Capítulo 3

(Día uno)

Como todas las tardes, él se acercaba hasta una pequeña capilla para dar la misma lección a María. El lugar estaba reservado exclusivamente a las familias de alto rango en Florencia. Era un espacio pequeño, pero acogedor, ya que solo disponía de dos bancos de piedra y dos sillas frente al altar. Las vidrieras que adornaban los grandes ventanales daban cuenta de varias escenas de la vida pública de Jesús y de su apóstol Juan.

La luz caía sobre el pelo rojizo con reflejos dorados de la chica, arrancando destellos que iluminaban la pequeña capilla. La lección era un tema que tenía tan aprendido que le permitía recrearse en la belleza de ella. Entonces se entretenía en observarla.

—Cuenta la leyenda, que Orión era un hermoso y apuesto chico, cazador infatigable que sobresalía entre los héroes de su tiempo, siendo el más alto y el más fuerte de todos ellos. Se decía de él que, cuando caminaba a través de los mares más profundos, sus hombros sobresalían por encima de las aguas. Artemisa, la diosa de la caza, lo eligió para que formara parte de su séquito y le otorgó sus primeros trabajos. Orión dio muestras muy pronto de su buen hacer y todo aquello que llevaba a cabo se resolvía con la mejor de las suertes. Pero su vanidad fue la causa de su ruina, porque Apolo, hermano gemelo de Artemisa y el que debía salvaguardar su castidad, tuvo celos de los triunfos de un mortal. Un día Apolo, viendo a Orión a lo lejos, convenció a su hermana para llevar a cabo una estupenda cacería. Ella lanzó su flecha y, como siempre, dio en el blanco. Cuando Artemisa corrió a ver su presa se dio cuenta de que había matado a Orión. Artemisa, desconsolada por la muerte de su amado y uno de sus más intrépidos cazadores, fue a ver a Zeus. El dios se apiadó de ella y lo colocó en el cielo en forma de constelación…

—Esa historia me la has contado muchas veces —contestó la chica reposando su cabeza sobre su pecho—, pero no me canso de escucharla.

—Te la contaré las veces que haga falta, siempre que me dejes. Yo estaré contigo hasta que tú quieras.

—Eso será para toda la vida. Yo ya no puedo vivir sin ti. Tú eres mi ángel. —Se abrazó a su cuello al tiempo que reía plácidamente.

Él la miró con ternura. Sus ojos negros brillaban más hermosos que nunca. Se inclinó y posó sus labios en los de ella…

…Abrió los párpados sin entender muy bien qué le estaba pasando. Trató de girar la cabeza, pero, como todos los días, su prisión no le dejaba. Otro sueño. He vuelto a soñar otra vez con ella. ¿Hasta cuándo?, se decía cada mañana con la esperanza de que esa fuera la última vez que soñaba despierto. Desde el balcón de sus ojos la veía llegar todos los días, todos, menos ese.

•••••

María escuchaba con el corazón en un puño la conversación que mantenía su abuela con su vecina Mari. No podía creer lo que estaban tramando aquellas dos mujeres. Escondida tras la puerta de su habitación lloraba, porque ahora veía más claro que nunca que la única opción que le quedaba era huir. ¿Por qué su abuela trataba de hacerla siempre infeliz? ¿Y por qué su abuela la consideraba la causante de todas las desdichas que habían ocurrido en la familia? Solo deseaba ser feliz, pero al parecer esa palabra no existía para la Tizná, su abuela. Al menos, agradecía que su hermano Tito hubiera reclamado su custodia.

—¡Ay, Mari! Esta zagalica mía no hace más que darme disgustos. —su abuela estaba sentada en una silla de la cocina pelando unas patatas. Gesticulaba con los brazos exageradamente. Tenía un cuchillo en una mano y la otra se llevaba al pecho—. ¡Pero qué castigo más grande me ha dado el señor! Pues no me dice ahora que quiere seguir estudiando una carrera. ¿Y eso para qué sirve? Si ya sabe leer y escribir, para qué quiere más. Todo el día con un libro en la mano, ¡señor, señor! Pues anda que no la he pillado debajo de la mesa leyendo. Que no, que no la quiero ver con más libros. Que lo que tiene que hacer es trabajar, formar una familia, que ya tiene edad para eso y para más. Tú ya me entiendes.

