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Rendición

31 de mayo y 1 de junio

La noche de la operación a gran escala en Iraklion, la Royal Navy embarcó a los primeros millares de evacuados en Sfakiá a bordo de cuatro destructores. El temor a quedarse atrás fue el mejor acicate posible para aquellas tropas cansadas. Con los pies ardiendo, habían ascendido por el camino de montaña que partía de Vrises. Un falso cerro tras otro, la senda serpenteaba subiendo monte arriba, hasta la divisoria en que la vegetación robusta da paso a la pizarra gris. Hacia el oeste, el panorama lo dominaban los picos nevados de las Montañas Blancas, incluido el monte Venizelos.

Finalmente sus esfuerzos fueron recompensados por una visión inesperada al otro lado de un puerto de montaña. A sus pies yacía la llanura de Askifu, una cuenca fértil y perfectamente horizontal (los soldados la apodaban «la salsera») hecha de praderas, huertos, pequeños campos de cultivo y arroyos. A Stefanides aquel abrigo, que estaba ya a unos pocos kilómetros, le pareció demasiado idílico para la guerra. «La Luftwaffe —apuntó en su cuaderno— llegaba incluso a dar un rodeo para volar un tractor destartalado abandonado en una granja».[1]

Los dos batallones australianos bajo el mando del comandante de brigada Vasey y los tres últimos tanques ligeros del 3.° de húsares tomaron posición alrededor de Askifu. El 23.er batallón neozelandés se encargaría del puerto de acceso. La mañana siguiente volvieron a verse tropas de montaña. Pero cuando comprobaron que la posición estaba sólidamente defendida ralentizaron su avance. La acción de Babali Hani el día anterior les disuadió de seguir asumiendo riesgos.

Viendo próximo el final de la batalla, aquellos bávaros y tiroleses del 100.° regimiento de montaña de Bad Reichenhall habían adoptado una actitud más despreocupada. Su vestimenta se había hecho sumamente informal. Muchos, para preservar sus pesadas chaquetas y pantalones de invierno, vestían restos desparejos del uniforme británico previsto para el Trópico, lo que inevitablemente provocaba cierta confusión. La versión más original se produjo después de la toma de la aldea de Askifu, donde saquearon la casa más rica, que pertenecía a una pareja de recién casados y se apoderaron del ajuar de la novia. Los soldados tiroleses decidieron ponerse las bragas y enaguas de la mujer, de finos encajes, sobre la cabeza, imitando los tules de los kepis de la Legión Extranjera, como protección contra el sol. Con sus calzones, sus muslos musculosos y sus botas, parecían un grupo de coristas en un concierto para solaz del regimiento, más que soldados en combate.

En el extremo sur de la llanura de Askifu está el desfiladero Imbros, una inmensa cañada de gran belleza. Waugh comparó sus terrazas naturales sobre la roca, con los pinos de Aleppo precariamente aferrados a ellas, con un paisaje barroco del siglo XVII. Los soldados que habían llegado en primer lugar no se dieron cuenta de que ese barranco ofrecía la posibilidad de un descenso más seguro y fácil hasta la costa.

La carretera que venía del norte proseguía unos kilómetros más y luego acababa abruptamente ante un inmenso farallón que dominaba el mar de Libia. Ahí, entre el aroma embriagador a pino y tomillo silvestre, el panorama marítimo evocaba sensaciones intensas pero ambiguas: el alivio ante el final de la caminata, el miedo de que, pese a haber pasado por esa suerte de penitencia, no pudieran escapar, y el desaliento ante el último tramo empinado de camino, poco más que una senda de cabras que descendía en picado por una ladera rocosa. Por doquier yacían vehículos averiados y abandonados. En ningún momento se sintió con tanta acuidad la incapacidad de las autoridades militares de conectar la carretera con el puerto.

Los australianos descendieron hasta Komitades, la aldea más cercana a Sfakiá, corriendo cual cabras, de modo que «cuando un hombre se veía inmerso en el flujo de tráfico no podía (ni le dejaban) detenerse».[2] Pero, para los heridos y los que cojeaban, o simplemente habían perdido las botas, el descenso fue alarmante y doloroso. Un grupo de heridos que bajaba a la luz del día fue sorprendido por una razzia aérea. Afortunadamente, les habían aconsejado que se quitaran los cascos para no delatarse como unidad de combate, y un valiente cabo del cuerpo médico del ejército real se puso delante y agitó una bandera de la Cruz Roja. Los pilotos de los Messerschmitt divisaron justo a tiempo la bandera, hicieron ondear las alas de sus aparatos en señal de reconocimiento o hicieron señas desde la cabina y se alejaron.

El cuartel general de la Creforce, desde el cual el capitán Morse se comunicaba con Alejandría mientras organizaba la evacuación, se había instalado en la ladera de una cantera alejada del final del camino, en una caverna que Geoffrey Cox calificó de «escenario perfecto para la leyenda de los cíclopes».[3] En ella Freyberg convocó a Puttick para decirle que abandonara la isla, puesto que el que Weston dirigiera la retaguardia hacía que estuviera de más un cuartel de división. Puttick llegó con sus oficiales cuando se ponía el sol el jueves 29 de mayo. Saludó a Freyberg y le dijo: «Hemos hecho todo lo que hemos podido».

