Capítulo 2

Florencia, 1457

Keilan había elegido por voluntad propia ser un ángel desterrado. Encontró rápidamente trabajo como profesor de la joven María, además de ser el encargado de pintar su retrato para enviarlo al hijo del rey de Francia. Durante meses, María recibió clases de Filosofía,

Matemáticas, Literatura, Historia y Lenguas clásicas. Poco a poco sentía que cada vez le era más difícil controlar ese fuego que la quemaba por dentro cuando Keilan llegaba a casa. Se pasaba los días mirándolo, estudiando sus movimientos, diciéndole cosas con la mirada, suspirando por un roce con su piel.

Después de meses viéndose casi todos los días, el rey de Francia la reclamó para su corte. María acudió a Keilan, amparada por la oscuridad de la noche, y le pidió que la llevara lejos de Florencia, allá donde nadie supiera de ella.

—No dejes que me lleven, por favor, Keilan. Jamás podría amarle. Keilan caminó hacia ella, se detuvo a escasos centímetros y posó su mano en la base de su cuello. Sus ojos oscuros la traspasaron. Deseaba besarla, atraerla hacia sí. Abrió la boca para decirle lo que pensaba, pero María lo silenció posando un dedo sobre sus labios.

—Nunca te vayas de mi lado.

—Hay tantas cosas que quiero saber… —Keilan sintió como los dedos de María se deslizaban por su mandíbula.

—Solo sé que te quiero. ¿Necesitas más palabras? —preguntó ella. —No, es cuanto deseaba saber. No te preocupes, yo cuidaré de ti. Recuerda este momento— dijo él, dándole un beso en la frente.

—Sí, contigo me siento a salvo.

En una noche de lluvia y gracias a la ayuda de la nodriza de ella, se marcharon de Florencia. La nodriza preparó un carruaje y les entregó dinero el poco dinero que consiguió vendiendo algunas joyas de María. Se fugaron al sur de Italia, donde la mano del rey de Francia no podía alcanzarlos.

Mientras viajaban, María se pasaba los días enteros encerrada dentro del carruaje y solo salía al exterior en contadas ocasiones. Pero cuando ya se creían a salvo de su padre y del rey, un nuevo peligro se les vino encima. Grunontal los encontró y se enfrentó a ellos. Era la hora de cobrarse una nueva vida, pues si la pareja consumaba su amor, no podría exigirle nada a Keilan.

Grunontal ofreció un trato a Keilan: la vida de la chica a cambio de pasar con ella el resto de la eternidad.

—Todavía no ha llegado su hora —replicó Keilan con rabia.

—¿Y eso quién lo dice? ¿Tú? Te recuerdo que ya no tienes ese poder sobre mí.

—Mis hermanos no lo consentirán.

Grunontal soltó un gruñido.

—Para cuando tus hermanos se den cuenta ya no podrán hacer nada. —No puedes ocupar lo que no te pertenece.

—¿Y quién te ha dicho que todavía me interesa su cuerpo? No, Keilan, aquella oferta que te propuse ha expirado. Si quieres que ella conserve la vida firmaremos otro contrato. Me amarás a cambio de su vida.

Keilan miró hacia abajo desolado.

—Quieres poseer mi corazón, algo que no te corresponde, pero te aviso que esto no funciona como tú deseas.

—Tú solo tienes que confiar en mí y con el tiempo me amarás. Te doy doce horas de plazo, y si no me has contestado la mataré.

Keilan llegó hasta sus aposentos. No quiso encender una vela. Aquella oscuridad no era tan temible como el gran abismo que sentía si no estaba junto a María. Se desplomó sobre la cama sin molestarse siquiera en desvestirse.

María lo encontró tumbado y con la mirada perdida. Le pidió mil explicaciones, aunque en cuanto supo la verdad, no aceptó que Grunontal ganara una batalla que era suya. Le daba igual si moría en aquella aventura, pues sabía que si volvía a Florencia su padre la casaría con el hijo imbécil del rey y eso sí sería peor que la muerte. Cualquier cosa antes que estar casada con un hombre al que no amaba.

—¿Cómo pretendes que me marche sabiendo que tú y yo nos amamos? No quiero volver a Florencia porque sé que viviré una vida desdichada. ¿Es eso lo que quieres para mí? No me importa nada vivir solo una hora contigo, si ese tiempo ha sido de pura felicidad. Ya te perdí una vez.