—Pues claro que te entiendo —contestó la vecina. Se había sentado en una silla de la cocina y ayudaba a pelar judías verdes—. Si es lo que te digo todos los días, tu María la quiero yo para mi Pepe. Tú ya sabes que a mí me gusta mucho tu zagala para mi Pepe, que mi Pepe es muy bueno, pero es que no ha tenido suerte en esta vida, que las malas compañías lo llevan por el camino de la amargura. ¡Ay, señorcito de mi alma! Tengo ya unas ganas de que siente la cabeza… No sabes las noches que me paso sin dormir esperando a que venga.

María se llevó instintivamente la mano al medallón que llevaba colgado al cuello. Desde que se lo había encontrado a los pies del ángel del cementerio no se lo había quitado ni un día. El rubí se iluminó por unos momentos.

—¿Y quién se va a querer casar con ella más que tu Pepe? —Siguió hablando la abuela—. Si se conocen desde pequeños, Mari, y que todo el mundo me la mira mal en el barrio. Desde que se murió el abuelo hemos entrado en desgracia. Que tú ya sabes que mi zagala es muy rara y me duele aquí en el pecho que me la mente todo el barrio. Que yo sé muchas cosas, Mari. Qué te crees tú, ¿que no sé qué la llaman Bruja azul? Pues claro que lo sé.

Desde que María tenía cinco años en su barrio la llamaban Bruja azul, «bruja» por el color de su pelo y «azul» por el color de sus ojos. Ella no se parecía en nada a su familia, pues sin saber muy bien cómo, había nacido con la piel muy blanca y los ojos de un azul intenso que cambiaban de tono según su estado de ánimo. Su cabello era rojizo con destellos dorados o dorado con destellos rojizos, según el día. Por mucho que su familia se empeñara en cortarle el pelo al cero, su cabello parecía tener vida propia. Sin embargo, como buena gitana que era, tenía un cierto don para predecir el futuro leyendo las líneas de las manos. También poseía otra peculiaridad. Podía hacer que una persona cambiara de opinión con solo mirarla a los ojos. Salvo este talento, nada de lo que se decía de ella era cierto. Ni salía por las noches buscando víctimas a las que lanzar maldiciones, como tampoco había deseado la muerte de su hermano ni de su abuelo Rafael.

—Es que la zagalica tiene tela, Tizná. Un poco bruja sí que es, no me puedes negar eso. Si cuando el Rafita le cortó el pelo mu cortico, a la semana ya le llegaba casi a los hombros.

—¡Ay, no me hables de mi Rafita! ¡Qué pena más grande, Mari! Primero se me murió mi Manuel, dejándome a todos los zagales para darles de comer, que la vida está muy cara y que era muy bueno, que tú sabes muy bien que no había un hijo más bueno que mi Manuel. Cada vez que me acuerdo de él… Y después se me muere mi Rafita. ¡Ay, Dios mío! Un zagal tan bueno como mí Rafita y morir como si fuese sido un perro abandonado. ¡Que si fuese sido un payo fuese parado el tren!

—Que sí, Tizná, que la droga es muy mala y está acabando con este barrio asqueroso que está lleno de mierda por todos lados. Ya no se puede vivir aquí. Que primero fue tu Manuel y luego el Rafita, ¡leches! Es que los payos no saben lo que es vivir aquí y lo ven todo muy fácil. A ver cuándo nos da una vivienda en condiciones el alcalde. Tu María sentará la cabeza y mi Pepe también. Que me tiene por el camino de la amargura.

—Y mi María también, Mari, que en vez de ayudar en casa se pasa el día hablando con esa estatua del cementerio, que tiene muchos pájaros en la cabeza. A ver qué hace ella en ese maldito lugar todas las tardes.

