintáis orgullosos de mí.

—¡Pero cómo no lo vamos a estar! Si eres más lista que los ratones coloraos.

María soltó un gemido ahogado que pretendía ser una sonrisa.

—Y no te preocupes por lo que está por venir. Hace tiempo que te desenvuelves muy bien tú solita —se atrevió a asegurar Carmen—. Hace un rato has demostrado que no le tienes miedo a nada.

—Os puedo asegurar que estoy muerta de miedo. Os voy a echar de menos —susurró al tiempo que Tito y Carmen se daban media vuelta, pues aún tenían que ultimar algunos detalles antes de que se marchara del pueblo.

Carmen había sacado la maleta a la entrada, mientras María trataba de memorizar sus últimos minutos en el pueblo antes de marcharse. Tito salió detrás de Carmen y se pusieron a bromear. Sus ojos se humedecieron por no haber podido despedirse como le hubiera gustado del ángel del cementerio.

—No llores, María —dijo Carmen abrazándola. La acercó a su pecho y comenzó a acariciar su melena—. Si este viaje va a ser por tu bien… Nosotros te mandaremos dinero todos los meses, no te faltará de nada. De todas maneras, si necesitaras volver antes, podrás vivir con nosotros.

—No, si no es eso. Es que me voy a perder vuestra boda… y posiblemente no vaya a ver a mi primer sobrino y…

—¿Y para qué está Internet?

—Bueno, zagalas, se nos hace tarde —dijo Tito abriendo la puerta del coche—. María, despídete del pueblo por un tiempo, porque cuando vuelvas estoy seguro de que habrás acabado la carrera. ¡Vamos, con lo lista que tú eres!

—Venga, María, vamos antes de que tu hermano empiece a ponerse nervioso.

Carmen era paya, de piel muy blanca, ojos verdes y rubia. Se enamoró de Tito la primera vez que lo vio. Tito había tenido problemas con las drogas y Carmen era la psicóloga del centro donde fue a desengancharse. Allí le enseñaron un oficio, le dieron unos estudios y, cuando estuvo preparado, se marchó decidido a montar un negocio. Meses después volvió a por Carmen con una proposición seria de matrimonio. Había empezado una nueva vida, había montando una cristalería y su negocio funcionaba muy bien.

Antes de que María se subiera al coche, en el último momento apareció la Tizná gritando por toda la calle. Venía sofocada, con la camisa negra arremangada hasta los codos y echando maldiciones por su boca.

—¡Ay, ay, mi zagalica! Que me roban a la María, ¡Ay, señor, que me la roban! ¡Cuánto sufrir para que luego no se acuerde de su abuela! ¡Ay, señor, que no me la quiten! —Seguía gritando, pegando manotadas sobre su generoso pecho y sobre su cabeza—. ¡Ay, señor, señor! ¿Por qué a mí? ¡Qué desgracia me ha caído con esta zagala! ¿Por qué el señor me castiga?

María se tapó los oídos, aunque aquellos alaridos le llegaban a lo más hondo, y comenzó a ponerse nerviosa. Le tocó el hombro a Tito sin dejar de mirar hacia su abuela, que se abalanzaba sobre ellos como un Titán enfurecido.

—Espera, Tito. —Su pelo empezó a emitir destellos dorados, flechas que iban en dirección de la abuela para tratar de calmarla. Sus ojos se tornaron de un color verde esperanza—. No me puedo ir así. Tengo que solucionar este tema. Tiene que saber por qué me voy.

—Vámonos, María, ahora no se puede hablar con ella —dijo Carmen sin dejar de mirar hacia atrás.

Cuando la abuela llegó hasta el coche de Tito, comenzó a pegarle patadas, hasta que rompió el espejo retrovisor de una puerta. Entonces María se colocó delante de su abuela, que seguía con los brazos levantados y enfurecida porque se marchaba.

—Por favor, abuela, tranquilízate. —buscó la mirada de su abuela para calmarla, pero esta parecía estar como hipnotizada, pues no atendía a los ruegos de su nieta—. Yo no quiero casarme con el Pepe. Él y yo no estamos hechos…

—Eres una desagradecía como tu madre. Así me pagas todo lo que hemos hecho por ti. Mira que yo lo sabía que esos ojos tuyos eran malos. ¿Qué te hemos hecho para que no nos quieras ni una migaja?

—Doña Josefa… —intervino Carmen.

—¡Cállate, paya! A saber lo que le habrás hecho a mi Tito para que no quiera saber nada de nosotros. ¡Qué no haya nadie que se apiade de mí…!

—Yo quiero estudiar, tengo una beca en París… Tienes que entender que es Tito quien tiene ahora mi custodia.