Ella buscaba sus labios, pero él sabía que si quería salvarla tenía que ser más fuerte que esa pasión que no le dejaba pensar. La rechazó con los ojos húmedos. Temblaba de miedo. Sus manos sudaban por hacer lo correcto, aunque reprimiendo con mucho esfuerzo todo el fuego que sentía en su corazón para no caer rendido a sus pies. ¿Era un cobarde acaso por no enfrentarse a Grunontal?, se decía, cerrando los párpados, quizá para no encontrarse con los labios de ella, porque si la miraba, ya no tendría fuerzas para dejarla ir y estaría más perdido que en los brazos de Grunontal, en su situación de ángel desterrado, la mujer que detestaba, pero a la que debía amar. No obstante, acabar con Grunontal resultaba ahora mucho más difícil.

—¿Me das un beso? —pidió María en un último intento por no separarse de él.

—No —respondió él después de pensarlo detenidamente y de esquivar su rostro una y otra vez.

Posiblemente fue la decisión más dura de toda su vida, aunque sabía que hacía lo que debía.

—Pero es que yo te quiero…

Y yo, María, yo también te quiero, pensó, pero solo alcanzó a decir: «Me tengo que ir, María. Te deseo lo mejor en la vida».

Tragó saliva. Bajó la cabeza para no encontrarse con sus ojos azules. Cada vez que la miraba sentía mil cosas. Entonces se preguntó si sus pupilas eran de color violeta con reflejos dorados o pudiera ser que fueran de color turquesa. No, no, son como un cielo profundo, se dijo con convicción. O ¿es posible que fueran de color índigo? Ya no sé nada, se decía turbado, pues su mirada cambiaba de tono continuamente. ¿Cómo era posible que no recordara cómo era su aspecto? Era una mirada que amaba más que a su vida. Después de haberla amado, de perderla y de encontrarla volvía a estar solo.

Una mueca de dolor marcó su cara. Sus facciones se contrajeron y sus labios perdieron luminosidad. Sufría pequeñas convulsiones por cada «no» que le decía. Un sudor frío le recorrió la columna vertebral, a la vez que sintió cómo el estómago se le encogía.

—¿Lo mejor, dices? Una vida sin amor al lado de un hombre que no quiero. ¿Es eso lo que quieres para mí? —Ella buscaba su mirada—. ¿Por qué me abandonas?

Porque sé que tú podrás vivir sin mí, pero yo no podré hacerlo sin ti, pensaba.

—Deja las cosas como están. Es lo mejor para ti, te lo aseguro. Vive tu vida… —alcanzó a balbucear.

—¿Quién eres tú para decidir qué es lo mejor para mí? Yo sí sé lo que me conviene y lo que quiero, y es estar contigo.

—María… ella me espera —aún no había abierto los ojos. No podía sentir su mirada—. Vuelve con tu padre a Florencia e implórale que te perdone. Nosotros no hemos consumado nuestro amor, él lo entenderá.

—Que sea lo que tú quieras, Keilan, pero te estás equivocando. Grunontal no te dejará tranquilo, porque cuando sepa lo mucho que me amas te exigirá el mismo amor. ¿Serás capaz de amarla como me amas a mí?

No, no, no…, se dijo un millón de veces. Apretaba los puños con fuerza, sintiendo su aliento muy cerca de sus labios.

—Yo le daré amor si es eso lo que quiere… —terminó por decir mientras se marchaba.

Arrastraba los pies, sus hombros pensaban más que él. Lloraba de pena, de rabia, de dolor, de impotencia.

—Aquí me tienes —le dijo a Grunontal cuando volvió a su lado. Sus palabras sonaron sin pasión.

—¡Qué conmovedor! —masculló Grunontal entre risas. Tomó su mano y le pinchó el dedo índice hasta que tres gotas de sangre cayeron sobre un papiro—. No era tan difícil, ¿verdad? Tres gotas de tu sangre y eres mío. Así de sencillo.

Había escuchado toda la conversación y Keilan lo sabía. Grunontal estaba allí, observando lo que le prometía a María. Por eso calló cuando ella le exigió un beso, y por eso calló cuando le pidió explicaciones y le preguntó si sería capaz de amar a Grunontal como la amaba a ella. No, él podía estar junto a Grunontal, pero jamás podría amarla con el corazón, nunca podría darle esa clase de amor.

Miró de nuevo el tapiz de María. Parecía tan real que se acercó a acariciar sus labios gruesos y sonrosados, su mirada azul y su piel suave.

