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Misiones diplomáticas

En enero de 1941, después de reforzar su ejército en Albania, los griegos sólo contaban con cuatro divisiones de escasos efectivos para defender la frontera de Tracia y Macedonia oriental con Bulgaria. El comandante en jefe, general Papagos, tenía la esperanza de que una alianza con Yugoslavia le permitiera atrapar a los italianos en una pinza, para poder volver a desplegar sus divisiones en caso de que los alemanes intensificaran su presión desde Rumanía. Bajo la estrecha supervisión de Metaxas, Papagos había dirigido el avance en Albania con gran pericia y resolución, pero su determinación de vencer a los italianos se convirtió en una fijación y su estrechez de miras resultaría a la postre desastrosa.

De todos modos, el gobierno yugoslavo del príncipe Pablo, regente, parecía un aliado muy improbable por entonces. Había ejércitos del Eje y de sus aliados incipientes detrás de seis de las siete fronteras de Yugoslavia: en las de Italia, Austria, Hungría, Rumanía, Bulgaria y Albania. Y el príncipe Pablo —Churchill lo apodaría más tarde «Prince Palsy» (príncipe Parálisis)— cedía a las presiones de Hitler para que firmara el Pacto Tripartito. Por mucho que Alemania lo negara, eso equivaldría prácticamente a permitir que Alemania utilizara la red de ferrocarriles yugoslava para invadir Grecia. El gobierno griego sólo podía volverse hacia Gran Bretaña en busca de ayuda, pero Metaxas se aferraba a su política de no provocar a Alemania. No conocía tan bien como Churchill las intenciones de Hitler.

El 10 de enero de 1941 —el mismo día en que Hitler decidió enviar fuerzas a Libia para ayudar a los italianos y en que ese mismo X cuerpo del aire alemán, recién llegado a Sicilia, atacó el portaaviones Illustrious de Su Majestad—, Churchill recibió la confirmación, gracias a la interceptación de varios mensajes alemanes, que fueron descifrados en Bletchley Park (una fuente conocida más tarde con el nombre de Ultra), de que la concentración de tropas alemanas en Rumanía suponía una grave amenaza para Grecia. Ordenó inmediatamente la elaboración de un plan de reserva, que previera el envío de un cuerpo expedicionario británico a Grecia.

El general sir Archibald Wavell, comandante en jefe de Oriente Medio, estaba menos preocupado. Durante un intercambio febril de mensajes entre Londres y El Cairo el 10 de enero, afirmó que lo que los alemanes habían declarado era básicamente «una guerra de nervios».[1] Wavell creyó ver respaldada su opinión cuando llegó el general Heywood de Atenas, ese mismo día, anunciando que el gobierno griego pensaba que los alemanes sólo intentaban «advertirnos, a nosotros y a los rusos, de que renunciáramos a los Balcanes».[2] Pero, siguiendo las directrices de Churchill, los jefes de estado mayor recalcaron que esperaban de él un gran celo: «El gobierno de Su Majestad ha decidido que es esencial aportar a Grecia el mayor apoyo posible».[3]

Tres días después, Wavell, vestido de paisano, tomó un vuelo hacia Atenas para reunirse con el rey Jorge II de Grecia, Metaxas y el general Papagos. Metaxas quiso impedir que los británicos enviasen una fuerza simbólica: lo bastante grande para servir de excusa a los alemanes para invadir el país, pero demasiado pequeña para detenerlos. Bajo el dictado de Metaxas, el general Papagos declaró que «las tropas griegas estacionadas en la frontera búlgara deben ser reforzadas inmediatamente con nueve divisiones y con el correspondiente apoyo aéreo».[4] Wavell replicó que era imposible, pues no podía poner a su disposición más de dos o tres divisiones. Metaxas repuso que era totalmente insuficiente y que enviar una pequeña avanzadilla de artillería, como había propuesto Wavell, sólo beneficiaría a los alemanes, que tendrían un pretexto para atacar. Más tarde, Papagos pretendió haber afirmado que, en cualquier caso, las divisiones británicas serían más útiles en el norte de África.

