5


A través del Egeo

A las fuerzas británicas y del imperio británico, la necesidad de escapar antes de la llegada de los alemanes les produjo una suerte de duermevela ansioso: el temor de llegar tarde mientras se recorre el pasillo de la escuela mezclado con el miedo infantil a quedarse rezagado y ser olvidado por los demás. En el campamento de Kokinia, situado a la salida de Atenas, «las camionetas se cargaban apresuradamente, los suministros y el equipo se amontonaban de cualquier manera, los petates y maletas de los oficiales yacían abiertos, como si sus propietarios hubieran entresacado de ellos en el último momento sus pertenencias más valiosas».[1]

La rendición del ejército de Epiro permitió a los alemanes rodear la línea de las Termópilas desde la costa adriática y avanzar en dirección a Atenas a lo largo de la costa norte del golfo de Corinto. Para proteger el Peloponeso, el general Wilson desplazó dos escuadrones del 4.° de húsares a Patras, para rechazar un posible aterrizaje sobre la costa meridional. Y para retrasar lo más posible el momento en que se cerrara el gancho derecho sobre Atenas, envió a la misión Yak a bloquear la carretera que une Naupaktos con Missolonghi, al norte del golfo. Para entonces la banda de Fleming se había quedado sin explosivos, de modo que tuvo que ir a buscar algunas bombas de doscientos kilos a un depósito improvisado al otro lado del istmo de Corinto y remolcarlas hasta su destino por caique (la clásica goleta pesquera o mercante de la región, que suele llevar un motor por si no hay bastante viento). Esta demolición improvisada, aunque no tuvo un éxito total, bastó para retrasar el avance alemán por ese flanco, mientras se procedía prestamente a la evacuación.

El puerto principal de El Pireo estaba atestado de buques naufragados ennegrecidos y las casas de los muelles parecían cascarones vacíos y achicharrados. Sólo los diques de los alrededores funcionaban. A primera hora de la tarde del 22 de abril, aproximadamente cuarenta prisioneros alemanes, principalmente pilotos de la Luftwaffe, fueron conducidos a bordo del buque Elsi de las SS y encerrados en su bodega. Los soldados australianos, que los vigilaban desde lo alto, tenían granadas a mano por si se producían disturbios. Entre los pasajeros civiles, el profesor A. R. Burn, del British Council, y su mujer, acogieron con satisfacción la presencia de enemigos entre ellos. Estaban tan convencidos de la eficacia de la quinta columna de Atenas que creían que Goering se enteraría de inmediato de la presencia de alemanes a bordo y daría órdenes de no atacar el navío. El Elsi cruzó el Egeo y todos sus ocupantes desembarcaron tranquilamente en la bahía de Suda, antes de que la Luftwaffe lo hundiera en esa misma bahía el 29 de abril, lo que interpretaron como una confirmación de sus convicciones.

El mismo día, la mayor parte de la Casa Real —sin olvidar a Otto, el perro salchicha real— subió a bordo de un hidroavión Sunderland en Falerón. El buque sobre el que debían partir el día anterior había sido hundido en su amarradero. En el grupo figuraban la princesa heredera Federica, sus dos hijos, Constantino, que luego perdería el trono de Grecia, y Sofía, la actual reina de España, junto con su nodriza escocesa. La querida del rey Jorge, la admirable señora Britten-Jones, fue nombrada dama de honor de la princesa heredera Federica.

Joyce Britten-Jones fue una de las rarísimas queridas reales de la historia para las que nadie tuvo más que palabras de alabanza. Harold Caccia la calificó de mejor tipo posible de esposa del ejército, perfectamente sensata, siempre al margen de las intrigas y excelente en caso de crisis. Su marido, un capitán del Black Watch que bebía demasiado, había sido edecán del virrey cuando el rey griego visitó la India no mucho antes de su restauración en el trono. Pronto se tejió entre ellos una estrecha relación y, en 1936, la señora Britten-Jones había ejercido a la perfección las funciones de anfitriona del rey cuando Eduardo VIII y la señora Simpson lo visitaron en su crucero de verano a bordo del Nahlin.

El efecto tranquilizador de Joyce Britten-Jones sobre el rey Jorge había impulsado a Eden a exigir en marzo que se facilitara por todos los medios su viaje de Londres a Grecia vía El Cairo. El intento de mantener en secreto este vuelo se fue al traste cuando llegó al aeródromo de Heliópolis y el general De Gaulle, que volaba en el mismo avión, insistió en que bajara antes que él, justo en el momento en que la banda atacaba La Marsellesa. Sir Miles Lampson, el embajador proconsular británico ante Egipto, le hizo los honores con discreción. Casualmente, había conocido a su suegro, «Jerky» Jones, director del Hong Kong and Shanghai Bank de Yokohama. Finalmente llegó a Atenas a principios de abril, tan sólo unos días antes de que se produjera la invasión alemana de Grecia.