—Algún día me amarás como a ella. Yo me encargaré de que la olvides —Grunontal le acarició su espalda, pero las caricias no surtían ningún efecto.

Al tiempo que Keilan se ponía en manos de Grunontal, María regresaba a casa como una sombra de lo que había sido. Su padre, en cuanto la vio llegar, la encerró en una habitación oscura hasta que el rey de Francia la volviera a llamar de nuevo.

Mas Grunontal no estaba dispuesta a dejar que María siguiera viviendo, pues si seguía con vida Keilan jamás la olvidaría. Así que en un descuido de Keilan mandó una plaga de cólera, que asoló la ciudad de Florencia, aunque tenía que hacerlo sin que ningún ángel sospechara. Sin embargo, antes de que la enfermedad acabara con la vida de la joven, Keilan descubrió su plan.

—¡Me has engañado! —Exclamó furioso cuando María aún no había sufrido los efectos del cólera—. El trato era que tú la dejarías vivir y que yo te amaría.

—Sí, pero una siempre tiene la última palabra. —Grunontal alardeó del poder que tenía en sus manos. Coqueteó con su melena larga, se acercó hasta él, pero Keilan la miró con desprecio—. Piensa que lo que te ofrezco es mejor que nuestro acuerdo anterior.

—No —contestó algo más calmado para no demostrar su desesperación—, la tienes que dejar en paz y dejar que viva mientras yo estoy a tu lado.

—Pero ¿por qué no me puedes amar? Lo que yo te ofrezco no te lo puede ofrecer ella…

—Da igual lo que tú me ofrezcas. Estoy a tu lado y eso debería de bastarte.

—Lo quiero todo —maulló ella.

—Déjala en paz, Grunontal. Estoy contigo, que es lo que tú querías.

—Dime que no la quieres.

Él alzó sus ojos con rabia. Apretó los dientes. Tragó saliva con dificultad. Unas gotas de sudor resbalaron por su mejilla.

—No-la-quiero —masculló entre dientes, bajando la mirada al suelo. —Dímelo a la cara.

—No-la-quiero —volvió a repetir con los ojos ausentes.

—Mentira. Tus labios mienten. —Cogió el bastidor con el rostro de María para enseñárselo. De nuevo volvía a caer rendido, irremediablemente, ante su mirada, su pelo, su aroma dulzón que lo perseguía aullando aunque estuviera lejos de ella—. Dime que me quieres.

—No, no puedes pedirme eso… —Sus labios dibujaron una sonrisa débil, marcada por todo el dolor que sentía en su pecho. ¡Qué fácil era decirlo cuando los sentimientos eran sinceros! A María se lo hubiera dicho sin pensarlo o sumido en una terrible pesadilla o a gritos o en un susurro cerca de sus labios. Se lo hubiera grabado en su corazón o tatuado en su frente si se lo hubiera pedido; y, sin embargo, a Grunontal le costaba más que a su vida. Prefería mil veces el peor de los castigos que un «te quiero» a esa mujer, cortarse la lengua que decir eso que solo María podía escuchar de sus labios.

—Si quieres que viva, dímelo. Dímelo, Keilan, dime que me quieres. No es suficiente con que me ames, tienes que dejar que te ame.

Él tenía la boca áspera, los labios agrietados, los ojos enrojecidos y secos, pues estaba consumido por dentro.

—T.. tee qui… qui e r… —Balbuceó en un pequeño hilo de voz, sintiendo una profunda arcada. Su labio inferior temblaba, así como todo él.

—No te esfuerces querido. Con eso, es suficiente —soltó una gran carcajada.

Entonces fue consciente del grave error que había cometido, pues Grunontal nunca había tenido la intención de dejarla con vida. Regresó su lado y para ello pidió ayuda a Yunil. Entre los dos tramaron un plan. Yunil entretendría a Grunontal con versos de amor, mientras Keilan volvía a Florencia en un suspiro. Cuando se encontraron, se unieron en un largo y profundo abrazo. Él le regaló un medallón de plata con un rubí en el centro.

—Esta piedra es parte de mi corazón. Nunca te he querido tanto como te quiero ahora.

María volvió a sus brazos, a sentir la calidez de su piel, a recuperar la sonrisa por saber que esos eran los mejores segundos de su vida. Su rostro rebosaba felicidad, unas pequeñas lágrimas resbalaron por sus mejillas y su cuerpo se estremeció de gozo. Aunque no tuvieron tiempo de más, ya que Grunontal apareció en escena antes de que pudieran sellar su amor.

