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Invasión doble

En un vano intento de velar por su seguridad, no se reveló antes de tiempo a los hombres de la 2.ª fuerza expedicionaria de Nueva Zelanda enviados a Grecia cuál era el destino de su misión. Les habían entregado salacots, se habían subido a bordo de buques de transporte y habían padecido cuatro días de tormentas interminables. «La mitad del tiempo las hélices estaban fuera del agua», utilizaron los cascos como «bolsas para vomitar» y llegaron «enfermos como perros».[1]

El optimismo combativo de los oficiales que desplegaban mapas para estudiar rutas de invasión hasta Austria salió casi igual de malparado. En el puerto de El Pireo, comprobaron que los ayudantes del agregado militar alemán, de pie sobre el dique, tomaban notas sobre su poder de fuego y su dotación.[2] En Atenas, la esvástica flotaba enfrente del cuartel general británico, en la ladera del monte Licabeto. Y los comandantes convocados a una reunión en el hotel Acropole Palace oyeron que el plan de defensa de la línea Aliakmon estaba en entredicho.

Pero no imperaba la cólera en las unidades acampadas en las atractivas pinedas que rodean como un anillo el norte de Atenas. Las tropas británicas y de la Comunidad Británica de Naciones apreciaban y admiraban a los griegos por la resistencia que habían opuesto a la invasión italiana y, en cualquier caso, los Borregos Militares Integrales, como algunos se autodenominaban, se consideraban como iguales en aquella empresa. El tradicional fatalismo del ejército campó por sus respetos: «Aquí estamos, porque estamos aquí, estamos aquí» decía la canción en boga. Por su parte, algunas tropas australianas y neozelandesas comenzaron a preguntarse por qué constituían la mayoría de una fuerza expedicionaria abocada a la extinción enviada para honrar un compromiso contraído por los británicos.

Wavell, en cuanto se aireó el fatal malentendido sobre la línea Aliakmon, se dirigió al comandante del cuerpo australiano, teniente general Thomas Blaney, y al comandante de Nueva Zelanda, general de división Bernard Freyberg. Aunque era poco probable que les respondieran con un embarazoso rechazo, Wavell y el alto estado mayor, en Londres, suspiraron con alivio cuando tanto ellos como los primeros ministros correspondientes aceptaron los «riesgos adicionales».[3] Pero los dos gobiernos de la Comunidad Británica opinaron más adelante que no habían sido informados por completo y criticaron a Blaney y Freyberg por no haber expresado sus dudas personales sobre la operación en ese momento.

Las tropas bajo el mando de Jumbo Wilson en Grecia, conocidas como fuerza W, consistían en la división neozelandesa, situada a la derecha de la línea Aliakmon y que defendía el desfiladero de Serbia, junto al monte Olimpo, la 1.ª brigada blindada británica, desplazada hacia el norte y noreste a efectos de distracción, y la 6.ª división australiana, a la izquierda. En el último momento, Wavell retuvo la 7.ª división australiana y la brigada independiente polaca del norte de África cuando se hizo sentir la contundencia del ataque de Rommel en la costa. Podría definirse como un episodio afortunado de mala sincronización, puesto que estas formaciones habrían pesado poco en el resultado final de la guerra de Grecia y su ausencia redujo el número de personas que habrían de ser evacuadas después.

Aunque hacía frío en las montañas, los recuerdos atesorados de los días previos a la batalla son idílicos. La bondad del clima, la belleza de los paisajes y de las flores silvestres han dejado una impresión tan honda como la cordialidad de la acogida que se deparaba a las tropas en las aldeas. Un oficial escribió: «Con mi camión decorado con ramos de flores de melocotón y violetas asomándome de los ojales, me sentía más como un novio que como un soldado».[4] Mientras los oficiales británicos trataban de comunicarse con sus homólogos griegos mediante sus lejanos recuerdos de los rudimentos de griego clásico aprendidos en la escuela, los soldados, superando las barreras lingüísticas a su manera inimitable, crearon un mercado hiperactivo para mejorar su rancho, rellenando las latas de petróleo vacías de cuatro huevos por unidad. El cordero y el vino para el comedor de los oficiales se compraban en la zona, mientras los platos selectos debían traerse de Salónica. Los domingos, el desfile eclesiástico se celebraba en la iglesia del pueblo por invitación del párroco.