—¡Ay, señor, que me la quitan! —empezó a gritar la Tizná. Se tiró al suelo y empezó a mesarse los pelos de la cabeza—. ¡Qué no me la quiten, por Dios! Que es muy buena mi María…

Bajó la cabeza, sus hombros le pesaban. Suspiró y entonces, sin saber cómo, se llevó las manos a su medallón.

—Ayúdame, por favor. Sácame de aquí, ¡ya! —imploró.

—Muy bien, sea como tú deseas. Él te está esperando —escuchó de nuevo una voz en su interior.

—¿Quién es él? —preguntó María.

—Tu ángel.

Y la magia que María había pedido se produjo. Unas manos invisibles empezaron a tirar de ella hacia la salida del pueblo.

—¿Qué está ocurriendo? ¿Adónde me llevas?

—Tú déjate llevar. Pronto lo descubrirás.

Aquella energía que la arrastraba era como experimentar la misma fuerza sobrehumana que había percibido cuando salió con el niño de la playa. No sabía de dónde venía, pero tampoco podía hacer nada por evitarlo. Sus pies se movieron involuntariamente, muy a su pesar, aunque por otra parte no quería oponerse pues sabía que aquello la alejaba de su abuela. Corría como jamás lo había hecho en su vida. Las manos invisibles la arrastraban sin que hiciera ningún esfuerzo. Y hubiera querido despedirse de su hermano Tito, de su cuñada Carmen, pero aquella corriente que tiraba de ella no la dejaba ni pensar.

Cruzó las calles en dos parpadeos, atravesó las ramblas y, cuando se supo a salvo de la abuela, empezó a caminar tratando de recuperar el aliento. A la entrada del pueblo, pasando las vías del tren, había un chico cambiando la rueda pinchada de una furgoneta negra. Las ruedas tenían unas llantas plateadas, los cristales estaban tintados y permanecía aparcada al lado de una chumbera. El chico levantó la cabeza.

No tendría más de veinte años y sonreía abiertamente. María se quedó fascinada por su sonrisa, como se quedó prendada la primera vez que vio al ángel en el cementerio. Su media melena negra y revuelta le caía a un lado de la cara. Era de piel tostada, ojos negros y largas pestañas, labios gruesos y le sacaba una cabeza y media. Llevaba una camisa de cuadros azul y unos pantalones vaqueros.

Por alguna extraña razón, María se quedó sin poder moverse de la furgoneta. El chico la tenía paralizada y, sin embargo, se sentía tranquila a su lado. Parpadeó varias veces. Un estallido de color llegó al chico, que tuvo que apartar la mirada unos segundos porque le faltaba el aliento.

—¿Vas a alguna parte? —dijo él levantando de nuevo la vista, retándola a que le mirara a los ojos y sin dejar de sonreír. Su voz era grave.

Ella asintió con la cabeza, estremeciéndose al oír aquel sonido tan agradable.

—Déjame que lo adivine. —Entornó sus párpados y su sonrisa dejó entrever unos dientes perfectos y blancos como el mármol.

María sintió su perfume con sabor a geranio, a té verde y a limón, un aroma fresco como la mañana—. Necesitas salir del pueblo, pero no quieres que te haga preguntas. Por mí, vale —se encogió de hombros—. No necesito saber nada más. Si quieres te llevo a donde tú me digas. Yo tampoco tengo destino.

—Vale. Donde me lleves estará bien —contestó sin poder dejar de observar sus pupilas negras que brillaban de manera espectacular—. Quiero decir que me podrías llevar hasta Madrid. El lunes cojo un vuelo hacia París.

Aunque temblaba de emoción al volver a estar junto a María, se contuvo para no echarse a sus brazos y abrazarla, y no porque no lo deseara.

—Entonces ayúdame con la rueda. ¡Ah! Por cierto, me llamo Keilan…

—¿Keilan? ¡Cómo el de la canción de The Angels!

—Exacto, Keilan, como el de la canción. ¿Te gustan The Angels?

María asintió con la cabeza, pues se había quedado sin palabras.

—Tú tienes pinta de llamarte María… María de los Ángeles —dijo antes de que ella volviera a recuperar el aliento.

María volvió a asentir sin dejar de mirarlo. Estaba tan anonadada que obedeció sin rechistar. Pareció no extrañarse de que aquel desconocido supiera su verdadero nombre. Tenía el presentimiento de que se conocían desde hacía muchos años, pero no sabía dónde ubicarlo. Nunca lo había visto por el pueblo. ¿O sí? Su mirada le resultaba familiar, así como el gesto de su semblante. Y esa sonrisa que no podía dejar de mirar porque nunca había conocido a un chico que le sonriera de esa manera, a excepción del ángel del cementerio.

—Exacto, me llamo María de los Ángeles, pero me gusta reservarme ese nombre para mí.