María se secó con el dorso de la mano las lágrimas. ¡Cuánto detestaba a su vecino Pepe! ¡Cómo podía su abuela estar pensando en casarla con aquel imbécil! ¡Si solo tenía dieciséis años! Todavía le quedaban muchas cosas que descubrir, muchas cosas que aprender. Si se casaba con su vecino jamás saldría de Águilas. Poco le importaba que la llamaran Bruja azul o que la tacharan de loca cuando iba a hablar con el ángel del cementerio. ¡Qué sabrían ellas de lo que realmente quería! Desde luego, en el momento en que se marchara de su casa, no echaría nada de menos… Salvo a Tito, su hermano. Sus tres hermanas estaban todas casadas y los otros dos hermanos que le quedaban ya no vivían en casa.

Ya había escuchado lo suficiente como para saber que disponía de muy poco tiempo para salir de casa sin que su abuela la descubriera. Encima de la mesa tenía un bolso que se colgó en bandolera, miró si el móvil estaba dentro y se decidió a abandonar la primera casa que había conocido. Abrió la ventana de su habitación, que ni tenía persiana ni cortinas, y salió a la calle. Solo deseaba no encontrarse por el camino a su vecino Pepe. Sacó del bolso su móvil y se colocó los auriculares para escuchar a su grupo de música favorito: The Angels. Estaba compuesto por tres chicos jóvenes de su instituto y una vocalista, que no era muy conocidos fuera de Águilas, pero desde que los escuchó por primera vez, tuvo la sensación de que aquellas canciones iban dirigidas a ella. La primera se titulaba: Dos palabras me separan de tus brazos. La letra le recordaba a la inscripción que había al pie de la estatua del ángel del cementerio:

Sueño con el día en que ella me necesite,

porque juro que ese día iré a por ella”.

Sabes que solo pienso en ti, oh, oh,

que mis días y mis noches los ocupas tú.

Mi hogar está en tus brazos

y mi refugio está en tus labios.

Dime, pequeña, si esto es lo que deseas.

Pues solo has decirme esa palabra.

Dime que me quieres,

dime que me quieres,

tan solo dos palabras

me separan de tus brazos.

Te extraño a todas horas, oh, oh,

no hay consuelo para este solitario corazón.

Las mañanas son frías sin tus caricias.

Las noches son eternas sin tus palabras.

Dime pequeña si deseas volver a mis brazos,

pues en ti está la solución.

Dime que me quieres,

dime que me quieres.

Tan solo dos palabras

me separan de tus brazos.

Tan solo dos palabras

me separan de tus brazos.

Juro que cuando me llames

me tendrás a tu lado.

Juró que siempre esperaría a aquel ángel que parecía sonreírle cada vez que iba al verlo. Tal vez fuera una locura, pero estaba fascinada con aquella estatua de mármol blanco que medía casi un metro noventa. Podía pasarse horas y horas hablando con el ángel, leyéndole poemas en voz alta sin cansarse. Era como el amigo que nunca tuvo en el barrio, con el ángel parecía existir una comunicación que iba más allá de las palabras.

Tras pasar las vías del tren, se encontró con quien menos deseaba. El sonido del tubo de escape de una moto la alertó. Su vecino Pepe estaba a menos de tres metros de ella. Apretó el paso y sacudió la cabeza, hasta que unos destellos dorados salieron despedidos en dirección a su vecino.

—¿Dónde vas tan deprisa, María? ¡Mira!, no me digas que no te gusto, que yo sé que sí, que te gusta hacerte de rogar. Mira que estás buena.

Pepe llevaba un cigarro entre los labios, el pelo bien repeinado hacia atrás y una cazadora de cuero, porque eso le hacía parecer más hombre. En una mano llevaba anillos de oro que casi cubrían sus dedos y en la otra mano llevaba un sello con una efigie de Jesús. Del cuello le colgada una cruz de la que se sentía muy orgulloso. El día que la compró proclamó a los cuatro vientos que le había costado más de mil quinientos euros. Desde ese día le llamaban el Milquinientos.

