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«Un Nuevo “Scapa Flow”»
Lo primero que vieron de la isla los evacuados de Grecia, exhaustos, fueron las Montañas Blancas recortándose en el horizonte. La inmensa mayoría de los buques con tropas a bordo entró por la bahía de Suda, un puerto natural de ocho kilómetros de longitud, protegido al norte por el perfil rocoso de la vasta península de Akrotiri y, al sur, por el imponente farallón de Malaxa.
A la entrada de la bahía podían verse las ruinas de un castillo veneciano, pero el casco de un pequeño vapor bombardeado por la Luftwaffe monopolizaba la atención de los evacuados. No era más que un pequeño anticipo de la escena que les aguardaba: chimeneas y mástiles de embarcaciones hundidas, uno o dos barcos ardiendo, como siempre tras un ataque aéreo, y cascarones destrozados por doquier. El crucero York de Su Majestad yacía varado en la playa, la popa sumergida en el agua, víctima de un audaz ataque de la armada italiana con seis lanchas motoras cargadas de explosivos. La aldea de Suda, una hilera de casas bajas frente al puerto bombardeadas y abandonadas, no era una visión reconfortante.
El 25 de abril cuatro batallones de la 2.ª división neozelandesa llegaron a la bahía de Suda: como el día del desembarco en la ensenada de Anzac, pero veintiséis años después. El recuerdo de la planificación de la campaña de Gallípoli pesaba sin duda sobre las tropas del imperio británico. Habían venido de Porto Rafti en el buque de transporte Glengyle de Su Majestad y en los cruceros Calcutta y Perth.
Se palpaba el nerviosismo en las actividades del muelle: los bombarderos podían volver en cualquier momento. Un oficial de estado mayor británico se dirigió hacia los buques a bordo de una lancha, gritando a las tripulaciones que apilaran en el muelle todas sus armas, excepto los rifles y las armas personales. James Hargest, general de la 5.ª brigada neozelandesa, sabía perfectamente que no volverían a ver ese armamento, que con tanta dificultad habían logrado traer desde Grecia, y se negó rotundamente a acatar las órdenes. El oficial de estado mayor le gritó en respuesta que era él quien estaba al mando de aquella zona de base y le conminó a obedecer sus instrucciones. «No me extraña —replicó Hargest— que esté usted al mando de una zona de base, si actúa de este modo. Sepa que mis hombres no dejarán sus armas».[1] A pesar de la negativa de Hargest, un destacamento sobre el espigón de la policía militar británica obligó a numerosas compañías a aligerarse de aquella pesada carga. Los neozelandeses no fueron los únicos. Casi todas las unidades, tanto británicas como procedentes del imperio británico, que llegaron a Suda aprendieron al desembarcar esta memorable lección militar: custodiar las armas durante una retirada era un esfuerzo que no merecía la pena.
Las compañías formaron filas a lo largo del muelle y echaron a andar pero, tras un inicio en un «orden de marcha aceptable», pronto abandonaron sus pretensiones de elegancia. Los hombres, aún agotados de la campaña de Grecia, rompieron filas y se quitaron las botas a los lados del camino. En el interior, hacia Canea, lejos del puerto y del olor de petróleo ardiendo, las tropas británicas que ya estaban en la isla los recibieron con mesas de tijera puestas: tabletas de chocolate, té y paquetes de galletas.
La visión de los regulares sabiamente agrupados del regimiento galés, parte de la guarnición con base en la 14.ª brigada de infantería, tuvo un efecto reconfortante en muchos de estos desesperados supervivientes. Los que venían caminando fatigosamente desde Suda por la avenida Tobruk, como la habían rebautizado los británicos, llegaban cansados, sucios, desgreñados, sin afeitar. Muchos tenían la cabeza descubierta porque habían arrojado sus cascos de acero mientras se batían en retirada y llevaban las guerreras desabrochadas bajo el cálido sol. Los muchachos cretenses que vendían helados a dos dracmas hicieron buenos negocios.
Para dispersar la abultada conglomeración que se había formado —veintisiete mil hombres en menos de una semana—, se llevó a las tropas más allá de Suda y Canea y se estacionaron a lo largo de la franja costera comprendida entre las estribaciones de las Montañas Blancas y el mar. Allí se instalaron lo mejor que pudieron por entre los olivares —los campos asignados se habían señalado con tan poca claridad como si se tratara de denuncios mineros sobre un mapa—. Los cálidos días de primavera engañaban: las noches eran frías para los que se habían deshecho de sus abrigos durante la retirada.