El 2 de abril, Anthony Eden y el general sir John Dill, de camino para negociar con el gobierno yugoslavo en la frontera, se presentaron sin previo aviso en el comedor de oficiales de los húsares de Northumberland. Dick Hobson, comandante de la 12.ª brigada de lanceros, que acompañaba a los visitantes, escribiría más adelante:

Iban a parlamentar con los yugoslavos, que dudaban sobre el bando que debían apoyar. Eden tenía una carta especial para el duque [de Northumberland], a la sazón capitán del regimiento. (Se futuró que esta importante misiva no era de hecho sino el informe de un cazador sobre las hazañas de los perros de la raza Percy). Por entonces los cerezos y otros frutales de la llanura habían sido fumigados y cubiertos con sulfato de cobre y los troncos estaban todos verdes. Comenté: «Estoy deseando ver cómo florecen las copas de todos estos árboles; qué maravilla tiene que ser». Eden y Dill intercambiaron una mirada y replicaron: «Mucho nos tememos que no estarás bastante tiempo para verlo».

El 25 de marzo, el príncipe Pablo, regente de Yugoslavia, firmó el Pacto Tripartito en Viena, presionado intensamente por Hitler, que quería utilizar el sistema ferroviario yugoslavo para invadir Grecia. Dos días después fue depuesto por un coup d’état en Belgrado. Estallaron manifestaciones populares de desafío y la muchedumbre insultó al embajador alemán, escupiendo y aporreando su coche.

La noticia de este rechazo espectacular llegó a Berlín durante la visita del ministro de Exteriores japonés, Matsuoka. Hitler, «clamando venganza entre jadeos»,[5] según su intérprete oficial, dio inmediatamente la orden de invasión. Ribentropp fue sacado de su reunión con Matsuoka —al parecer, acababa de sugerir que los japoneses arrebataran Singapur a los británicos— y se citó urgentemente al general Halder a la Cancillería. El alto estado mayor alemán (OKH) pasó toda la noche redactando órdenes operativas acordes con la planificación efectuada por Halder el mes de octubre anterior. Se aplazaron los preparativos de la «operación Barbarroja», el proyecto de invasión de Rusia, y se asignaron un total de veintinueve divisiones y casi dos mil aviones para la campaña de los Balcanes. Este asalto por partida doble, un ejercicio de asesinato en masa sobresaliente, estaría bajo la dirección del mariscal de campo von Brauchitsch, apostado en la Wiener Neustadt, al sur de Viena. Luego se demostró que muchas de esas formaciones no eran necesarias, e incluso una de las divisiones no llegó nunca a saber que había formado parte del orden de batalla.

El cariz repentino de los acontecimientos registrados en Belgrado convenía a los intereses de los alemanes. La conquista de Yugoslavia facilitaría sobremanera la conquista de Grecia. Y, para mayor tranquilidad de Hitler, el sometimiento de los «eslavos del sur» impediría que se aliaran a sus hermanos rusos después de la puesta en marcha de la operación Barbarroja.

Pero la explosión de desafío yugoslavo, seguida por una incursión coronada por el éxito de la Royal Navy contra una fuerza naval italiana situada al suroeste del cabo Matapán (el saliente central del Peloponeso) provocó en los británicos un acceso de optimismo infundado. Churchill se dejó llevar por esa oleada de entusiasmo. Envió el siguiente telegrama al gobierno australiano:

«Lo ocurrido el jueves en Belgrado atestigua los efectos intensos de esta y las demás medidas que hemos tomado en el conjunto del mundo balcánico. Hemos desbaratado los planes alemanes y podemos albergar nuevas esperanzas de crear un frente balcánico junto a los turcos, que estaría compuesto por unas setenta divisiones de las cuatro potencias implicadas».[6] Este inmoderado optimismo recibió un serio revés tan sólo una semana más tarde.

El 6 de abril, poco antes del amanecer, comenzó la fase más devastadora de la guerra de los Balcanes, con la invasión simultánea de Yugoslavia y Grecia. El pueblo de Belgrado pagó cara la osadía temeraria de que había hecho gala diez días antes. El bombardeo ininterrumpido de la ciudad la redujo a escombros, provocando varios millares de muertos (los cálculos oscilan entre tres mil y ciento setenta mil), y el sistema de comunicaciones yugoslavo quedó destruido. Más adelante, la noche de ese mismo día, los bombarderos alemanes atacaron el puerto de El Pireo y alcanzaron al Clan Fraser. Desconociendo la naturaleza de la carga del buque, Geoffrey Household y el jefe de su brigada de seguridad subieron a bordo de él para examinar el incendio. Se bajaron justo a tiempo. El buque, atestado de municiones, explotó a primera hora de la mañana, destruyendo la mayor parte del puerto principal y hundiendo a otros once barcos. El efecto de este episodio sobre la moral de la población fue notable.