El príncipe heredero Pablo («Palo») asistió en Falerón al despegue del avión que transportaba a su familia. Se fue a Creta el día siguiente con su hermano, el rey, a bordo de otro hidroavión, en compañía de Emanuel Tsuderos, el primer ministro, sir Michael Palairet y el coronel Blunt, agregado militar.

La Legación británica y el hotel Grande Bretagne apestaban a papel quemado —el olor inconfundible de la retirada—, que los diplomáticos y oficiales del estado mayor destruían apresuradamente.[2]

Los oficiales de la fuerza W lamentaron más tarde que los únicos registros que se sacaron de Grecia fueran sus bonos de rancho. Pero el escuadrón de comunicaciones de la 1.ª brigada blindada, acuartelada por delante del palacio Tatoi, fue compensado por esta falta de delicadeza. El chambelán real telefoneó al rey a Creta pidiéndole instrucciones y se le dijo que distribuyera el vino de la bodega a razón de dos botellas por oficial y una por soldado.

La fecha de evacuación fijada para la mayoría de la Misión militar y el cuartel general del estado mayor que aún permanecían en Atenas fue el 24 de abril. El oficial jefe de inteligencia de las fuerzas aéreas británicas en Grecia, teniente coronel lord Forbes, acompañado por David Hunt, esperaron en el aeródromo a primera hora de la mañana. Los griegos le habían pedido que pilotara uno de sus Avro Anson hasta Creta. Forbes esperó a su turno para despegar al amanecer, pero un ataque inhabitualmente temprano de la Luftwaffe les obligó a lanzarse a una zanja, desde donde asistieron a la destrucción de su aeronave.

Forbes y Hunt volvieron a Atenas, mataron el tiempo en el apartamento de Forbes y luego se dirigieron en coche, esa misma tarde, a El Pireo, atravesando calles pobladas de personas que no sabían qué hacer. En el muelle se subieron a bordo del Kalanthe, un buque de vapor originalmente requisado por la armada griega a su propietario inglés y ahora asignado a la Legación británica. El agregado naval actuaba de capitán. Entre los pasajeros se encontraban también Harold y Nancy Caccia, sus hijos, perros y ama de cría china; la mujer del coronel Jasper Blunt, Doreen; varios miembros de la Misión militar, incluido Charles Mott-Radclyffe, y diversos personajes griegos de primera fila. Un añadido posterior y sumamente sorprendente a este elenco fue el del líder comunista exiliado, Milcíades Porfiroyenis, que Harold Caccia autorizó a unirse a ellos desde su exilio en la isla de Kimolos. Caccia, quien solía referirse a este comunista de extraño nombre traduciendo literalmente su apellido, es decir, «nacido en la púrpura», se lo encontraría más tarde del otro lado de una mesa de negociaciones durante la guerra civil griega.

Después de cargar las armas y los explosivos que aún conservaba, la misión Yak de Peter Fleming debía defender el Kalanthe de un posible ataque aéreo, para lo cual se había apostado a un oficial y a un auxiliar en cada uno de los cuatro cañones Lewis. En aquella época se formularon varias acusaciones muy dudosas contra Fleming. Según una versión, el coronel Blunt y Fleming discutieron el día antes de que zarpara el Kalanthe, pues Blunt insistía en que, dado que la misión Yak había ido a Grecia como fuerza de retaguardia, si Fleming la abandonaba se convertiría en desertor. Otra afirmaba que Fleming se había vendado sin necesidad la cabeza al llegar a Egipto y trató de falsificar en su provecho una mención por servicios meritorios (DSO, Distinguished Service Order). Hay que recordar que Fleming había provocado bastantes recelos con sus maniobras en Londres y El Cairo, de modo que estas historias deben tomarse con bastante reserva.

No hay duda de que se produjo una pelea en la que intervino el general Heywood, el jefe de la Misión militar. Heywood, que había recibido la orden urgente de El Cairo de destruir los depósitos de combustible de la RAF, que contenían más de treinta mil toneladas de petróleo y carburante para aviones, una presa valiosa para la Luftwaffe, se llevó consigo a una partida de zapadores para realizar la misión de noche, pero se encontró con el lugar rodeado de tropas griegas cuya tarea era precisamente evitarlo. Al comprobar que estaban dispuestas a abrir fuego, Heywood se retiró, para evitar provocar una batalla entre aliados. Esta decisión fue más tarde criticada por el alto estado mayor de Oriente Medio y afectó a la carrera de Heywood. No hay que descartar que se aprovechara para castigarlo sin remordimientos por errores anteriores. Heywood murió en un accidente aéreo en la India dos años después.