Una vez que las unidades hubieron ocupado un área de asentamiento definida, la «camioneta Aniñe» —como se conocía al furgón de reparto de comida— llegaba lanzando el rancho: carne de vaca en conserva y latas de jamón para acompañar unas galletas de munición que, sin el contenido de las latas, habrían adquirido una textura de yeso en la boca. El pan escaseaba porque había pocas panaderías de campaña, pero cuando el ejército griego ofreció los servicios de los panaderos italianos que formaban parte del grupo de prisioneros de guerra, el oficial británico al mando rehusó: «No podemos permitirlo. Podrían envenenar a nuestros muchachos».[2] Los griegos, entonces, con una tolerancia digna de encomio, ofrecieron los servicios de sus propios panaderos, diciendo que ellos usarían los de los italianos.
La carne de ternera, o «perro acecinado», había que sacarla y comerla directamente de la lata de conserva con una navaja. De postre venían las naranjas, regaladas generosamente por los cretenses. Sin embargo, el consumo repentino de grandes cantidades de fruta provocó un efecto inmediato y, en poco tiempo, los olivares acabaron llenos de excrementos. El ritual militar de excavar letrinas no pudo respetarse por la falta de herramientas para cavar trincheras.
Los botes redondos de cincuenta cigarrillos Player’s Navy Cut eran los mejores recipientes para beber, pero la mayoría tuvo que conformarse con las latas de carne vacías, tanto para las infusiones como para el raki y el vino. La escasez de las raciones de té y azúcar —un saco por compañía—, unida a la generosa hospitalidad cretense, hizo que aumentara el consumo del vino tinto del país. La palabra griega krasi (vino) pervivió en la jerga del regimiento mucho tiempo después del final de la campaña de Creta, en expresiones como «estar krasiado».
La aglomeración de personas en torno a Canea comenzaba a ser preocupante. Había también varios miles de refugiados civiles mezclados con las tropas y con el personal militar disperso: soldados de la RAF sin avión, maestros ajustadores sin herramientas, conductores sin vehículos, zapadores sin picos y soldados dispersos de todos los regimientos, cuerpos y unidades imaginables.
La aparición de un avión de reconocimiento —conocido como shufti-plane— hizo que los recién llegados se lanzaran en tropel a las trincheras. Un par de pilotos de la RAF cayó encima de una muchacha muy atractiva. Cuando trataban de desenredarse, reconocieron a Nicki, del cabaret Argentina. «Buenas tardes, Nicki —dijo uno de ellos con sonrisa irónica—. ¡Sra. Pirie, si no le importa!» —replicó ella desdeñosamente para recalcar su nuevo estado.[3]
Para la mayoría de los civiles, Creta no era sino un lugar de descanso en su camino a Egipto. A menudo tenían incluso menos razones que los soldados para confiar en las autoridades militares. Cuando las fuerzas del general Wilson se retiraron a la línea de las Termópilas, Lawrence Durrell envió desde Kalamata un telegrama a su jefe del British Council de Atenas, pidiéndole instrucciones. Recibió esta respuesta: «¡Adelante! ¡Rule Britannia!».4] Supo después que el autor de este mensaje tan poco serio había desaparecido sin esperar a nadie.
Si Durrell, su mujer, Nancy, y su hija pequeña, Penélope, lograron huir del caos militar de Kalamata, fue sólo porque un conocido de Corfú, un antiguo miembro de la marina mercante, los acogió a bordo de su caique. Tras desembarcar en el viejo puerto veneciano de Canea, Nancy Durrell comentó a algunos soldados australianos que no tenía leche para la niña. Animados por un jovial vandalismo, los soldados destrozaron con las culatas de los rifles las persianas verdes ya oxidadas de las tiendas cercanas y llevaron a Nancy botes de leche condensada para seis meses por lo menos. Pero los problemas de los Durrell no habían concluido. Después de diez días en Canea, partieron para Egipto, donde los civiles que no podían probar su identidad quedaban retenidos en un campo cercado por alambradas. Durrell, que no había podido mandar un cable a su madre para informarle de su huida y de la de su familia, reconoció a través de la verja del recinto a un periodista del Daily Mail. Le llamó y le contó la historia de sus aventuras.