La fe obsesiva del general Papagos en una operación conjunta heleno-yugoslava contra los italianos en Albania se derrumbó como el castillo en el aire que era. Las fuerzas armadas yugoslavas de las que dependía el plan de Papagos demostraron estar lamentablemente mal preparadas. Ese ejército, que contaba casi con un millón de hombres, se desplegó absurdamente sobre un perímetro ingente de la frontera y sólo logró acabar con 151 alemanes en toda la campaña. El estallido de entusiasmo oficial por el pacto de los Balcanes había hecho olvidar la admonición del coronel Blunt de que los yugoslavos necesitaban como mínimo un mes para movilizar sus tropas.

Las divisiones griegas desplegadas sobre la línea Metaxas, que iba desde el río Nestos, al este, y seguía luego la frontera búlgara hasta Yugoslavia, lucharon con gran arrojo. Sus puestos fijos eran mucho menos estables que los de la línea Maginot, de modo que sus guarniciones podían realizar incursiones inesperadas. La 5.ª división de montaña alemana, que más tarde constituiría la mitad de las fuerzas de invasión asignadas para Creta, fue «rechazada en el desfiladero de Rupel, pese a contar con un gran apoyo aéreo, y tuvo un número considerable de bajas».[7] Pero la 6.ª división desbordó la línea: logró atravesar una sierra de más de dos mil metros de altura cubierta de nieve, que los griegos habían considerado insuperable. Una guarnición combatió con tanta bravura que los alemanes autorizaron a los defensores a abandonar el puesto con sus armas y los saludaron mientras se alejaban.

La 2.ª división Panzer capturó Salónica el 9 de abril y el 2.º ejército griego capituló al este del río Vardar. Pero la caída de Yugoslavia exponía lo más vital del país a una amenaza aún mayor. En menos de tres días, tras la apertura de la brecha de Monastir, quedó despejada la ruta para la invasión de Grecia. Así quedaba desprotegido el flanco izquierdo de la línea Aliakmon y la retaguardia derecha del ejército griego en Albania. El general Papagos calificó más adelante este desastre como el desarrollo de una «situación adversa»[8] y trató de culpar de ello a las deficiencias de los servicios de inteligencia yugoslavo y británico.

La formación más expuesta de la fuerza W era la 1.ª brigada blindada, compuesta por los carros de combate ligeros del 4.° regimiento de los húsares, los Matilda del 3.er regimiento real de carros de combate, la 2.ª artillería real motorizada, con veinticinco cañones, el regimiento antitanques de húsares de Northumberland, y los Rangers (guardia montada), conocidos también confusamente como el 9.° batallón del King’s Royal Rifle Corps. Desde el momento del desembarco, la mayoría de sus vehículos ya habían recorrido casi ochocientos kilómetros de carreteras en mal estado para llegar hasta sus posiciones entre la masa nevada del monte Olimpo y las montañas yugoslavas. Los carros de combate, arruinados y con muchos kilómetros en sus contadores, se llevaron en tren a llanuras tan alejadas como la encrucijada de Amynteon. La brigada, inicialmente con sede en Edesa, a menos de treinta kilómetros a vuelo de pájaro de la frontera, miraba hacia el noreste, dominando el valle Axios que enlazaba Yugoslavia con Salónica.

El grueso de la fuerza W estaba compuesto por la división de Nueva Zelanda, bajo el mando de Freyberg, y se encontraba a la derecha, entre el mar y la sierra del monte Olimpo, por una parte, y el cuerpo australiano encabezado por Blaney, ahora reducido a una simple división apostada en la zona más estratégica de la línea que recorría el sur de Serbia, justo enfrente de las montañas que ocupaban los neozelandeses. Pero la amenaza que podía venir del norte a través de la brecha de Monastir se consideraba potencialmente tan peligrosa que el general Wilson, que no acababa de confiar en que Papagos contara con la ayuda de los yugoslavos, creó una formación mixta bajo el mando del comandante de división australiano, el general Iven Mackay. Las fuerzas de Mackay, compuestas por dos batallones australianos y parte de la 1.ª brigada blindada, fueron desplazadas hacia el frente, para formar una línea de resistencia al sur de Vevi destinada a cubrir la retirada de la brecha de Monastir. Los australianos, recién llegados del norte de África, fueron quienes más padecieron el frío en sus posiciones defensivas cubiertas de nieve.