Nick Hammond, que dirigía un equipo de cuatro zapadores, también había ejecutado misiones propias de la táctica de tierra quemada durante la retirada. Mientras la banda de Fleming se divertía haciendo volar material rodante y chocarse locomotoras, él se había concentrado en las fábricas que podían contribuir al esfuerzo bélico alemán. El último día destruyó las reservas de algodón en Haliartus y luego volvió a Atenas, donde se reunió con Ian Pirie y David Pawson, el tercer oficial clandestino de la Legación. Prepararon su huida después de destrozar las últimas pruebas de las actividades de la MI(R) y la Sección D y empaquetaron el material útil que aún podía aprovecharse. Pirie y Barbrook habían dejado atrás dos equipos de telegrafía: uno lo habían cedido a un grupo venizelista, que dejó al poco tiempo de ser operativo, y otro a un republicano radical, el coronel (y posteriormente general) Bakirdzis, quien fue el primer contacto de la SOE en Grecia, bajo el nombre en clave de «Prometeo».

Antes de su partida, el rey había pedido al general Wilson que se ocupara del príncipe Pedro, el almirante Sakelariu, ministro de Marina, y Maniadakis, el ministro de Seguridad Nacional. De modo que, tras una reunión final con el general Papagos el 25 de abril, Wilson y su banda fueron de Atenas al Peloponeso en un convoy de automóviles motorizados, uno de los cuales era la limusina que había dejado atrás el príncipe Pablo, anteriormente regente de Yugoslavia, en su huida hacia el exilio. Aunque no padecieron la peligrosa humillación deparada al coronel Salisbury-Jones y al capitán Forrester, sobre cuyo coche de servicio dispararon soldados de infantería australianos enojados, los edificios bombardeados y los cráteres en el terreno frenaron su marcha hasta tal punto que no pudieron cruzar el puente tendido sobre el canal de Corinto más que dos horas antes del amanecer del día siguiente. Justo a tiempo.

Poco después del alba del 26 de abril, las tropas paracaidistas alemanas aterrizaron del lado meridional y destruyeron el puente, protegido por algunos carros de combate ligeros del 4.° de húsares y neozelandeses que manipulaban cañones Bofors. La pelea fue caótica. Un convoy de doscientos heridos, bajo el mando del capitán Guy May, del cuartel general de las fuerzas, acababa de atravesarlo camino de Navplion y se vio inmerso en la batalla.

Los alemanes aplastaron rápidamente a sus enemigos, pero los dos oficiales que habían preparado la demolición del puente al parecer volvieron reptando hasta el borde del canal y lograron hacer detonar la carga explosiva con sus fusiles. De esta hazaña (que tanto agrada a los escritores de guiones) se dijo más tarde que era imposible, pero el puente fue destruido con numerosos alemanes encima y Wilson concedió a los dos oficiales en cuestión la cruz del mérito militar.

La 4.ª brigada neozelandesa, de camino al Peloponeso donde iba a embarcar, fue sumamente afortunada en un momento en que las comunicaciones estaban prácticamente colapsadas. El escuadrón de inteligencia del cuerpo de oficiales de caballería de Middlesex, acuartelado en la sede de la 1.ª brigada blindada, logró hacerles llegar un mensaje informándoles de la captura del istmo de Corinto por los paracaidistas alemanes. El general de brigada Inglis hizo dar media vuelta de inmediato a sus hombres, dirigiéndolos hacia la costa oriental del Ática. Destruyeron sus vehículos y su material pesado y formaron varias filas defensivas en Porto Rafti y Rafina, bajo un cielo primaveral inmaculado. De noche, las tropas se abrieron camino hasta el puerto y la playa, llevando consigo exclusivamente sus armas y pertrechos personales. Se quedaron esperando ansiosamente la aparición de sombras negras mar adentro.

Llevó mucho tiempo conducirlos en barcas hasta los cruceros, los destructores y los buques mercantes, demasiado para los capitanes de la Royal Navy, sabedores del destino que les aguardaba si los aviones de bombardeo en picado sorprendían a los navíos antes de que se hubieran alejado lo suficiente y, antes de las primeras luces, se encontraran fuera de la zona de peligro. La 1.ª brigada blindada, que a su pesar había sido mantenida en la «subzona de base» y la retaguardia, fue la última en llegar a la playa de Rafina. Después de una lenta subida a bordo, principalmente mediante botes con remos, quedaban todavía en tierra casi mil hombres. Cuando el oficial encargado del desembarco de las tropas sugirió al general de brigada Rollie Charrington que podía hacer que subiera a bordo antes que los demás, éste replicó airado: «¿Por quién me toma?».[3] Sería el último en salir y Dick Hobson, el comandante de brigada, el penúltimo.