Wavell reiteró su oferta de enviar una avanzadilla justo antes de volver a El Cairo. Si bien había seguido escrupulosamente las instrucciones de Londres, en su fuero interno se sentía aliviado de que los griegos persistieran en rechazar esa ayuda, ya que las fuerzas del general O’Connor estaban penetrando en Libia. En Londres, el alto estado mayor y el Ministerio de Guerra también «dieron un suspiro de alivio» y, al parecer, también lo hizo Churchill en privado.[5] Pero sobre Churchill pesaban también consideraciones políticas de mayor calado. Gran Bretaña era acusada constantemente por la propaganda alemana de abandonar a sus aliados y hacer que fueran otros países los que lucharan en su lugar. Esta crítica era particularmente sangrante en un momento en que «Winston sentía que tenía que influir en la opinión pública norteamericana».[6]

Los mensajes interceptados por Ultra seguían revelando que la amenaza de la presencia alemana en Rumanía era muy seria, y Churchill, cuya opinión sobre la conveniencia de enviar un cuerpo expedicionario fluctuaba constantemente, se negaba a aceptar el argumento de Wavell de que ayudar a los griegos sería «una medida insuficiente y peligrosa». Estaba obsesionado por el hecho de que la comandancia de Oriente Medio contara con trescientos mil hombres en su lista de raciones, una cifra que en su opinión significaba que se disponía de un contingente de tropas de combate a todas luces insuficiente. Más tarde, uno de los miembros del War Cabinet observó que Churchill, a pesar de estar «en cierto modo familiarizado con las cosas modernas», estaba «siempre dispuesto a hablar en términos de sables y bayonetas».[7]

Metaxas murió de cáncer de garganta el 29 de enero. La propaganda alemana afirmó que había sido envenenado durante la cena organizada en su honor dos semanas antes por Peter Coats, el edecán de Wavell, en el hotel Grande Bretagne. El nuevo primer ministro, Aléxandros Korizis, era banquero, no era un político profesional y carecía de las convicciones inamovibles de su predecesor. Su nuevo gobierno no tardó en hacer saber que estaba muy interesado en recibir ayuda británica, de la magnitud que fuera.

Inspirándose en la historia británica, con su tradición de alianzas entre los pueblos isleños para luchar contra las diversas potencias dominantes, Churchill lo interpretó como una señal que le aconsejaba crear un pacto en los Balcanes entre Grecia, Yugoslavia y Turquía. Siguiendo sus órdenes, el ministro de Asuntos Exteriores, Anthony Eden, acompañado por sir John Dill, jefe del alto estado mayor imperial (CIGS), salió de Londres con destino a El Cairo el 12 de febrero, el mismo día en que Rommel llegaba a Trípoli. Al enterarse de su visita, el general Wavell se resignó a que se adscribieran numerosas fuerzas a Grecia y procedió a evaluar las tropas fragmentarias de que disponía.

Más que soldados, lo que Wavell necesitaba probablemente era información de buena calidad. Desgraciadamente, Heywood le transmitía informes muy optimistas sobre los efectivos del ejército griego, que guardaban poca relación con la realidad: estaba volviendo a cometer el mismo error que en el que había caído en Francia. La valoración de Blunt fue mucho más consistente. Sabía que, a pesar de la magnífica resistencia que había opuesto a los italianos, un esfuerzo que se había cobrado su precio, tanto en pérdidas humanas como materiales, el ejército griego tenía pocas posibilidades de resistir a las divisiones blindadas y motorizadas alemanas, que gozaban de un apoyo aéreo abrumador. Además, desde la muerte de Metaxas las tensiones políticas soterradas entre los oficiales metaxistas y los partidarios de Venizelos, cuya carrera había sufrido bajo la dictadura, habían comenzado a aflorar.

Al final se impuso la opinión de Heywood, en gran medida porque satisfizo las ansias de buenas noticias de Churchill. Y en el frente de Albania todavía se producían episodios esperanzadores, en los que pudo sustentar su tesis. El 13 de febrero, se lanzó una nueva ofensiva griega. La división cretense atacó desde el monte Trebesina en dirección noroeste, haciendo retroceder una vez más a los italianos. Dos días después ocuparon el puerto de Medjigorani y el monte Sen Deli. Pero las abundantes nevadas pronto paralizaron virtualmente las operaciones. Varios observadores pensaron que, sin ese contratiempo, los griegos habrían capturado el puerto de Valona, lo que habría podido acabar con el ejército italiano. Otros no están tan convencidos. Los griegos no disponían ni de provisiones ni de medios de transporte para afianzar su avance.

