Capítulo 13
La noche fue larga e intensa. Desde que Pedro se despidió del mundo de la mano de Il-Fewar, no habían dejado de rastrear la zona. En un primer momento, se dedicaron a buscar por los márgenes del río con la esperanza de que la espesa niebla fuera un reflejo del demonio al que se enfrentaban y viviera en el agua. Pero conforme la noche avanzaba, comprendieron que Nitya escondía muy bien su rastro.
A partir de ahí, husmearon por los alrededores de la central hidroeléctrica abandonada. Allí se habían encontrado cuatro de los ocho cuerpos sin vida de los chicos desaparecidos. Entraron en una de las estancias más grandes de la central, pues la otra permanecía tapiada, aunque lo que encontraron no les sirvió de mucho. El suelo estaba lleno botellas de cerveza vacías y la cera de unos cirios. Además de eso, había un círculo con piedras planas y en el interior del mismo, los restos de una hoguera con lo que parecía ser los huesos de un gato o un conejo. Las paredes estaban llenas de grafitis, con palabras en latín, cruces de diferentes tamaños y con el nombre de un tal Carlos dentro de estrellas de cinco puntas, escritas por doquier.
Milkaer reflexionó unos instantes y dedujo que ese tal Carlos debía ser el cura de Alcalá del Júcar, un hombre tan obsesionado con la religión, que no atendía a razones con nadie que no compartiera sus opiniones. Salieron al exterior de la central y cuando miraron hacia el cielo algo les pareció distinto. La noche no dejaba de ser inquietante: la temperatura era muy baja para esa época del año y aquella negrura que la impregnaba era diferente. Soplaba un viento helado que se les colaba por cada poro de la piel hasta dejarlos ateridos por el frío. Algo gélido rondaba por los alrededores, como si estuvieran siendo observados por un ser con vida propia, pero sin cuerpo visible. La niebla, una capa mortecina que se pegaba a la piel, iba desapareciendo conforme las horas pasaban. La noche transcurría y no habían sacado nada en claro sobre dónde se encontraban las dos chicas. La luna había cambiado de color pasando del naranja al rojo y se escondía detrás de unos nubarrones violáceos.
—¿Dónde estará? ¿Por qué se ha marchado? —comentó Keilan.
No se acostumbraba a estar sin ella. Un escalofrío duro e inhumano le atenazaba las entrañas. Tenía miedo a la oquedad que crecía dentro de él. Un vacío tan grande que dolía solo de pensarlo. Una ausencia abismal que se agrandaba por momentos. Un nuevo amanecer sin María era demasiado duro de soportar. Se sentía abandonado y celoso del destino por el tiempo que no estaba con ella.
El sol estaba a punto de rayar el horizonte. Unas nubes parduscas y cargadas de agua cubrían el cielo y la mañana se hizo más desapacible, si cabe, que la noche. El bosque se contagió de la tristeza de la mañana que estaba a punto de aparecer. La temperatura bajaba conforme salían los primeros rayos de sol. Unas gotas frías comenzaron a caer emitiendo un murmullo ensordecedor.
De pronto, sin previo aviso, la lluvia empezó a arreciar y les cogió por sorpresa en mitad del bosque.
—Deberíamos volver —comentó Milkaer.
Keilan siguió avanzando sin hacer caso del comentario de su amigo. Estaba empapado y una cortina de agua no le dejaba ver a más allá de sus narices.
—No es muy prudente estar en el bosque —insistió Milkaer.
Keilan puso los ojos en blanco; cada gota de lluvia que caía sobre él le daba fuerzas para seguir avanzando. Apretaba los dientes por la impotencia, pero eso no le distraía de su objetivo. Siguió avanzando perdido en mitad de un bosque de pinos, donde cada árbol era igual al anterior y así hasta donde la vista alcanzaba.
Milkaer se acercó hasta él y le cogió de un hombro.
—Tenemos que volver a casa. Estás helado.
—No, vete tú si quieres. Yo tengo que avanzar. Ella me necesita.
—Seguiremos buscando más tarde. Ahora tenemos que regresar y ver si han encontrado algún dato que nos facilite su búsqueda.
Keilan se revolvió. Resopló con fuerzas. Mantenía una mirada amenazante y los ojos rojos de furia.