Freyberg había decidido también que su estado mayor se marchara. Pero esa mañana hubo que encontrar un mensajero que llevara las órdenes al comandante de brigada Vasey, al mando de la retaguardia australiana, de modo que los oficiales de menor rango se lo jugaron a los dados en el cuartel general de la Creforce. El perdedor, Geoffrey Cox, estaba convencido de que acabaría sus días en un campo de prisioneros de guerra, pero gracias a un australiano diligente que se hallaba en «el piso superior», como llamaban al acantilado, encontró un vehículo que todavía funcionaba. De modo que pudo volver a la llanura de Askifu, entregar las órdenes, obtener un recibo y volver justo a tiempo de embarcar con sus colegas y miembros de la Misión militar británica en el crucero australiano Perth, de Su Majestad.

La noche del 29 de mayo se produjo la evacuación más numerosa. El contraalmirante King había llegado en el Phoebe de Su Majestad, acompañado por los cruceros Perth, Calcutta y Coventry, tres destructores y el buque especial de transporte Glengyle de Su Majestad, cuyas lanchas de embarque fueron valiosísimas. Se embarcaron más de seis mil hombres.

Entre quienes subieron a bordo del Perth esa noche estaban Stefanides y Michael Forrester. Seis meses después, se enteraron de su destrucción con toda la tripulación enfrente de Java, después de un ataque de bombarderos japoneses. Debajo de la cubierta, los oficiales neozelandeses se disgustaron al encontrarse a algunos de los comandos que teóricamente debían formar la retaguardia. Pero dilucidar quién les había ordenado quedarse y quién les había autorizado a partir era una cuestión muy compleja y espinosa.

El propio Freyberg y los restantes oficiales de estado mayor de los diferentes cuarteles abandonaron la isla a bordo de dos hidroaviones Sunderland la noche siguiente.

Cuando la 5.ª brigada neozelandesa bajó el acantilado la mañana del 30 de mayo, el comandante de brigada Hargest que, como Puttick y el propio Freyberg, había hecho gala de más determinación y mejor criterio durante la retirada que en la batalla, quedó consternado ante el estado lamentable de los rezagados que habían permanecido junto al mar. El personal de base, hambriento y sediento, que todavía constaba de varios millares de personas, vivía sin ninguna pretensión de guardar el orden militar en las cavernas de los barrancos, como una colonia de vencejos. De día se apoderaba de ellos el pánico, especialmente cuando se aproximaba algún avión, y de noche saqueaban los depósitos de alimentos y los suministros de agua, que disminuían a una velocidad alarmante. Cuando los heridos fueron evacuados la primera noche, el 28 de mayo, algunos de esos hombres habían tratado de unirse a ellos, vendándose la cabeza, pero los verdaderos heridos les pusieron en evidencia a gritos, y la mayoría se avergonzó y desistió de la maniobra. Se había dado la orden de embarcar únicamente cuerpos de soldados en perfecta formación, de modo que los rezagados suplicaban a todos los oficiales que veían que los formara en un grupo y los hiciera embarcar desfilando. Los neozelandeses habían formado un cordón con bayonetas caladas, para asegurarse de que las tropas de combate eran las primeras en subir. «Estaba decidido —escribió Hargest más tarde—. Habíamos llevado el peso de las operaciones, íbamos a subir a bordo como una brigada que éramos y nadie nos detendría».[4]

Pese a la determinación de Hargest, decidir quién debía quedarse en la isla y quién podía embarcar no era tan sencillo. Se daba prioridad a los oficiales, alegando que serían necesarios para volver a constituir los batallones cuando llegaran a Egipto. Y a primera hora de la tarde se dictó la orden de que «el cuartel general de cada unidad debe haber embarcado esta noche».[5] Se asignaron efectivos de suboficiales y soldados por batallón.

Unas horas más tarde se produjo un estallido súbito de disparos. Un destacamento de tropas de montaña, con veintidós hombres, había penetrado por el desfiladero de Sfakiá, en el flanco occidental de la cañada. Una compañía de neozelandeses los mantuvo a raya, mientras Charles Upham, pese a estar sumamente debilitado por la disentería, se abrió camino hasta la cima, para rodear al enemigo por la espalda, y luego lo aniquiló.

Cuando cayó la noche, los rezagados trataron de deslizarse a través de los piquetes armados cuya misión era impedir que subieran desordenadamente a los botes. Y cuando los cuerpos bien formados de los hombres autorizados a embarcar desfilaron, el último tramo del camino estaba jalonado por los desafortunados que debían quedarse. «Algunos suplicaban e imploraban —escribe Kippenberger—, pero la mayoría se limitaba a mirarnos fijamente, para que nos sintiéramos avergonzados».[6] Unos pocos trataron de colarse o infiltrarse en alguna columna, pero fueron apartados con furia e indignación. El destacamento maorí tenía una retaguardia armada con subfusiles Thompson y pistolas Luger, dispuesta a disparar si era necesario. Varios oficiales ni se comportaron mejor, aunque emplearon una táctica más sofisticada. Myles Hildyard oyó la voz inconfundible de un coetáneo del colegio de Eton que alegaba ser un «oficial de embarque» y exigía que lo dejaran pasar.

