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Los comandos de Laycock y la fuerza de reserva
26 y 27 de mayo
Después de que se hubiera desvanecido el último rayo engañoso de esperanza en Galatás, el general Freyberg comprendió que debía avisar a Wavell de que Creta iba a caer. Pospuso la redacción del mensaje correspondiente hasta la mañana del día siguiente, 26 de mayo. Comenzaba así: «Lamento tener que comunicar…». Probablemente fue una de las tareas más ingratas que tuvo que cumplir en su vida.
Una tarea que seguramente no simplificaron las exhortaciones conmovedoras de Churchill que seguían llegando de Londres, ni la matemática simplista del servicio de inteligencia militar de El Cairo, que estimaba que seguían gozando de superioridad numérica. Pero en parte era culpa suya: no había comunicado con la suficiente claridad a El Cairo ni a Londres la rapidez con que había caído Máleme. Los circunloquios de sus mensajes daban la impresión de que seguía disputándose la posesión del aeródromo aún después de que los alemanes hubieran establecido en él su puente aéreo.
El cuartel general de Oriente Medio trató de enviar aviones Blenheim y Wellington para que bombardearan la pista de aterrizaje, pero llegaron demasiado tarde y en número demasiado escaso para que su influencia fuera decisiva. Pese a un breve rebrote de la moral a raíz de una razzia aérea efectuada el 25 de mayo, la RAF volvía a ser blanco de todas las burlas y sus iniciales se descifraban en forma de epítetos malsonantes.
El lunes 26 de mayo, la nueva línea, establecida al oeste de Canea, aguantó, aunque a duras penas y gracias a su buena fortuna. Poco después de las 13.00, la Luftwaffe bombardeó y ametralló a un batallón del 85.° regimiento de montaña por error durante cincuenta minutos, lo que desmoralizó considerablemente a las tropas alemanas en todo el frente e indujo a la cautela a sus jefes. El batallón desafortunado avanzaba por las colinas en dirección a Perivolia donde, según comunicaron a Freyberg, el 2° regimiento griego se estaba desintegrando. Fue uno de los factores que le convencieron de que pronto la bahía de Suda estaría en el punto de mira de los alemanes.
Junto a los griegos y cerrando el paso en el extremo del valle Prisión se encontraban los dos batallones australianos, el 28.° y el 27.°, nuevamente bajo el mando del comandante de brigada Vasey, al igual que la 19.ª brigada australiana. Más allá, extendidos hasta llegar a la costa, formando una línea de frente ante Canea, se había apostado a tres batallones neozelandeses, mermados y fusionados a medias, entre los que se hallaban los maoríes, al oeste de Daratsos. Mantener a raya al enemigo sobre este frente era especialmente importante para que los buques de guerra pudieran desembarcar víveres básicos y refuerzos en la bahía de Suda aquella misma noche.
Por detrás de este destacamento inseguro y mal atrincherado, los restos de los demás batallones trataban de recuperar fuerzas y reorganizarse. En torno a Suda se hallaba el último escalón militar, desarmado, que había agrupado a casi doce mil hombres al comienzo de la batalla, desperdigado en sus campamentos provisionales: compañías que trabajaban en los diques, maestros ajustadores y personal de suministro: lo que las tropas terrestres llamaban «los retazos y los torpes» y Churchill las «bouches inútiles».
A menudo injustamente ridiculizados y aún más ignorantes de los acontecimientos que el soldado medio, estos «wallah de base»[1] habían padecido bombardeos constantes sin el apoyo de un «espíritu corporativo» ni la posibilidad de replicar al enemigo. Varios de los que pudieron hacerse con un fusil para cazar paracaidistas al acecho se habían revelado guerrilleros natos, pese o quizás gracias a la formación informal en infantería que habían recibido. Pero los nervios de la mayoría sufrían enormemente con los ataques aéreos. Cuando alguien hacía caer la jarra de metal con estrépito en el hospital de evacuación de Stefanides, todos se tiraban al suelo, incluido el hombre que la había lanzado.