—Keilan…
Asintió y se encogió de hombros. Trazó una mueca, queriendo simular una media sonrisa, pero en su lugar dibujó un gesto de angustia. Trató de respirar profundamente, pues desde que había salido de la casa se había olvidado de hacerlo. Sentía un nudo grueso en la garganta que no le dejaba hablar.
—Lo siento. Llevas razón. Debemos volver —pudo decir con un murmullo apagado—. Me he dejado llevar por la urgencia de encontrarla.
Fue el primero en dar media vuelta y salir en dirección al pueblo. El bosque permanecía en silencio, aparentemente quieto, si no hubiera sido por el sonido atronador del agua que les caía encima. La naturaleza parecía haber hecho un pacto de silencio con las fuerzas del mal.
Cuando estaban a punto de alcanzar al pueblo y antes de cruzar el puente, se encontraron con unas cien personas precedidas por un cura que portaba una enorme cruz marchando en dirección al bosque. Las mujeres permanecían en el centro del grupo, defendidas por los hombres del pueblo. Todas llevaban aperos de labranza, mientras que los hombres cargaban con sus escopetas de caza. Los más rezagados del grupo se entretenían poniendo ajos y cruces a lo largo del camino. El cura, un hombre casi tan alto como Keilan, aunque de hombros más generosos y bastante más gordo que él, de unos cincuenta y tantos años, pelo ralo y gruesos labios, instigaba al gentío enardecido que le seguía. Iba vestido con sotana y alzacuello, y sus ojos brillaban hasta rozar el delirio. Un niño de no más de diez años, que probablemente fuera el monaguillo del pueblo, llevaba un recipiente con agua bendita que dispersaba por el camino con una cucharita de plata.
Iba encogido de frío, aunque sus ojos mostraban más miedo que entumecimiento por las bajas temperaturas de la mañana. Llevaba un anorak de color azul verdoso con una capucha que le tapaba prácticamente toda la cara, dejando entrever a la perfección la palidez de su rostro y sus ojos oscuros, remarcados por unas ojeras que le llegaban hasta las mejillas. De vez en cuando miraba hacia el hombre que había a su izquierda para descansar unos segundos, pero el cura insistía en que siguiera el camino que el Señor le había encomendado.
—Vade retro, Satanás —gritaba el cura, inmisericorde pese al cansancio del niño.
—Vade retro, Satanás —contestaba la multitud en letanía.
—Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis —decía el cura seguido por la multitud que elevaba sus ojos al cielo con rosarios colgados del cuello—, sub tumm praesidium configimus, Deus pater de coelis: nostras deprecationes ne despicias in necesitatibus, sed a periculis cunctis liber nos semper, miserere nobis, Criste audinos.
Keilan paró unos instantes para contemplar a la multitud que se acercaba hacia el puente. En su rostro había una mueca de sorpresa.
—¿Por qué utilizan el latín? ¿Y por qué llevan crucifijos al cuello?
Nunca lo he entendido.
—¿No te acuerdas de tu vida en Florencia? —inquirió Milkaer con sorna—. No has caído hoy del cielo y, aunque lleves muchos años fuera de circulación, debes estar al corriente de cómo se las gastan algunos curas.
Keilan torció el labio y entrecerró los párpados. Apretó los puños con fuerza e hizo rechinar los dientes de rabia. Recordó entonces el poco tiempo que vivió en Florencia, cuando conoció a María y decidió abandonar sus alas para dedicarse en cuerpo y alma a ella. Ya le era difícil aceptar ciertas cosas en 1457, una época marcada por la superstición, pero a cambio tenía hombres con muchos deseos de conocimiento. Fue profesor no solo de María, sino de muchos otros que posteriormente fueron grandes pintores, escultores y arquitectos.
Todavía conservaba algunos bocetos que Sandro Botticelli hizo con doce años a María, pues según decía, la belleza de la muchacha tenía que contemplarla el mundo entero. Y ahora volvía, después de quinientos cincuenta años, a un lugar totalmente diferente donde nada había cambiado.
—Sí —contestó Keilan—, recuerdo muy bien ese tiempo. El poder está en manos de unos pocos y el pueblo sigue siendo ajeno a las decisiones importantes. No dejan de ser meras obreras que trabajan para la hormiga reina.
—¿Acaso piensas que los ángeles somos superiores en ese aspecto a los humanos? Larma lo tiene todo perfectamente organizado y nosotros nos amoldamos a su plan perfecto. Nosotros no nos diferenciamos tanto de los humanos.