En contraste con todos estos egoístas, algunos soldados desafiaron la orden de dejar atrás a los heridos en angarillas y se tomaron inmensas molestias para hacer franquear el cordón de tapadillo a sus camaradas.[7]

Desde la playa cercana al pequeño puerto de Sfakiá, la cola formada para subir a la lancha de embarque tenía una distancia considerable. Las esperanzas y los temores se encendían a medida que la fila densa y desordenada avanzaba o se detenía en la oscuridad. Dos de los destructores se habían visto obligados a dar media vuelta, así que podía embarcarse a menos hombres. Un oficial neozelandés recuerda el sonido de bienvenida de «las voces de la marina, con un acento cultivado propio de Dartmouth»,[8] que gritaban en la oscuridad «¡Adelante, vamos!». Pero aquella noche sólo embarcaron mil quinientos hombres.

Después del caos que se había producido en tierra firme, todos alabaron la eficacia de la armada con un profundo alivio. Las órdenes de calma de los oficiales navales inspiraban una confianza que parecía olvidada y a muchos el ejército se les antojaba, comparativamente, un cuerpo de aficionados. Los soldados agotados y hambrientos tenían muchos problemas para subir por las redes de salvamento, de modo que los marinos se inclinaban para agarrarlos por la camisa e izarlos a bordo.

Algunos se encontraron sobre el mismo buque sobre el que habían navegado hasta Grecia o sobre el que habían abandonado ese país. Los marineros les tendían jarras de cacao y sándwiches de carne de vaca en conserva, como durante la primera evacuación. Kippenberger, a bordo del buque australiano Napier de Su Majestad, observó que un oficial australiano y su ayudante subieron sobre el buque pero, al comprobar que su batallón no había embarcado, se apresuraron a volver a la playa.

Pero para quienes se iban el peligro no había acabado del todo. Michael Forrester, que estaba a bordo del buque australiano Perth de Su Majestad cuando fue alcanzado el 30 de mayo, comprendió en seguida qué significaba un ataque aéreo para quienes se encontraban en un buque sobre el mar. «¡Dios mío, qué cara ponían los marineros en la cala!»,[9] comentó más adelante. Y Kippenberger «llegó a la conclusión de que se está mejor sobre tierra firme que a bordo de un buque».[10]

La madrugada del 31 de mayo, el contraalmirante King volvió a zarpar desde Alejandría con dos cruceros, el Phoebe y el Abdiel, y dos destructores. Después de reunirse con Wavell, Cunningham había decidido tentar una nueva expedición en Creta, pese a que la flota mediterránea había sido considerablemente mermada por su contribución a la defensa de la isla. «A la Navy le hacen falta tres años para construir un buque nuevo —declaró—. Tomará trescientos años crear una tradición nueva. La evacuación debe proseguir».

La armada real estaba orgullosa de su labor, algo perfectamente comprensible. Uno de los brindis favoritos en los comedores de oficiales de la flota mediterránea era: «¡A la salud de las tres fuerzas armadas: la Royal Navy, la Federación real de publicidad[11] y los evacuados!».[12] En ese último esfuerzo, la fuerza del almirante King zarpó a las tres de la madrugada del 1 de junio con casi cuatro mil hombres. Volvieron sin problemas, pero el crucero antiaéreo Calcutta de Su Majestad, que debía cubrir la retirada de la flota, fue hundido a menos de cien kilómetros de Alejandría.

Al llegar a Egipto, la mayoría de los soldados bajaron a tierra arrastrando los pies por la pasarela de los buques, todavía agotados por su tremenda caminata montaña a través. Pero algunos batallones descendieron en perfecta formación y luego se alejaron marchando, negándose a parecer un ejército derrotado.

Probablemente se habría podido embarcar a más tropas, pero es algo que sólo puede apreciarse retrospectivamente. La armada había pensado que, como la luna era llena, los buques serían muy vulnerables al ataque de los cazabombarderos, tanto de noche como de día, durante los largos días del verano. Pero Cunningham, a pesar de las interceptaciones de los mensajes de Ultra, no sabía que el riesgo para sus buques había disminuido notablemente por entonces, cuando se preparaba la última fase de la retirada del VIII cuerpo del aire, anticipando la operación Barbarroja.

Se ha escrito mucho sobre el hecho de que, de los cinco mil soldados que quedaron en la isla, no hubiera ningún oficial por encima del rango de teniente coronel y de que partiera una proporción mucho mayor de oficiales que de soldados.