La ofensiva aérea no se relajó en ningún momento, a pesar de que las condiciones de vuelo eran a menudo terribles. El 28 de febrero, la RAF libró su batalla más afortunada de la campaña. En una hora y media, dos escuadrones, uno de Hurricane, el otro de Gladiator, abatieron veintisiete aviones italianos en el frente de Albania. De alguna manera, esta victoria ayudó a mitigar las críticas de Grecia por la negativa de la RAF a desplegar sus aviones para apoyar a sus tropas terrestres, pero a estas alturas de la guerra la RAF recibía criticas similares por parte del propio ejército británico, que se consideraba a sí mismo un cuerpo meramente estratégico.

Más o menos por estas fechas, los griegos recibieron informes de los servicios de inteligencia que indicaban que los italianos se habían recuperado lo suficiente como para planear una gran contraofensiva. Se produjo en la segunda semana de marzo, cuando doce divisiones italianas, desplegadas entre los ríos Apsos y Aoos, embistieron el frente griego, formado por cuatro divisiones.

Mussolini, perfectamente consciente de que la invasión alemana que se estaba planificando pondría a su ejército en ridículo, ordenó a sus tropas atacar «a cualquier precio».[8] La semana siguiente, los cretenses se distinguieron particularmente por infligirles grandes pérdidas. Su puntería, de la cual estaban desmesuradamente orgullosos, tenía la reputación de ser insuperable en el ejército griego. En menos de diez días, la gran contraofensiva italiana se había desvanecido, pero por entonces la situación en los Balcanes y, de hecho, en todo Oriente Medio, había cambiado. Las fuerzas de Mussolini pasaron a ser un factor comparativamente insignificante.

El 16 de febrero se produjo la primera escaramuza entre las tropas británicas y alemanas en el norte de África, cerca de Sirte. Cuatro días más tarde, Churchill reconoció el peligro que suponía dispersar sus fuerzas y envió el siguiente mensaje a Eden, Dill y Wavell, que se encontraban en El Cairo: «No se consideren obligados a intervenir en Grecia, si en su fuero interno sienten que no será más que otro fiasco como el de Noruega».[9] Pero los generales pronto descubrieron que Eden no estaba dispuesto a salir de la senda que se había trazado.

Con un sentido profundo y, en ocasiones, demasiado sentimental de lealtad hacia los griegos y su rey, Churchill deseaba ayudarles arrostrando cualquier peligro. Por otra parte, todavía aguardaba de los oficiales superiores destacados sobre el terreno consejos claros, pese a lo cual había conferido plenos poderes «en todos los asuntos diplomáticos y militares» a Eden antes de que se fuera de Londres.[10] Este hecho probablemente persuadió a Dill y Wavell de que no tenían más opción que apoyar la línea marcada por el ministro de Asuntos Exteriores. Eden se había prendado manifiestamente de la idea de sorprender al mundo con una gran alianza, uno de esos golpes de efecto con los que sueñan los diplomáticos. Pero, al igual que contar por «sables y bayonetas», como hacía Churchill, esas ilusiones pertenecían a una época pasada.

Dado lo anticuado de los ejércitos y las fuerzas aéreas de Yugoslavia y Turquía, una alianza entre los países balcánicos nunca habría pasado de ser algo más que un gesto. Wavell se opuso a la pretensión de Eden de involucrar a los turcos en ese plan: fue la única vez en que se pronunció con firmeza sobre esta cuestión. Una derrota de los turcos y la ocupación de los Dardanelos por los alemanes sería un desastre, argumentó con razón. Afortunadamente, los turcos fueron lo suficientemente perspicaces para no dejarse arrastrar a ese plan ilusorio. Aparte del ejército alemán, concentrado en Rumanía, temieron que Rusia, su enemigo tradicional y todavía aliado de Hitler, pudiera asestarles la puñalada trapera que había asestado a Polonia.