Charrington y sus hombres se retiraron al bosque para ocultarse. Fueron muy pocos los que se quejaron. Hobson confiesa que, en el cuartel de la brigada, «estuve a punto de tirarme al suelo cuando el sargento Blythe, nuestro sargento de cocina, apareció diciendo: “¿Whisky y soda, señor?” Yo repliqué: “Sargento Blythe, no me lo puedo creer”. “En realidad, señor —contestó—, no es soda, sino agua”. Sacó luego una petaca de whisky del tamaño de una botella y una de agua. No creo haber disfrutado ni necesitado tanto una copa antes. O desde entonces. El sargento Blythe, ex miembro de la 12.ª de lanceros, mayordomo de Willoughby Norrie[4] antes de unirse a nuestra brigada, era un personaje bastante especial».

Los intentos de abrirse camino hasta la otra playa de embarcación, situada en Porto Rafti, fracasaron. Los alemanes habían alcanzado la franja de costa que separaba ambos lugares. Esa noche, Charrington y sus hombres se habían resignado a la suerte de verse recluidos en un campo de prisioneros y la mayoría cayó en un sueño exhausto. Pero aproximadamente a la una de la mañana, fueron despertados a sacudidas pues a lo lejos, mar adentro, se perfilaba la silueta de un buque. Era el destructor de la Royal Navy Havoc, enviado en su ayuda por la 4.ª brigada neozelandesa, que se encontraba en Porto Rafti.

A bordo del navío, los marineros ofrecieron a los rescatados la panacea estándar de la marina real tras un desastre: cacao, bocadillos de carne de vaca en conserva y mantas. En todo el proceso de evacuación, la marina se ganó sobradamente la gratitud y admiración de sus beneficiarios. El almirante sir Andrew Cunningham, comandante en jefe del Mediterráneo, había asignado a la tarea seis cruceros y diecinueve destructores, la práctica totalidad de sus buques de esas dimensiones.

Aunque la mayoría de las tropas regulares huyó a bordo de buques de guerra, otros grupos de oficiales y soldados se fueron en embarcaciones más pequeñas. El 22 de abril, un destacamento de la Misión militar británica, compuesta entre otros por Paddy Leigh Fermor y algunos especialistas de transmisiones, despeñó su camión por un barranco del cabo Sunion. Habían decidido apoderarse del Ayía Varvara, un caique convertido en un elegante yate, que armaron con cañones Lewis. Su misión consistía en conducirlo hasta Myli, en el golfo de Argos, para evacuar al general Wilson y sus acompañantes en caso de que fallaran los demás recursos.

Para eludir a la ubicua Luftwaffe, sólo podían desplazarse con garantías de noche. La mañana del 26 de abril, el destacamento llegó a Myli y fue a buscar a Peter Smith-Dorrien, que había bajado desde Atenas con el general Wilson y el príncipe Pedro. Contemplaron la hilera de vehículos militares abandonados que se extendía a lo largo de varias millas desde el pequeño puerto. Jumbo Wilson estaba al final del muelle, sentado sobre su cama enrollada y mordisqueando la punta de su bastón. Esperaba la llegada de un hidroavión Sunderland. Alguien le preguntó qué quería hacer, a lo que Jumbo Wilson replicó jovialmente: «Voy a hacer lo que tantos buenos generales han hecho antes: sentarme sobre mi equipaje».[5] Al final acabó siendo evacuado a bordo de un Sunderland esa misma tarde. Su equipaje —que apreciaba sobremanera, a juzgar por la atención que le dedica en sus memorias—, junto con su chófer y varios miembros de su estado mayor, incluido Smith-Dorrien, que llevaba consigo algunas botellas de champán, y el edecán adjunto de Wilson, Philip Scott, de la 60.ª de fusileros, decidieron irse con el Ayía Varvara. Al menos entre las pertenencias del general no se contaba otro inmenso automóvil americano, una de las debilidades más curiosas de Jumbo Wilson. Sea como fuere, el caique fue hundido el día siguiente al salir de Leonidion, perdiéndose todos los bagajes pero, afortunadamente, sin bajas.

Entre los últimos en abandonar Atenas —sólo unas pocas horas antes de que los alemanes izaran su bandera sobre la Acrópolis— estuvieron Nicholas Hammond, David Pawson, Ian Pirie y Nicki Demertzi. Para acreditar el salvoconducto de Nicki ante el funcionariado británico, la pareja se había casado apresuradamente. Dejaron Atenas al anochecer y llegaron en coche al puerto deportivo de Turkolímono. Sus pertrechos consistían en un gran fardo de uniformes alemanes, que llevaba encima Pirie, y los restos del explosivo plástico de Hammond.