La falta de noticias sobre Yugoslavia era desconcertante. La nueva de la captura de Skopje por los alemanes llegó la tarde del 8 de marzo. Un comandante en jefe al que se había ordenado el rápido repliegue a las nuevas posiciones, no tuvo más remedio que preguntar: «¿Apuntando en qué dirección?».[9] En efecto, las divisiones alemanas pronto empezarían a avanzar hacia ellos, tanto desde el norte como el este. La defensa heroica griega de la línea Metaxas no había servido más que para retrasar el avance alemán unos pocos días.

Las demás formaciones de la fuerza W también tuvieron que ajustar sus posiciones. La división de Nueva Zelanda recibió órdenes de retirarse de la costa y situarse al otro lado del río Aliakmon, para defender el desfiladero de Servia, el desfiladero del Olimpo y el valle de Tempe. Mientras tanto, por el norte la 16.ª brigada australiana guarnecía el desfiladero de Veria. El eslabón más débil de la cadena formada por la fuerza W era inevitablemente su enlace con el ejército griego de Macedonia central, el ala derecha de las fuerzas griegas en el frente albanés. Los enlaces y comunicaciones entre los cuarteles generales británico y griego no eran lo bastante buenos para tenerse mutuamente al corriente de los acontecimientos. Y cuando el XL cuerpo Panzer alemán lanzó sus rápidas incursiones de tanteo desde el norte, las carencias del ejército griego en transporte motorizado impidieron a sus divisiones retirarse a la misma velocidad que sus aliados.

Peter Fleming y la misión Yak, en la frontera yugoslava, comprendieron que no tenían tiempo de crear y formar a grupos de resistencia en la retaguardia. Considerando que la retirada sería mejor que cualquier iniciativa suicida emprendida por su cuenta y riesgo, optaron por convertirse en un equipo de demolición autónomo que se pondría al servicio del primer comandante que encontraran.

Los miembros de la misión Yak se integraron primero a las fuerzas de Mackay e inutilizaron un puente de gran importancia estratégica en la carretera de Florina. De ahí pasaron al patio de maniobras de Amynteon, donde destruyeron veinte locomotoras. Conducir trenes y hacerlos volar —provocando lo que Fleming llamaría después una «devastación espectacular y placentera»—[10] se convirtió en su especialidad durante su retirada de Macedonia en dirección al sur.

A Dick Hobson, comandante de la 1.ª brigada blindada, le gustaban poco esas empresas. «Tengo que reconocer que, sentado ante el teléfono inalámbrico a punto de dar la orden de proceder a una demolición, recuerdo que pensaba que iba a perpetrar una barbaridad. Los griegos habían sido maravillosamente amables con nosotros y nosotros se lo recompensábamos destruyendo sus campos y arruinando sus medios de subsistencia, para salir luego corriendo como si no estuviéramos luchando».[11] Por fortuna, Hobson asistió a la llegada de Fleming al cuartel de la brigada tres días después: «¿De quién podía tratarse más que de Peter Fleming, vestido impecablemente como un capitán de la guardia de granaderos salido directamente de las Wellington Barracks, rematado con un bastón de estoque y aparentemente despreocupado de lo que ocurría a su alrededor?». (Hay que señalar que Hobson apreciaba y admiraba mucho a Peter Fleming. Un día, haciendo prácticas de tiro en Inglaterra, había preguntado a Fleming por qué llevaba botas de caza. Este le replicó: «No tengo más remedio, ayer me rompí la pierna».[12])

El 11 de abril, un día claro y frío, se produjo el primer enfrentamiento de importancia para los australianos y la 1.ª brigada blindada, en una zona al sur de Vevi. Gerry de Winton, que comandaba el escuadrón de transmisiones, rememoraba la escena que tuvo lugar en el valle a la luz vespertina «como un cuadro de lady Butler, en el que el sol se pusiera por la izquierda, los alemanes atacaran de frente mientras, a la derecha, los fusileros les aguardaban con sus cureñas».[13] Por espectacular que fuera la escena, la resistencia resultó eficaz. La información interceptada por Ultra, comunicada en el mensaje OL 2042, señalaba: «Junto a Vevi, Schutzstaffel Adolf Hitler se ha topado con una resistencia feroz».

Pese a la deficiencia de las transmisiones, y a un cambio en el tiempo, que trajo consigo una lluvia helada y chubascos de nieve empujados por el viento del noroeste, conocido con el nombre de vardar, la fuerza W, en su retirada ante la superioridad de las tropas enemigas, logró zafarse de las maniobras de éstas para rodearla. Estos éxitos no se debieron a las intuiciones brillantes de Jumbo Wilson, a quien difícilmente podría calificarse de «general reflexivo».