Jack Hamson, capturado con un grupo de los Argyll junto a Timbaki, dio rienda suelta a la frustración comprensible de un cautivo de guerra. «Uno de los peores aspectos de este asunto —escribe— fue que se hizo valer la idea de que los oficiales superiores tenían un valor especial, tenían la obligación de salvarse; la idea de que, en último término, no eran personalmente responsables del resultado de las operaciones que dirigían, que se limitaban a hacer cuanto podían y tendrían la oportunidad de volverlo a intentar en otra ocasión. Aunque no sean perfectamente comparables, la tradición naval de que el comandante es la última persona que debe rescatarse en caso de catástrofe es, en mi opinión, más acertada. Hubo muchas excepciones honrosas, demasiado llamativas por su rareza, pero de una manera general asistimos no tanto a un sauve quipeut, sino a una lucha reprobable y poco edificante por pasar el primero, a la insistencia de quienes se amparaban en su rango y ancianidad para acogerse al privilegio de huir».[13]

Freyberg, el general que fue el último en zarpar en Grecia para asegurarse de que todos sus hombres habían embarcado, permaneció en tierra una vez más todo lo que pudo. Su vuelta a Egipto era capital, aunque sólo fuera porque era un experto en Ultra. Y haber dejado a un personaje de su fama en manos alemanas sólo habría contribuido innecesariamente a potenciar la propaganda de la derrota. El comandante de brigada Inglis se prestó voluntario para permanecer en la isla, pero Freyberg «descartó tajantemente»[14] su propuesta. Si Weston o Laycock debieron quedarse es una cuestión espinosa. Es obvio que no tenía demasiado sentido dar al enemigo la satisfacción de capturar a oficiales superiores, y el equivalente en el ejército británico del capitán de un buque es el oficial al mando de un batallón o regimiento, no un jefe de formación. Pero sigue pendiente una respuesta a esta pregunta ética, especialmente porque el comportamiento ególatra de algunos se puso en evidencia en comparación con el desprendimiento de los oficiales de regimiento, los suboficiales o los soldados que se prestaron voluntarios para permanecer en la isla, en sustitución de otros compañeros.

Principalmente debido a los diarios de Evelyn Waugh (oficial de inteligencia de la Layforce) y a su novela Oficiales y caballeros, el interés sobre esta cuestión se ha centrado en el coronel Laycock, en su calidad de comandante de la retaguardia. La tarde del 30 de mayo, justo antes de abandonar la isla, Freyberg le dijo: «Fue usted el último en llegar, así que será el último en partir».[15] En la última conferencia que celebró el general Weston la tarde del 31 de mayo reafirmó esa decisión. Evelyn Waugh tomó nota de lo ocurrido en esa reunión a través del diario de guerra de Laycock: «Ordenes definitivas de LA CREFORCE sobre la evacuación: a) las posiciones de la LAYFORCE no deben defenderse hasta el último hombre y cartucho, sino mientras sea necesario para cubrir la retirada de las demás fuerzas de combate; b) no habrá retirada hasta que así lo ordene el cuartel general; c) la LAYFORCE deberá embarcar después de las demás fuerzas de combate pero antes de los rezagados».[16] Pero más tarde, ese mismo día, Laycock comunicó a Freddie Graham, su comandante de brigada, que el general Weston le había dicho lo siguiente: «Usted y su estado mayor y todas las tropas que pueda sacar deben irse esta noche: mi estado mayor se encargará de ello».[17] Afirmó que esa instrucción se había dictado después de que un oficial de estado mayor hubiera intervenido para puntualizar que «Laycock tenía todavía dos batallones de su brigada en Egipto».[18] Cuesta creer que un miembro del estado mayor de Weston interviniera para dar prioridad a la Layforce cuando ellos todavía debían hacer embarcar a un batallón completo de la armada.

Una versión más plausible es que Laycock se entretuviera con Weston algunas horas antes de que cayera la noche, después de la conferencia celebrada en la cueva, y lo convenciera de que debía dejar partir al cuartel general de la brigada de la Layforce. En un relato no publicado, Waugh escribió que «[Weston] encomendó en un primer momento a Bob la tarea [de rendirse], pero más tarde comprendió que era estúpido sacrificar a un hombre de primera clase como él para esa misión y optó por [Colvin]».[19]

Poco después del anochecer, Graham comunicó en la cueva donde se hallaba la Creforce las instrucciones de Laycock. En ella estaban el general Weston y el teniente coronel Colvin.

