Capítulo 5
Keilan conducía tranquilo, pero a medida que se alejaba del pueblo los recuerdos le asaltaban a la mente. Quería apartarlos, porque ahora solo deseaba disfrutar de María, de todo el tiempo que había perdido sin poder abrazarla, sin poder hacer todo lo que debería haber hecho hace años. Cerró los ojos agitando unos instantes la cabeza, como si con ese movimiento pudiera dejar atrás todos sus recuerdos. No pudo o no quiso dejarlos. Eran tan intensos que habían pasado más de quinientos cincuenta años iluminando su vida, su corazón. Las palabras de la última vez que se vieron todavía las llevaba grabadas a fuego:
Él se echó hacia atrás mientras María extendía una mano para retirarle un mechón de su cabello despeinado.
No puedo besarla, se dijo mientras bajaba la mirada al suelo. La mano de María se deslizó por el lóbulo de la oreja de él hasta llegar hasta sus labios. Keilan tenía la boca reseca y su corazón palpitó con intensidad cuando ella dibujó el contorno de sus labios con la yema del dedo.
No debería tocarme. Si sigue así estoy perdido.
—Por favor, Keilan, no me hagas esto. Quiero estar a tu lado.
—Sabes que no puede ser.
—Te amo, Keilan, te amo, y no me importaría gritarlo a los cuatro vientos porque yo no puedo cambiar lo que siento por ti.
—Han pasado muchas cosas, María.
—No importa, de verdad que no me importa de dónde venimos. Solo quiero saber adónde quiero ir.
Keilan se quedó en silencio mirándola fijamente durante unos segundos, que a María se le hicieron eternos.
—Y si sientes lo mismo que yo siento, no entiendo por qué te vas. ¿Qué te he hecho yo?
Si fuera capaz de romper este silencio que me ahoga, de detener el tiempo… pero lo nuestro ya no tiene remedio, pensó Keilan cerrando los ojos.
María percibió que el brillo de su mirada se apagaba, que sus pupilas negras ya no llameaban, como también sentía ese sentimiento de derrota en Keilan. Ella se puso de puntillas. No quería darse por vencida tan pronto. Comenzó a besar sus mejillas.
—¿Quieres que pare? —susurró, lamiéndole el lóbulo de la oreja.
Él no contestó y María siguió explorando con sus labios su mandíbula.
—Y ahora, ¿quieres que pare?
A Keilan le hubiera gustado responderle que siguiera, que no se detuviera nunca, pues sus besos eran la mejor medicina que conocía y, sin embargo, permaneció quieto. Cuando María se acercó a los labios de Keilan, el roce le produjo un escalofrío que le hizo volver a la realidad.
—No, María, no sigas, por favor, no sigas… —murmuró casi sin aliento.
—Que sea lo que tú quieras, Keilan.
Qué estúpido fue al no besarla, al claudicar ante el trato que le propuso Grunontal para salvarla.
—¿Quieres que ponga algo de música? —preguntó volviendo otra vez al presente.
—Que sea lo que tú quieras, Keilan.
María se incorporó en su asiento. Se quedó parada unos segundos.
—¿Pasa algo?
—No… no sé. Es que creo haber vivido una situación en la que yo decía esta frase.
—Sí, claro —respondió Keilan con ingenuidad recordando perfectamente la vez que le dijo eso mismo quinientos cincuenta años atrás. Se retiró un mechón de pelo, que caía sobre su ojo derecho, con suavidad—, y ahora me dirás que me las dijiste a mí en sueños, ¿voy desencaminado?
—Tú flipas, tío. Yo nunca te he dicho eso, porque yo no sé nada de ti —contestó encogiéndose en su asiento, sintiéndose más pequeña de lo se sentía desde que lo había conocido.
—Llevas razón. Tú no me has dicho nunca esas palabras, porque si fuera así yo me acordaría; no te quepa ninguna duda. Me las debo de haber inventado o soñado —respondió sin apartar la mirada de la carretera—. Algo de música no estaría nada mal. Percibo un poco de tensión.
—Yo no estoy tensa —cruzó los brazos por delante del pecho.
—¿Cómo no me había dado cuenta? Cualquiera hubiera dicho lo contrario.
