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El Cairo y Londres
Después de Creta, volver a Egipto equivalía regresar a una normalidad irreal. Una normalidad que se revistió de varias formas, a nivel personal y oficial. Michael Forrester, que llegó a Alejandría a bordo del Perth fortificado, tomó un tren hacia El Cairo y esa tarde, rodeado por los uniformes de corte impecable de los oficiales del alto estado mayor, conocidos como «los cerdos en gabardina», tomaba el té en el club Gezira. «Ahí estaba El Cairo, igual a como lo había dejado».[1]
Stefanides comprobó pronto que las ruedas de la negligente burocracia militar seguían hollando la senda de siempre. Quienes habían luchado con la fuerza expedicionaria en Grecia y, posteriormente, en Creta, recibieron la notificación de que se les iba a descontar de la paga el subsidio colonial correspondiente al periodo completo de su ausencia del territorio de Egipto. No es de extrañar que aquello provocara infinidad de chistes de humor negro. Se corrió la voz de que se les iba a conceder una medalla especial de evacuación con la inscripción «EXCRETA».
En Londres, el humor, también negro, era más petulante. Se puso de moda utilizar como sinónimo de derrota, dégommage («destitución» en francés) y los más espabilados pretendían que BEF, las iniciales de la British Expeditionary Force, significaban en realidad «Back Every Fortnight» (de vuelta cada quince días). Pero esa frivolidad no podía ocultar un malestar profundo, incluso el temor de que, a fin de cuentas, se podía perder la guerra. Aparte de la caída de Grecia, Londres había sido bombardeado intensamente en abril, la Cámara de los Comunes fue alcanzada por una bomba el 10 de mayo y ahora Rommel estaba cercando Libia. La prensa popular rebosaba de historias de terror, que pretendían que Hitler se disponía a tentar una invasión aérea de Gran Bretaña. Y el hundimiento del Bismarck en el Atlántico no hizo olvidar en modo alguno la conmoción que había supuesto la pérdida del buque de guerra británico de Su Majestad Hood.
La debacle en Creta tuvo un efecto desproporcionado en relación con el número de soldados que participaron en la batalla. Y, si uno de los objetivos principales de Churchill al apoyar a Grecia era interesar a la opinión norteamericana, probablemente la iniciativa fuera contraproducente. «La reacción de los EEUU ante nuestras pérdidas navales en torno a Creta y del Hood ha sido muy negativa —escribió David Eccles desde Washington a su mujer Sybil—. ¿Por qué temen más la muerte que las consecuencias de la derrota?».[2] Ella replicó que el episodio de Creta había «instilado una duda terrible sobre si de verdad entendemos qué es lo que está en juego».
Para Churchill, el creyente más ferviente en la defensa de Creta, su caída fue un golpe duro y personal. También hubo de enfrentarse a numerosas críticas. Harold Nicolson, por entonces ministro de Información, anotó en su diario:
«La opinión pública está en plena crisis de depresión por… la sensación de que, como en Creta, probablemente nos volverán a dar una paliza. Tengo que reconocer que ese salto de costa a costa, de 300 kilómetros, es aterrador. No es de extrañar que se diga que, si han logrado capturar Creta estando a 300 kilómetros, eso es lo que le ocurrirá a Gran Bretaña». Churchill, ante la indignación de Nicolson, creía que este estado de ánimo era «una ansiedad consustancial a la Casa de los Comunes».
En El Cairo, sir Miles Lampson, el embajador británico, después de conversar con Wavell durante la operación de evacuación, apuntó en su diario: «Creo que nunca había visto a nuestro Archie tan abatido».[3] A Wavell le entristecían en particular las enormes bajas registradas en su antiguo batallón de los Black Watch durante el regreso de Iraklion. Y el edecán de Wavell, Peter Coats, tomó nota de la desolación de Freyberg. «Mientras escribo, tengo sentado enfrente de mí, en mi despacho, al general Freyberg. Un Goliath aplastado, a punto de echarse a llorar. Se le ha notificado que su hijastro, Guy McLaren, ha muerto en combate en el desierto. Qué terrible vuelta a casa».
Una de las cualidades más admirables de Freyberg fue que se negara a echar la culpa a los demás. Para él, la atmósfera «poscatástrofe» que se vivía en El Cairo era sin duda desagradable. La RAF era blanco de gran parte de las calumnias. Era una repetición, o más bien una ampliación, de las recriminaciones que había provocado la caída de Grecia, cuando la RAF y el ejército se acusaron mutuamente, en todos los niveles de la escala, y los soldados de tierra se peleaban con los del aire en los bares y las calles de Alejandría. Un mariscal de las fuerzas aéreas describió el alto estado mayor como «un zumbido de industriosidad malhumorada, como una colmena a la que se le acaba de dar la vuelta».[4] «Todo el mundo —comentó Peter Wilkinson más sucintamente— se echaba mutuamente las miserias a la cara».[5]
Pero a Freyberg aún le aguardaba lo peor. Como nunca se le había ocurrido delegar la culpabilidad a sus subordinados, le dolió especialmente la traición de Inglis, que había vuelto a Londres inmediatamente después de la evacuación y se había entrevistado con Churchill el 13 de junio. La mayor parte del informe verbal del comandante de brigada Inglis al primer ministro se refería a la falta de preparación y meditación por parte del alto estado mayor de Oriente Medio. Pero también manifestaba su opinión acerca de la dirección de la batalla.