Otros refugiados más ilustres, en particular la familia real griega, no tropezaron con ninguna de estas dificultades. Después de aterrizar en Iraklion en un hidroavión, el rey se instaló en Cnosós, en villa Ariadna, donde fue recibido por el custodio, R.W. Hutchinson, a quien se conocía como «el Terrateniente». Este palacio eduardiano de jardines umbríos, palmeras y plumbagos fue construido por sir Arthur Evans después de que en 1900 el príncipe Jorge, tío del rey, se arrogara el derecho a la propiedad del principal emplazamiento minoico. Cuando Evans se retiró, lo convirtió en una base arqueológica británica en Creta. De 1930 a 1934, en los años que siguieron a la jubilación de Evans, John Pendlebury vivió allí como custodio con su mujer, rompiendo así una tradición de vida monacal.
Con el rey Jorge se reunieron en Cnosós la princesa Catalina, la Sra. Britten-Jones y el primer ministro, Tsuderos, pero sólo unos cuantos días más tarde, el rey y sus consejeros decidieron que debían trasladarse al otro extremo de la isla, ya que Canea era ahora oficialmente la sede del gobierno griego.
Aunque la princesa Catalina era contraria a separarse de su hermano, la persuadieron de que partiera rumbo a El Cairo en un hidroavión. El príncipe Pablo y la princesa Federica, sus hijos Constantino y Sofía —ambos acribillados de picaduras de chinches—, y la Sra. Britten-Jones, su discretísima dama de honor, fueron en avión a Alejandría, prosiguiendo luego su viaje a El Cairo, el 2 de mayo, en el mismo hidroavión Sunderland que llevaba al general Wilson.
En Canea, al rey y a Tsuderos se les unió Maniadakis. El aún ministro de Seguridad Nacional llegó a Creta con un gran número de miembros de su odiada policía secreta. Los cretenses consideraron este hecho un ultraje tan grave que el ex vicecónsul británico en Atenas y su homólogo en Canea se presentaron ante el rey y Tsuderos para notificárselo. Maniadakis fue enviado a Egipto, donde sus cincuenta policías secretos sembraron el odio y el terror entre la comunidad griega de ese país, que en su gran mayoría era pro venizelista. Los dos vicecónsules británicos estaban convencidos de que el rey y su gobierno habían perdido gran parte de su prestigio durante su breve estancia en la isla. En general, los diplomáticos británicos parecían no darse cuenta de la aversión que el pueblo sentía hacia el rey, probablemente porque el monarca se sentía relajado y cómodo en su compañía, a diferencia de lo que le sucedía con sus súbditos. Una vez el monarca le comentó a Charles Mott-Radclyffe con una sencillez desarmante que «el elemento fundamental del equipaje de la monarquía griega era la maleta de la marca Revelation».[5]
En un bastión republicano como Creta, fiel a la memoria liberal de su hijo más ilustre, Venizelos, la presencia del rey no era bien vista. Tsuderos, cretense y monárquico, era un bicho relativamente raro, y su profesión, banquero y político, lo convertía, a ojos de los cretenses, en un ateniense en potencia.
Los habitantes de Creta, aún menos que el resto de los griegos, nunca perdonaron al rey Jorge que hubiera dado el 4 de agosto de 1936 una dudosa legitimidad a la dictadura de Ioannis Metaxas. No olvidaron nunca esa afrenta a sus tradicionales simpatías venizelistas y, durante el segundo aniversario del Decreto de agosto, se sublevaron. Después de ese episodio se les confiscaron las armas —al tiempo instrumento y símbolo de la lucha contra la opresión—. El odio creció aún más cuando la población cretense se encontró prácticamente desarmada ante la invasión germánica. Tras la guerra, el 5 de septiembre de 1946, se celebró un referéndum sobre la monarquía: en Creta hubo una aplastante mayoría de votos contrarios al monarca. A pesar de ello, los comunistas de la isla, a diferencia de sus camaradas de la península, nunca pudieron conquistar parcelas de poder.
El carácter cretense —belicoso, orgulloso, compulsivamente generoso para con los necesitados, amigos o extraños, ferozmente implacable con enemigos y traidores, frugal en la vida cotidiana, pródigo en las celebraciones— tenía sin duda una fuerte impronta de los impresionantes contrastes de la tierra en que vivían los isleños. Ricas franjas costeras septentrionales, olivares infinitos al pie de las montañas, fértiles valles salpicados de pequeñas llanuras recónditas en las tierras altas. Todo ello dominado por la mole imponente de las cordilleras de piedra caliza que atravesaban la isla: las Montañas Blancas, la sierra de Kedros, la sierra del monte Ida o Psiloriti y, al este, las cadenas montañosas de Lasiti o Dikti. Sólo quince kilómetros en línea recta, unos sesenta a pie, separaban las aldeas de montaña de la vegetación subtropical de arvejares, plátanos y naranjales. Otro clima, otro mundo.