En vista de que María caminaba como si no existiera, Pepe dejó la moto encima de la acera. Le dio una última calada al cigarrillo y lo tiró al suelo.

—Déjame en paz, Pepe. Hoy no tengo ganas de estupideces.

—¡Qué finolis eres cuando quieres! —Pepe fue a agarrarla por la cintura, pero María se desembarazó con un movimiento de cadera.

—¿Cuántas veces te tengo que decir que pases de mí? Está claro que lo que tomas no te sienta nada bien, porque encima de imbécil te está dejando sordo. —María siguió caminando. Tragó saliva y se mordió el labio. No sabía por qué con Pepe solo funcionaba la coerción unas horas. ¿Por qué se le resistía tanto?

—Nadie te va a querer como yo. Que sepas que ya tengo un dinerillo ahorrado para una casa que he visto para mí y para ti. Anda, móntate aquí en mi moto un ratico, que vas a conocer a un hombre de verdad.

—¿Tú eres idiota o qué? —Los ojos de la chica se volvieron de un azul tan intenso que Pepe retrocedió un paso—. ¿No te estoy diciendo que me dejes en paz? Pasa de mí, Pepe. Que no me gustas, que no me voy a casar contigo, que me da igual lo que diga mi abuela, tu madre y el barrio entero.

—¿Y quién te va a querer si todo el mundo sabes que mataste a tu abuelo?

María entrecerró los ojos, se giró hacia su vecino y lo empujó contra la pared.

—¿Has dicho que yo maté a mi abuelo? —Intentaba mantenerse serena, aunque siempre que se encontraba con su vecino, este sacaba lo peor de ella—. Tú no sabes nada acerca de mí. Yo no lo maté, ¿entiendes? Ya puedes decírselo a todo el barrio. Mi abuelo murió de una embolia.

—Si es que hasta enfadada me gustas. —Aprovechó para tomarla por la cintura y atraerla hacia sí. Hizo el amago de darle un beso que María rechazó con otro empujón. Advirtió su aliento a alcohol—. Yo solo sé que me gustas mucho y que tú eres mía.

Ella abrió los ojos y unos destellos azulados cubrieron a su vecino. Entonces experimentó que todo lo que había a su alrededor se iba diluyendo y que solo existían las palabras de María.

—Olvídame, ¿vale? Déjame en paz. ¿Lo has entendido, Pepe? Déjame en paz. Desde hoy vas a olvidar que te gusto. Ahora lo que tienes que hacer es correr a casa y acostarte un rato. Estás bastante pasado.

Pepe asintió con la cabeza. Tras estas palabras, María lo dejó un poco desorientado y sin saber qué hacer. Solo esperaba que esa vez los efectos duraran un poco más que de costumbre.

Fue hasta La Colonia, la playa de poniente. Trató de tranquilizarse, pues solo anhelaba que los planes de ese día salieran como tenía previsto. Ni su vecino ni su abuela le impediría salir, con ayuda de su hermano, esa tarde de Águilas.

Para hacer un poco de tiempo antes de ir a ver Tito, caminó hasta uno de los espigones que había al final del paseo, bajo el castillo. Las gaviotas se concentraban alrededor de los barcos que venían de faenar en el mar. El cielo estaba cubierto de un manto violáceo y el sol aún colgaba del horizonte. Había gente que caminaba tranquila por el paseo al tiempo que algunos chicos aprovechaban para darse los últimos baños en la playa. Se metió por detrás del castillo hasta llegar a la roca que todos conocían como El Roncaor y desde allí hizo su última llamada. Eran muchos los días que frecuentaba esa roca, quizás porque a Pepe jamás se le hubiese ocurrido ir a buscarla ahí.

—Hola, me llamo María y tengo dieciséis años…

—Cuéntanos, María, ¿qué problema tienes? —susurró una voz dulce de mujer al otro lado del teléfono.