Tras la rápida ocupación del Ática por los alemanes, durante las últimas noches de abril concluyó la evacuación desde los puertos y playas del Peloponeso. Se pusieron en servicio todos los medios de transporte disponibles: destructores y cruceros de la Royal Navy, buques mercantes requisados, caiques y aviones. Los Blenheim tendieron un puente aéreo con Creta, acarreando hombres apilados en posiciones incomodísimas en los compartimentos de bombas y las torretas blindadas, mientras los Sunderland los recogían en las playas del golfo de Argos y se los llevaban girando a la altura de Kalamata. Uno de ellos realizó la proeza de despegar del golfo de Argos con ochenta y cuatro hombres a bordo, casi tres veces más del peso máximo autorizado en el modelo equivalente para uso civil, el hidroavión de la Imperial Airways. Pero los vehículos alquilados y requisados por los británicos fueron vetados a las tropas griegas, incluidos los cretenses de la 5.ª división que trataban de volver a casa para proseguir el combate. Esta intransigencia oficiosa causó asombro y tristeza en contraste con la generosidad espontánea de que habían dado muestras los griegos.

La última fase de la evacuación fue caótica. La carretera que une Argos y Navplion se había convertido en un atasco continuo de vehículos militares abandonados. Y casi dos mil soldados de tierra de la RAF y personal de la administración concentrados en Argos estaban «empezando a desmandarse»[6] a medida que menguaba su esperanza de escapar y los ataques aéreos alemanes se intensificaban. La mayoría de sus oficiales ya había partido por aire y la RAF se lamentó luego de que ni siquiera estuvieran en la lista de distribución incluida en las instrucciones de evacuación. El grueso de los soldados del aire, desconsolados, fue desviado rumbo a Kalamata, pero lo mismo ocurrió con los ocho mil hombres de la división australiana, a los que se unieron mil quinientos yugoslavos desanimados.

No se organizó ninguna defensa. De día, las tropas desmoralizadas y exhaustas permanecían a cubierto bajo los olivares que rodean a la ciudad para eludir los bombardeos. Fueron rodeados por el flanco por una pequeña guarnición alemana, que había atravesado el golfo de Corinto y todo el Peloponeso sin ser detectada y se había deslizado para capturar el puerto ante sus narices. Aunque los contraataques dirigidos por algunos oficiales y suboficiales decididos —el sargento Hinton, neozelandés, ganó por ellos una cruz Victoria—, la armada se abstuvo de intervenir, creyendo que los alemanes seguían constituyendo una amenaza, y muy pocos hombres pudieron partir esa noche.

Los ataques aéreos durante el viaje a Creta fueron para muchos incluso más tremendos de lo que había sido su experiencia en el territorio continental. El Julia, que como el Elsi transportaba a los prisioneros de la Luftwaffe, fue uno de los buques más afortunados. Este barco carbonero de mil quinientas toneladas había partido antes de las dos de la madrugada del 23 de abril, poco después del Elsi. Su hora de salida respetaba las directrices de la Royal Navy de alejarse de las aguas peligrosas antes de que amaneciera, pero el Julia tenía una velocidad máxima de siete nudos. Cuando rompió el alba de un día claro y con la mar en calma, sólo estaba a unos cincuenta kilómetros de la costa del Ática. Se anunció a gritos el primer ataque de Stuka, que llegó casi inmediatamente desde el noreste: se trataba de siete motas negras «agrupadas en dos uves de tres aviones cada una, con un avión solitario por delante».[7] En un frenesí caótico, los suboficiales de zapadores pertrechados con fusiles, el único armamento que quedaba a bordo, fueron tomando posiciones.

Los Stuka, según Teo Stefanides, «adoptaron una formación en línea y, a medida que nos llegaban encima, cada uno viraba de lado y luego de punta y parecía dispuesto a caer en picado sobre nosotros. Cuando se lanzaban producían un chillido aterrador que, añadido a las explosiones de nuestros treinta fusiles, creaba una barahúnda ensordecedora. Cuando los aviones llegaban a la altura aproximada de trescientos metros, se advertía cómo se desprendía de su tren de aterrizaje una mancha negra, que se abalanzaba sobre el buque con un silbido diabólico». Cada bomba —todas erraron afortunadamente la diana por muy poco— provocaba una enorme columna de agua rociada «y en cada ocasión todo el buque se tambaleaba con una tremenda sacudida y se producía un curioso estruendo metálico cuando la ola de compresión chocaba contra su flanco». Los Stuka recuperaron luego su formación, rehicieron el circuito anterior para lanzar su segunda bomba y finalmente ametrallaron la cubierta antes de volver a la base para reponer carburante. Stefanides tuvo que tratar un número excepcionalmente bajo de heridos: uno de ellos fue un sargento australiano al cual una bala le había incrustado el reloj en la muñeca.