En Bletchley Park, la Hut 3,[14] creada tan sólo a principios de ese año, ya suministraba con gran rapidez mensajes descodificados procedentes de los mensajes telegráficos alemanes, en gran parte debido a la laxitud de los sistemas radiotelegráficos de la Luftwaffe. La intercepción de estas señales nunca fue lo bastante inmediata como para tender trampas al enemigo en movimiento —de todas formas, la fuerza W carecía del poder de mando y control, del adiestramiento y el equipo para aprovechar estas oportunidades—, pero sin duda contribuyó a salvar a las fuerzas británicas y del imperio británico del desastre. Las normas de seguridad que rodeaban el material de Ultra impidieron que los británicos compartieran estas informaciones con los griegos pero, dado que su ejército en el frente albanés adolecía de una tremenda carencia de medios de transporte, probablemente poco importaba. Papagos no inició la retirada a través de las montañas Pindus hasta el 13 de abril. Eso permitió a los alemanes abrir una brecha con fuerzas blindadas entre la fuerza W y las divisiones apostadas a su derecha, con lo que pronto quedaron rodeadas.

La punta de lanza del enemigo en el frente de Monastir, incluyendo el regimiento Leibstandarte Adolf Hitler, no cejó en ningún momento en su ataque, pero la rudeza de la táctica alemana con sus fuerzas blindadas revelaba que esperaban una resistencia mucho menor a la que se encontraron. En los desfiladeros de las sierras de Vernion y Vermon, los fusiles de la 1.ª brigada blindada y los veinticinco cañones de la 2.ª artillería real motorizada dispararon sobre blancos al descubierto e infligieron en ocasiones numerosas bajas al enemigo, pero los destructores M.10 del 3.er regimiento real de carros de combate se estaban cayendo a pedazos. Sus ejes, diseñados para el desierto, se rompían una y otra vez, y las piezas de repuesto por lo general escaseaban cuando no eran inexistentes. Al no disponerse de más tiempo que para efectuar las reparaciones más simples posibles, las «bajas mecánicas» habían de abandonarse en la cuneta y ser incendiadas.

Al sur de Ptolomais, la tropa del duque de Northumberland, con sus cañones antitanque montados en la parte trasera de las camionetas, hicieron frente a una incursión de fuerzas blindadas. Bajo un fuego granado, el comandante de brigada Rollie Charrington se puso a desvariar. No queriendo interferir en la dirección de la batalla, se acercó a Hughie Northumberland y le confió: «Querido amigo, ¡qué placer encontrarle! Siempre le he querido decir lo hermosa que estaba su madre el día de la coronación».[15]

En las inmediaciones, una fuerza mixta compuesta por ametralladores, neozelandeses, tropas procedentes de la 3.ª división de carros de combate y una batería de la 2.ª división de artillería real motorizada abrió fuego. El enemigo creyó que se trataba de una división blindada al completo. Pero no fue más que un éxito entre muchos fracasos. Se produjo una retirada mínima del desfiladero al puerto de montaña inmediatamente posterior. En algunos lugares, las bombas alemanas arrasaron las carreteras, disparando al amparo de las laderas cubiertas de pizarra. Gerry de Winton recordaba «un agujero de dieciocho metros de largo que los ocupantes del vehículo de los comandantes llenaron con mulas muertas claveteadas de rifles griegos inservibles».[16]

Durante la retirada los rumores corrían con aún mayor febrilidad, tratando desesperadamente de buscar aspectos positivos: se decía que una división canadiense había aterrizado en Salónica para atacar a los alemanes por la retaguardia o que habían llegado varios centenares de aviones Spitfire. Los griegos eran mucho más fatalistas y también más generosos. Las tropas británicas, emocionadas y confundidas, se sorprendían cada vez que eran aclamadas en las aldeas que atravesaban. Un comandante en jefe fue retenido para que el sacerdote local tuviera tiempo de bendecir su vehículo con agua bendita. Los sentimientos de los griegos para con los enemigos se exteriorizaban de una manera menos pacífica. Gerry de Winton, al ver a un piloto alemán lanzándose en paracaídas desde su avión tocado y caer sobre unos matorrales a la entrada del pueblo donde se encontraba, se acercó a él para tomarlo prisionero. Un grupo de mecánicos civiles le cerró el paso. «Usted quédese ahí —le dijeron, blandiendo enormes llaves inglesas—, que esto lo solucionamos nosotros».[17]