Bueno, ya me dejarás que te llame por tu nombre, pensó él sin dejar de mirarla. Desde ese instante supo que no quería volver a separarse de María, que esta vez era la última oportunidad que tenía.

—¿Nos hemos visto alguna vez? —preguntó ella investigando sus movimientos elegantes y pausados.

—Sí, yo suelo verte todos los días paseando por ahí.

Pasó por detrás de ella para comprobar que todo estaba en orden y María, aspirando su perfume, puso los ojos en blanco, temblando de emoción. Keilan la tenía totalmente aturdida. Estaba descubriendo sentimientos nuevos con un completo desconocido.

Decididamente lo suyo no tenía arreglo. Primero creía tener una comunicación especial con una estatua y ahora estaba como hechizada por un chico que no conocía de nada. Era guapo, pero nada más.

—¿Ah, sí? Pues yo no sé quién eres. El caso es que me recuerdas a alguien. —Después de decir esas palabras sintió que el corazón se le desbocaba, era la sensación del aliento de Keilan cuando le llegaba hasta sus sienes.

—Es posible —respondió al terminar de sacar el gato de la furgoneta. La rueda estaba colocada—. Bueno, señorita, ya nos podemos marchar.

Antes de guardar la rueda pinchada en el maletero, María se le acercó para tratar de ubicarlo en algún lugar del pueblo, pero no dijo nada al respecto. Y aunque sabía que María observaba todos sus movimientos, siguió a lo suyo. Después abrió la puerta del copiloto y ella subió a la furgoneta, obediente, totalmente desarmada. Estaba a merced de un completo desconocido, pues en esos instantes no era dueña ni de sus emociones. Se dio cuenta entonces que llevaba muy poco dinero; aun así, sabía que de alguna manera Keilan cuidaría de ella.

Keilan sacó el radiocasete de la guantera de la furgoneta, varios CD y un mapa de carreteras. Lo que parecía una carta cayó desde dentro de la guantera. Ambos se agacharon a recogerla, sus cabezas chocaron y saltaron chispas cuando sus miradas se encontraron. Los ojos negros de Keilan brillaron tanto como la luz anaranjada del atardecer; los labios húmedos de María temblaron.

—¿Qué? —le increpó ella nerviosa.

—Nada. Pensaba que mi viaje iba a resultar aburrido. Ya veo que no —sonrió con malicia.

—No te equivoques conmigo —dijo, recordando al ángel—. Yo no quiero nada contigo.

—¿Y quién te ha dicho que yo quiera algo contigo? Vamos a dejar las cosas claras. Vamos a ser compañeros de viaje, pero nada más.

Te he dicho que te llevaría a donde quieras ir, y eso no implica ningún compromiso por ambas partes.

María se revolvió en su asiento con el gesto contraído. En cierta manera no le hubiera importado que Keilan coqueteara con ella.

—Bien, si está todo claro ya nos podemos marchar. Tengo ganas de salir de este pueblo.

—No te puedes hacer una idea de las ganas que tengo yo —dijo él.

María lo miró de nuevo con suspicacia. Puso los ojos en blanco y se acomodó en su asiento.

—Por cierto, me alegra que haya quedado clara nuestra situación —siguió comentando Keilan—. Sería un poco incómodo por mi parte tener que desembarazarme de tus brazos.

—Vas sobrado, ¿no? Para que te enteres, yo no voy tirándome al cuello del primer chico que me ofrece ayuda.

—Ni yo tampoco voy ligando con la primera chica que necesita un favor. Solo trataba de ser amable contigo.

—Espero que no me pidas nada a cambio.

—Solo lo que tú desees darme —comentó Keilan.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que me parece estupendo que hagamos juntos este viaje. Hacía tiempo que no salía del pueblo. —dio a sus últimas palabras un matiz de amargura.

—¿Desde cuándo? —preguntó María con dulzura. Entonces se giró hacia él tratando de averiguar por qué había dicho aquellas palabras con tanto dolor.

Keilan se incorporó sobre su asiento. Se pasó una mano por su mechón despeinado, aparentemente despreocupado, pero su sangre, su corazón, todo su ser hervía de emoción. Respiró profundamente antes de contestarle:

—No tiene importancia.

Keilan metió la llave en el contacto, le dio media vuelta y la furgoneta se puso en marcha. Sin mirar atrás, a su pasado, salió del pueblo donde había permanecido más de quinientos cincuenta años convencido de que no quería volver a ese lugar en mucho tiempo, con la mirada puesta en la carretera, o sea, hacia los brazos de María, hacia un destino mejor. Y sin dejar de sonreír, pues al fin estaban juntos, puso rumbo hacia un futuro mejor.

Entonces sufrió un escalofrío tan grande que hasta María lo percibió.