Capítulo 11
De camino a casa, Milkaer explicaba a María por qué no debía acercarse a las casas abandonadas que había más abajo siguiendo el río. En Tolosa, una semana al año, ocurrían fenómenos extraños. No había un día concreto, pero se sabía que pasaban cosas raras cuando algún chico o chica desaparecía con la primera niebla espesa del año. El último en hacerlo fue un niño de casi nueve años, amigo de Marta, llamado Pedro. La policía había estado investigando la zona, a los habitantes de Tolosa y a los de los pueblos de alrededor, aunque después de ocho años de fenómenos extraños, aquellos sucesos seguían sin resolverse.
—¿Este año ha habido alguna desaparición? —preguntó María.
—No, aún no ha llegado la niebla —contestó Milkaer—, pero presiento que está a punto.
—¿Tú crees en fenómenos extraños?
—¿Tú no?
María se detuvo para mirarlo a los ojos.
—Yo siempre he pensado que eran imaginaciones mías y ya veo que no.
—María, hay ciertas cosas que son difíciles de creer si no las ves, pero eso no significa que no existan, ¿verdad?
María quiso preguntarle por Llanos, aunque por el gesto que le hizo Milkaer zanjó el tema ahí. Había tanto dolor en su mirada que no quería importunarlo con más preguntas. Milkaer, el último ángel desterrado, había llegado a la Tierra buscando fenómenos inexplicables para los humanos. Durante mucho tiempo persiguió hombres lobos, genios y demonios, pero llevaba más de ocho años buscando al rey de la noche; un vampiro que había viajado del norte de Inglaterra a tierras más cálidas. Persiguiendo demonios fue como viajó hasta Tolosa y como conoció a Marta, su mujer, y donde decidió instalarse como cazador. Hasta el momento había cazado a varias vampiras sin importancia por la zona, pero aún no se había hecho con el vampiro dominante. Con la llegada de Keilan tuvo la esperanza de que pudieran darles caza de una vez por todas.
Al llegar a la casa, Keilan acostó a Marta en su cama. María lo esperaba sentada en el sofá y se imaginaba cómo sería el primer beso. Se acariciaba los labios con la yema de su dedo. No tenía muy claro cómo debía abordar el tema y, después de pensarlo mucho, decidió escribir una nota para entregársela. Se acercó hasta una mesa pequeña azul con dos sillas donde había unos dibujos que habían hecho las niñas. Buscó algún folio en blanco que le sirviera para escribir. Cogió varios lápices de colores e hizo una nota con ellos. Cuando hubo terminado de escribir, Llanos apareció con un bolso rosa lleno de trastos y se acomodó en sus rodillas.
Empezó a sacar collares, un cepillo y pasadores del pelo. Cogió el cepillo para cepillar el pelo a María.
—Esta noche tienes que estar guapa. Marta y yo tenemos muchas cosas, ¿quieres que te prestemos alguna? —le colocó uno de los pasadores en un lado y en el otro le puso una flor que había cogido del jardín.
—Como quieras —se apresuró a guardar la nota en el bolsillo de su pantalón.
—¿Eso que has escrito es una nota para Keilan? —dijo alzando la voz para que se oyera en toda la casa.
—Sí, pero no le digas nada —se llevó el dedo índice a la boca para que hablara más bajo—. Estoy un poco nerviosa, ¿sabes?
—Si quieres yo se la puedo dar —se inclinó hacia María para colocarle dos collares con cuentas de cristal—. A mí se me dan muy bien esas cosas. Una vez le escribí una carta a Marta para un novio que tuvo que se llamaba Pedro, pero a los dos meses él se fue y Marta se quedó sin novio. Yo a veces lo veo, pero no le digo nada a Marta porque ella está muy triste desde que se marchó.
—¿Cómo es que lo puedes ver y Marta no? ¿Dónde está?
—A veces lo veo por casa, otras en el jardín y algunas veces por los árboles. Me da un poco de pena porque ya no puede hablar con sus papás y yo le hago compañía, aunque cuando aparece Marta, él se va a descansar.
Llanos se acercó hasta el arco de la entrada del comedor cuando escuchó que Keilan bajaba por las escaleras y se tropezó con una muñeca que su hermana había abandonado en la escalera.
—Ya viene. ¿Quieres que le dé la nota?
—Dásela cuando nos marchemos a dormir. Dile que lo espero en la roca. Él sabrá de qué le hablo.
Llanos comenzó a balancearse en una pequeña mecedora que había al lado de la mesa azul.
—En esa roca se enamoraron mis papás. Marta y yo vamos muchas veces allí.
—Por eso quiero que sea allí. Me gustaría que fuera un momento especial.
—¿Qué te gustaría que fuera especial? —preguntó Keilan cuando entró en el comedor y volvió a tropezar, esta vez con un collar que Llanos había dejado caer al suelo.
Llanos le quitó la nota a María y salió corriendo con su bolso colgado y vacío de trastos. Al llegar hasta Keilan, le mostró la nota para después esconderla debajo de su camisón. Reía a carcajadas, con una mano cubriéndose la boca, tratando de disimular lo que se traía entre manos.
