Capítulo 12
(Día tres)
Keilan soñaba; su cuerpo estaba tenso, sus delicados labios se contraían en una mueca dolorosa, se debatía agitado sin saber muy bien por qué. Segundos después, supo que estaba inmerso en una pesadilla de la cual no podía salir, como tampoco podía hacer nada para remediarlo. Era consciente de ese mal sueño y no podía controlar nada de lo que sucedía a su alrededor. Era un muñeco en manos de un absurdo delirio que decidía por él lo que tenía que hacer en todo momento. Intentaba abrir los ojos, se mordía el labio con fuerza, pero seguía sumido en esa profunda irrealidad.
—¡Ahhh! —soltó un grito al sufrir una fuerte descarga que le hizo estremecer de dolor. Trató de relajarse, respiró profundamente y se abandonó a su suerte.
Corría con su viejo traje de ángel y sus flechas colgadas a la espalda, buscando un tesoro que no llegaba a alcanzar. Trataba de localizar un punto concreto, aunque sin un mapa que le dijera hacia dónde tenía que dirigirse. La tarea le resultaba muy complicada, ya que a veces se movía por una playa completamente desierta, otras se desplazaba por un paraje agreste y otras caminaba por medio de una avenida de una ciudad no muy grande. Y así, minuto tras minuto, volviendo a empezar de nuevo desde el principio, corriendo por los mismos lugares una y otra vez. No quería impacientarse, no podía desesperarse, se decía, no si después de todo encontraba lo que andaba buscando. Al fin pudo percatarse de qué se trataba. María se encontraba perdida en medio del claro de un bosque, iluminada por el reflejo de unos ojos que no eran los suyos. Ella suplicaba que la auxiliara. Se alegró al fin de verla a lo lejos y cuando ya creía que podía tocarla con su mano, desapareció de su vista.
Empezó a inquietarse y el sueño se hizo más oscuro, tanto que lo inundó en un manto opresor que no lo dejaba ni respirar. Entonces volvió a estar encerrado dentro de la estatua, pero esta vez era diferente, porque era para siempre. Grunontal lo tenía atrapado en una habitación de su palacio y se reía de él sin piedad. Continuamente le hacía la misma pregunta: ¿Me quieres? A lo que él contestaba con un no rotundo, sabiendo que esa no era la respuesta para salir de su prisión.
María estaba a su lado, ausente, pero ya no era como la recordaba, sino que su rostro mostraba un aspecto totalmente diferente. Estaba pálida, ojerosa y había perdido los reflejos dorados. Él trataba de gritar su nombre, aunque tenía un nudo que atenazaba su garganta y no lo dejaba hablar. Después de desesperarse hasta límites insospechados, donde la razón ya no da más de sí, Grunontal se acercó lentamente a María.
Su pérfida boca se contrajo mostrando unos colmillos bien afilados. Lanzó un alarido y sus dientes rechinaron. Por unos instantes dejó de latirle el corazón. Se miró de pies a cabeza, pero sentía que su cuerpo aún seguía con vida… Pom… pom… volvía a tener pulso. Pero el sueño no acababa ahí, pues Grunontal se abalanzó con deseo encima del frágil cuerpo de María. Puso sus yemas en la yugular, allá donde la sangre latía con más intensidad, sin dejar de mirar a Keilan a los ojos, sonriendo con esa mueca siniestra que ponía cuando algo se le metía entre ceja y ceja.
—No… vampiros… —pudo decir al fin antes de que Grunontal alcanzara su objetivo.
Se despertó a media noche. Escuchó las doce campanadas de la iglesia. Ton… ton… repiqueteaban sin cesar en sus sienes, una tras otra, ton… Ton… insistiendo en despertarlo completamente, ton… Ton… le avisaban de que debía salir a cazar cuanto antes. Tenía las sábanas empapadas de un sudor pegajoso, aunque temblaba de frío. Se llevó una mano a la frente. Su boca reseca no podía emitir ningún sonido. Sentía un zumbido. Se levantó aturdido, las piernas le temblaban porque presentía que María lo necesitaba.