Los ataques aéreos, poco frecuentes en un principio, se recrudecieron en cuanto fueron desapareciendo la lluvia y la nieve. Mark Norman, un miembro de la misión Yak, recordaba que la claridad del cielo provocaba en ocasiones un curioso efecto óptico. Al descubrir a un avión Stuka a punto de emprender una bajada en picado, había saltado apresuradamente del camión donde estaba para ocultarse en la cuneta. Volviendo a echar una ojeada al atacante, pudo apreciar que éste agitaba las alas. En una luz tan brillante, «un halcón a sesenta metros parecía idéntico a un Stuka que estuviera a seiscientos».[18]

Otro pájaro que llamaba a engaño era la cigüeña. Al posarse en grandes bandadas para hacer un alto en su migración hacia el norte, suscitaban todo tipo de informes alarmantes sobre presuntos aterrizajes de paracaidistas. Otros pájaros, en cambio, eran simplemente agradables de contemplar. Un miembro de la retaguardia contó que había estado escuchando cantar a ruiseñores en un bosque cercano a Atlante hasta las dos de la madrugada. Esperaba con su tropa de cañones antitanque a que la división australiana se retirara hasta sus posiciones. Al amanecer, descubrieron que la unidad en cuestión se había marchado hacía tiempo y que corrían el peligro de quedar aislados. Los oficiales británicos de Grecia se habían formado una idea poco halagüeña de esa formación australiana en concreto: uno de ellos observó que «Su grito de guerra favorito en Grecia fue: “¡Nos retiramos!”».[19] Otros, en cambio, conceden que fueron quienes más padecieron el frío de las montañas, añadiendo que, aunque a veces se replegaban sin previo aviso, también sabían volver al frente y luchar.

Los ataques aéreos empezaron a arreciar después de la primera semana, cuando los grupos de la Luftwaffe comenzaron a operar desde campamentos avanzados en la zona de Salónica. Apenas si se vio a algún cazabombardero británico salir en su ataque. Los neozelandeses se pusieron a decir que las siglas «RAF» equivalían a «Rare As Fairies» («tan raros como hadas»). (Sólo 80 de sus 152 aeronaves funcionaban cuando los alemanes atacaron). El general Wilson señaló que sus hombres estaban obsesionados con las bombas y abandonaban sus vehículos en cuanto divisaban en lontananza un avión del tipo que fuera. A pesar de lo cual, las ráfagas de metralleta y los bombardeos aéreos eran, en opinión de los oficiales británicos, sorprendentemente leves, teniendo en cuenta los blancos que se les presentaban durante unas retiradas a menudo angustiosamente lentas. «Vaya —dijo el general de brigada Rollie Charrington al observar el atasco de quince kilómetros provocado por los vehículos militares en su retirada de un puerto de montaña—, si los “boches” empiezan a bombardear, podemos dar por enterrada a nuestra brigada».[20] En realidad, la mayoría de los carros blindados pereció por averías mecánicas y hubo de ser abandonada en camino.

Siempre que era posible, las retiradas se realizaban de noche. El cansancio, que hacía que con frecuencia los conductores se quedaran dormidos al volante, producía a menudo bajas en hombres y vehículos. Cuando el convoy se detenía, los hombres caían en un sueño tan profundo que los oficiales sólo lograban despertarlos disparando con sus pistolas hacia fuera de la cabina. Hasta quienes lograban mantenerse despiertos se preguntaban si estaban soñando por la extrañeza de alguna de las visiones que les deparaba la retirada. Un día, en pleno atasco de vehículos militares, asistieron a la grotesca aparición de un hombre de mundo, que venía de Belgrado con unos zapatos impecables y su amante colgada del brazo, en un Buick descapotable de dos plazas. En otra ocasión, de noche, un oficial de la Misión militar británica vio a la luz de la luna a un escuadrón de lanceros serbios, desfilando como espectros derrotados en una guerra de otra época.

Los caminos se fueron haciendo impracticables a causa del hacinamiento de artefactos averiados, vehículos, carros, piezas de artillería remolcables, además de los últimos componentes, exhaustos, del ejército griego de Macedonia, que más que retirarse se arrastraban. Había que rellenar los cráteres formados por las bombas y echar a la cuneta los múltiples obstáculos que se erguían por doquier. A una unidad recorrer un tramo de treinta y cinco kilómetros le costó nueve horas.