Muchos componentes de este escalón habían sido evacuados antes de la batalla que libraron los buques que transportaban víveres y equipo hasta la isla. Pero ningún comerciante podía atravesar ya la malla tejida por los ataques de los Stuka que custodiaban el estrecho de Kasos. Y, después de los desastres navales del 22 de mayo, el almirante Cunningham sólo autorizaba a los buques de guerra más rápidos a que rodearan la isla para llegar a Alejandría, restringiendo su presencia en las peligrosas aguas del Egeo a la noche. En violación de las órdenes del almirantazgo, había ordenado que un convoy que transportaba un regimiento real regresara a Alejandría. Y un intento de que un destructor desembarcara comandos de refuerzo para atacar a los alemanes por el costado hubo de ser abortado debido al fuerte oleaje. Si hubieran logrado desembarcar, se habrían topado en seguida con el 55.° batallón de infantería motorizada alemán, que por entonces estaba doblegando a los bravos defensores cretenses que protegían Kándanos.
Pese a todo, un grupo de doscientos hombres de estos comandos logró llegar a la bahía de Suda la noche del 24 de mayo, a bordo del veloz crucero siembraminas Abdiel de Su Majestad. El grueso de las tropas, después de regresar a Alejandría al no poder desembarcar en Paleojora, llegó finalmente a la bahía de Suda dos noches después, a bordo de los destructores Hero y Nizam, así como del Abdiel en su segundo intento.
Estos dos batallones de fuerzas especiales, poco armados y con tan sólo quinientos hombres, estaban bajo el mando del coronel Robert Laycock, un oficial de la Guardia real de caballería con grandes virtudes de líder y una cara de boxeador y caballero. Su comandante de brigada era Freddie Graham y su oficial de inteligencia, el capitán Evelyn Waugh. El batallón «A» lo dirigía el teniente coronel F. B. Colvin,[2] que había llegado en el primer grupo, y el batallón «D» estaba bajo el mando del teniente coronel George Young, de los ingenieros reales, el oficial zapador que había sido enviado en 1939 por el MI(R) para sabotear los yacimientos petrolíferos de Ploesti.
Esa noche también estaba sobre el dique de Suda Peter Wilkinson, de la SOE; que había desembarcado por la tarde para verificar si había llegado el material de sabotaje enviado para Bill Barbrook. «Estábamos quemando 25 uniformes alemanes —informó Wilkinson a Gubbins—, que DH/A [Ian Pirie] había traído consigo de Grecia en un momento en que los paracaidistas se encontraban a unos trescientos metros. La ineficacia y falta de preparación de la oficina de DH/A no eran alentadoras».[3] Pero le esperaba una sorpresa. El capitán Morse, el oficial naval al mando de la operación, acababa de recibir un mensaje «Estrictamente confidencial — Descodifíquese en destino» del almirantazgo en el que se le ordenaba sacar a Wilkinson de la isla. Alguien había dado por sentado en Londres que Wilkinson eran un experto en «fuentes estrictamente reservadas», y que la captura de una persona «conocedora de Ultra» debía evitarse a cualquier precio. «Debes embarcar en el próximo buque que zarpe de vuelta»,[4] le dijo Morse. El buque no era ni más ni menos que el Abdiel y uno de los primeros miembros de la Layforce que Wilkinson divisó a la luz de un buque cisterna en llamas fue George Young.
Evelyn Waugh comentó que Young «no destacaba por su aspecto, pero demostró ser un buen oficial».[5] Lo era sin duda alguna, y el batallón D, una amalgama de los dos comandos de Oriente Medio, fue la mejor unidad, gracias al entrenamiento que le impartió. El relato de Waugh sobre la debacle de Creta, tanto en sus diarios como en su novela Oficiales y caballeros, es la más vívida jamás realizada sobre estos últimos días, pero la narración en sí debe considerarse más como una proyección de su desencanto personal que como una exposición objetiva de los acontecimientos.