No me ha convencido [escribió Churchill el día siguiente al general Ismay, en una misiva destinada al comité del alto estado mayor] la táctica de defensa del general Freyberg, aunque deben tenerse plenamente en cuenta las numerosas deficiencias señaladas más arriba. Al parecer, no se lanzó ningún contraataque en el sector occidental hasta más de 36 horas después de que hubieran comenzado los descensos de paracaidistas. No se intentó formar una reserva móvil con las mejores tropas, aunque no se hubiera tratado más que de un par de batallones. No se intentó obstruir el aeródromo de Máleme, aunque el general Freyberg sabía que no contaría con apoyo aéreo durante la batalla. Toda la estrategia parece haberse centrado en la defensa estática de las posiciones, en lugar de la extirpación rápida, a cualquier precio, de los grupos de paracaidistas aerotransportados.[6]
No se menciona aquí el malentendido crucial de Freyberg sobre la invasión por mar que no tuvo lugar, aunque ése fuera el motivo principal de que él, Puttick y Hargest se hubieran abstenido de intervenir. Churchill comprendió más tarde que Freyberg había invertido el orden de importancia de las invasiones, dando mayor prioridad a la marítima que a la aerotransportada, pero nunca llegó a entender las implicaciones o consecuencias exactas de ese malentendido. Y, en el curso de la investigación que puso en marcha el comandante de brigada Salisbury-Jones en El Cairo, ante la insistencia de Churchill, no se pudo acceder a los mensajes de Ultra. Así pues, nunca tuvo conciencia de la fútil defensa de Canea la noche crucial del 21 de mayo.
La «traición» de Inglis obsesionó a Freyberg el resto de sus días, sin duda también en parte porque la crítica la había formulado ante Churchill, que era su amigo y su patrón. Y cuando, más tarde, se oyeron críticas veladas y abiertas sobre su modo de dirigir la batalla, particularmente en la obra de Alan Clark La caída de Creta, Freyberg llegó a la convicción de que Inglis, prácticamente en solitario, había distorsionado la visión que tendría la posteridad sobre su papel en la batalla.
Para el general Student, su «desastrosa victoria» en Creta también provocó un tremendo desengaño. Fue convocado, junto con los oficiales que tenía bajo su mando, al cuartel general de Hitler, el Wolfschanze, donde se les felicitó y les otorgaron la cruz de Hierro de la Orden de Caballería. Mientras tomaban el café después de la comida, el Führer se volvió súbitamente hacia él: «Como bien sabe, general —le dijo—, ha sido la última operación con tropas aerotransportadas. Creta ha demostrado que los días de las tropas paracaidistas han terminado. La fuerza paracaidista depende exclusivamente del factor sorpresa. En el ínterin este factor se ha agotado».[7] La mayoría de sus hombres fue enviada a Rusia como tropas terrestres. No es necesario recalcar la ironía que encierra este resultado, cuando Londres tenía pánico ante la idea de una invasión con paracaídas y los norteamericanos empezaban a crear sus propias formaciones de tropas aerotransportables; cabe sólo añadir que Student era el general que estaba al mando del frente de Arnhem en otoño de 1944, cuando la gran operación aérea aliada fracasó.
Todos los paracaidistas supervivientes de la batalla recibieron una cruz de Hierro, pero para Student Creta siempre fue un «recuerdo amargo».[8] Entre el 20 de mayo y el 2 de junio, los alemanes habían perdido 3986 hombres, entre los muertos y los desaparecidos, y habían sufrido 2594 heridos. Los paracaidistas abatidos el primer día representaban la mitad de la cifra total. Estas enormes pérdidas, «especialmente en desaparecidos», fueron «atribuidas por la comandancia alemana a la intensa actividad de los francstireurs cretenses».[9]
La pérdida de trescientas cincuenta aeronaves, en particular los 151 aviones de transporte Junkers, casi una tercera parte de la flota de Student, fue aún más grave para el esfuerzo bélico alemán. La posible repercusión de Creta sobre la campaña de Rusia fue que la producción alemana de aviones de transporte no se recuperó a tiempo para establecer un puente aéreo con Stalingrado. Como se ha indicado antes, la idea de que las batallas de Grecia y Creta habían retrasado fatalmente la operación Barbarroja no era más que un consuelo quimérico.
Freyberg no fue el único en salir con ideas fijas de su experiencia en Creta. Sobre la playa de Alejandría, poco después de su regreso a Egipto, Evelyn Waugh se disputó con Gerry de Winton y Randolph Churchill sobre el tema de la retirada. «Su actitud —recuerda De Winton— era la de que todo el mundo se había comportado con cobardía».[10] Replicó a Waugh señalando que en Grecia «todo el mundo mantuvo realmente la cabeza fría hasta el último minuto», porque no habían sufrido el efecto combinado del bombardeo continuo y la fatiga extrema, que con el tiempo acaba minando cualquier forma de valentía. Waugh se negó a aceptar este argumento e insistió en que en Creta la falta de coraje había sido vergonzosa. «Me pareció que se lo tomaba de una manera muy infantil», comenta De Winton.