Tuvo que sujetarse a la cama para no caer al suelo. Miró por la ventana y, efectivamente, la luna anaranjada, casi llena, brillaba con más intensidad que nunca, marcando la llegada del vampiro. Una niebla parda cubría la totalidad del pueblo, impidiendo ver a más de dos metros por delante de sus pies. El aire se volvió asfixiante, en el ambiente de la calle se respiraba inquietud, ya que la hora señalaba el inicio de una nueva caza. Se levantó con el corazón latiéndole a mil y sin encender las luces de casa, subió a la habitación de Marta y de Llanos.
Milkaer también se había levantado, presintiendo que algo no marchaba bien. Buscaba por debajo de la cama, dentro del armario y en un baúl grande donde guardaba Marta sus juguetes alguna pista sobre María y Llanos.
Marta se había despertado gritando, llamando a su hermana. Milkaer corrió a su lado, aunque ella lo rechazó.
—No está, Marta —le dijo Milkaer pasándole una mano por la cabeza para tranquilizarla—. ¿Sabes dónde han ido?
Marta gimió pegando palmotadas al aire. Después de llamar repetidamente a su hermana, se incorporó en la cama. Se abrazó a su padre con fuerza. Hundió su cabeza con un gesto nervioso en el pecho generoso de Milkaer.
—No —lloró la niña desconsoladamente—, no lo sé. Ella nunca se marcha sin mí. ¿Por qué, papá, por qué se ha ido? Ya no la siento… —Agarró la mano de su padre para ponérsela en el pecho. Efectivamente, su corazón latía sin ritmo y muy débil.
Repentinamente se levantó y fue hacia un ventanal. Trataba de localizar en los sonidos de las sombras algo que le dijera dónde estaba su hermana.
—Tienes que pensar, Marta, María también ha desaparecido —intervino Keilan, nervioso por la situación. Se frotaba las manos con insistencia, quizá porque quería despertarse de ese mal sueño, pero las cosas no funcionaban así. Estaba despierto, estaba viviendo otro mal trago que la vida se empeñaba en ofrecerle. ¡Parecía tan fácil cuando se encontró con María, que esperaba que todo continuara de la misma manera! Ella se había subido a su furgoneta por voluntad propia y aunque habían tenido alguna diferencia, todo marchaba sobre ruedas. Nada hacía presagiar ninguna contrariedad. Ahora era cuando empezaba a tener realmente la pesadilla. Tragó saliva, apesadumbrado.
Marta se echó de nuevo a los brazos de su padre buscando el consuelo por la pérdida de Llanos. Muy en el fondo sabía que su hermana estaba en peligro y que, por mucho que ella llorara, nadie se la devolvería.
—Papá, no dejes que le hagan daño, por favor. Hay una mujer que quiere aprovecharse de ella —siguió gimiendo Marta con un hilo de voz. Le temblaban los labios y las manos.
—¿Cómo es la mujer? —preguntó Keilan.
—Tiene un vestido verde —explicó Marta algo más calmada. Llanos trataba de comunicarse con ella—, y un pelo muy largo y negro que se mueve como el viento y que tiene vida propia. María está durmiendo en el suelo y a su lado está Llanos y mi amigo Pedro, que pide a la mujer ver a sus papás…
—¿Y qué más? —insistió Keilan.
—Ya no veo nada más, papá. Llanos se ha ido, está enfadada y no quiere saber nada de mí.
Milkaer se levantó sintiendo un gran peso sobre sus hombros.
—Hay que llamar a Yunil —le dijo a Keilan—. Voy a salir a cazar y alguien tiene que quedarse con Marta. Tú vendrás conmigo.
Bajaron hasta el comedor para llamar a Yunil. Hicieron una estrella de cinco puntas en el suelo y colocaron en el centro una flecha para hacerle ver que esa noche habría caza.
Yunil, tras estudiar la situación y hablar con otros ángeles, apareció enseguida. Llevaba un arco a la espalda con un carcaj cargado de flechas de plata.
—Se llama Nitya y hasta ahora no hemos sabido de ella porque está protegida por alguien —dijo Yunil—. Lo siento, es lo único que podemos decirte. Hemos investigado hasta encontrar un dato de ella en la antigua Mesopotamia. Después se perdió su rastro. Es un misterio.
—¿Crees que Grunontal está detrás de esa Nitya? —preguntó Keilan. El color de su piel había pasado del tostado al blanco marmóreo.