En las montañas de las regiones centrales se criaban —y se robaban— ovejas. Sus poblados no eran sino un puñado de casas encaladas en torno a una sencilla iglesia ortodoxa. A menudo, el suelo de los hogares era de tierra batida y los pocos muebles y enseres estaban hechos en casa. No faltaba nunca el baúl del ajuar con ropa blanca y lencería de casa. La dieta de queso de oveja y cabra, patatas y, muy de vez en cuando, carne guisada, era dura y monótona como la vida que llevaban. El aire, sin embargo, era terso, transparente, tan saludable que las heridas cicatrizaban a una velocidad pasmosa.[6]
En las tierras altas, la importancia de un hombre se reconocía por el número de ovejas que poseía; en las tierras bajas, por el número de olivos, de los que se decía que había en Creta veinte millones. En las aldeas de los valles y las tierras bajas, las calles estaban flanqueadas por moreras con las ramas podadas y los troncos pintados con cal para protegerlos de los insectos. Las casas tenían macetas de flores, plantas, cerezos en la parte de atrás y cenadores cubiertos de parras. La vida era menos dura, pero la gente era igualmente generosa. Sólo en las grandes ciudades como Iraklion y Canea se había perdido alguna de esas cualidades cretenses que, tras siglos de ocupación extranjera, con sus represiones y sublevaciones cíclicas, no sólo habían logrado sobrevivir, sino que incluso se habían fortalecido.
Los cretenses no acababan de creerse que Canea se hubiera convertido en la nueva capital de Grecia. Mantenían un aire de normalidad mientras los precios de los alquileres de las fincas se disparaban hasta alcanzar cifras jamás soñadas. Este dinero parecía no llegar a las pequeñas tiendas de sucias contraventanas, que seguían estando desabastecidas. Y los hombres de la isla no abandonaban la costumbre de sentarse en el bar ante una taza de café turco y el periódico.
Los hombres —la mayoría de mediana edad, ya que los jóvenes habían marchado con la división cretense a Epiro— producían en los recién llegados una impresión de curioso contraste. Los que vivían en las aldeas llevaban trajes holgados. Los de las colinas, en cambio, tenían fieros bigotes y vestían el atuendo tradicional cretense: gorro negro flácido —el sariki—, chaquetilla y chaleco bordados, faja ancha morada encima de unos bombachos oscuros muy anchos, que los británicos llamaban «recogemierda», y botas altas que completaban su aspecto a medio camino entre el pirata y el soldado irregular de caballería.
Los cretenses recibieron a los soldados británicos como si fueran parientes lejanos que hubieran llegado inesperadamente de otro país. Stefanides vio a unos isleños que bailaban el pentozali, una danza popular vigorosa y llena de brío, detenerse e invitar a los soldados a unirse al grupo. Los británicos, cohibidos, embutidos en sus rígidos e incómodos uniformes, intentaron aprender los pasos pero pronto acabaron riéndose con los bailarines de su propia torpeza.
Para los que habían sobrevivido a los combates de Grecia, la isla de Creta fue un refugio paradisíaco, un lugar lleno de belleza, de amistad, donde las copas se alzaban continuamente para brindar por la causa común. Aunque los cretenses eran buenos bebedores, no dejaba de sorprenderles la necesidad compulsiva de emborracharse que caracterizaba a los anglosajones. Los soldados se tambaleaban cantando a voz en grito canciones verdes o sensibleras, según su grado de embriaguez. Si la BBC emitía una canción famosa, como «The Banks of Loch Lomond» o «There is a Tavern in the Town», las tropas nostálgicas se agolpaban inmediatamente en torno a la radio.
La bebida hacía también aflorar la tensión latente entre las tropas procedentes del imperio y los símbolos de la autoridad británica, ya fueran policías militares u oficiales. Los neozelandeses y australianos que estaban en Creta no eran ni soldados regulares ni reclutas, sino voluntarios, y su falta de respeto hacia la autoridad —por un prurito muy típico en las antípodas— hacía que los oficiales británicos evitaran cualquier contacto con ellos siempre que podían. Al llegar a Egipto, un neozelandés saludó a un oficial británico de aire lánguido que llevaba una fusta en la mano diciéndole: «¡Eh!, ¿dónde has metido lo que te falta del caballo?».[7] Sin duda, los neozelandeses tenían también su cuota de «donjuanes» y «factótums» (voluntarios que se adelantaban incluso a la policía) pero, a diferencia de los soldados australianos, no inspiraban temor a los oficiales británicos.