El general Wilson comprendió que, dado que el grueso del ejército griego había quedado aislado en Albania —debido a lo que él llamaba la «doctrina fetichista de que no había que ceder un solo palmo de terreno a los italianos»—,[21] cualquier esperanza de detener a los alemanes al norte de Larisa se había desvanecido. El servicio de comunicaciones avisó del riesgo de ser rodeados por el oeste, por lo que Wilson dio órdenes de replegarse por detrás de la línea de las Termópilas. Larisa era un verdadero cuello de botella: además de quedar devastada por un terremoto al principio del invierno, había sido arrasada por la Luftwaffe. El repliegue resultó complicado, especialmente debido a la amenaza que suponía un posible ataque de los alemanes por el flanco izquierdo, pero el peligro real vino por el lado derecho, junto al monte Olimpo. La 5.ª brigada neozelandesa logró defender el valle de Tempe, la garganta del río Pinios que conducía a Larisa, durante tres días, a pesar de los virulentos embates de la 2.ª división Panzer y la 6.ª división de montaña.

A las órdenes del general Blamey, muy apreciado por los oficiales británicos, el rebautizado «Anzac Corps» —la 6.ª división australiana y la 2.ª división neozelandesa— se retiró por detrás de la línea de las Termópilas. Por un descuido nefasto, un inmenso depósito de suministros situado en Larisa cayó intacto en manos de las tropas de montaña alemanas, dando al enemigo medios para proseguir su avance sin pausas.

Los ataques decididos de las unidades Panzer alemanas y la advertencia del servicio de inteligencia de que se estaba produciendo un movimiento de rodeo por los flancos de los alemanes a lo largo de la costa del Adriático y del golfo de Corinto hicieron pronto insostenible la situación. El 18 de abril, el primer ministro Aléxandros Korizis se suicidó. Nadie en Atenas creyó en la versión oficial de un «ataque de corazón». Wavell voló a la capital en avión la mañana de ese mismo día —los oficiales de su estado mayor llevaban revólveres en esta ocasión debido a la incertidumbre que pesaba sobre la situación— y, tras una nueva ronda de reuniones en el palacio Tatoi, el 20 de abril se tomó la decisión de hacer evacuar las fuerzas británicas y del imperio británico.

El rey había invitado a su reunión al general Mazarakis, unos de los líderes de la oposición republicana. Quería que entrara en el gobierno cuya dirección había asumido personalmente después de la muerte de Korizis. Pero los republicanos se negaron a colaborar mientras su odiado Maniadakis formara parte de él. El general Wilson logró no ceder a sus exigencias, aduciendo que no cabía contemplar ningún cambio en la gestión de los asuntos relacionados con la seguridad en un momento tan crítico. El interés de esta precisión radica en que más tarde el Partido Comunista utilizaría estos pormenores para respaldar su afirmación de que los británicos habían apoyado a los «colaboradores metaxistas» desde el principio.

El mismo día se produjo un coup d’état en el ejército de Epiro, debido en parte a un perverso arrebato de vanidad. El general Tsolakoglu, recién autonombrado comandante en jefe de dicho ejército, quería negociar los términos de su rendición con el general Sepp Dietrich, comandante de las SS, y no con los despreciados italianos. «El día del aniversario del Führer —señaló el estado mayor de la división de las SS—, aproximadamente a las 16.00 horas, dos oficiales griegos se acercaron a nuestra línea de frente enarbolando banderas blancas».[22] Pero Tsolakoglu no logró lo que se proponía. Mussolini se puso furioso al enterarse de esas maniobras, que ponían en entredicho el acuerdo tácito del Eje de que Grecia se encontraba en la esfera de influencia de Italia. Aunque Hitler sentía simpatía tanto por Sepp Dietrich como por el comandante de su ejército, el mariscal de campo List, una desavenencia sobre el protocolo no era motivo suficiente para provocar una ruptura con su aliado. Los términos concedidos a Tsolakoglu fueron anulados y se autorizó al general italiano Ferrero a que aceptara la rendición formal, junto con el general Jodl, dos días más tarde.

Jumbo Wilson, uno de los pocos oficiales superiores británicos que consideraban el régimen metaxista realmente fascista, sospechaba que detrás hubo una «labor de la quinta columna»[23] por parte de «ciertos individuos en Atenas colocados en puestos muy elevados por el último gobierno»: es innegable que un mes antes de la invasión se había sondeado en varias ocasiones a los alemanes. Pero Wilson, a pesar de ser menos refinado políticamente que la mayoría de los oficiales de su generación, no captó esta ironía ni siquiera cuando se opuso a la sustitución de Maniadakis.