—Es posible, pero no te lo puedo asegurar —contestó Yunil, desolado—. Sabes que la mano de Grunontal es larga, pero invisible. Hay ciertas cosas que aún no sabemos de ella, como por ejemplo sus auténticos poderes o hasta donde llega su conocimiento sobre los ángeles. A pesar de no ser una de los nuestros, parece saber más de nosotros que Larma.
—¿Y por qué no le preguntáis a Larma? —inquirió entonces Marta. La niña de nueve años que hasta ahora había sido se había quedado dormida en la habitación del desván y se había levantado mucho más madura.
—Lo único que sabemos es que Larma y Grunontal no se llevan bien —respondió Yunil. Su enorme cuerpo se agitó por unos instantes, curvándose hacia delante. Parecía totalmente indefenso—. Mantienen una guerra que dura muchos siglos y ninguno de los dos propone una tregua en la que podamos convivir en paz.
—No estoy diciendo eso —insistió Marta. Se restregó con fuerza la mano por los ojos arrastrando toda evidencia de lágrimas—, sino por qué no le preguntáis sobre el origen de Grunontal y de Nitya.
—Él insiste en que no sabe nada. Sospechamos que nos miente.
—Aún así no podemos perder más tiempo. La vida de María corre peligro… —dijo Milkaer.
—Y la vida de Llanos, ¿o es que te has olvidado de mi hermana, papá? Ella puede ser un poco rara, pero es mi hermana, como yo soy tu hija. —Marta marcaba cada palabra con seguridad.
—Marta… —quiso decirle Milkaer—, Llanos no…
Keilan lo cogió de un brazo y le hizo un gesto negativo con la cabeza. Milkaer marcó una mueca de angustia. Cerró los ojos y suspiró derrotado. Comprendió que el tiempo no se detenía con solo pensarlo, que el momento que tanto había temido se acercaba más rápidamente de lo que él suponía. Ahora no podía pararse a explicarle la situación en la que se encontraba Llanos. Ahora necesitaban tener la mente clara, pues tanto María como Llanos estaban en peligro. No había tiempo que perder; los minutos corrían doblemente en contra de Keilan. Milkaer salió un instante del comedor.
—Voy a por mi arco. Está en la furgoneta —dijo Keilan.
En cuanto lo cogió, se colocó en posición de ataque, acomodando una flecha sobre la cuerda y tensándola hasta sentir que se le escapaba de las manos. Se colocó el arco en la espalda y esperó con impaciencia a que Milkaer apareciera de un momento a otro. Cuando regresó, llevaba un arco dorado y se había cambiado de ropa.
—¿Estáis preparados? —preguntó desde la entrada del comedor.
—Yo también quiero ir —dijo Marta con convicción.
Milkaer la miró. Sabía que su pequeña quería entrar en acción, pero se trataba de una niña de nueve años sin experiencia en la caza de seres muy poderosos. Su primera experiencia tenía que resultar más fácil. Nitya era, desde luego, un hueso muy duro de roer.
—Marta, lo siento, pero no puedes venir. Esta caza es muy peligrosa.
—No, papá, voy a ir porque Llanos me necesita. —Marta lo cortó por primera vez en su vida. Había pasado mucho tiempo disimulando que era una niña y ya no tenía ganas de seguir fingiendo—. Tú quizás no lo entiendas, pero Llanos y yo estamos unidas desde siempre. Si ella no está, yo tampoco estaré.
—Marta, no lo entiendes —la corrigió Milkaer. La actitud de su hija le desconcertaba por la seguridad de sus palabras, pero no podía olvidar que seguía siendo una niña—. No puedes venir, no estás preparada para luchar contra Nitya.
—Alguna vez tiene que ser la primera. Sé cómo se utiliza un arco, lo llevo haciendo desde que tengo uso de razón.
—Vamos hacer un trato. Nosotros inspeccionaremos la zona esta noche y mañana, cuando estés más descansada, puedes venir con nosotros. ¿De acuerdo?
—No, no estoy de acuerdo. Quiero ir, ¿vale?
Milkaer era un hombre que no solía perder la paciencia, pero en aquellos momentos en los que el tiempo apremiaba, no tuvo más remedio que cortar la conversación por lo sano. Se irguió en toda su altura, más de metro ochenta, y se acercó hasta Marta con firmeza.