El general Weston me preguntó si tenía papel, lápiz y papel carbón. Inopinadamente, pude responderle que sí, gracias a mi viejo compañero «Libro del ejército 153», que llevaba en la mochila. El general Weston replicó: «Siéntese sobre esa maleta y escriba al dictado una carta. Haga tres copias». ¡Inmediatamente comenzó a dictar la capitulación de Creta! La carta tenía la forma de una breve orden operativa, iba dirigida al oficial que, según he dicho antes, mantendré en el anonimato [es decir, Colvin], y le ordenaba que, a primera hora de la mañana, se acercara al enemigo y le presentara la capitulación. El general Weston tomó dos de mis copias, entregó una al oficial concernido, se metió la otra en el bolsillo y se despidió con las palabras: «Bien, caballeros, hay un millón de dracmas en esa maleta y una botella de ginebra en la esquina: adiós y buena suerte». Salió de la cueva y bajó la colina sumida en la oscuridad. Después lo sacaría de la isla un hidroavión que se había enviado en su busca.[20]

Graham se quedó mirando desanimado «aquel miserable trozo de papel». Confirmaba sus peores temores de que no se iban a producir más evacuaciones aquella noche. Se levantó y llamó al subteniente de la brigada. Iban a tratar de hacerse con uno de los hidroaviones y escapar más tarde. Laycock y Waugh probablemente llegaron poco después. Fueron empujando hacia la playa de Sfakiá a Graham y a todos los componentes de la Layforce que lograron encontrar, para que se integraran en la cola de espera de la lancha de embarque, que había de conducirles a los destructores. Evelyn Waugh tomó los siguientes apuntes en su diario de guerra sobre lo ocurrido a las 22.00:

Al comprobar que el estado mayor de la Creforce había embarcado al completo y en vista de que todas las fuerzas de combate estaban ahora listas para embarcar y de que no se había producido ningún encontronazo con el enemigo, el coronel Laycock, por su cuenta y riesgo, dio la orden al teniente coronel Young de conducir las tropas a Sfakiá por carretera, evitando la entrada principal a la ciudad, atascada, y valerse de su carisma para que se le diera la prioridad que le atribuían las órdenes de la división.[21]

Esta versión, aunque más próxima a la realidad que la de Laycock, tampoco es completamente desinteresada. Laycock sabía perfectamente, después de la conferencia celebrada esa tarde, que Weston y el resto del cuartel general de la Creforce se iban. Si no se había producido ningún encontronazo con el enemigo era únicamente porque los alemanes no combatían de noche: a la sazón, varios destacamentos de tropas de montaña ya habían rodeado la cabeza de playa y el propio Waugh había tomado nota de que se habían producido disparos al anochecer. El argumento clave —la afirmación de que todas las tropas estaban listas para embarcar— era, sin lugar a dudas, falso. Los marines y el 27.° batallón australiano no habían llegado y las órdenes que había recibido Laycock eran que no debía abandonar sus posiciones hasta que se hubieran ido sin peligro.

Laycock no envió el mensaje a Young hasta aproximadamente las 23.00, hora en la cual esperaba en la playa con el estado mayor de su brigada a que una lancha de embarque los llevara a uno de los buques de guerra. Pidió un voluntario, pero la mayoría de los soldados presentes masculló que no tenían las botas en condiciones de realizar aquella caminata. El soldado raso Ralph Tanner, ordenanza de Waugh, fue el escogido para la tarea, pues no planteó ninguna objeción. Nadie pudo precisarle dónde se encontraba el cuartel general de Young, de modo que se dispuso a escalar penosamente el barranco de Sfakiá. Aunque sólo estaba a un kilómetro y medio, el terreno se hacía muy arduo en la oscuridad y deambuló un buen rato llamando a gritos a la Layforce. Finalmente, un miembro del batallón D lo condujo a la cueva donde se hallaba su cuartel general, donde Young le ofreció un poco de jerez, que se bebió de un trago después de entregar su mensaje. Young le dijo que trataría de llevarse a sus hombres, pero debió imaginar que no disponía de suficiente tiempo para que los que estaban en posiciones avanzadas llegaran hasta la playa. Tanner se fue con la respuesta en mano para Laycock. Al salir de la cueva, recordó que se había tomado un jerez con el estómago vacío y se metió los dedos en la garganta. Cuando llegó a la playa no había ningún indicio de la presencia de Laycock. Tanner estaba tan debilitado que, cuando fue embarcado sobre la última lancha en dirección a un destructor, no pudo subir por la red de salvamento. Un marino se inclinó para agarrar por el cinturón a Tanner, de una altura considerable, diciendo: «Vamos, su eminencia, por el amor de Barrabás»[22] y lo izó hasta cubierta. Más adelante, Laycock concedió a Tanner una mención honorífica por sus despachos.

No hubo indicios de cobardía en la conducta de Laycock ni de Waugh. Ambos dieron pruebas más que sobradas de su falta de miedo —en el caso de Waugh, prácticamente se trataba de un deseo de morir— durante la retirada. Pero, en otra situación, Graham sugiere que es posible que a Waugh «le horrorizara la idea del cautiverio».[23] Es harto probable que así sea, lo que concordaría con el grado de valentía, sorprendente para los demás pero absolutamente natural para él, de que Waugh hizo gala en Creta.

También Laycock tenía sobrados motivos para creer que sería más útil al esfuerzo bélico en Egipto que quedándose en la isla para dejarse capturar, pero sus comentarios personales sobre la rendición no hablan en su favor. «Se me había ordenado que acompañara a mis hombres, pero no estoy seguro de que en casos como aquél el oficial al mando deba comportarse como el capitán de un buque y ser el último en abandonarlo. Atribuyo el que tantos quedaran atrás a la mala organización en la playa o, mejor dicho, a una falta absoluta de organización».[24] En su versión de los sucesos de Creta, Laycock está en lo cierto cuando afirma que los comandos no eran tropas idóneas para labores de retaguardia. Sin embargo, les habían confiado esa tarea porque eran los únicos soldados frescos y el que no fueran idóneas es una excusa insuficiente para hacer caso omiso arrogantemente de las órdenes.