La muchedumbre recitaba las letanías en latín del cura, que tenía los ojos puestos en el cielo encapotado, quizá esperando una respuesta divina que solventara el problema que llevaba años asolando al pueblo. El poder en manos de locos como Carlos, pensó sin dejar de mirar a las mujeres que se aferraban con desesperación a las palabras inútiles del cura. Entonces sintió un escalofrío que le recorrió la espalda.
Milkaer suspiró y se aferró al arco que llevaba colgado de la espalda. Tenía que haber previsto que esto sucedería tarde o temprano.
—Desgraciadamente el cine, muchos sectores de la iglesia y algunas novelas han propiciado que la gente salga a cazar vampiros, con cruces, ajos, agua bendita y letanías en latín —contestó Milkaer resignado—. Aún se sigue pensando que los vampiros no se pueden reflejar en los espejos y que el sol acaba con ellos.
Keilan miró de reojo a su amigo. No sabía si Milkaer le estaba gastando una broma o si era cierto lo que decía. Al final comprendió que no bromeaba. Frunció el ceño.
—¿De dónde se han sacado que a los vampiros no les puede dar el sol? Eso es absurdo —alzó la voz—. Es cierto que si a los vampiros les diera el sol en su piel comprobarían realmente por qué son demonios. El sol refleja todo lo malo que hay en ellos.
—Sí, pero ellos no tienen nuestros conocimientos.
—¿Por qué no has tratado de enseñarles cómo acabar con un demonio?
Milkaer se detuvo uno instante, observó a Keilan y después al cura que gritaba enloquecido. En su mirada no había ni un atisbo de cordura. Keilan asintió.
—Entiendo —contestó sin dejar de mirar a Carlos—. Pero eso tampoco te exime de buscar ayuda en otros lugares.
—¿Sabes cuántas puertas he tocado después de que Carlos me echara de la vicaría? Muchas veces salía con la tarjeta de un psiquiatra para que atendiera mi supuesta esquizofrenia. Marta y yo hemos visitado cantidad de iglesias buscando a alguien que nos quisiera creer. La multitud llegó hasta ellos y Carlos fue el primero en hablar.
—El Señor nos librará de toda amenaza. —Sus ojos ausentes estaban enrojecidos; su voz era dura y seca—. Dominus pascit me, et nihil mihi deerit —decía y se callaba para recibir la contestación por parte de la multitud—. Rezad y alzad vuestros corazones hacia Dios porque él os librará de todo mal. Uníos a nosotros para que nada os pueda pasar. Gracias al Altísimo hemos conseguido que esta noche el demonio no se lleve a nadie.
Keilan contrajo el rostro en una mueca de dolor. Tragó saliva con dificultad. Abrió la boca para contestarle, pero Milkaer se le adelantó.
—Nosotros hemos sufrido la pérdida de una amiga esta noche.
El cura bajó la cruz al suelo para sacar un rosario del bolsillo de su sotana. Lo bendijo con agua que llevaba el niño que había a su lado y después profirió unas palabras que no se entendieron. Lo besó y después se lo entregó a Milkaer.
—El señor te ha castigado por blasfemo —puso los ojos en blanco—. Pídele perdón, arrepiéntete, Milkaer, y entrarás en el reino de los cielos. De nada sirven esas flechas contra la palabra del altísimo. Reza por su alma, porque ella estará con él en estos momentos.
—En eso te equivocas —contestó Keilan, molesto por la convicción con la que hablaba Carlos y por lo obediente que resultaba el gentío que le rodeaba—. Ese demonio que anda suelto aún no ha actuado.
—¡Blasfemo! —Exclamó el cura—. Arrepiéntete antes de que sea demasiado tarde para ti. Todavía eres joven. ¿Cómo sabes que aún no ha actuado? ¿Qué negocios tenéis con el demonio que podéis mantener una charla con él?
Milkaer volvió a tomar la palabra antes de que Keilan metiera la pata y el pueblo se les echara encima por blasfemos.
—Perdona a mi amigo, Carlos. La chica que ha desaparecido es su novia. Está un poco confundido, además de cansado. Gracias por vuestra ayuda —cogió el rosario que le ofrecía Carlos—. Llevamos toda la noche buscándola, aunque no la hemos encontrado.