—Tú te quedarás en casa y no quiero oír hablar más del tema. ¿Entiendes lo que te digo? No quiero que cometas ninguna estupidez y salgas detrás de nosotros pensando en lo buena cazadora que eres. Esto no es un pasatiempo, aquí están en juego nuestras vidas y la de María.
—¡Y la de Llanos, papá, no te puedes olvidar de Llanos! —gritó Marta saliendo del comedor con lágrimas en los ojos. Subió hasta su habitación y empezó a dar patadas a la puerta del armario. Tenía los puños cerrados y se mordía el labio con rabia. La sangre empezó a brotar y ella comenzó a chuparla cegada por la furia.
Milkaer, con el rostro desencajado, salió del comedor. Nunca antes había sido autoritario con Marta. Subió el primer escalón para hablar con la niña, pero desechó la idea porque se estaba haciendo tarde. Keilan le tocó un hombro y él supo que era la hora de marcharse.
—Cuida de Marta —dijo Milkaer a Yunil—. Es lo único que me queda.
—Así lo haré. Se os hace tarde. Si Marta no se duerme, intentaré que me ayude a buscar en la biblioteca.
—Estupendo —dijo Keilan poniéndole una mano en el hombro—, aunque espero estar de vuelta con buenas noticias antes del amanecer. ¿Vamos?
Abrió la puerta. Respiró profundamente, como si con ese aliento el destino le deseara toda la suerte del mundo. Milkaer fue el primero en salir. Keilan lo siguió, cerrando la puerta con suavidad. Marta permanecía en la ventana. Quería abrirla, desearles buena suerte, pero su orgullo se lo impidió. Lloraba de rabia, pues sabía que estaba preparada para eso y mucho más. Su vida estaba enfocada a la caza desde que había nacido; así lo había querido su padre. Antes de perderlos de vista, se tumbó en la cama y formó un ovillo con su cuerpo. Milkaer no quiso mirar hacia arriba. De alguna manera intuía que si se encontraba con los ojos de Marta no sería capaz de negarle la caza. Salió del jardín a grandes pasos, con la única idea de encontrar a María… y a Llanos.
Keilan se puso a correr como jamás lo había hecho en su vida, hasta alcanzar a Milkaer.
—Vaya —dijo Milkaer, sonriendo entre dientes—, pensé que ya no estabas en forma. He estado a punto de dejarte atrás.
—Pues ya ves que no —respondió sin perder el ritmo que marcaba Milkaer y sin dejar de mirar hacia adelante—. Keilan ha regresado. El noveno ángel desterrado está más vivo que nunca. Esa Nitya pronto sabrá de nosotros.
Mientras corría reflexionaba sobre la última vez que lucharon contra los demonios y de eso ya hacía más de cinco mil setecientos años. «Eso es», exclamó al fin relacionando datos. ¡Mesopotamia! ¡Uruk! La ciudad perdida que había al este del lecho del río. Una región pantanosa que dificultó los combates. La última lucha a orillas del Éufrates. Entonces recordó de nuevo la historia de Orión. Si en la antigua Grecia Zeus, Poseidón y Hades eran hermanos, por qué no podía ser que Larma y Grunontal también lo fueran. Larma reinaba en el cielo y Grunontal se encargaba de segar vidas humanas. ¿No sería acaso Nitya una tercera hermana, como reina del inframundo? Comentó estas posibilidades con su amigo.
—Es posible que sea como tú dices —respondió Milkaer—. Sabemos lo que significa Nitya, aunque de ser así, sabe perfectamente que si muerde a María podría perderlo todo.
—O ganarlo todo —intervino Keilan—. No sabemos si es inmortal como sus hermanos, como tampoco sabemos qué hay de cierto en nuestras conjeturas.
Sintió un pinchazo en el estómago que lo paralizó por unos instantes, a pesar de que en su cabeza solo había un objetivo: encontrar a María. Se paró a descansar al lado de un árbol y puso la mano en el tronco. Un escalofrío le recorrió la espalda. Se llevó una mano al pecho y cayó de rodillas al suelo. Milkaer corrió en su ayuda, pero él la rehusó ya que su amigo lo había mal interpretado. Olió el suelo, colocando de nuevo la mano en el tronco. Percibió que María y Llanos habían pasado por ahí no hacía ni siquiera una hora.