Waugh había llegado con las tropas frescas de la Layforce, mientras los demás llevaban luchando siete días y siete noches, con poco descanso. Tampoco pudo calibrar la verdadera intensidad del ataque aéreo, pues se redujo considerablemente los últimos días, ya que el VIII cuerpo del aire comenzó a retirarse para la operación Barbarroja. Y, aunque la bienvenida deparada a la Layforce en Creta había sido consternadora, no fue un desengaño tan atroz como el que tuvieron los soldados que, después de una semana de combate, estaban convencidos de haber batido al enemigo.
Laycock, sorprendentemente dadas las circunstancias, afirmó: «A mi entender, la isla no debería haber sido evacuada, dado que la pérdida de buques y marinos no podía compensarla la ventaja de retirar a unos quince mil soldados que ya estaban considerablemente desmoralizados tras la evacuación de Grecia».[11] Pero esa ventaja, equivalente a un par de divisiones cuando se completaron con efectivos nuevos aquellas unidades experimentadas, era, por decirlo sin ambages, mucho más valiosa, en aquel momento de la guerra, que todos los cruceros y destructores perdidos, aunque sólo fuera porque los buques de guerra no podían detener el avance de Rommel.
Hamson alegó apasionadamente que lo único que había faltado era voluntad. «Nuestro caso no tenía nada de desesperado; y una victoria estruendosa sobre los alemanes en primavera de 1941 habría tenido un inmenso valor militar».[12] Su tesis, aunque radical en ocasiones debido a la frustración que le produjo el campo de prisioneros, resulta más convincente que la de Chips Channon, por ejemplo, que calificó la batalla de pérdida de tiempo desde el principio hasta el final.
Las tropas no habían carecido de determinación, como tampoco había ocurrido con los comandantes presentes en la isla, aunque no podamos evitar pensar que la preocupación ante un ataque de fuerzas anfibias ofrecía una perfecta excusa para posponer decisiones difíciles. De lo que carecieron los comandantes, y Freyberg el primero, fue de ideas claras. La consecuencia de esta deficiencia fue que se vieron encadenados a sus propios errores de concepto. En todas las historias alemanas sobre esta batalla se pone de relieve que, a pesar de sus desventajas, la mayor de las cuales fueron las transmisiones, Freyberg tuvo sin duda alguna los medios necesarios para ganar la batalla durante la fase vital de las primeras cuarenta y ocho horas. Pero no la ganó, no la podía ganar, porque su error de interpretación fatal lo condujo en una dirección completamente equivocada.
El que ganar o no la batalla hubiera sido necesariamente positivo a largo plazo ha generado un debate hipotético muy intenso. Muchas personas más expertas desde el punto de vista de la teoría militar que Chips Channon han afirmado que habría sido imposible mantener una guarnición sobre la isla y aprovisionarla. Pero no habrían sido necesarias tropas británicas. Habría bastado con crear una segunda división cretense combinada con las tropas griegas dispersas escapadas de su país y pertrechándola con el armamento capturado a los alemanes.
Sin embargo, se ha formulado un argumento inesperado contra esta hipótesis. A grandes rasgos consiste en lo siguiente. Si Creta no hubiera caído, el rey de Grecia Jorge II habría insistido en conservar el mando sobre este enclave, el último de su reino. Pero la combinación de su intransigencia, el antimonarquismo cretense y el malestar político entre las fuerzas armadas griegas, que condujo a los motines de Egipto en 1944, habrían provocado antes la guerra civil de Grecia, reduciendo la influencia británica tanto sobre Grecia como sobre Creta. De modo que una victoria de las fuerzas anglohelénicas en mayo de 1941 habría conducido al control comunista de todo el país, tras la retirada alemana efectuada en 1944.
Dejando de lado el carácter imprevisible de la política griega, si los aliados hubieran ganado la batalla de Creta, Hitler no habría desviado su atención de la operación Barbarroja para realizar una nueva tentativa de invasión de la isla. Siempre se había mostrado escéptico ante los planes de Student y no se jugaba nada personalmente en la operación. Lo único que le habría empujado a una segunda tentativa de invasión habría sido la creación de bases de bombarderos de largo alcance, a finales de 1942 o principios de 1943, para atacar los yacimientos petrolíferos de Ploesti con aviones Liberator. En ese caso habría tenido que asignar a la invasión recursos vitales del frente ruso. Gran Bretaña no era consciente esa primavera de la importancia que habría podido tener Creta para el esfuerzo bélico, y muchos han preferido obviarla con la sencilla excusa de que la batalla se había perdido. La influencia norteamericana posterior hizo que la atención se concentrara en Italia, y no en los Balcanes, de modo que el peso de la guerra se alejó del Mediterráneo oriental.
Pero, para los cretenses y para un puñado de británicos, la batalla de Creta distaba de haber concluido.