—¿A que no adivinas lo que tengo? Esta noche te lo daré. No te duermas hasta que no vaya a darte un beso, ¿vale? —dijo jugando al sambori y dando vueltas a su alrededor.
Después salió del comedor para subir a su habitación.
María se levantó, lo miró con nerviosismo y disculpándose, subió a la habitación de Marta a esperar que Milkaer se fuera a la cama para poder salir a pasear tranquilamente. Al llegar a la habitación, Llanos dormía junto a su hermana. Tenía el puño cerrado con la nota dentro. María se tumbó en la cama de Llanos. Enseguida se quedó dormida. A media noche, sintió que unos ojos la observaban fijamente. Llanos estaba sentada al borde de la cama, haciéndole una trenza.
—¿Nos vamos ya? Seguro que te está esperando en la roca. —Llanos se mostraba impaciente.
—Pensaba ir yo sola, si no te importa.
María se incorporó en la cama. Llanos le puso un lazo azul en la trenza. Soltó un aullido que retumbó en toda la casa.
—Pues sí, me importa —contestó frunciendo el ceño y dejando que el labio de abajo le temblara como si estuviera a punto de llorar—. Primero quieres que haga el trabajo sucio y después me despachas como si no te importara nada. Además, yo me sé un atajo y no molestaré, te lo prometo. Será como si no estuviera. Soy muy buena.
—Vale, vamos antes de que sea más tarde. —María no se había desvestido para acostarse en la cama, pero antes de salir a pasear se puso un abrigo blanco.
Llanos cogió su bolso vacío y empezó a bajar las escaleras. Abrió la puerta de la calle, salió al jardín y esperó a que María la siguiera.
La noche clara se había transformado en una noche desapacible. Todo había cambiado. La luz de la luna era anaranjada, las estrellas brillaban sin fuerza, los perros ladraban desesperados y la noche palpitaba inquieta. Una niebla densa apareció de pronto, cubriendo el río y una parte del pueblo. La temperatura siguió subiendo hasta alcanzar los cuarenta grados, haciendo la noche más asfixiante. María se estremeció al pensar en la historia que había contado Milkaer.
—Enséñame ese atajo, por favor. Tengo que encontrar a Keilan, podría estar en peligro.
—Sígueme.
Llanos se volvía de vez en cuando a recoger algo que dejaba en el camino o se entretenía contando el manto de hojas que cubría el suelo. —Deprisa, tenemos que ir más deprisa —dijo María tirando de la pequeña.
María corría por entre los árboles, siempre atenta a las indicaciones de la niña. Conforme bajaban el cauce del río y se acercaban a la hidroeléctrica abandonada, la niebla se iba haciendo más densa y pegajosa. El río comenzó entonces a desbordarse y una sustancia viscosa inundó el aire de un olor pestilente. Se llevó una mano a la nariz tratando de permanecer serena. Le costaba respirar con normalidad, pensar tranquilamente, y cuando la niebla ya no les dejó avanzar, se detuvo unos instantes a descansar. Se llevó la mano al medallón y lo sintió palpitar. Le vino a la mente la imagen de Keilan.
Una luz verde llegó desde detrás de un pino. Una mujer de movimientos elegantes y perturbadores, de no más de treinta años, paseaba junto a un niño.
—Hola, Pedro —saludó Llanos—. Mi amiga María y yo estamos paseando. ¿Tú también paseas?
María levantó la vista. Jadeaba y se llevaba una mano al pecho para tratar de recuperar la respiración. Los ojos verdes de la mujer alumbraban con inquietud en la noche espesa. La niebla desapareció momentáneamente, y María comenzó a respirar con normalidad. La temperatura bajó a casi cuatro grados en menos de un segundo. La mujer olfateó el aire, dejando escapar una sonrisa perfecta.
—Me llamo Nitya —dijo la mujer de voz delicada. Sus palabras eran murmullos que se mezclaban con el silencio de la noche—. ¿Qué haces tan tarde por aquí? No sabes que es peligroso andar sola por la noche.
—Busco a un amigo —dijo sin titubear.
La presencia de la mujer no le producía ningún miedo, a pesar de saber que el niño que llevaba de la mano estaba tan muerto como Llanos. Y si el niño estaba muerto, quizás ella fuera un ser especial como Llanos. Recordó que en alguna parte había escuchado la palabra Nitya.
Sí, en sánscrito significa eterno, sin fin, indestructible, pensó. ¿Sería acaso aquella mujer un ser indestructible como su nombre indicaba? Su pelo empezó a brillar y el medallón a latir con intensidad. Algo en su interior le decía que se marchara porque su vida corría peligro. Entonces sintió una corriente gélida en su estómago. Se mordió el labio y se dio media vuelta.
—Pobre niña, ¿habías quedado con alguien y te ha dado plantón?
María se giró sobre sí misma. El corazón le latía con fuerza.
—¿Cómo sabes eso? ¿Dónde está?
—Yo lo sé todo, pero has de confiar en mí.