A lo largo de ese día, el Julia fue bombardeado en cinco ocasiones sin recibir en ninguna un impacto directo. Sobre la cubierta se amontonaban las algas marinas y la tripulación, decidida a sacar el máximo provecho posible a sus cuitas, recogió con redes algunos peces muertos a consecuencia de las olas de compresión. Después de pasar todo el día siguiente refugiados en una pequeña caleta enfrente de la isla de Citera, lograron alcanzar finalmente Creta la mañana del 25 de abril y se dirigieron al inmenso puerto natural de la bahía de Suda.

El Julia había tenido una suerte extraordinaria. En total, los alemanes hundieron veintiséis buques, incluidos dos buques hospital, y se produjeron más de dos mil bajas. Prácticamente todos los refugiados civiles y los soldados griegos heridos que había a bordo del transbordador Hellas fueron quemados vivos. Para quienes dejaban caer las bombas, el horror que provocaban a sus pies fue siempre distante, por no decir abstracto. «Un día soleado —apunta el piloto de un Junkers 88 rememorando el 25 de abril—, nos enviaron a buscar navíos que estuvieran embarcando a tropas británicas en las zonas de Atenas, Corinto y Navplion».[8] Trató de identificar Micenas. «Le dije a mi tripulación que estábamos sobrevolando un territorio que había conocido por lo menos tres mil años de la historia de Grecia… Los pueblos y las pequeñas aldeas sugerían un parque infantil tachonado de puntos blancos». Sobre el puerto de Navplion, «todo parecía pacífico e inmaculado. Pero descubrí algo que hizo latir más rápido mi corazón». Un transatlántico anclado —un «espectáculo fascinante»— constituía «una diana única». El bombardero se preparó mientras el avión se ladeaba y luego se lanzaba en picado. El piloto levantó la proa de su aparato en el momento crucial y apretó el botón rojo. El operador de telegrafía y el artillero, estirando el cuello, contaron las explosiones. «¡Lo hemos alcanzado! Dos dianas perfectas y dos bombas justo al lado. Cascadas de agua y llamaradas enormes. ¿Qué sentía en ese momento? Alivio después de una tensión suprema, orgullo porque un equipo de novatos hubiera tenido éxito. Lástima por la desaparición de un hermoso buque. Satisfacción, porque no podría seguir transportando tropas británicas, y eso era lo único que contaba ese día».

El peor desastre de la evacuación había de producirse también en Navplion. Un buque mercante holandés, el Slamat, siguió acogiendo soldados hasta las cuatro de la mañana, pese a que se le había advertido que no lograría salir del canal de Anticitera antes de que amaneciera. Después de ser alcanzado por bombarderos a las siete de la mañana y muy maltrecho, comenzó a emitir señales de socorro. El destructor de la Royal Navy Diamond fue en su ayuda y recogió a los supervivientes. Pero el Diamond también fue hundido, por lo que el Wryneck, también de la Royal Navy, fue en su socorro y fue a su vez hundido. En total murieron setecientos hombres de los tres buques. Cincuenta sobrevivieron y entre ellos, algunos heridos del Wryneck, cuyo ballenero fue rescatado por el grupo de Nick Hammond.

Hammond, Pirie y Nicki habían salido del puerto deportivo de Turkolímono y navegado hasta el Peloponeso, donde uno de sus dos caiques había sido hundido por los aviones alemanes. En el segundo, el que llevaba el explosivo plástico y el paquete de uniformes alemanes de Pirie, habían llegado a las islas deshabitadas de Anana, donde se encontraron con los marineros naufragados, a quienes llevaron a un hospital de Creta.

El grupo del caique de Leigh Fermor, después de que el Ayía Varvara, con todo el equipaje de Jumbo Wilson, fuera bombardeado y hundido ante sus narices, compró otro. Rodearon el Peloponeso hasta llegar a la isla de Anticitera, recogiendo en su camino a los rezagados, como una docena de neozelandeses que bogaban sobre una barca y, después, diez australianos. El segundo caique resultó una mala compra. El motor dejó de funcionar nada más salir de Anticitera con la intención de atravesar el canal y llegar a Creta, por lo que hubieron de regresar, improvisando recursos desesperadamente. En Anticitera se encontraron con el Amalia, una goleta de tres mástiles que un oficial de infantería griego había arrebatado a un paisano «de dudosa lealtad» a punta de pistola. Esta vez pudieron realizar la travesía sin percances, hasta llegar al extremo noroccidental de Creta, donde atracaron en el viejo puerto veneciano de Kasteli Kisamu.