María giró la cabeza hacia el lado de su ventanilla para no encontrarse con la sonrisa irónica que él le dedicaba. Tenía claro que viajaba en esa furgoneta porque lo necesitaba para llegar a Madrid, y una que vez que llegara pasaría de él y cogería el avión que le abriera las puertas de la Sorbona. No hacía ni media hora que lo conocía y ya le parecía el típico chico que está encantado de conocerse. Tampoco es que fuera como Pepe. Es cierto que Keilan tenía algo, pero no para tirarse a su cuello y perder la cabeza por él. ¡Vamos! Ni que estuviera loca. Respiró con calma. Se propuso pasar de él, mirarle y hablarle como si no ocurriera nada, pues en realidad no sentía nada por Keilan. Quiso hacer la prueba. Sabía que no pasaría nada, es más, hubiera apostado cualquier cosa que podía girar la cabeza con tranquilidad.
Seguía conduciendo con la falsa apariencia de que no le importaba mucho que María estuviera a su lado. Solo era apariencia, puesto que ahora que la tenía tan cerca no sabía qué decirle para no espantarla. Disponía de siete días para que ella le dijera las únicas dos palabras que lo separaban de aquella cárcel perpetua.
María lo observó de reojo. Keilan se pasó la mano por la melena, alzó la barbilla y después dejó caer el brazo sobre el volante. Ella no perdió detalle de aquel movimiento tan elegante. Jamás hubiera pensado que un simple gesto podría hacer que contuviera el aliento.
Cerró unos momentos los párpados para recuperar la falta de oxígeno.
—¿Cómo lo haces? —preguntó María sin saber por qué. Se recriminó mentalmente, pues no eso lo que quería decir, ¿o sí?
—¿Qué?
—Estaba pensando en voz alta. Me refería…
—Te he entendido perfectamente —respondió Keilan frunciendo los labios.
—Me alegro por ti. Ahora me vas a sorprender con que también tienes dotes de adivinación, ¿no es cierto?
—No sabría qué responderte a eso, pero sé a qué te referías.
—Para que te enteres me refería a la canción de The Angels: ¿Cómo lo haces? —contestó María.
—¡Ah, vaya! Por un momento he pensado que te interesaba algo de mí, no sé, por ejemplo, cambiar una rueda sin mancharme las manos. —María entrecerró lo ojos con rabia, al tiempo que él alzaba una ceja desafiante—. Menuda estupidez, ¿verdad?
—Sí, hemos tenido el mismo pensamiento. Yo también me preguntaba cómo has cambiado la rueda sin mancharte las manos, pero en este caso me refería a la canción de The Angels.
—Bueno, al fin coincidimos en algo —respondió en un tono de burla.
—¿Vas a poner música o me vas a deleitar toda la tarde con tus batallitas?
—Te sorprenderías de las cosas que podría contarte, por no decirte lo bien que canto.
—Estás encantado de haberte conocido ¿no es cierto? —opinó María, exasperada.
—No, estoy encantado de haberte conocido a ti.
María se quedó sin palabras y aun así sonrió por lo bajo. No había previsto esa contestación. En cierta manera se lo estaba pasando bien. —Pues… —Quiso contestarle algo gracioso, pero no supo qué—. Bueno, va, a ver qué tal se te da cantar —dijo intentando no parecer demasiado encantada de la contestación que le había dado Keilan. Algo se te tiene que dar mal. No puedes ser tan perfecto como pretendes hacerme creer, pensó sin dejar de mirarlo.
—Intentaré hacerlo lo mejor posible, pero ya sabes que es un poco difícil hacerlo a capela y conduciendo.
—¿Te estás rajando? Ya me imaginaba yo que te estabas marcando un farol.
—No, solo te estoy informando para que contengas la emoción.
María puso los ojos en blanco. Después de todo Keilan le hacía gracia.
—Una de las canciones que más me gusta de The Angels es La canción de María. ¿Te parece bien esta o prefieres otra?
—Sigo esperando. ¿Sabes? Llegaremos a Madrid y todavía no habrás empezado a cantarla.
—¿No sabes que todo lo bueno se hace esperar?
—Lo bueno, ¿eres tú?
—Me refiero a la canción, María, siempre me he referido a la canción.
María bufó cuando Keilan hizo el gesto de aclararse la voz.
Esta es la canción de un ángel
de un ángel llamado María
que un día cayó a la tierra
como una simple mortal,
mas lo que no sabía ella
era que iba a ser amada por mí.
Ya no lucen las estrellas
ni brilla la luna,
desde que ella se marchó.
¿Por qué sucedió?
Dime María,
dime que me quieres,
dime que me amas,
como siempre le susurras
a la funda de tu almohada.
Sé que tienes miedo,
menos del que tengo yo,
pero mi amor es sincero.
Tu aliento es mi recuerdo,
tus labios son mi melodía,
yo juego solo amarte.