Un capitán del cuerpo de voluntarios de caballería que había estado con los australianos en Grecia dijo de la 6.ª división australiana, entre bromas y veras: «Creo que los deben haber ido a buscar a las cárceles».[8] En Canea, un oficial británico había visto a un australiano llenarse los bolsillos de fruta y negarse después a pagar lo que debía a la anciana dueña del puesto: al recriminarle su acción, se encontró como respuesta el cañón de una pistola alemana robada apuntándole a la cara. Y un cretense contaba que cuando un coronel británico que acompañaba al rey Jorge (probablemente Jasper Blunt) había intentado acallar el alboroto que se oía debajo de la ventana donde ambos estaban hablando, el australiano responsable del altercado le había cogido por sorpresa del cuello y había estado a punto de estrangularle.
De noche las medidas que adoptaban los australianos contra los ataques aéreos consistían en disparar indiscriminadamente a todas las luces que veían, ya se tratara de una cerilla para encender un cigarrillo o de los faros de estacionamiento de un vehículo convenientemente amortiguados. Harold Caccia recordaba la noche en que tuvo que atravesar las zonas australianas conduciendo, como «uno de los momentos más angustiosos de mi vida».[9] Poco tiempo después, esta turbamulta indisciplinada luchó contra los paracaidistas alemanes en Rézimno con un ímpetu salvaje.
En la zona de Canea se impuso en seguida un régimen mucho más ordenado. Se levantaron pabellones circulares de campaña y «tiendas de corte indio para soldados europeos» (EPIP, European Privates Indian Pattern Tent) bajo los olivares para el escalón de retaguardia. La mayoría de estos elementos dispersos de Grecia iba a ser trasladada a Egipto, mientras las unidades marchaban en formación hasta las posiciones de defensa asignadas. Apenas habían tenido ocasión de disfrutar de los placeres que ofrecían los treinta y siete burdeles de Canea, «treinta y seis de ellos regentados por su propietaria», según dijo el capitán preboste de la división neozelandesa.
El grueso de las tropas australianas fue hacia el este, a Gueorguiúpolis, Rézimno e Iraklion. Los neozelandeses, por su parte, marcharon hacia el oeste, para tomar posiciones a lo largo de la costa comprendida entre Canea y el aeródromo de Máleme, donde estaban estacionados los Blenheim del 30.° escuadrón, cuya misión era patrullar el Egeo para ahuyentar a los Stuka.
El batallón maorí impuso un ritmo de marcha tan duro que algunos oficiales tuvieron dificultades en seguirlo. En la aldea de Plataniás, el alcalde y sus hijas les dieron la bienvenida con mesas adornadas de queso fresco de cabra, pan y vino tinto. Una joven con un niño en brazos empezó a llorar cuando vio a los soldados. Un subalterno neozelandés preguntó a un cretense por qué lloraba: su marido y hermanos habían estado con la 5.ª división cretense en Epiro.
A pocos de los que dejaban sus posiciones les habían sorprendido los preparativos que vieron desde el momento en que aterrizaron. El puerto de Suda estaba sumido en el caos. Sólo podían descargar dos barcos pequeños al mismo tiempo. El resto debía permanecer anclado en la bahía, por lo que eran blanco fácil en caso de ataque aéreo, como atestiguaban los restos medio hundidos de los buques. El cuartel general de Oriente Medio, que en ese momento tenía problemas más acuciantes en otros frentes, había desatendido el llamamiento que Churchill había hecho en el mes de noviembre pasado de convertir la bahía de Suda en un «nuevo Scapa Flow».
La frase de Churchill no era una mera figura retórica: creía firmemente en la importancia de convertir Suda en una «ciudadela anfibia, de la que Creta fuera la fortaleza» y no había olvidado este objetivo durante el invierno. Pero su insistencia en Suda hizo que Wavell creyera que, para cumplir su cometido, le bastaba con reforzar la zona del puerto.