Al final no fue Colvin quien llevó a cabo la rendición. Al parecer, abandonó la isla esa misma noche junto con Laycock, Graham y Waugh, aunque éstos no lo mencionan. En el último momento, Laycock consiguió hacer devolver las instrucciones sobre la rendición a George Young. Había tachado el nombre de Colvin y escrito «El oficial de mayor graduación que quede en la isla» en su lugar.

Young, que aceptó con estoicismo su destino de prisionero de guerra, no se lo achacó jamás a Laycock. Y la sugerencia de otro oficial de que Young sé quedó porque no era miembro de la banda del «White Club» es infundada. En Creta había pocos miembros del «círculo elegante» o los «dandis», como los llama Waugh: la mayoría se encontraba en el batallón B, el antiguo comando 8, y, más adelante, ya en un estado avanzado de decadencia, en el campo de Sidi-Bishr, en Alejandría.

Evelyn Waugh calificó el colapso de Creta de símbolo del colapso de la clase dirigente británica. En una carta enviada a Diana Cooper varios meses después, escribe: «Los ingleses son un pueblo muy básico. Viviendo como vivía, no me había dado cuenta. Ahora los conozco de arriba a abajo y me repugnan». Una docena de años más tarde, cuando redactaba Oficiales y caballeros, Waugh convirtió a Ivor Claire, el oficial de la Household Cavalry que abandona a sus soldados en Creta, en la personificación de esta traición. Cuando el libro fue publicado en junio de 1955, llevaba la siguiente dedicatoria: «Al comandante general sir Robert Laycock KCMG CB DSO. Un modelo para cualquier hombre en armas». Al leerla, Ann Fleming envió a Waugh el telegrama siguiente: «Supongo dedicatoria a Laycock, trasunto de Ivor Claire, irónica». Consideró la respuesta de Waugh «virulenta pero no del todo simulada».[25]

«Tu telegrama me ha aterrado —contestó Waugh—. Ni que decir tiene que no hay conexión entre Bob y Claire. Si de verdad sugieres tal cosa eso será el final de nuestra hermosa amistad… Por el amor de Dios, olvídate de la idea Bob igual a Claire… Limítate a no decir una palabra sobre Laycock, que te aspen, E. Waugh». En su diario anotó: «Le he contestado que si manifiesta la más mínima sospecha sobre este hecho cruel, eso supondrá el fin de nuestra amistad».[26]

No se puede decir que la expresión «hecho cruel» disipe en modo alguno la sospecha. Y, aunque el personaje de Ivor Claire no represente a un solo individuo, sino la sensación de Waugh de que la leyenda de aquella compañía de caballeros había sido traicionada desde el principio, él y Laycock eran los únicos oficiales de la banda original del comando 8 que fueron a Creta. En Oficiales y caballeros, Waugh salva a Tommy Backhouse (el personaje que más recuerda a Laycock) del caos ético imperante haciéndole caer por la escalera de cámara de un buque mientras se dirige a Creta. Posteriormente, Waugh afirmó que los oficiales se habían comportado de un modo deshonroso en Creta, pues muchos de ellos se subieron a los medios de transporte motorizado obligando a los heridos a caminar. Naturalmente, resulta difícil evaluar hasta qué punto fueron ignominiosos. En la desintegración casi absoluta de la retirada se produjeron sin duda escenas patéticas y lamentables, pero la proporción de oficiales que se comportaron de manera vergonzosa fue probablemente reducida, especialmente entre los oficiales de regimiento. En la Layforce, aunque el teniente coronel Colvin se vino abajo, y según la versión del sargento Stewart, un subalterno de su batallón se hundió con «un nuevo episodio de neurastenia crónica», fue mucho mayor el número de oficiales cuya conducta fue intachable, especialmente George Young y su ayudante, Michael Borwick de los Greys, y el subjefe de Colvin, Ken Wylie, quien, en palabras de Waugh, «limpió el honor de los comandos dirigiendo un contraataque enérgico y triunfal». (Tanto Young como Wylie recibieron una DSO). Es innegable que Freddie Graham se tomó el mayor interés por sus hombres y que la capacidad de mando de Laycock durante la batalla fue admirable. Pero el hecho de que se entregara la orden de rendición e inmediatamente se procediera a abandonar el cuartel general de la brigada suscitó muchas dudas en el espíritu de Waugh. Es posible que su visión catastrófica de la debacle en Creta esté teñida de algún ribete de autodesprecio.