Nuestro tiempo se acorta.
Esta es nuestra suerte.
Ahora te toca decidir a ti.
¿Por qué sucedió?
Dime María,
dime que me quieres,
dime que me amas,
como siempre le susurras
a la funda de tu almohada…
María había escuchado la canción con el corazón encogido. Y no es que Keilan cantara mejor de lo que imaginaba, sino porque consideraba esa canción como algo muy personal, como algo suyo. En muchas ocasiones se la había cantado al ángel del cementerio y ahora alguien que apenas conocía se la cantaba con tanto sentimiento, que no pudo reprimir que se le humedecieran los ojos.
—Un aplauso no estaría mal.
María se atragantó intentando tragar saliva y entonces soltó una carcajada. Una lágrima corrió por su mejilla.
—¿Ves? Me has hecho llorar. Eres un presuntuoso.
—Espero que te haya hecho llorar porque canto bien. No podría aceptar una mala crítica de tus labios.
—Cantas casi igual que Samuel, el bajista del grupo.
—Sí, de hecho yo le enseñé parte de lo que sabe —aseguró Keilan—. A él y a todos los ángeles… quiero decir a todo el grupo.
—¿A todo el grupo?
—Sí.
Antes de que Keilan abandonara su reino por María había ejercido de profesor de música con algunos ángeles, entre ellos estaba Samuel, Lililia, Katian y Mendiar, los miembros que formaban The Angels. Tras el último nacimiento de María en la Tierra, Larma había acordado mandar cuatro ángeles que la protegieran de las garras de Grunontal. Años después se creó The Angels, el grupo de música que estaba revolucionando a los estudiantes de los institutos de Águilas. Normalmente era Lililia la cantante del grupo, pero La canción de María la cantaba Samuel. A todas sus compañeras de la clase les encantaba y ella no era una excepción.
—No lo sabía —explicó María—. Ahora entiendo que te dedicaran una canción. Qué suerte que te cruzaras en el camino de The Angels. Hacen una música estupenda.
Keilan quiso contestarle que la suerte había suya al conocerla, que todas las canciones que cantaban se refería a su historia de amor, sin embargo respondió:
—Sí, The Angels han ablandado el corazón de más de uno. —Apartó un segundo la vista de la carretera para girarse hacia María—. Dime, ¿han conseguido hacerte soñar con alguien?
María se sonrojó al pensar en la estatua del cementerio. No dejaba de mirar el paisaje que la alejaba del único pueblo que había conocido, del único pueblo al que quería volver. Soltó de nuevo una lágrima. Cuántas noches había soñado con que aquel ángel cobraba vida y le declaraba su amor, y cuántas noches hubiera deseado no soñar con aquella estatua que no podía ofrecerle nada, pues las palabras que imaginaba no eran más que promesas que nunca se cumplirían. Encogió las piernas y se abrazó el pecho en busca de ese abrazo que ansiaba de la estatua, pero nunca se produjo. Y Keilan estaba ahí, verdaderamente era hermoso. Volvió a sonrojarse al reconocer que estaba pensando en Keilan más de la cuenta.
—Sí, esas canciones me hacen soñar… —Keilan giró la cabeza como activado por un resorte—, pero no con nadie en especial.
—O sea que no tienes novio.
—¿A qué viene esa pregunta ahora? —inquirió sorprendida.
—No sé, era por hablar de algo. Va a ser un viaje de unas cuantas horas. Además, me he acordado de la canción de The Angels, aquella que habla de Keilan.
—No, no tengo novio. Creo que lo nuestro es imposible.
—No hay nada imposible en este mundo. Y créeme, yo no me voy a rendir tan fácilmente. No dejaré de luchar por mi sueño.
María se mordió el labio. ¡Cómo le gustaría que alguien le dijera algo así! Bien es verdad que se las escuchaba todos los días a Pepe, pero escuchárselas a Keilan tenían otro sentido, otro sonido que la hizo flotar por unos segundos en una nube. Keilan era como si fuera un ser mágico que la transportaba a un lugar mejor.
—Y tú, ¿tienes novia? —preguntó María.
Keilan dudó unos instantes antes de contestar.
—No, exactamente.
Después giró de nuevo la mirada hacia María. Sintió una punzada en el estómago que lo dejó sin aliento. ¡Cómo decirle que si él existía era por ella, que si respiraba era solo por ella!
—¿Qué pasó? ¿Te dejó ella?
—No, la dejé yo —respondió confiando en que María recordara al fin su historia de amor—, pero espero recuperar su amor muy pronto.