El último comandante de la isla, el general de división E.C. Weston, llegó a la isla a finales de marzo. Su comandancia, parte de una formación de la marina real conocida como «Organización móvil de defensa de bases navales» (MNBDO, Mobile Naval Base Defense Organization), consistía sobre todo en baterías y reflectores antiaéreos. Antes de la invasión de Creta por los alemanes, los ataques habían venido de los torpederos italianos. Prácticamente todos los hombres armados a bordo de los barcos atracados en el puerto abrían fuego contra ellos, los artilleros civiles de los barcos mercantes y los ayudantes de la flota real quizás incluso con más entusiasmo que la Royal Navy. Pero, cuando la Luftwaffe tomó el relevo a los italianos, el chillido de los Stuka anunciaba bombardeos más frecuentes y menos deportivos.
Los zapadores palestinos y una impropiamente denominada «compañía de operaciones del puerto», compuesta no por estibadores, sino por auxiliares navales uniformados, tenían el peor trabajo: descargar el combustible y las municiones de los buques de la bahía de Suda bajo continuos ataques aéreos. La bandera roja de alarma izada en el cuartel general naval del puerto no siempre podía verse desde la bodega de los navíos, por lo que a menudo no tenían noticias de que hubiera un ataque aéreo hasta que los cañones antiaéreos Bofors abrían fuego. Esto creaba gran nerviosismo e inquietud entre las unidades del puerto, lo que no contribuía a mejorar su rendimiento. Además, el oficial a cargo del desembarque se había negado irreflexivamente a permitirles refugiarse, alegando que debían considerarse soldados de primera línea. No resulta sorprendente que muchos se declararan enfermos.
Harold Caccia, que había llegado a Iraklion con los demás supervivientes del Kalanthe, fue a reunirse con la Legación británica reducida a la mínima expresión, que se había trasladado a Jalepa, cerca de Canea. De camino se encontró con lo que parecía un grupo de soldados que pintaba un puente y con otro que se preparaba a demolerlo. Lo vio como un ejemplo prototípico de la pasmosa falta de preparación que imperaba: «Llevábamos ahí seis meses y ¿qué habíamos hecho?».[10] Esta sensación de desasosiego se debía al incumplimiento de la promesa de los británicos al gobierno griego de que protegerían Creta, que habían formulado cuando la división cretense fue enviada al continente.
Mientras la antigua ciudad de Canea tenía callejuelas estrechas y casas altas de estilo veneciano coronadas por hayáti turcos —remates de madera con ventanas y contraventanas—, Jalepa extendía hacia el este, en dirección al Akrotiri, sus espaciosas villas con jardines de palmeras, buganvilias y oleandros. La Legación británica se había instalado no muy lejos de la residencia que había albergado al padre del príncipe Pedro cuando era gobernador general. A su lado se levantaba la casa de la familia Venizelos.
Caccia, cuyas ropas habían desaparecido con el Kalanthe, recibió nuevas prendas de vestir cuando Peter Wilkinson, de la Junta de Operaciones Especiales (SOE), llegó a Creta. Wilkinson, principal responsable de Polonia y Checoslovaquia, había venido para comprobar si aún era posible abrir una «ruta secreta de evasión» en Europa central que atravesase los Balcanes. También había ido a la isla para observar de cerca la invasión paracaidista, cuyo carácter inminente había confirmado Ultra, e informar al respecto al coronel Colin Gubbins, del cuartel general de la SOE en Baker Street. En aquel momento, la Junta barajaba una idea descabellada: devolver a sus países de origen, lanzándolos en paracaídas, a importantes contingentes de tropas polacas y griegas, pero sin posibilidad alguna de darles apoyo.
Wilkinson se hizo llevar de la bahía de Suda a Canea para ver a la Legación británica. Fue una sorpresa encontrar a Harold Caccia recortando un seto. Más sorprendente aún era su atuendo: zapatos de cuero de marca con suela de goma, pantalones de chaqué a rayas, una chaqueta negra de ciclista y un sombrero panamá con la cinta de los Eton Ramblers. Fueron a comer a un buen restaurante y, después, Caccia propuso dar un largo paseo hasta el lugar de nacimiento de Venizelos. A los pocos metros se toparon con «varias tropas bolcheviques australianas».[11] Wilkinson, de uniforme, estaba algo preocupado por el recibimiento que pudieran dar a «ese inglés tan poco creíble» que caminaba a su lado, pero Caccia ni se inmutó y pasaron impertérritos por entre los abucheos.