Tras aquellas palabras Carlos cayó al suelo de rodillas, puso los ojos en blanco, entrando en un estado de trance y comenzó a rezar. La multitud lo siguió, pero el cura, sin dejar de mirarlos ni de rezar, esperaba que aquellos dos ángeles siguieran los pasos de la gente.
—El demonio no volverá hasta el año que viene —dijo después de rezar.
Keilan seguía mirándolo desconcertado.
—El señor me ha contado que se ha librado del demonio —dijo de pronto Carlos. Se levantó con pesadez. Se giró hacia la multitud, que seguía arrodillada. Puso la palma de la mano boca abajo en señal de perdón—. Podéis ir en paz.
Poco a poco, la gente se fue levantando y abandonando aquella escena absurda. Los hombres se acercaban a sus mujeres para comprobar que estaban bien, mientras que los hijos se cogían de la mano de sus padres. Algunas mujeres se pusieron a llorar aliviadas por seguir conservando a sus pequeños un año más. Carlos fue bendiciendo a cada familia que se le acercaba, incluso a Milkaer y a Keilan, antes de que regresaran a casa.
Milkaer miró nuevamente a Keilan, que caminaba cabizbajo y arrastraba los pies.
—Si hubieras hablado es posible que ahora estuviéramos metidos en un buen lío. Hay que dejar las cosas como están. No queremos que ningún humano salga perjudicado en una lucha que no es suya.
Keilan caminaba detrás de Milkaer involuntariamente, sin saber muy bien dónde ponía el pie, absorto en sus pensamientos. Ni siquiera fue consciente de haber llegado a casa ni tampoco de que Marta y Yunil los esperaban con noticias frescas acerca de Nitya. El comedor estaba lleno de largos rollos de seda y de papiros que Marta y Yunil habían subido de la biblioteca.
Marta se tiró al cuello de Milkaer, al tiempo que él la abrazó con todas sus fuerzas.
—Cuando os fuisteis recordé un símbolo que llevaba en el pecho la mujer que se llevó María porque a Llanos le había llamado mucho la atención. Me lo describía una y otra vez —dijo Marta atropelladamente—. Nitya llevaba una cruz gamada, aunque estaba incompleta.
—¿Una cruz gamada? —preguntaron extrañados Milkaer y Keilan a la vez. Después miraron a Yunil, quien se encogió de hombros.
Yunil también se había hecho esa misma pregunta. Tenía varios volúmenes de rollos de papiro desplegados sobre la mesa.
—Suastika o «buena suerte» —dijo Keilan ensimismado, traduciendo literalmente su significado—. Ese símbolo es una forma sobrehumana. ¿Estás segura de eso, Marta? —preguntó con temor y frunciendo el entrecejo.
—Sí. Ella llevaba una cruz incompleta en el lado del corazón.
—Pero eso es imposible —repuso Keilan mirando a Milkaer y a Yunil—. Ese es el símbolo de Larma y de Grunontal.
Keilan sintió el peso de sus hombros. Trató de recomponer en su mente la información que tenía. Yunil se colocó al lado de su amigo y le puso una mano en el hombro. Se sentó, soltando una pluma de su ala. La pluma comenzó a escribir sola siguiendo los pensamientos del ángel.
Marta se dirigió a la cocina para preparar dos tazones de alas angelicales.
—Pero si vamos más allá de su significado literal, encontramos que también puede significar «lo infinito» o «el poder del tiempo» —dijo Yunil.
Keilan se sentó al lado de su amigo para echar un vistazo a unos símbolos que le indicaba.
—Según Marta —prosiguió Yunil—, al símbolo que lleva Nitya le falta el brazo izquierdo, el brazo que está relacionado con el corazón.
—Si eso es así —añadió Keilan—, ¿podemos suponer que ese símbolo que está incompleto no surta el efecto que tiene en Larma y en Grunontal y por lo tanto no sea del todo inmortal?
Yunil frunció los labios porque no estaba muy seguro de esa pregunta.
Keilan sonrió por primera vez desde que María había desaparecido. Sus ojos negros recuperaron la vida perdida por su ausencia.
—Nitya —siguió hablando Yunil—, al contrario que Larma y Grunontal, debe de tener un punto débil. O por lo menos es lo que nos dicen nuestros escritos. La cruz gamada ha de estar completa para que su forma exprese todo su poder.