Su apreciación de los comandos especiales que había reclutado Laycock en Gran Bretaña el año anterior es ambigua. El comando, al que se unió en Largs, Escocia, estaba compuesto por antiguos miembros de la Household Cavalry (Guardia Real), los Foot Guards (guardia de infantería) y regimientos de caballería de defensa, especialmente los Royal Scots Greys. Aunque adoraba la compañía de ese «grupo elegante», que «beben mucho, juegan grandes sumas de dinero a las cartas, celebran veladas nocturnas en Glasgow y telefonean constantemente a sus profesores»,[6] los censuraba por no tomarse en serio sus responsabilidades de oficiales. «Advertí pocos síntomas que preludiaran su decadencia posterior —escribe—. Hacían gala de una alegría e independencia que, a mi modo de ver, habían de resultar muy valiosas en las acciones militares».[7]
La Layforce, desde su llegada a Oriente Medio, no había tenido demasiada fortuna. Se habían cancelado tantas de sus operaciones que fue apodada la «fuerza de retraso», y alguien había garabateado sobre la cubierta de su buque de asalto, el Glengyle de Su Majestad, la frase siguiente: «Nunca en la historia de los desvelos humanos, tan pocas personas han sido jeringadas por tantas».[8] Habían zarpado rumbo a Creta creyendo que su objetivo consistía en «atacar los aeródromos y puertos del enemigo, desde los cuales éstos enviaban a sus bombarderos para hostigar a las tropas que habíamos destacado sobre la isla».[9] También tenían una idea absolutamente equivocada sobre la situación que se iban a encontrar a su llegada. Randolph Churchill les había contado que la batalla se podía dar por ganada. Y en las órdenes que les habían dado en Alejandría «se afirmaba que la situación en Creta estaba “perfectamente bajo control”, con la salvedad de que “la guarnición del aeródromo de Máleme estaba sufriendo una tremenda presión”, lo que sugería erróneamente que dicho aeródromo seguía en nuestra manos y era atacado desde el exterior».[10]
Su llegada, una introducción a lo que el comandante de brigada calificó de «pesadilla ante unos hechos irreales e inesperados»,[11] desmintió dramáticamente su idea de que la situación estaba bajo control.
En cuanto hubo atracado el buque [escribió Graham en 1948], comenzaron a acercarse a su quilla los botes y, cuando el comandante de brigada, yo mismo y otros oficiales nos despedíamos del capitán del siembraminas, la puerta de éste se abrió de golpe y se abalanzó en su interior un oficial naval sucio y ligeramente histérico. Con una voz temblorosa por la emoción anunció: «El ejército está en plena retirada. Impera el caos. Acaban de matar a mi mejor amigo a mi lado. ¡Están evacuando Creta!». La alegría de aquel grupito de oficiales de comando, armados hasta los dientes y pertrechados como pinos de Navidad, se vio conmocionada por la noticia: todos miramos con la boca abierta a aquel portador de malas noticias.
«¡Pero si vamos a desembarcar! —tartamudeé».
«Dios mío —gritó—. No lo sabía. Quizás debiera haberme callado».
«Demasiado tarde, colega —repliqué—. Al menos nos podrías decir cuál es la contraseña». Pero la había olvidado.
Desde cubierta se veían barcazas saliendo del muelle abarrotadas de heridos. La escena se volvió caótica cuando los comandos trataron de desembarcar nada más llegar. Alguien dio la orden de dejar de lado todo el equipo, menos las armas, municiones y alimentos. En la bahía de Suda se tiraron al mar varios equipos de radiotransmisión que tanta falta habrían hecho una semana antes. Las cestas de alimentos y municiones se rompían. Los hombres llenaban los bolsillos de sus uniformes con puñados de balas del calibre 0,303 y se rellenaban la camisa con todas las latas de carne de buey que podían. Las cajas de municiones para los subfusiles Thompson y las ametralladoras Bren se apilaban en las angarillas, que eran transportadas por los soldados de dos en dos tierra adentro. Una vez desembarcados sobre la carretera de Canea a Gueorguiúpolis, Laycock «advirtió que todas las tropas que nos encontrábamos parecían ir en la dirección equivocada».[12]
Las tropas que iban en dirección equivocada eran en su mayoría rezagados del escalón inferior y elementos desanimados de la segunda línea de defensa de Canea, que se había disgregado prematuramente. No podía ocultarse la derrota e, inevitablemente, se había corrido la voz de que se había tomado la decisión de evacuar a las tropas desde Sfakiá, en la costa meridional. La confusión se había acrecentado durante la noche del 26 al 27 de mayo. Se esperaba que en cualquier momento los alemanes rompieran el frente de colinas que rodean a Perivolia, donde el 2° regimiento griego se había desintegrado. Para dar más verosimilitud al peligro, el cuartel de Puttick comenzó a recibir impactos de balas trazadoras disparadas por las ametralladoras Spandau desde el flanco meridional.