Además de pantalones para Harold Caccia, Wilkinson había traído un equipo de radiotransmisión para Ian Pirie, la figura menos respetable de la diplomacia británica. Pirie y Barbrook se habían instalado no muy lejos, en una villa aún más imponente situada en una calle bordeada de cinamomos exuberantes por entonces en flor. Pirie, como decía Nicholas Hammond, era «un tipo estupendo para conseguir buen alojamiento».[12] Este centro de operaciones secretas, llamado «Fernleaf House», estaba repleto de aparatos de radiotransmisión, uniformes alemanes que habían traído de Atenas en el caique y cajones de ametralladoras que soldados y civiles griegos habían cargado al hombro hasta allí. En la banda pirata de Pirie y Barbrook había un antiguo contrabandista de licor y un suboficial con bigotes engominados, pistola Mauser al cinto y Browser en la bandolera. Esta organización absolutamente anómala se completaba con la rubia Nicki, quien, a pesar de estar recién casada y comportarse de manera fría y reservada con los pilotos de la RAF en las trincheras, seguía siendo tan inconscientemente sexy como siempre, lo que dejaba a las cretenses, jóvenes y viejas, «con la boca abierta».[13]
Al grupo de Fernleaf House se unió primero Wilkinson y, después, Geoffrey Cox, un corresponsal extranjero que se había convertido en subalterno de la división neozelandesa, al que le habían encomendado la creación de un periódico para las tropas, el Crete News. El interés de Wilkinson por la «ruta secreta de evasión» a través de los Balcanes disminuyó en cuanto quedó claro que la flota de caiques clandestinos de Pirie, organizada por un tenebroso personaje llamado Black Michael, era más fruto de un optimismo basado en hechos imaginarios que de la realidad. De modo que, mientras esperaban para contemplar la invasión paracaidista en directo, Wilkinson decidió que la forma más útil y entretenida de emplear el tiempo era sentarse en la terraza con una selección de rifles del arsenal que había esparcido por la casa y, cómodamente instalado con un cargador a mano, disparar a mansalva contra los Stuka cuando éstos se alzaban con el vientre al descubierto tras uno de sus bombardeos en picado a la bahía de Suda, justo al otro lado de la colina. El comentario insistente de Wilkinson sobre su puntería —«te he hecho virar, cabrón»[14]— era acompañado ocasionalmente por un suspiro más que melancólico de la intrépida Nicki que, desde el balcón de arriba, contemplaba ese bombardeo al que no se oponía resistencia: «¡Así no, RAF! ¡Adelante “Huracanes”!».[15]
Nick Hammond, tras dejar a Ian Pirie y Bill Barbrook en Canea, había colaborado con un personaje cuyas proezas pronto serían legendarias en el Mediterráneo oriental: Mike Cumberledge. Cumberledge, un barbudo oficial de marina con un aro de oro en la oreja, tenía a su mando un caique proveniente de Haifa rebautizado como Dolphin de Su Majestad y equipado con un cañón de a dos y un par de cañones Oerlikon de defensa antiaérea. La tripulación restante estaba formada por el primo de Cumberledge, Cle, comandante de la artillería real británica, que se había degradado a sí mismo a la categoría de experto de balística en ese extraordinario buque, un soldado raso sudafricano del Black Watch llamado Jumbo Steele, y el marinero de primera Saunders. El Dolphin zarpó rumbo a Iraklion, donde Hammond se encontró con John Pendlebury por primera vez desde el verano anterior en Atenas.
Pendlebury estaba allí en su elemento. Sin utilizar jamás su bastón de estoque, practicaba una forma de lucha con bastones que había aprendido en Egipto, en la excavación arqueológica de Tel el-Amarna. Se representaba a sí mismo como una especie de Lawrence de Arabia cretense, aunque carecía de la tenacidad perturbadora de Lawrence.
Tras la invasión italiana y una vez que el gobierno ateniense se ocupó de dar la bienvenida a Creta a las tropas británicas, Pendlebury ya no tenía por qué seguir haciendo las veces de vicecónsul. Se quitó su uniforme de capitán y pasó a servir como oficial de enlace entre las fuerzas británicas y las autoridades militares griegas. Su verdadero designio era crear una fuerza de reemplazo para la 5.ª división cretense, que se había enviado al frente albanés. Por entonces ya sólo quedaban en la isla menos de cuatro mil soldados griegos y menos de una quinta parte de los mismos estaba armada.[16]
Por eso, Pendlebury solicitó en noviembre de 1940 diez mil rifles al cuartel general de Oriente Medio de El Cairo. No era consciente de que estaba haciéndose eco de las palabras del primer ministro.