Grunontal se llevó la vida de María, obligándola a vagar durante algunos siglos hasta que volviera a nacer otra vez como humana. Y a Keilan también lo condenó, transformándolo en una estatua de mármol blanco. Grunontal lo colocó en lo que más tarde sería el cementerio del último pueblo de Murcia, un lugar poco habitado y rodeado de cabezos.

Yunil no pudo deshacer el castigo, aunque sí pudo contrarrestarlo.

—Cuando María vuelva a nacer, Keilan podrá regresar a la vida, siempre y cuando ella lo ame y lo necesite con toda su alma.

Grunontal se reía de Yunil, sus dientes chirriaban, su aliento era fétido, pero el ángel permanecía impasible. Él lucía una sonrisa indiferente y sus ojos grises estaban tristes desde que se había enamorado de ella.

—Acepto tu apuesta, pero si María no se enamora de Keilan en la vida que le tengo reservada, yo me quedo con él —rió, sin embargo aquel sonido no era una risa, sino un chirrido estremecedor.

Masculló entre dientes—. Mi amado durmiendo y encerrado en una estatua dentro de un cementerio hasta la resurrección de la carne. Irónico, ¿verdad? Creo que por fin un cementerio va a cumplir su verdadera función.

—Está bien, yo también acepto tus condiciones. Espero que Keilan pueda recuperar su estado anterior, como también espero que no sea muy tarde —después le mostró el acuerdo para que se lo firmara.

—¿No te fías de mí? Hace años creías cada una de mis palabras.

—No, no me fío de ti. No quiero jugármela como Keilan. Ellos merecen la oportunidad que yo no tuve.

—¿Qué te parece si ponemos una fecha límite? Grunontal se acercó hasta Yunil para acariciar sus labios con el fin de que se cambiara de parecer.

—¿A qué te refieres con una fecha límite? —Yunil se alejó de sus caricias—. ¿Al tiempo que permanecerá Keilan encerrado o al tiempo que darás a María para enamorarse de Keilan una vez que se reencuentren?

—Me refería al tiempo que Keilan permanecerá encerrado en su cárcel, pero me has dado una idea. Vamos a ponerlo aun más interesante.

¿No te parece? Keilan permanecerá no más de seiscientos años encerrado, pero una vez que vuelva a la vida solo dispondrá de siete días para que ella lo ame. Una semana, Yunil, una semana para que sea mío. ¿Crees que es un buen trato? A mí, desde luego, me parece de lo más provechoso. En seiscientos años Keilan se habrá aburrido de esperarla y, aunque no lo haya hecho, ¿crees que en siete días tendrá tiempo de alcanzar su objetivo?

—Me da igual lo que pienses, sé que ellos salvarán todos los obstáculos una vez más. Esto lo haces por despecho, porque jamás has amado a nadie. Si lo hubieras hecho no estarías hablando de esa manera… Y, sí, también acepto esta condición. Sé que el amor que se profesan es más grande que todo lo que tú puedas imaginar. Así que firma el contrato.

—¿Sabes? Aún podemos romper este acuerdo —graznó. Una babilla con sabor a hiel le cayó por la comisura de los labios y volvió a recogerla con la lengua, relamiéndose de gusto—. Si tú rompes tus condiciones, yo dejaré que me ames.

Yunil dudó unos segundos, pero tras observarla y ver aquella mirada impenetrable, dura y áspera, supo que Grunontal le mentía.

Entonces se acercó a ella decidido a que aquel acuerdo fuera irrompible y eterno.

—Firma. Lo único que quiero de ti es que los dejes en paz. Aunque Keilan volviera a ti jamás te amaría. Lo sabes, ¿verdad?

Grunontal gruñó. Sus ojos se entornaron y sus labios marcaron una mueca horrible.

—Eres un desagradecido. Yo te he dado lo mejor de mí y ¿es así cómo me lo pagas? Está bien, firmaré. —Su aliento olía a carroña, igual que sus palabras—. Pero en cuanto María nazca acabaré otra vez con ella, y entonces iré a por ti. Lamentarás haber firmado este acuerdo.

—Deja que las cosas sigan su curso, porque si en algún momento intervienes, yo me ocuparé de que todos los ángeles les ayuden.

Confío en que ambos se encontrarán tarde o temprano. No me importa lo que hagas conmigo. Yo perdí la vida cuando te conocí.

—Mucho confías en el amor.

—Confío en ellos y eso ya me basta.