—En estos momentos, ¿la estás buscando?
—Sí, aunque ella todavía no sabe nada, ni se imagina que la estoy buscando. Quiero que sea una especie de sorpresa.
—¿No sería más fácil decírselo a la cara? —Convino María—. Te gusta complicar las cosas. Y luego decís que las complejas somos nosotras.
—Es un poco difícil de entender. Hay ciertas reglas que no me puedo saltar, porque entonces la perdería para siempre.
—Parece un enigma.
—Sí, es algo parecido.
—El amor es algo muy lioso.
—¿Lo dices porque lo has sufrido en tus propias carnes?
—Lo digo porque siempre he pensado que el amor tiene que ser como para perder la razón —contestó María mordiéndose el carrillo—. Para desear estar siempre con esa persona y que todo sea posible cuando estás con ella.
—¿Tú crees en un amor así? —inquirió levantando una ceja con ironía.
—Sí, tiene que existir. Llámame ilusa, pero yo creo en los cuentos de hadas. —Conforme lo decía se fue encogiendo en el asiento.
Hasta que no lo dijo en voz alta no se dio cuenta de lo estúpida que había sonado su última frase—. Mejor me callo.
—Sí, es complicado —respondió con la mirada ausente.
María lo observó durante unos instantes. En un parpadeo se había puesto serio y había contraído los músculos de su mandíbula. Se aferraba al volante de la furgoneta como si fuera el único salvavidas que hubiera en el mundo. Había desaparecido aquel aire despreocupado que parecía mantener desde que lo había conocido. ¿Qué secretos ocultaría para que le doliera de esa manera hablar del amor? ¿Tanto daño le habían hecho como para mantener ese gesto crispado? ¿Quién sería ella?
—Yo también creo en ese amor, María —dijo al cabo de unos minutos de incómodo silencio.
—¿De verdad? —Se le iluminaron brevemente los ojos y pareció recobrar la alegría que mantenía cuando iba a ver al cementerio a la estatua.
Keilan asintió con la cabeza.
María se fue relajando en su asiento. Apoyó la mejilla sobre su hombro y respiró profundamente. Tras un día bastante agitado al fin encontraba un poco de paz. Si todas las cosas fueran siempre así de sencillas no hubiera tenido que marcharse de Águilas como si estuviera cometiendo un crimen. ¿Tan difícil era de entender que no quería casarse con Pepe y que no quería formar una familia a los dieciséis años? ¡Cómo envidiaba a las chicas de su clase que muy pronto estarían en Murcia estudiando con el apoyo de sus padres! Si el amor era complicado, su vida lo era mucho más.
No habían llegado todavía a Murcia y Keilan ya habría dado cualquier cosa por saber qué pensaba ella. Mantenía una sola idea en la cabeza: conducir hacia el corazón de la joven. Tras unos minutos de silencio, ladeó la cabeza. No quiso resistirse a la oportunidad de observarla. Ella había cerrado los ojos y su respiración se había relajado. Estudió sus rasgos dulces, sus pestañas largas y perfectas, sus labios sonrosados. Era su ángel. Hubiera querido inclinarse despacio, besarla, abrazarla y romper la maldición que llevaban arrastrando quinientos cincuenta años. Sin embargo, muy a su pesar, se contuvo.
María abrió los ojos de repente y se sobresaltó en el asiento. Giró instintivamente la cabeza hacia Keilan, sus miradas se encontraron y sintió un escalofrío que la paralizó por completo. Sus ojos negros le hablaban de un amor más allá de todos los límites conocidos. Desde que lo había conocido le venían pequeños destellos de una vida que no recordaba haber vivido. Hasta no hacía ni un minuto se había visto en una pequeña capilla atendiendo a las lecciones de un chico que se parecía a Keilan. La sensación que recordaba era maravillosa y no le hubiera importado seguir repitiendo una y otra vez ese sueño. Lo malo es que cuando soñaba algo especial se despertaba antes de que el chico la besara y ella volvía a cerrar los ojos para intentar recuperar el sueño. Sin embargo, cada vez que lo buscaba, él se iba. ¿Por qué? ¿Por qué se marchaba?
Después de un rato, observó a Keilan con curiosidad; hasta dejó de respirar, pues tenía suficiente con su aliento. Entonces, en un acto inconsciente, se acercó para darle un beso en los labios, pero él giró la cabeza antes de que sus bocas se rozaran.
—¿Estás bien? Si quieres podemos parar en esa gasolinera.