Churchill había afirmado recientemente ante el alto estado mayor del imperio: «No deberán escatimarse esfuerzos para reunir rápidamente armas y equipo y permitir así la formación de una división de reserva en Creta. Bastará con darles rifles y ametralladoras. Excluir a una división griega de la batalla de Epiro sería un error imperdonable y perder Creta por un número insuficiente de fuerzas sería un crimen».[17] Esta orden no fue ignorada ni se perdió entre los meandros burocráticos del cuartel general de Oriente Medio, como muchos parecen pensar. Aunque el régimen de Metaxas, con la revuelta de Creta de 1938 aún presente en el recuerdo, no debía estar ansioso por volver a armar a la población a la que había requisado todas las armas hacía poco tiempo, pareció aceptar la idea. En el informe sobre la batalla de Creta, el coronel Salisbury-Jones escribió: «El estado mayor griego estuvo de acuerdo en formar una división de reserva y solicitó que nosotros proporcionáramos el equipo. Facilitar todo el equipo era, obviamente, imposible, pero se aprobó el suministro de diez mil rifles».[18] Sólo llegaron tres mil quinientas carabinas americanas, porque los ataques aéreos alemanes contra los Midlands habían destruido un gran número de pequeñas fábricas de armas y la producción no se recuperó hasta finales de 1941. Estos detalles prácticos apenas enfriaron el entusiasmo franco de Pendlebury.
Pendlebury no limitó sus actividades a Creta. Había colaborado estrechamente con el 50.° regimiento de fuerzas de choque de Oriente Medio, que fue enviado a la isla en diciembre para reforzar la guarnición tras la partida de la división cretense y para lanzar ataques contra las islas ocupadas por los italianos en el Dodecaneso, primero Kasos y después Castelórizzo. A principios de año, la SOE de El Cairo envió en ayuda de Pendlebury a dos jóvenes oficiales: Terence Bruce-Mitford y Jack Hamson, quien, por una curiosa coincidencia, también tenía un ojo de cristal, como Pendlebury. Bruce-Mitford, profesor del departamento de clásicas de la Universidad de St. Andrews, tenía un aire académico, el pelo rojizo y ralo y un carácter austero y tenaz. Su concepto de la diversión en El Cairo consistía en ir al desierto y pasar la noche en las dunas de arena. Hamson, que después sería catedrático de derecho comparado en el Trinity College de Cambridge, era muy diferente, aunque sólo fuera por su exótica biografía. Procedía de una familia inglesa de Oriente Medio, unos joyeros de Constantinopla que vivían como príncipes en la isla de Prínkipo. Gracias a las buenas relaciones de su familia con la iglesia católica, Hamson logró incluso un precioso par de botas nuevas tras su captura en Creta: su madre se las hizo llegar por mediación del cardenal Roncalli, el futuro papa Juan XXIII.
Ambos tomaron parte en uno de los ataques del Dodecaneso. Hamson describe el embarque en una noche de luna: «más allá del fuerte veneciano y hacia abajo, hacia las aguas… atravesamos en silencio con nuestros pertrechos, rifles, bombas y cuchillos las ruinas de otras guerras: era como una escena de un libro de cuentos para niños».[19] Pero después se deja de cuentos y maldice «la confusión, la incompetencia, la ineptitud y el caos reinantes». Aunque la derrota no fue sólo imputable al 50.° regimiento de Oriente Medio, éste pronto se replegó a Egipto.
La vida de Pendlebury siguió repleta de sabrosos contrastes. En una ocasión, después de una cena de viejos wykehamistas en Iraklion, Pendlebury, acompañado por Kronis Vardakis, su leal mulero y guardaespaldas, se adentró en las montañas llevando un parche negro: había dejado su ojo de cristal en la mesa de su habitación para avisar a los amigos que pasaran por allí de que se había ido con la guerrilla.
Una habitación ésa en la que reinaba el caos: de los aparadores caían rifles en lugar de escobas y había documentos secretos esparcidos por todo el suelo. Tras su ejecución por los paracaidistas, un informe alemán, que insiste en llamarle equivocadamente «Pendleburg», decía: «En su casa de Iraklion se encontraron documentos referentes a su organización, con datos sobre las finanzas y el armamento y los nombres de sus asistentes. Había también grandes cantidades de armas, municiones y explosivos».[20] John Pendlebury había aceptado anticipadamente su muerte: en ningún modo tenía la intención de suicidarse, pero sí anhelaba la inmolación como un alegre broche final de su vida. El 17 de marzo, más de tres semanas antes de la invasión de Grecia por los alemanes y dos meses antes de la invasión de Creta, dejó escritas sus últimas palabras, dedicadas a su mujer: «amor y adieu».[21]