Michael Forrester, que se hizo a la mar aproximadamente a las 8 de la tarde sobre un caique con un pasaje mixto de civiles y soldados de Monenvasía, debería haber seguido la misma derrota. Se despertó a primera hora del día con la sensación de que algo iba mal. Comprobó su ruta con la brújula de reflexión y descubrió que bogaban hacia el este, de acuerdo con las consignas. El capitán y propietario del caique, que el oficial de desembarco de Monenvasía le había recomendado como un colega perfectamente fiable, estaba tan borracho que lo único que lo mantenía derecho era el timón. Forrester llamó a un par de australianos para que lo ayudaran y depositaron al hombre tranquilamente en la bodega. Incapaz de conjeturar con el más mínimo viso de realismo cuán lejos habían avanzado en la dirección errónea, Forrester hizo virar el barco y esperó ardientemente poder dirigirlo a la isla de Citera utilizando su brújula de reflexión.

De día oyeron motores por el aire. Forrester ordenó a todos los soldados que se ocultaran bajo cubierta o las lonas y pidió a las mujeres que se situaran a proa y saludaran con la mano. Un Messerschmitt 110 se lanzó en picado sobre el palo mayor, observó atentamente la cubierta del buque y se ladeó, dando un rodeo y volviendo sobre él como si se dispusiera a ametrallarlo. Las mujeres griegas no se acobardaron en ningún momento. Siguieron saludando con toda su energía. El piloto volvió a bajar en picado sobre ellas, les devolvió el saludo desde su cabina y prosiguió en busca de una nueva presa.

El yate de vapor de la Legación británica, el Kalanthe, con una lista de pasajeros de gran distinción y al tiempo muy heterogénea, había levado el ancla de El Pireo al anochecer, el 24 de abril. Toda la noche navegó en dirección al pequeño archipiélago de Milos, donde permaneció oculto todo el día siguiente en la bahía de una isla deshabitada llamada Poliaigos, porque un buque o incluso una embarcación pequeña atraían de inmediato la atención de los aviones alemanes.

Los pasajeros fueron conducidos en botes hasta la playa, donde pasaron un día alegre y ocioso, durante el cual los niños de las familias Blunt y Caccia jugaron juntos, armando tal alboroto que el ama de cría de los Blunt los amenazó con decírselo a sus padres. La tripulación griega permaneció a bordo para efectuar algunas reparaciones y mantener la chimenea en activo, por si eran atacados. Los protegían los cañones Lewis de la misión Yak. Peter Fleming disfrutó casi tanto de ese día como quienes habían bajado a la playa. Lo pasó comiendo tortillas de las numerosas existencias que se habían comprado durante la mañana y bebiendo ginebra y lima sobre el puente, con unos pantalones cortos por toda vestimenta. Por la tarde, el Kalanthe fue avistado por tres bombarderos Junkers 88. Alguien hizo sonar la sirena para avisar a las personas que estaban en tierra y tres equipos de cañones se pusieron a funcionar: Mark Norman y Oliver Barstow a cada lado del puente, ambos con un ayudante, y Fleming a popa, con un centinela.

Pero los bombarderos no se amilanaron ante los tres cañones Lewis que les escupían sin cesar y, después de tres fallos, uno de ellos logró golpear el buque en el centro. El Kalanthe explotó, muriendo nueve de las personas que se encontraban a bordo, incluido Oliver Barstow, hermano de Nancy Caccia, e hiriendo a seis. Mark Norman fue herido gravemente y Peter Fleming quedó contusionado. Harold Caccia y Norman Johnstone, el ayudante granadero de la misión Yak, remaron rápidamente para alejarse del navío en llamas —teniendo en cuenta que los explosivos podían estallar con el calor, fue un acto de gran valentía— y llevarse consigo a los heridos. La intervención rauda de las tres mujeres del grupo, que habían participado en destacamentos voluntarios de ayuda sanitaria, salvó la vida a los hombres quemados y tiznados. Les rasgaron las camisas para limpiarles las heridas y quemaduras. A Nancy Caccia, que ya estaba en ese momento segura de la muerte de su hermano, al menos la urgencia de la tarea le obligó a concentrarse en otros asuntos.

Con la ayuda de los habitantes de la cercana isla de Kimolos y tras ser recogidos tres días después por un caique enviado para rescatarlos desde Creta, el grupo se volvió a poner en marcha.[9]

Pero los vientos de proa y la lentitud del caique les forzaron a encaminarse a la isla volcánica de Santorini. Una pequeña erupción nada más llegar les hizo creer que los volvían a bombardear. Mark Norman, todavía muy dolido de sus heridas, afirmaría después que en Santorini lo pusieron sobre los escalones del altar de una pequeña iglesia y le hicieron beber vino de comunión como sustituto de un anestésico.