Para los escuadrones de la RAF, la retirada recordaba tristemente a los hechos que precedieron la caída de Francia. A menudo el personal de tierra acababa apenas de instalar las tiendas de campaña cuando llegaban órdenes —o contraórdenes— de replegarse a otro terreno de acampada improvisado. Debido a la falta de repuestos, debían desguazar despiadadamente los aviones para «preparar remiendos y enviarlos» y varias veces al día sufrían el acoso de los Messerschmitt 109 y los bimotores 110 enviados en misión de hostigamiento.

Como defensa antiaérea, apenas contaban con el singular cañón Lewis, montado sobre lo que parecía un quiosco de música excepcionalmente elevado. En la mayoría de los casos, el personal de tierra no tenía más armas que rifles. En el aeródromo de Eleusis, que se encuentra entre Atenas y el istmo de Corinto, tres «erks», como se apodaba a los suboficiales de las fuerzas aéreas, lograron abatir un Messerschmitt 109, pero por pura chiripa. Más tarde, en Argos, pudo divisarse al capitán de escuadra Grigson «de pie en medio del campo de batalla, con el fusil apoyado al hombro. Un oficial le suministraba la carga y ahí estaban los dos, tan tranquilos como si estuvieran cazando urogallos».[24]

La última gran batalla aérea tuvo lugar el 20 de abril, el día de pascua según el calendario griego, cuando quince cazabombarderos —todo lo que quedaba de los tres escuadrones Hurricane— se lanzaron sobre ciento veinte aviones alemanes que sobrevolaban Atenas y El Pireo. Entre ellos figuraban pilotos de la talla de «Timber» Woods, «Dixie» Dean y «Scruffy» Dowding. Lograron abatir veintidós máquinas enemigas frente a las diez bajas que sufrieron.

En Atenas, cuando las sirenas callaban imperaba un curioso aire de normalidad. Circulaban rumores optimistas de que la línea de las Termópilas aguantaría. La noche del 21 de abril, Teodoro Stefanides, un doctor anglogriego que prestaba sus servicios en el Royal Army Medical Corps —y amigo de Lawrence Durrell, a quien había conocido en Corfú— se dejó caer por el Club de Oficiales, enfrente del hotel Grande Bretagne, y cenó en el restaurante Costi con la más absoluta de las despreocupaciones. La mañana siguiente se dio la orden de evacuación.

La noticia fue un jarro de agua fría. Stefanides no era el único en dar por sentado que se llegaría a un alto el fuego en el Peloponeso. Aunque la comunidad civil británica de Grecia no se hacía demasiadas ilusiones. Una muchedumbre de civiles se había congregado a las puertas de la Legación ya el 17 de abril, exigiendo conocer los planes de evacuación. Según la corresponsal Clare Hollingworth, no fue «un espectáculo edificante».[25]

Los dos días siguientes, la fuerza W se retiró, protegida por una sólida retaguardia. Con la cobertura de sus aviones de bombardeo en picado, las divisiones blindadas alemanas lanzaron duros ataques contra la carretera de las Termópilas. El 5.° regimiento de artillería neozelandés y los húsares de Northumberland destruyeron dieciséis carros de combate el 24 de abril. Sólo gracias a sus posiciones bien escogidas pudieron zafarse de todos los efectos de la hábil combinación alemana de ataques aéreos y terrestres bien sincronizados.

Esa noche la retaguardia se retiró. Llegó a Atenas la mañana siguiente, «huyendo con el diablo en los talones».[26] La última posición defensiva de los cañones antitanque se encontraba cerca del hogar del primer secretario de la Embajada norteamericana. Ofreció a los oficiales unas copas sobre su terraza, pero les dijo que no podía acogerles en el interior sin comprometer la neutralidad de los Estados Unidos. Poco después, un oficial superior de policía llegó de Atenas pidiendo al destacamento que se retirara, pues oponer resistencia tan cerca de la capital podía provocar represalias por parte de los alemanes. Inmovilizaron sus cañones junto al palacio de Tatoi, quitándoles los obturadores y las mirillas, y luego se dirigieron con los demás a los puntos de evacuación.

Una vez, conmovidos y confundidos por los abrazos, las flores y las libaciones de vino ofrecidos por las personas que estaban abandonando a su destino, las tropas en retirada fueron aclamadas a su paso: «¡Volved a traernos suerte! ¡Volved a triunfar!».[27]

La batalla de Creta
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