De todos cuantos quedaron atrás, los australianos del 27.° batallón del teniente coronel Theo Walker eran quienes más derecho tenían a sentirse agraviados. Les habían asegurado de que tenían plaza en los buques, tras lo cual fueron reculando hacia la playa, defendiendo hasta el último momento la línea que se les había asignado en «el piso superior». Habían tenido que recorrer en la oscuridad una ruta más larga y dura que las demás tropas que debían embarcar aquella noche. Su retirada se había visto entorpecida por los rezagados bolcheviques, que se negaban a dejarles paso, y por oficiales resentidos que, con la excusa de ser los encargados del control de los movimientos, les exigían que se identificaran y explicaran cuál era su misión. Es curioso que los australianos no hicieran gala de la insensibilidad y determinación que habían demostrado los neozelandeses la noche anterior.

Ignorantes de que doscientos hombres de la Layforce se habían colado por delante de ellos, esperaron pacientemente, alineados sobre la playa. «Y entonces llegó la mayor decepción de todas —escribió más tarde, en un campo de prisioneros, el subjefe—. El ruido de las cadenas del ancla al pasar por el escobén».[27]

Muchos de quienes habían quedado sobre la isla creían que la armada volvería la noche siguiente. No se daban cuenta de que la rendición era inminente. Algunos se dejaron engañar durante la noche. Un oficial encargado del embarque le dijo a Jack Smith-Hughes que no se preocupara porque «volverán mañana». Cuando Smith-Hughes logró escapar finalmente de la isla en submarino, varios meses más tarde, se encontró casualmente con ese oficial en un restaurante de El Cairo y se quedó más que satisfecho cuando pudo decirle lo que opinaba de su persona.

Algunos de los australianos de Walker no querían aceptar la idea de la rendición. Cuando vieron a los soldados agitar banderas blancas la mañana siguiente, le preguntaron si debían dispararles. Pero en ese momento se oyeron voces de la playa, órdenes de que todos los soldados quitaran los cargadores y cerrojos a sus fusiles. Se les dijo que no habría más evacuaciones y se les aconsejó que mostraran tanta ropa blanca como pudieran. La mayoría se puso a deambular en busca de alimentos y agua. Un grupo de australianos mató un burro y comenzó a asar tajadas de carne al fuego.

George Young rechazó la oferta de su ayudante de acompañarle a presentar la rendición. Le dijo a Borwick que diera la noticia a sus hombres. Pero cuando Borwick los hubo reunido, le temblaba la voz, estaba a punto de echarse a llorar. «No pasa nada, señor —dijo un cabo, poniéndole la mano sobre el hombro—. Todos sabemos que no es culpa suya».[28] Young se puso a andar en solitario en busca de un oficial alemán al que ofrecerle la rendición. En lugar de un oficial alemán, se topó con el coronel Walker y, al darse cuenta de que tenía un rango superior al suyo, le entregó la orden, dirigida, tras la corrección de Laycock, al «oficial de mayor graduación que quede en la isla». Walker siguió el camino que conducía, montaña arriba, a la aldea de Komitades, y se encontró a un oficial austríaco del 100.° regimiento de montaña.

—¿Qué haces aquí, Australia? —le preguntó el austríaco en inglés.

—Más bien habría que preguntar ¿qué haces aquí, Austria? —replicó Walker.

—Todos somos alemanes —contestó.[29]

Después de la rendición, la mayoría de los que seguían en la playa remontaron la colina. «Ahí —anota Myles Hildyard, de los Rangers de Sherwood, en su diario— se pusieron a cocinar la escasa comida que tenían y, mientras estaban sentados y creyéndose perfectamente a salvo, aparecieron unos aviones alemanes, que comenzaron a ametrallarlos. Uno de los hombres murió instantáneamente. Los heridos estaban en una pequeña iglesia y entre ellos se encontraba nuestro subteniente Fountain, con doce balas en el cuerpo. Más tarde me dijeron que había muerto. Tres alemanes que se echaron a correr y a gritar y hacer señas a los aviones para que se alejaran también fueron abatidos».[30]

Antes de que las tropas de montaña empezaran a rodear a sus cautivos, los oficiales de los comandos pidieron a sus hombres que se deshicieran de sus «fannies» (una daga y llave inglesa a la vez que se había convertido en el emblema de los comandos de Oriente Medio), no fuera a ser que los alemanes tuvieran la idea de ejecutar a los miembros de las fuerzas de choque. En su mayoría, fueron arrojadas a un pozo.

Para los republicanos españoles, la perspectiva de la captura era especialmente triste. Era casi seguro que los alemanes los devolverían a la España de Franco, donde los fusilarían como a los demás republicanos que habían sido entregados, desde milicianos hasta ex ministros del gobierno del Frente Popular. Afortunadamente, el oficial médico del batallón, capitán Cochrane, que había luchado en España con las Brigadas Internacionales, tuvo la luminosa idea de que, cuando los interrogaran, se declararan gibraltareños.