Inglis había sido nombrado jefe de la fuerza de reserva, compuesta por 1200 hombres —el l.er regimiento galés, la guardia montada (Rangers) y los húsares de Northumberland—, que había de socorrer a los exhaustos neozelandeses apostados en la franja costera al oeste de Canea. Pero el general Weston se reservó el control de las operaciones e Inglis, para evitar confusiones, renunció a intervenir. Parecía que nadie estuviera al corriente de qué formación estaba adscrita a qué cuartel. Los comandantes de brigada, sin equipos de radiotransmisión ni teléfonos de campaña, hubieron de deambular en la oscuridad en busca unos de otros.[13]
En un primer momento, nadie lograba dar con el general Weston, que había instalado su cuartel en una casa campesina junto a la «calle 42», una senda hundida que iba hacia el sur desde el extremo de la bahía de Suda más cercano a Canea. Esta calle, que recibía su nombre del 42.° escuadrón de campaña del regimiento real de ingenieros, acuartelado en ella antes de la invasión, iba a ser la próxima línea defensiva. Después de ordenar a la fuerza de reserva que sustituyera a la 5.ª brigada neozelandesa enfrente de Canea, Weston se durmió sobre el suelo del «cobertizo de su olivar»,[14] como diría Laycock. No había dado la orden de que los neozelandeses se replegaran cuando fueran sustituidos y por lo visto no sabía que la brigada australiana que tenían al sur ya había sido superada en aquel momento, por lo que tendría que efectuar una retirada.
La ausencia de órdenes exasperó a Puttick y Hargest. Durante la parte más vital de aquella noche, Freyberg se alejó de su cuartel y no pudo ser contactado. Había pasado cierto tiempo en el dique de la bahía de Suda, no para encontrarse con la Layforce, aunque habló con uno de sus oficiales, sino para verificar la llegada de una lancha de desembarco que transportaba víveres y, sobre todo, un mensaje sobre la evacuación inminente dirigido a las tropas de Campbell en Rézimno. En pro de la bondad de Freyberg, aunque no de su capacidad de mando, hay que decir que, en ese momento crucial de la batalla, pasó largo tiempo paseando con un joven teniente del RASC (cuerpo real de servicios aéreos), Jack Smith-Hughes, discutiendo acaloradamente sobre las posibilidades de que la barca lograra llegar a su objetivo. Lamentablemente, el mensaje se había extraviado y el comandante de la lancha de desembarco se había marchado sin tener noticia de su existencia.
Puttick envió al capitán Robin Bell, uno de los oficiales de inteligencia de Freyberg, a explicar personalmente a Weston la gravedad de la situación, pero los oficiales del estado mayor de éste le impidieron molestar a su jefe. Puttick, haciendo gala de una capacidad de decisión inaudita en él, revocó la orden de Freyberg de que los australianos no abandonaran sus posiciones bajo ningún concepto y ordenó a Vasey y a Hargest que se replegaran sobre la calle 42 mientras aún podían resguardarse en la oscuridad. Así fue como la fuerza de reserva fue abandonada en su avance en solitario contra un enemigo a todas luces superior.
Cuando Weston fue despertado, hacia la una de la madrugada (posiblemente gracias a la llegada de Laycock y Waugh), se enteró por fin del desastre hacia el que se dirigían el regimiento galés, la guardia montada y los húsares de Northumberland. Dos mensajeros salieron a galope para comunicar al coronel Duncan, del regimiento galés, la orden de dar media vuelta. Weston volvió a dormirse sobre el suelo, pero al poco tiempo volvieron a despertarlo, en esta ocasión Puttick, que quería explicaciones sobre lo que estaba sucediendo. Según se dice, Weston, agotado, le ofreció una exposición incoherente.
En el ínterin, la fuerza de reserva seguía acercándose al enemigo, atravesando Canea, desierta y devastada. A primera hora de la mañana, se desplegó por un campo desierto y espectral. Más de un galés dijo «Adelante, a remedar la última aventura de Custer».[15] Un grupo que caminaba con el oficial de intendencia se topó con un neozelandés profundamente dormido. «Le dijimos que saliera disparado. Su grupo se había retirado hacía tiempo». También encontraron a un zapador joven que había quedado rezagado con la misión de volar un puente, algo que no había hecho nunca antes. «El hecho de que se quedara demuestra que era un valiente», observó un galés, que le ayudó a hacer explosionar la carga con la batería de su camión de quince toneladas.
Cuando comenzaba a despuntar el alba, enviaron patrullas hacia el sur para que entraran en contacto con los perivolianos reales de la «brigada Suda», formada recientemente, pero tanto ellos como los australianos, por el flanco izquierdo, se habían retirado por la noche. Las patrullas no regresaron. Poco después de que saliera el sol el día 27 de mayo, la fuerza de reserva oyó disparos muy por detrás de ella, sobre la carretera que conduce a Suda. Su significado era diáfano.