Nitya, la mujer de belleza arrebatadora, vestía una túnica a juego con sus ojos verdes que llevaba un bordado de una cruz gamada e incompleta en el lado del corazón. Era una mujer de apariencia frágil, de facciones finas y sin una arruga en el rostro. Su piel era muy clara, dejando ver unas pequeñas venas. Sus labios poseían un tono azulado que los hacía muy sensuales. Tenía el pelo negro y largo hasta casi la cintura y muy lacio, recogido a ambos lados con dos horquillas doradas. Sus manos eran grandes y estaban bien cuidadas.
—¿Me dejarás que hoy me vaya a mi casa? —Preguntó de pronto el niño que llevaba cogido de la mano—. Llanos te ha traído a una chica nueva. Yo se lo pedí.
—Ella ha venido porque quería, no porque tú me lo hubieras dicho —respondió la niña ofendida—. Yo no estaba jugando contigo.
—Llanos —dijo María temiendo lo peor—, ¿le has dado la nota a Keilan?
Llanos se quedó pensando por un instante. Se llevó un dedo a la sien, arrugó la frente y contestó con una gran sonrisa:
—¿La nota? —Preguntó sacándola de su camisón—. Yo le dije que no se durmiera hasta que yo fuera a darle un beso.
—Joder, Llanos, esto no era ningún juego. Me dijiste que se la darías.
—¡A mí no me grites! Yo no tengo la culpa de que no se haya despertado…
María se dio la vuelta. Necesitaba huir de aquella situación, pero estaba paralizada de cintura para abajo. Sus pies no le respondían como deseaba.
—Corre, Llanos, corre a pedir ayuda.
La niña la miró sin entender muy bien por qué tenía que correr.
—¿Por qué no corres tú? Yo estoy cansadita —se acercó hasta Pedro—. ¿Vamos a sentarnos?
—¡Yo quiero ver a mis papás! —protestó Pedro, sombrío—. Estarán preocupados. Esta tarde cuando salí de casa, mi mamá me dijo que no me moviera de la puerta.
María intentó tragar saliva, gritar, hacer cualquier cosa para que Keilan la escuchara. Nitya miró el cielo. Eran casi las doce de la noche, era su hora. Su reinado daba comienzo en ese preciso instante.
El río comenzó a agitarse, siguiendo sus órdenes. La niebla se hizo más densa y María empezó a perder el conocimiento. Nitya se le acercó por detrás y antes de que cayera al suelo, la olfateó. Dio un respingo, retrocediendo un paso atrás, asustada.
Maer-Aeng, pensó, el ángel al que engañé y que perdió sus alas. No me recuerda, pero yo sí me acuerdo de su olor perfectamente. «¡Sangre pura!», exclamó atónita, relamiéndose los labios. Si ella me ofrece su sangre, podré vivir eternamente y hacer honor a mi nombre.
Hacía muchos siglos que no se había encontrado con un ángel. La última vez fue cuando los demonios perdieron la guerra y subió al reino de Siri-Antiac para ver a su padre. Entonces la engañó para que abandonara su misión y las murallas de la ciudad. Escuchó los llantos de los más pequeños que se encontraban en peligro. Nitya tenía la excusa perfecta para hacerse con su sangre y vivir eternamente. Pero antes de acabar con ella, Maer-Aeng fue sorprendida y castigada, mientras Nitya desaparecía instantáneamente.
Ella no corría la misma suerte que sus dos padres, Larma y Grunontal, de ser inmortales, así que decidió hacer trampas al destino y apropiarse de la sangre de un ángel. Durante siglos consiguió vivir gracias a la sangre que le proporcionaban los humanos, pero eso no era más que un pequeño aperitivo que no mitigaba su dolor, pues solo lograba vivir un año más. Miró a Pedro con desdén. Le enseñó sus dientes afilados y plateados, que brillaron bajo su tez pálida y hermosa.
—Ya te puedes marchar a casa. No te necesito. —Después desvió la mirada hacia Llanos. Se dirigió hacia la pequeña con voz aterciopelada—. ¿Quieres disfrutar de lo que tu papá y tu hermana tienen pero que a ti no te dejan gozar?
Llanos la miraba sin pestañear.
—Vale. ¿Qué tengo que hacer?
—Acompáñame —respondió dándose media vuelta.
—Pedro —le dijo Llanos—. No quiero que llores. Tú espérame aquí, que enseguida vuelvo y jugamos un ratito. María es un poco aburrida. Se ha dormido y no hay quien la despierte.
—¡Deja ya de hablar con ese desgraciado! —exclamó Nitya.
Su pelo negro empezó a ondear con vida propia y, señalando hacia María, que yacía en el suelo sin sentido, la levantó mágicamente y la transportó hasta su guarida. Llanos la seguía sin mirar hacia atrás, tarareando una nana que su hermana Marta le cantaba todas las noches.
—¡Qué bien, por fin voy a ser como papá y Marta!
—No —la corrigió Nitya—. Serás mejor que ellos. Si me haces caso, muy pronto lo descubrirás. Ya verás.
—Ummm… ¿Mejor que papá y Marta? —Con el dedo índice de su mano derecha tamborileaba su mejilla—. Cuando me vean no se lo van a creer.