Milkaer, que permanecía con las piernas cruzadas y las manos apoyadas en su regado, se incorporó de su asiento. Keilan lo miró extrañado.
—¿Qué pasa, Milkaer?
—Acabo de acordarme de una historia —respondió con el gesto contraído— que hasta ahora pensaba que no era más que un cuento absurdo. Antes de que vosotros dos nacierais, los ángeles más viejos nos contaban a los más jóvenes una historia para que no saliéramos de las murallas sin la supervisión de un adulto. Según decían, un espectro con forma de mujer rondaba nuestro reino para atrapar a un ángel joven para beber su sangre y alcanzar la juventud eterna. Ellos decían que tenía la misma esencia que Grunontal y Larma, pero que era incompleta porque por sus venas no corría sangre pura de ángel. Siempre pensé que eran cuentos para darnos miedo…
Marta llegó corriendo al comedor y se sentó junto a su padre. Portaba una bandeja con unas tazas y una tetera.
—Tenéis que reponer fuerzas antes de que volvamos a salir de nuevo. El tiempo se nos echa encima.
Milkaer miró a Marta. Aunque no había crecido ni siquiera un centímetro desde la noche anterior, observó en ella una madurez inusual para su edad.
—No me mires así, papá, porque esta vez saldré a buscarlas con vosotros. Soy la única que ahora puede comunicarse con Llanos mentalmente.
—Aunque quisiera nada podría retenerte aquí.
Yunil y Keilan seguían estudiando los textos que Milkaer poseía, Al tiempo que Marta miraba a Keilan. Ella jugueteaba con sus rizos y cantaba una nana, mientras que con la otra mano cogía un lápiz y una hoja en blanco para garabatear. Reprodujo la imagen de la mujer que había visto en sus sueños. Keilan y Yunil la observaban sin dejar de mirarse.
—¡Qué tiene que ver Grunontal en todo esto! —exclamó Keilan.
—No, ella le dijo a Llanos que se llamaba Nitya.
Milkaer dejó la bandeja en la mesa. Contempló con detenimiento el dibujo que había hecho su hija y después miró a sus amigos.
—¿Nitya y Grunontal son gemelas como Llanos y Marta? —se preguntó.
—Puede ser, aunque no entiendo por qué una de ellas es incompleta —respondió Keilan levantándose de su silla para acercarse hasta la bandeja y tomar un sorbo de alas angelicales.
Inmediatamente la expresión de su rostro se transformó y adquirió un brillo inusual.
—Lo único que sabemos es que Grunontal es tan poderosa como Larma. ¿Es posible que Nitya sea la que lidere a los demonios? —reflexionó Milkaer unos instantes.
—Lo que sí sabemos es que Grunontal no los lidera —respondió Keilan—. Y que ambas tienen más cosas en común entre ellas que con Larma.
—Si Nitya y Grunontal tienen un poder muy similar y suponiendo que Nitya no sea indestructible ni inmortal, ¿para qué necesita exactamente a María? —preguntó Yunil.
Keilan tragó saliva, apretó los puños y se encogió de hombros.
—No lo sé. Puede ser que la historia de Milkaer sea cierta…
—Entonces —se dijo Milkaer, asombrado, porque nunca había dado mucho crédito a las historias de los más antiguos—, ¿los cuentos que escuchaba cuando era pequeño eran ciertos? Existe esa mujer que busca un ángel para vivir eternamente… Necesita la sangre de María…
—¿Ya habéis terminado? —preguntó Marta como si aún no fuera muy consciente de la gravedad de la situación.
Keilan apartó la taza con desgana.
—Sí.
—¿Nos podemos marchar ya o seguimos buscando más datos? —insistió Marta.
—Antes de salir, deberías…
—Ya tengo mi arco y mis flechas preparadas, papá —dijo Marta interrumpiendo a Milkaer—. Están en la puerta de la entrada. —Se acercó hasta la entrada y cogió una flecha de plata que brilló con intensidad en esa mañana triste y cenicienta—. Las he cargado como tú me enseñaste: sal gema y azufre.
—¿Estás preparada, pequeña? —le preguntó Milkaer.
—Sí —contestó la niña sin temor—, estoy preparada para buscarlas.
Milkaer asintió. Fue el primero en salir a la calle, seguido de Keilan, Yunil y de Marta, y desde allí pusieron rumbo de nuevo a la otra parte del río.