El 22 de febrero, Eden, acompañado por Dill, Wavell y el general de división del aire Longmore, el oficial más veterano de la RAF en Oriente Medio, tomaron un vuelo hacia Atenas. Antes de que tuviera lugar la primera reunión en el palacio Tatoi, el gobierno griego, con el respaldo entusiasta del rey, anunció que estaba determinado a resistir a los alemanes, independientemente de que los británicos acudieran en su ayuda o no. Los británicos quedaron impresionados y conmovidos por esta muestra de coraje. Ante su aprobación, el general Papagos concedió que una defensa avanzada de Tracia y Macedonia oriental era inviable. Se mostró de acuerdo en que el grueso de las fuerzas griegas se replegara por detrás de la línea de Aliakmon, que atravesaba la cara norte del monte Olimpo y continuaba hacia el norte, hasta la frontera yugoslava a la altura de la sierra de Vermion. La seguridad de su flanco izquierdo, que se había apostado por delante del desfiladero de Monastir, dependía de que el ejército yugoslavo resistiera el embate alemán.

Más entusiasmado que nunca por la idea de una alianza balcánica, Eden prometió recursos «formidables» a los griegos, hinchando los números de las fuerzas disponibles que recogía el informe del estado mayor.[11] El coronel Freddie De Guingand, miembro del estado mayor conjunto de planificación de Oriente Medio, observó consternado que Wavell respaldaba el proyecto sin entusiasmo. Como a muchos otros oficiales, le costaría perdonar a Wavell que no hubiera manifestado sus opiniones abiertamente. Después de la reunión, De Guingand vio a Eden «pavonearse delante de la chimenea»,[12] mientras sus subordinados le felicitaban por aquel triunfo diplomático.

Este punto de vista militar sobre los acontecimientos no se corresponde con el del Ministerio de Asuntos Exteriores británico. Antes de la reunión general, sir Michael Palairet organizó un almuerzo privado para exponer con mayor claridad a Wavell lo que estaba en juego y advertirle de que, tras la muerte de Metaxas, era el rey quien tenía el poder de decisión. Ante la sorpresa de Harold Caccia, uno de los cuatro comensales, Wavell «quien normalmente era más bien un hombre reservado, se volvió muy locuaz».[13]

Empezó diciendo: «Bueno, la situación en Grecia no es tan distinta de la de Egipto», y continuó comparando las propiedades defensivas de las cadenas montañosas de Grecia con la depresión de Qattara. «Lo cual significa que, en realidad, no procede preguntarse por la cantidad de divisiones que se necesitan, ya que sólo puede desplegarse un número determinado». Al igual que tantos otros arrebatos de optimismo infundado que se apoderaron de los protagonistas —cabe sospechar que se tratara de un esfuerzo casi desesperado por hacer de la necesidad virtud—, éste se sustentaba en el supuesto arbitrario de que los yugoslavos se mantendrían neutrales u opondrían una resistencia tan feroz y eficaz como en la primera guerra mundial. Una vez tomada la decisión de enviar una fuerza expedicionaria, a última hora de la tarde Eden, Dill y Wavell salieron de Atenas. Los diez días siguientes prestaron poca atención a los acontecimientos que se producían en Grecia: Eden y Dill se fueron a Ankara en pos de la alianza, y Wavell estaba totalmente absorto por el problema de estirar aún más unos recursos que ya habían dado demasiado de sí. Por entonces repitió a menudo una frase que era un aforismo de Wolfe: «Optar por la guerra es optar por las dificultades».[14] En el ínterin, De Guingand, disfrazado de reportero con un traje prestado, recorrió la línea Aliakmon propuesta, realizando una inspección bastante estrepitosa.

El sábado 1 de marzo, Bulgaria se sumó públicamente al Pacto Tripartito, y el domingo por la mañana el XII ejército alemán empezó a cruzar el Danubio desde Rumanía por tres puentes de pontón rápidamente ensamblados por los ingenieros del ejército. Eden y Dill llegaron a Atenas unas horas más tarde. El general Heywood los recibió con noticias todavía peores. El general Papagos no había ordenado la retirada a la línea Aliakmon, afirmando que sin medios de transporte no había tiempo para ello y que, de todos modos, había estado esperando una respuesta por parte de Yugoslavia sobre la seguridad del flanco izquierdo del frente.