Afortunadamente, en Santorini estaba anclado un pequeño carguero que había llevado hasta ahí un pequeño destacamento de la policía militar. Podía alcanzar una velocidad dos veces superior a la del caique y les llevaría a la costa de Creta en el transcurso de una sola noche. El día siguiente, al romper el alba, divisaron a estribor el pico nevado del monte Ida y un par de horas más tarde entraban en el puerto de Iraklion, la ciudad que los venecianos llamaron Candia. En el muelle estaba esperándolos el coronel Jasper Blunt, avisado de su llegada. Los pasajeros que acompañaban a Doreen Blunt la dejaron pasar, esperando que su reencuentro, después de todo lo que había sufrido la mujer, fuera conmovedor, pero lo primero que le preguntó su marido fue dónde diablos había dejado la llave de su piano antes de irse de Atenas.

Después de la evacuación de la Grecia continental, Churchill hizo la siguiente observación a Wavell: «hemos pagado nuestro tributo de honor con muchas menos pérdidas de las que temía».[10] En efecto, las bajas fueron milagrosamente menores de lo que cabía esperar: de los más de cincuenta y ocho mil soldados enviados a Grecia, dos mil habían muerto o sido heridos y catorce mil habían caído prisioneros. Pero la pérdida de material fue desastrosa: 104 carros de combate, 40 cañones antiaéreos, 192 cañones de campaña, 164 cañones antitanques, 1812 ametralladoras, unos 8000 vehículos de transporte, la práctica totalidad del equipo de comunicaciones, cantidades inestimables de vituallas y 209 aviones, de los que 72 cayeron en combate, 55 fueron destrozados en tierra y 82 fueron abatidos durante la evacuación.

La mala conciencia de Gran Bretaña por no haber cumplido en el pasado los compromisos contraídos con sus aliados, ¿debía tener un costo tan elevado? Desde un punto de vista puramente militar, la decisión de despachar a una fuerza expedicionaria fue nefasta. Metaxas llegó a decirle al coronel Blunt: «Pocos comprenden cuán fácil y peligroso es mezclar los sentimientos con la estrategia».[11] La idea de Churchill de que respaldar a Grecia influiría en la posible decisión de los Estados Unidos tenía más de pensamiento desiderativo que de visión clara de la realidad, aunque la heroica resistencia de Grecia a la invasión italiana hubiera ayudado a este país a granjearse la simpatía del Capitolio justo antes del debate sobre préstamos y arriendos. Y estos últimos años se ha puesto en entredicho la firme creencia de que la campaña de los Balcanes retrasó la puesta en marcha de la operación Barbarroja, algo que tuvo consecuencias nefastas.[12]

Al margen de los argumentos que desaconsejaban el envío de una fuerza expedicionaria, parece incuestionable el veredicto de Geoffrey Household. «Estoy orgulloso hoy —escribió—, y lo estuve en su día, de que dejáramos que la generosidad —ya fuera real o se tratara de un gesto político— prevaleciera sobre el sentido común».[13] Monty Woodhouse, reconociendo las virtudes del análisis retrospectivo, ha alegado que, sin la intervención británica, el gobierno griego —y no el pueblo griego— podría haber sucumbido ante los alemanes sin luchar, con lo cual la hegemonía comunista sobre la resistencia habría sido completa.

Los cretenses vivieron el desastre en carne propia. Su división, sus hijos, maridos y hermanos habían quedado atrapados en el frente albanés. El general Papasteriu, comandante de la división, logró escapar a Creta, pero su salvación fue efímera. Lo asesinó en Kasteli Kisamu un sargento de gendarmería tras una violenta protesta motivada por su deserción.

La batalla de Creta
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Agradecimientos.xhtml
Primera.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Segunda.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Tercera.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
ApendiceA.xhtml
ApendiceB.xhtml
ApendiceC.xhtml
ApendiceD.xhtml
Bibliografia.xhtml
Principales_Siglas.xhtml
Mapas.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Ilustraciones.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml
capitulo1.xhtml
capitulo2.xhtml
capitulo3.xhtml
capitulo4.xhtml
capitulo5.xhtml
capitulo6.xhtml
capitulo7.xhtml
capitulo8.xhtml
capitulo9.xhtml
capitulo10.xhtml
capitulo11.xhtml
capitulo12.xhtml
capitulo13.xhtml
capitulo14.xhtml
capitulo15.xhtml
capitulo16.xhtml
capitulo17.xhtml
capitulo18.xhtml
capitulo19.xhtml
capitulo20.xhtml
capitulo21.xhtml
capitulo22.xhtml
capitulo23.xhtml
capitulo24.xhtml
capitulo25.xhtml
capitulo26.xhtml
capitulo27.xhtml
capitulo28.xhtml