—No, no estoy bien. —Bajó la cabeza avergonzada, aunque también sentía que le hervía la sangre.
¿Pero qué te has creído? Estás encantado de haberte conocido y estoy segura de que tienes a un montón de chicas que se mueren por tus huesos. No pienses que yo soy de esas. Que sepas que cualquier chico de mi instituto hubiera dado lo que fuera por estar en tu lugar, pensó, mordiéndose el labio de abajo y cerrando los puños con rabia. Ya me pedirás un beso y entonces yo te diré que…
—Entonces, ¿podemos seguir con nuestro viaje? —dijo él sacándola de sus pensamientos.
Su voz sugerente le acarició los oídos.
—Vale, lo que tú quieras.
Insistió en mirarlo, en descubrir por qué había tenido esa necesidad irracional de besarlo si apenas lo conocía. Se decía una y otra vez que amaba al ángel, que jamás podría amar a otro hombre que no fuera él, pues sabía que esa estatua escondía algún secreto. Sin embargo, desde que conoció a Keilan estaba aturdida. No volveré a mirarlo a los ojos, se dijo. No voy a caer de nuevo en su trampa ni loca.
—¿Te apetece parar a tomar algo?
—No, sigue conduciendo. Llévame muy lejos.
Keilan se giró nuevamente hacia María. Sonrió ampliamente.
—¡Vaya! —Exclamó de pronto María—. Me he dejado el móvil en la playa.
—No te preocupes, utiliza el mío si tienes que hacer alguna llamada.
Siguió conduciendo sin dejar de mirar la carretera, yendo a cualquier lugar, pues poco importaba adónde se dirigieran si ello implicaba poder estar juntos.
Sonreía seguro, sabiendo que de alguna manera el primer beso estaba más cerca. Ya no tenía prisa; estaban nuevamente unidos.
María volvió a mirarlo. Se sentía tremendamente confundida. Por unos instantes estuvo tentada de bajar de la furgoneta y seguir sola su camino, pero una voz en su interior le decía que estaba haciendo lo correcto, que él no le haría ningún daño. Se fue acomodando en el asiento más tranquila hasta que Keilan se lo bajó un poco para que descansara mejor. María respiró profundamente y enseguida se quedó dormida.
Entonces Keilan suspiró aliviado. Deseaba tanto aquel beso que no quería que fuera porque sí, sino que realmente ambos lo deseaban. Desde la última vez que la vio en Florencia apenas había cambiado. Seguía siendo la misma chica angelical que se había colado en su vida. Estaba marcado por ella a fuego vivo.
Siete días, pensaba, siete días para que me ame sin reservas.
—No te preocupes —afirmó la voz de Yunil—, te abrirá su corazón. Te ama, pero aún no lo sabe.
—Gracias por la furgoneta, por todo lo que estás haciendo en tan poco tiempo… Bueno, por tu ayuda —le dijo mentalmente—. Sin ti esto sería más difícil. Pensé que sería más complicado de manejar —refiriéndose al coche.
—Parece que los quinientos cincuenta años que has pasado encerrado te han hecho olvidar que somos ángeles y que nuestro aprendizaje es muy diferente al de los humanos.
—Desde que la conocí parece que no haya tenido otra preocupación sino Maer-Aeng . Parece una estupidez, pero es así.
—Cuida de ella y aléjala de Grunontal. —Keilan sintió suspirar en su oído—. Nosotros te ayudaremos, pues si ella rompe su contrato, habrá una guerra. Todos los ángeles os apoyamos. No os abandonaremos.
— Gracias, mil veces gracias, Yunil. Espero que no tengáis problemas…
—No te preocupes. Grunontal ya ha actuado. Ha movido la primera ficha y por lo tanto nosotros también podemos hacerlo. Era parte del contrato que firmamos. ¿Cómo crees que se enteraba Pepe de todos sus movimientos? Grunontal le ha hecho la vida imposible a María. ¿O es que crees que la aparición de la Tizná en el último momento fue casualidad? No, Keilan, Grunontal le contó sus planes en una cabezada que dio a media tarde. Aunque pensándolo bien, gracias a ese detalle vosotros os conocisteis antes.
María suspiró. Keilan volvió a mirarla. Dio un respingo, se puso tensa, pero enseguida volvió a relajarse. Sus facciones se serenaron. Dormía tan plácidamente que temía romper su sueño.
Yunil se despidió de Keilan. Entonces se acomodó en el asiento y dejó de preocuparse por Grunontal. Él ya tenía lo que deseaba.