No puede decirse con certeza hasta qué punto fue Heywood responsable de esta crisis en las comunicaciones, pero sin duda no fue del todo inocente. No era la persona indicada para dar a Wavell el consejo objetivo, que tanta falta le hacía, sobre el estado de agotamiento del ejército griego y, por encima de todo, sobre las ideas fijas de Papagos: sobre su negativa a retirarse de la frontera búlgara y su rechazo a tomar en consideración el traslado de divisiones de Albania, por muy grave que fuera la amenaza que se cernía desde el noreste.

Durante los dos días siguientes, la exasperación británica y el orgullo herido de los griegos se encresparon en una serie de reuniones infructuosas, en las que se volvía una y otra vez sobre el problema de quién había dicho qué los días 22 y 23 de febrero. (Por un descuido asombroso, el general Heywood no había levantado acta de la reunión, para que la firmaran ambas partes). Las divisiones griegas en Macedonia oriental estaban totalmente indefensas, pese a lo cual Papagos se negaba a retirarlas. Su ejército carecía de medios de transporte y, según afirmó, la Misión militar británica lo sabía perfectamente. En cualquier caso, había estado esperando que los británicos le informasen de las intenciones del gobierno yugoslavo como, según él, se había acordado. Sin embargo, su obstinación se debía casi con toda seguridad al temor de abandonar Tracia a la codicia de los búlgaros y, sin el puerto de Salónica, no cabía abrigar esperanzas de convencer a los yugoslavos de que se unieran al ejército griego en su proyecto tan acariciado de lanzar una ofensiva en tenaza contra los italianos de Albania.

Independientemente de las razones que tuviera Papagos y fuera cual fuera el motivo del malentendido original, los planes del estado mayor conjunto se habían venido abajo. Se llegó a un compromiso trivial sobre la línea Aliakmon —Eden comparó los debates con «un regateo en un bazar oriental»—, principalmente porque ya estaban saliendo de Egipto los primeros buques de transporte de tropas.[15] El coronel Jasper Blunt describió la escena en su diario:

Nuestros representantes estaban sentados en el salón de la Legación; los secretarios iban y venían con telegramas; sir Michael Palairet hacía de anfitrión, el rey tenía el semblante preocupado, el general Papagos, serio, el primer ministro de Grecia estaba pálido como la muerte. El suspense crecía mientras el rey parlamentaba con sus consejeros detrás de las puertas cerradas del despacho ministerial. Los minutos pasaban. Yo observaba la escena como un espectador a quien nadie consultara nada. Era un espectador sentado en una butaca de la primera fila, asistiendo a un drama tan intenso como cualquiera de los que se representan en los escenarios clásicos de Grecia, pero con el interés añadido de que conocía la trama, el autor y los actores.[16]

Blunt sospechaba desde el principio cuál sería el resultado de la reunión, pero por lealtad a su embajador y por respeto a la cadena de mando, no había revelado sus temores al cuartel general de Wavell. Palairet no se enteró de la intensidad de sus sentimientos hasta que ambos se despidieron de Eden y Dill en Falerón. La predicción serena de la debacle que hizo Blunt le chocó profundamente.

El comandante designado de las fuerzas británicas e imperiales, el general sir Henry Maitland Wilson, ya había llegado a Atenas. Había venido supuestamente de incógnito, algo prácticamente imposible para ese general jovial y corpulento. Calvo, con bigote y la cara redonda, tenía el aire eduardiano del tío abuelo favorito en cualquier familia.

Wilson y sus oficiales superiores consideraban que sir Michael Palairet estaba demasiado sometido a la influencia de la anglofilia del rey de Grecia y que todavía desconocía la cruda situación militar. Después de que Palairet pronunciara un discurso combativo, «rebosante del optimismo que cabe esperar de un ministro de Asuntos Exteriores», a Wilson se le escuchó decir a su equipo: «Bueno, yo de eso no sé nada. Ya he encargado los mapas del Peloponeso».[17]

Tal y como supuso correctamente, los puertos y las playas del sur pronto iban a ser sus puntos de evacuación. No obstante, a bordo de los buques de transporte que habían zarpado de Alejandría, los oficiales de la fuerza expedicionaria, compuesta principalmente por tropas de Australia y Nueva Zelanda, desplegaban con impaciencia los mapas para estudiar las rutas de invasión a través de Yugoslavia hacia Viena.