—Me gustaría leer unas palabras antes de… bueno antes de irme…

—Adelante, María, en el Teléfono de la Esperanza te escuchamos. —Sí… —dijo sollozando—, aunque quizás seáis los únicos…

Empiezo a leer, ¿vale? «El sol sale todos los días, pero no alumbra igual para todo el mundo. A algunas personas les ilumina el día, menos para mí. Nadie me entiende y para mi familia soy como una apestada. Mi abuela piensa que no lo sé, pero sé que mi abuelo se llevó un día a mi madre al campo y la mató…».

—María, ¿tienes pruebas de lo que estás diciendo? Estás lanzando una acusación muy seria contra tu abuelo.

—No, no tengo pruebas. Eso es lo malo, pero mi abuelo jamás le perdonó a mi madre que mi aspecto fuera tan diferente al de toda mi familia. Soy gitana y mi abuelo dice que soy hija de un payo y no de mi padre. ¿Sabes? Soy como esa canción de Mecano, Hijo de la luna. —No sabes cuánto siento, María, que hayas tenido una vida tan desgraciada.

—Ya, yo también siento no poder llevar una vida normal y corriente. Poder estudiar una carrera. Hace unos meses que terminé el bachillerato. Hice los dos últimos cursos en un año.

—Por lo que puedo entender, ¿eres superdotada?

—Sí. Y a pesar de que mi abuela no quería que estudiara, me saqué el bachillerato porque la ley la obligaba a que siguiera con mis estudios. Lo hubiera podido sacar mucho antes… Pero, bueno, no quería causar más problemas y por eso mi hermano Tito pidió mi custodia —soltó un bufido—. Detesto estar en casa de mi abuela y que me mire como si fuera la responsable de todo. Y encima quiere casarme con el borracho de mi vecino para que siente la cabeza y forme una familia. ¡Joder! ¿Es que no se da cuenta que solo tengo dieciséis años y que quiero seguir estudiando? Llevo dos meses esperando una carta que me permitiría salir de ese tugurio que mi abuela llama hogar, pero se ha encargado de que no la reciba… Y si no llego a telefonear jamás me habría enterado de la beca que me han concedido… No soy muy miedosa, pero hoy es distinto. Hoy sí tengo miedo…

—Son unas palabras un poco tristes. ¿Dónde tenías la beca, María? Quizás nosotros te podamos ayudar.

—No, nadie puede ayudarme… No quiero saber nada de los servicios sociales. Solo necesitaba desahogarme. —De repente prorrumpió en un grito desgarrador—. ¡Oh, Dios mío…!

—María, no, por favor, no lo hagas, nosotros podemos ayudarte… —le suplicó la voz al otro lado del teléfono.

—¿Pero qué locura ha hecho esa mujer, por Dios…? —gritó, sobresaltada.

—María, no cuelg… —escuchó antes de soltar el teléfono.

La vida de una mujer estaba en peligro, pues había caído al agua desde el castillo con su bebé en brazos.

—Ayúdame, por favor, te necesito —dijo sin pensar al rubí que colgaba de su cuello.

•••••

¡Cras! Keilan oyó que algo en su interior se resquebrajaba. Resonaba con intensidad, un golpe certero en un punto muy cercano a su corazón.

Un segundo eterno… y después supo que su momento había llegado. Trató de desperezarse, pero aquella prisión resultaba demasiado estrecha como para moverse con comodidad. En aquel preciso momento sintió otro estallido en su pecho, pero no tenía nada que ver con el calvario doloroso que sufría día tras día. Este dolor era distinto, pues su cárcel se fracturaba lentamente. Todo era nuevo para él.

—¡Ahhh! —Gritó con todas sus fuerzas—. ¿Qué me pasa? —Creía morir de dolor.