—¿Qué pasa? ¿Te encuentras mal? Puedo seguir la búsqueda yo solo.
Keilan lo hizo callar con un gesto de su mano. Seguía atento a la información que le daba el árbol. Y así se lo hizo saber a su amigo.
—Es una buena pista. Sigamos adelante.
Pronto llegaron a la roca en la que estaba Pedro, que permanecía sentado en el suelo. Lloriqueaba buscando a sus padres. Milkaer se acercó, conmovido.
—Quiero ir con mis papás —decía una y otra vez.
—No puedes —respondió con ternura.
—Pero ¿por qué no? Me están esperando…
—Ellos ya no pueden verte, Pedro. Tú ya no perteneces a este mundo. Te tienes que marchar.
—Pero ¿y mis papás? Yo quiero darles un beso de despedida.
Milkaer cerró los ojos. Había vivido esta situación tantas veces que sabía que estaba habituado a estas reacciones. Cogió la mano del niño con suavidad para que no sintiera miedo y llamó a Il-Fewar, el ángel que acompañaba a ciertos humanos que morían al reino de los ángeles.
Se oyó un murmullo agradable, y una luz poderosa brilló detrás de ellos. Un ángel de cara redondeada como María, de piel como el azabache y reluciente, traspasó la luz y se inclinó ante el niño. Iba vestida como Milkaer, con mallas y una camisa ajustada a su cuerpo, dejando adivinar su perfecta línea esbelta. Su oscuro pelo rizado y no muy corto, desprendía reflejos dorados.
Il-Fewar le besó en la frente y el niño dejó de llorar.
—¿Quieres despedirte de tus papás? —le dijo el ángel con voz aflautada—. Si me sigues les podrás dar un beso. Ellos descansarán en paz y tú también.
—¿Me dolerá? —En la voz del niño no había miedo, sino incertidumbre ante lo que no conocía.
—Te prometo que cuando cruces esa puerta dejarás de sentir pena en tu corazón.
Pedro se cogió de la mano de Il-Fewar totalmente relajado. Confiaba en la sonrisa de aquel ángel resplandeciente, del ser más hermoso que había visto después de María. El niño caminaba tranquilo hacia la puerta luminosa que había a no más de diez pasos. Cantaba una nana que le había enseñado Marta y que a su vez había aprendido de Llanos. La puerta se cerró tras Il-Fewar y Pedro. El sonido se apaciguó y la oscuridad dominó de nuevo la noche. Keilan volvió a olfatear, pues los rastros que habían dejado María y Llanos hasta ese punto eran claros y nítidos, sin embargo ahora esos rastros se perdían inexplicablemente.
—No —protestó Keilan—, este no puede ser el final del camino. Aquí no puede acabar todo. Tiene que haber alguna pista más de ellas…
Milkaer se sentó en la roca que le había proporcionado tantos momentos gloriosos en su vida. Se mantenía cabizbajo.
—Me temo que sí —murmuró—. Durante ocho años ha sido así. El rastro era muy claro, pero llegados a un punto, todo desaparece.
Keilan se volvió hacia Milkaer.
—Vamos, no nos podemos detener. Tenemos que seguir adelante.
—Es posible que nosotros hayamos acabado nuestra misión.
Keilan se aferró al arco que le colgaba a la espalda. Enderezó su cuerpo todo lo largo que era, preparando cada músculo para el combate, cada tendón para entrar en acción y cada gota de sangre para sentirse más vivo que nunca. Respiró con ganas y le miró con dureza.
—No, esto no ha hecho más que empezar. ¿Crees que la voy a dejar en la estacada?
—No la dejaremos en la estacada… —se colocó el arco con firmeza a la espalda—. Aún la recuerdo cuando volaba entre las nubes. ¿Sabes? No ha habido nadie como María, era el ángel entre los ángeles.
Comenzó a caminar río abajo, allá donde la niebla se hacía más espesa y oscura. Aunque el rastro se perdía en la roca, tuvo una corazonada después de ocho años. Tenía ganas de cazar como cuando vivía en el cielo.
—Las encontraremos, Keilan, de eso no te quepa la menor duda.
Los dos ángeles se miraron, sonrieron con esperanza y corrieron a la búsqueda de las dos chicas perdidas. La caza no había hecho más que empezar.