Enfrente de ellos estaban apostados los paracaidistas de Ramcke, que seguían avanzando por la costa, y el 100.° regimiento de montaña, que atravesaba las colinas que se yerguen entre Galatás y Daratsos. La mayor parte de los morteros y la artillería ligera de los alemanes les estaba apuntando. El 3.er regimiento de paracaidistas de Heidrich, aunque reducido a las dimensiones de un batallón, pudo por fin abrirse camino a través del valle Prisión y rodearles por el sur. El fuego que habían oído a sus espaldas sobre la carretera Suda-Canea se debía al avance del 141.° regimiento de montaña.
Cuando comenzó el ataque alemán, a las 8.30, con un intenso fuego de mortero, la fuerza de reserva ya había quedado aislada. Una parte de sus efectivos logró alzarse con un pequeño triunfo en su desesperada lucha en la retaguardia, en el estrecho de Akrotiri, pero en su mayor parte quedó atrapada delante de Canea. El oficial al mando del regimiento, coronel Duncan, manipulaba personalmente una ametralladora Bren. Su resistencia enconada prosiguió en grupos aislados hasta la tarde, y en un caso hasta la mañana siguiente. Siete oficiales y aproximadamente doscientos cincuenta hombres lograron escapar luchando en pequeños grupos, para reunirse con el grueso de la tropa, que estaba al este. Un grupo llegó a cargar contra una barricada en una camioneta.
Este craso y lamentable error supuso la muerte de casi un millar de los hombres mejor preparados que quedaban. Quizás la mayor tragedia de la fuerza de reserva fuera que no pudo intervenir hasta que ya era demasiado tarde; el no haber sido enviada al contraataque cinco días antes. Las trifulcas que estallaron más tarde entre los oficiales superiores acerca de quién era el culpable recuerdan los increíbles altercados que se produjeron después de la carga de la brigada ligera en la batalla de Balaclava. Puttick creía firmemente que el responsable era Weston; a éste, el hecho de que Puttick revocara unas órdenes superiores le parecía increíblemente arrogante, y Freyberg estaba convencido de que Inglis había eludido la responsabilidad que le incumbía de comandar la fuerza de reserva. Una vez más, unas órdenes poco meditadas, las malas comunicaciones y, en este caso, unas complejas alteraciones en la cadena de mando, habían hecho imperar el caos.
Los restos del 3.º regimiento de paracaidistas rodearon Canea, acatando la orden de marchar sobre el Akrotiri. Siguiendo las huellas de los soldados de Heydte, atravesaron trincheras vacías detrás de alambres de espino, puestos de mando desiertos, equipos abandonados y cañones de campaña sin bloques de cierre, que seguían apuntando hacia el oeste. Pasaron por naranjales, viñedos y olivares hasta llegar a la carretera Canea-Suda.
Heydte, temeroso de que sus soldados estuvieran demasiado cansados para lidiar con las bolsas de resistencia que pespunteaban la península rocosa, cambió la dirección de su avance para entrar en Canea pasando por Jalepa, al este. Les ordenó que hicieran ondear todas las banderas de reconocimiento que tuvieran para evitar ser bombardeados accidentalmente de nuevo por la aviación alemana. «Cualquiera que nos hubiera visto en aquella marcha —escribió sobre sus tropas, sin afeitar y harapientas—, nos habría tomado por una banda de mercenarios medievales, más que una formación militar moderna».[16]
En las calles desiertas y cubiertas de escombros las ratas salían de sus escondrijos a medida que iban avanzando. Aquí y allá aún ardía algún incendio y las vigas seguían humeando de resultas de la razzia aérea lanzada tres días antes. El olor del aceite de oliva que había goteado de los contenedores rotos y del vino caído de los toneles desventrados se mezclaba con el de los cadáveres en descomposición. En las estrechas callejuelas, seguían en pie las fachadas venecianas de casas cuyas entrañas estaban destrozadas y cuyas ventanas superiores únicamente dejaban entrever el cielo azul.