Su corazón de piedra empezó a latir con un nuevo ritmo: tic… tac, lo oía rugir como un león fiero que va a por su presa, aunque en este caso su presa eran los labios de María. Respiró profundamente como hacía años que no lo hacía, sin embargo la primera sensación que tuvo no fue de placer, sino de angustia. Su garganta estaba seca; había perdido el hábito de respirar. Lo intentó de nuevo, pero no fue mejor que la primera vez. El aire que entraba no fluía libremente, sino que tenía que esforzarse para inhalar. Los segundos iban pasando y el aire no pasaba a sus pulmones. Se ahogaba. Tenía tantas ansias de vivir que las costillas le oprimían el corazón. Sintió la rigidez nuevamente; todos sus músculos estaban agarrotados.

—Nooo… —dijo con un hilo de voz.

Su torpeza a la hora de reaccionar era un punto en contra para salvarla. Porque si algo tenía claro es que ella lo había llamado.

—¡Ajjj! ¡Qué asco! —Trató de inspirar como creía que debía hacerse, aunque algo fallaba—. ¿Por qué no puedo salir de esta prisión?

Se asfixiaba. No podía hacer nada para remediarlo. Estaba tenso y no alcanzaba a relajarse. Su corazón se paralizaba, ya que todo el aire del que disponía para respirar no podía utilizarlo…

—Sus ojos azules, piensa en su mirada… Maldita sea…

Abrió la boca y, sin hacer prácticamente ningún esfuerzo, ocurrió el milagro. Una vaharada de aire entró a sus pulmones dándole toda la fuerza que necesitaba para entrar en acción. Su garganta de piedra se fue transformando poco a poco.

—Eso es, respira con bocanadas breves y profundas.

Gemía, o eso creía, aunque no escuchaba ningún sonido fuera de su cárcel. No, se dijo, ahora no debía preocuparse de ese pequeño problema; ya lo resolvería más adelante. Tenía que pensar en que debía moverse y lo tenía que hacer con urgencia antes de que fuera demasiado tarde. Sus músculos adormecidos se agitaron lentamente. Profirió un grito desgarrador cuando quiso mover su cuerpo. Pequeñas agujas afiladas aguijoneaban sus células torturándolo hasta límites insospechados. ¿Qué importaba todo el dolor que experimentaba si eso lo acercaba un poco más? ¿Es que no era siquiera capaz de caminar sin sentir todo ese suplicio? ¿Dónde estaba la agilidad de ángel que le había caracterizado muchos años atrás? Volvió a gritar buscando, tal vez, a alguien que se apiadara de él. Pero nadie corrió en su ayuda, ninguna persona lo auxilió en ese cementerio, pues, ¿quién podría escucharlo?

—Respiro… —Soltó tras soltar un suspiro aliviado—. ¡Ahhh! —Se quedó unos instantes en tensión. Volvió a suspirar—. ¡Ahhh! —El sonido se escuchó fuera de su prisión. Se quedó un segundo quieto, pues no estaba muy seguro de si sus sentidos le estaban jugando una mala pasada—. ¡Ahhh! Lo he escuchado tres veces…

¡Ahhh! —Gritó con fuerzas—. No estoy loco. Estoy aquí, vuelvo a la vida. He regresado, ¿quién me lo iba a decir? —Se permitió bromear entre dientes.

Las lágrimas resbalaban por sus mejillas tostadas. Podía tragar saliva con normalidad, respiraba con fluidez. Y entonces tembló de emoción.

—No te preocupes —dijo una voz masculina—. Vuelves a la vida.

Se miró de pies a cabeza, sorprendido. Fue un movimiento lento, es posible que durara varios segundos, más de lo que tardaba si no hubiera estado tan torpe, pero se alegró de poder hacerlo. Podía controlar sus músculos y decidir al fin donde ir. Ya no tendría que permanecer en esa prisión. No, no tenía que hacerlo si en el plazo de una semana sellaban su amor, que años atrás no les fue posible… Aunque si no ocurría… No debía pensar en esa opción. Eso jamás ocurriría.

La sangre comenzó a correr por sus venas con fuerza. Volvía a tener control de su vida.