Algunos soldados, horrorizados ante la perspectiva del cautiverio, trataron de huir monte arriba, trepando por los desfiladeros. Varios murieron en el empeño. Años después, Manoli Paterakis, el guerrillero más famoso de la resistencia, mientras cazaba furtivamente un íbice, descubrió el esqueleto de un soldado que había tratado de escalar un despeñadero, en un lugar inaccesible. Otros, igual de desesperados pero con mayor fortuna, se lanzaron al mar de Libia en botes de fortuna. Una lancha de embarque anclada en una gruta el día de la rendición se echó a la mar al poco de anochecer con sesenta y tres hombres a bordo. Las tropas de montaña abrieron fuego desde el acantilado pero no les alcanzaron.

El avance de los regimientos de montaña del general Ringel prosiguió, primero desde Rézimno y luego desde Iraklion, precedido por los tanques y las tropas motorizadas. Después de dejar atrás Ayios Nikólaos y Pajiá Ammos, el destacamento que abría la marcha avistó algunos carros de combate ligeros en lontananza. Al parecer, habían sido abandonados, de modo que un oficial alemán se acercó para investigar. Afirmó que detrás de ellos había cuatro miembros de la tripulación, italianos, acurrucados y temblando de miedo. Pero las anécdotas alemanas sobre sus aliados deben tratarse con suma cautela.

Esta fuerza italiana formaba parte de las que habían desembarcado en Sitía, sin encontrar oposición, el 28 de mayo. La ocupación italiana de las provincias orientales de Sitia y Lasiti fue responsabilidad de la división Siena, bajo el mando del general Angelo Carta, que había luchado con escaso éxito contra la 5.ª división cretense en el frente albanés.

Para los capturados en Sfakiá lo más duro fue la marcha de regreso a Canea por la misma senda tortuosa, una ración doble de la «vía Dolorosa».[31] El único consuelo para el regimiento galés capturado en la costa septentrional era que se había ahorrado esa jornada de vuelta.

Una fotografía propagandística alemana muestra una columna de hombres que, como un ciempiés, avanza zigzagueando hasta donde alcanza la vista. Muchos de los soldados cuyas botas se habían desguazado no llevaban más que suelas de cartón atadas a los pies con tiras de ropa. Aparte de lo que los aldeanos cretenses les ofrecían a su paso, prácticamente no tenían nada que comer. Muchos hombres no habían comido más que una lata de carne de vaca y unas pocas galletas en toda una semana.

De camino, algunos disparos alejados animaban a los que habían formado parte el año anterior del 50.° comando de Oriente Medio, apostado en Iraklion, y habían colaborado con John Pendlebury. Ignorando su muerte, estaban seguros de que aquello era obra suya, pero probablemente se tratara de escuadrones de ejecución alemanes efectuando represalias contra los francstireurs cretenses.

Las condiciones de vida del campo de prisioneros, emplazado en el solar del hospital de campaña, al oeste de Canea, eran deplorables, debido principalmente a la falta de interés de las autoridades alemanas. Los paracaidistas asignados a la vigilancia de los prisioneros, mientras sus oficiales saqueaban los enseres de los muertos y cotilleaban cartas de pésame a parientes, preferían pasar el tiempo tomando el sol en la playa, con los cuerpos brillantes de aceite dé oliva. El que se bañaran desnudos escandalizaba a los cretenses, socialmente conservadores, para los cuales la exhibición de la desnudez era como añadir un insulto a la afrenta. Afortunadamente para los prisioneros británicos, la despreocupación de los vigilantes les permitía evadirse del campo para rebuscar alimentos con la ayuda de los pueblerinos y, en algunos casos, recuperar las pertenencias que habían abandonado al comienzo de la retirada.

Entre los heridos, la supervivencia dependía de la velocidad con la cual fueran enviados por avión a Atenas para ser atendidos. Sandy Thomas, que había sido herido en Galatás, tuvo que ser apartado de los demás pacientes debido al hedor que emanaba de la herida gangrenada de su pierna. Ante el asombro general, no la perdió. Llegó a Atenas a tiempo de que se la salvaran gracias al excelente funcionamiento del puente aéreo Máleme-Atenas de aviones de transporte Junkers 52.

Muchos prisioneros huyeron, engrosando el número de rezagados protegidos en las aldeas de montaña por las familias cretenses. Myles Hildyard y un colega suyo, oficial de los Rangers de Sherwood, Michael Parrish, decidieron abrirse camino en caique a través del Egeo hasta Turquía. Por una coincidencia extraordinaria, llegaron a la isla deshabitada donde había naufragado el Kalanthe, el día después de que unos pescadores hubieran recuperado dos cadáveres y una caja de latón que contenía la correspondencia entre sir Michael Palairet y el rey Jorge II. Hildyard enterró los dos esqueletos, uno de los cuales llevaba restos de un uniforme británico y una sortija con sello. Casi cincuenta años después conoció a Harold y Nancy Caccia y llegaron a la conclusión de que había enterrado, sin duda alguna, al hermano de Nancy, Oliver Barstow, cuyo cuerpo no había sido hallado después de la explosión. Cuando Hildyard y Parrish llegaron por fin a Turquía, entregaron la caja con sus documentos en la Embajada.

La batalla de Creta
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