Al llegar a una plaza, los paracaidistas fueron recibidos por los vítores de sus camaradas heridos y capturados al principio de la batalla y luego abandonados en un hospital de fortuna por los británicos en desbandada. Se presentó el alcalde de Canea, dispuesto a notificar la rendición de la ciudad, para asegurarse de que no se producirían más bajas civiles. Al capitán von der Heydte le divirtió sobremanera que se negara a creer que esa suerte de espantapájaros mugriento y mal afeitado, con un pañuelo atado a la cabeza a guisa de casco, fuera un jefe de batallón del ejército vencedor.
La esvástica fue izada sobre el minarete de la antigua mezquita turca, situada en el centro de Canea. Heydte instaló luego su cuartel en el Consulado británico, en el barrio de Jalepa, fuera de las murallas orientales de la ciudad. Mientras tanto, las tropas de montaña del general Ringel perseguían a los soldados en retirada de Freyberg.
Ringel supuso que Freyberg se retiraría siguiendo la costa, primero hasta Rézimno y luego en dirección a Iraklion, con la idea de unirse a la poderosa guarnición que aún conservaba. Este error de cálculo benefició a las tropas que se replegaban, pues de lo contrario quizás las hubiera atacado con mayor determinación por el flanco sur. En cualquier caso, la fuerza de Freyberg ya había eludido una maniobra envolvente y una rendición humillante gracias a la resistencia heroica junto a Alikianós del 8.° regimiento griego y los irregulares cretenses.
A primera hora del 27 de mayo, mientras la fuerza de reserva seguía avanzando en pos de una suerte que no merecía, Laycock y Waugh fueron a entrevistarse con el general Weston y luego al cuartel del teniente coronel Colvin, que comandaba las tropas de vanguardia, y finalmente al general Freyberg, que Waugh calificó en su diario de «sereno pero obtuso».[17] Fue más duro con el general Weston la tarde siguiente: «El general Weston asomó por la verja: se hubiera dicho que había perdido a su estado mayor y la cabeza».[18] (Algo que no puede achacarse únicamente a la irritación de Waugh: su ayudante de 19 años, el soldado raso Tanner, quedó desconcertado ante la visión de un general «agitándose en un rincón»).[19] Ni los ataques aéreos se libraban de la impertinencia y mordacidad de Waugh: «como todo lo alemán… una exageración».
Mientras Laycock y Waugh visitaban a los generales en busca de directrices, Graham organizó un despliegue rudimentario de los dos batallones de las fuerzas especiales. Le consternó la imagen de la retirada que contempló: «la carretera estaba atestada de tropas sin la más mínima formación, que se arrastraban con prisa y desesperación. Sucios, agotados, hambrientos: pura chusma, no se les podía llamar de otra forma. Fue un espectáculo al que me habría de acostumbrar los días siguientes y que no olvidaré jamás».[20]
Con todo, como los alemanes descubrieron a sus propias expensas, no todas las unidades se habían desmoronado. Aproximadamente a las once de la mañana del 27 de mayo, el 141.° regimiento de montaña, que había superado a la fuerza de reserva, se topó con los australianos y los maoríes, apostados sobre la línea del frente trazada por la calle 42. Las tropas de montaña prosiguieron su avance, sin esperar ningún tipo de resistencia por parte de unos soldados supuestamente exhaustos. Cuando los australianos y los maoríes se lanzaron a la carga de sus enemigos, lograron dispersar a la mayor parte del l.er batallón de ese regimiento. Los alemanes admitieron haber perdido a 121 hombres, más de la mitad de las bajas de aquel día, que ascendieron a doscientos veinte, es decir, cincuenta soldados más que el 25 de mayo, el día en que se libró la batalla de Galatás.
Esa tarde, casi treinta horas después de que enviara el mensaje en el que anunciaba el carácter irreversible de la derrota, Freyberg obtuvo por fin el consentimiento de Wavell para efectuar una retirada, atravesando las Montañas Blancas hasta llegar a Sfakiá, un pequeño puerto pesquero en la costa meridional. Wavell quería que se replegara sobre Rézimno y se uniera a la brigada de Iraklion, como había calculado el general Ringel, pero Freyberg había acertado en su apreciación inicial de los acontecimientos y Wavell se vio forzado a dar su beneplácito. Dio su consentimiento sin esperar ni un minuto más una confirmación por parte del Ministerio de Guerra. Al caer el sol, el cuartel general de la Creforce se puso en movimiento, siguiendo en automóviles y camiones la carretera de montaña que llevaba hacia el sur, a Sfakiá.