—Me llama, Yunil… —dijo bien alto para que se oyera en todo el cementerio—, me necesita. Ha llegado el momento. María me llama.

—No te preocupes, Keilan, Lililia ha acudido en su ayuda. —Yunil se comunicó con él a través de su mente.

—Y entonces, ¿cuál es mi próximo movimiento?

—De momento te voy a poner al día sobre el funcionamiento de ciertas cosas que no estaría mal que supieras.

—Te escucho.

—Espero que pongas todos tus sentidos alerta, porque no tenemos mucho tiempo.

Mientras se alejaba del cementerio no pensó en ningún momento en todos los años que había pasado encarcelado, sino en todo lo que le quedaba por vivir. Eso era lo realmente importante. Respiró con ganas, disfrutando de ese pequeño placer. Se permitió un segundo lujo que echaba de menos: sonreír con calma, al tiempo que corría hacia donde estaba María.

•••••

María pudo alcanzar a duras penas al niño que dormía dentro de una canastilla, envuelto en una toquilla blanca. El agua los arrastraba mar adentro y, aunque era buena nadadora, no podía luchar contra la corriente. Sintió que el medallón empezaba a palpitar y la piedra brilló y calentó su aterido cuerpo.

—Me juraste que el día en que te pidiera ayuda acudirías a mí. No me dejes ahora, por favor, no me falles. Dame un motivo para pensar que no estoy loca, que todo lo que ocurrió en el cementerio era real —dijo mientras tragaba agua—. Por favor, deja que me vaya de aquí. Ayúdame y ayuda a este niño.

—No tengas miedo, yo te cuidaré. Déjate llevar. —Oyó decir en algún lugar de su mente.

María miró hacia todos los lados, mas no vio nadie. El agua la seguía arrastrando, hasta que empezó a hundirse; y cuando lo dio todo por perdido, se dejó llevar. Unas manos invisibles la arrastraron hasta la playa. El bebé seguía durmiendo tranquilamente en su canastilla como si nada hubiera ocurrido.

—Ya estás a salvo —dijo una voz de chica muy joven—. Tu deuda ya está saldada.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando?

—Ya lo entenderás algún día. Hoy has sido el ángel de la guarda de este niño.

Salió del agua con el niño sin saber muy bien qué hacer. No quería dejarlo solo en la calle. Entonces sintió un gran peso sobre sus hombros. Llevó su mirada hacia el medallón cuando percibió que volvía a calentarse.

—Pide ayuda —dijo de nuevo la voz en su mente.

—¡Socorro! —Gritó con todas sus fuerzas al advertir a un grupo de mujeres que paseaba por la playa—. ¡Socorro, ayúdenme! ¡Una mujer se ha tirado del castillo con este niño!

La gente llegó hasta ella en un abrir y cerrar de ojos, concentrándose a su alrededor. A partir de ese instante todo fue confuso y antes de que llegara la policía se vio arrastrada de nuevo por unas manos invisibles que la alejaban de aquel lugar. Nadie la escuchó; tampoco la echaron de menos.

Desde un lugar muy lejano dos personas observaron lo que había ocurrido. Por una parte, Grunontal gemía de rabia. Sus ojos verdes, inyectados en sangre, se agrandaron por unos segundos, su rostro se sonrojó y dejó caer una baba agria de puro disgusto. Aquella tarde la muchacha, una vez más, dio al traste con sus planes, pues había cortado los hilos de la vida, tanto de la madre como del niño.

—Maldita seas —aulló con acritud—. Ya me ocuparé de ti. Me las pagarás, María. Ese niño tenía que morir.

Por otra parte, Keilan sonreía. Sabía que María había remediado la falta que años atrás le había costado su destierro de Omm-Baerd’ang.

Su cuerpo se estremeció de gozo. Él, el noveno ángel desterrado, que había permanecido encerrado en una estatua durante muchos siglos, volvía a sonreír. Su historia de amor estaba a punto de empezar y María corría sin saber lo que el destino le deparaba.