Al llegar se disipó de inmediato su optimismo, aunque ni siquiera Wilson, con su pesimismo alegre, sabía que en el cuartel general de Oriente Medio el estado mayor conjunto de planificación había empezado a trabajar en secreto sobre los pormenores de la posible evacuación, una precaución a la que Wavell accedió a desgana y con disgusto.

En El Cairo, la decisión final sobre la intervención fue tomada cuando el mariscal de campo Smuts llegó el 7 de marzo. En una conferencia orquestada por Eden la tarde de ese día, Smuts mantuvo firmemente su tesis de que retirarse en una fase tan avanzada era impensable: a pesar de que en términos militares era muy poco alentador lo que decía, resultaba convincente desde el punto de vista político. Eden estaba visiblemente aliviado por contar con su apoyo, ya que la opinión de Smuts tenía gran peso ante Churchill.

La noche siguiente, cuando finalmente llegó la respuesta del gobierno yugoslavo —todas y cada una de cuyas frases rezumaban de evasivas—, Anthony Eden se presentó con su comitiva en la casa del comandante en jefe, desde la cual se divisaba el hipódromo de Gezira. Ordenó que se despertara a Wavell y Dill. Bajaron y, sentados uno al lado del otro en el sofá con sus batines, tuvieron que escuchar cómo Eden dictaba su telegrama a Churchill sin dejar de pasear de un lado a otro.

Luego llegó el general de división del aire Longmore, también en respuesta a una llamada, y vio «a dos soldados fatigados, que parecían una pareja de osos de peluche, intentando prestarle la debida atención a la elocuencia del ministro de Asuntos Exteriores. Ambos se adormecieron plácidamente y, cuando Eden hizo una pausa para que hicieran algún comentario, lo único que interrumpió el silencio fue su respiración regular».[18]

La mañana siguiente, después de su paseo matutino a caballo y de nadar en la piscina de Gezira, Wavell se pasó un par de horas detrás de su escritorio.

Luego entró en el despacho de Longmore y, sin decir palabra, dejó los siguientes versos sobre su mesa.

SUMAMENTE RESERVADO Y PERSONAL[19]

El Yugo*

(con disculpas a Lewis Carroll).

En El Cairo donde los gitanos suelen estar,

con mi guitarra me pongo a cantar.

(«Preciso que no voy a cantar de verdad», explicó Anthony amablemente.

«Se lo agradezco muchísimo», dijo Jacqueline).**

En Atenas, cuando con los griegos me encontré,

lo que estaba buscando le diré.

(«Sería interesante saberlo», dijo Jacqueline).

Un mensaje al Yugo yo envié, diciéndole que no hiciera el primo.

Que realmente ha de estar muy chiflado

si en unirse al pacto con Hitler ha pensado.

El Yugo replicó, «Pero es que no ves,

lo difícil que para mí es».

(«A mí también me resulta difícil», repuso Jacqueline con tristeza.

«Más adelante tampoco será más fácil», replicó Anthony).

Cogí un lápiz nuevo y grande

y me puse a escribir uno o dos telegramas.

Luego alguien vino a verme para decir

que los generales se habían ido a dormir.

Así es que alto y claro declaré:

«Pues de la cama hay que sacarlos otra vez».

Y muy firme me puse con ellos,

hasta las dos los tuve despiertos.

(«¿No fue bastante cruel?», preguntó Jacqueline.

«En absoluto», dijo Anthony con firmeza. «Necesitamos generales, no lirones.

Pero deje de interrumpirme constantemente»).

* En el original, «The Jug», sobreentendiendo «Jug(oslav)». (N. del T.).

** Lady Lampson, esposa del embajador británico en Egipto, sir Miles Lampson, más tarde lord Killearn. (N. del T.).

La batalla de Creta
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