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La primera noche y el segundo día

20 y 21 de mayo

Pareció que la noche caía más rápidamente de lo normal. Las columnas de humo que se elevaban de las naves bombardeadas en la bahía de Suda recordaban a nubes de tormenta ennegreciendo un cielo vespertino. Pero tanto el agotamiento como la falta de visibilidad hicieron cesar la lucha. Los hombres de las líneas de fuego se desplomaron sobre el suelo o al fondo de sus trincheras de abrigo con un alivio entumecido, con la piel tensa por una mezcla de sudor seco y polvo. Los demás, ya fueran defensores aislados de sus compañeros o paracaidistas dispersos por sus descensos sobre posiciones sólidas, salieron a rastras de sus escondites para unirse a los de su bando.

En la oscuridad, el peligro hacía aguzar el oído. De tanto en tanto se oía un disparo amortiguadísimo hacia arriba, seguido de un crujido opaco y luego un siseo, a medida que se ralentizaba la trayectoria, una parábola deslumbrante y temblorosa de magnesio blanco y verde, que proyectaba un fulgor fantasmal sobre el campo. Crepitaban disparos repentinos de centinelas nerviosos y, de cuando en cuando, la curva elegante de bengalas trazadoras surgía en la distancia, seguida por el tableteo de la ametralladora que las había lanzado.

Quienes se hallaban en tierra de nadie se deslizaban unos junto a otros, eludiendo la lucha por una suerte de mutuo consentimiento instintivo, como ocurre con diferentes especies animales después de asistir a un tiroteo o derramamiento de sangre. También recordaban la vida salvaje algunos extraños ruidos propios de la jungla, susurros entre los matojos, silbidos, siseos y llamadas, que revelaban a paracaidistas tratando de ponerse en contacto.

A los heridos la oscuridad no les suponía más alivio que preservarse momentáneamente del sol. Todos, recostados sobre la tierra dura y aún caliente, padecían una sed atroz. Un grupo de soldados griegos, que yacían heridos en una casa aislada alcanzada por una bomba, fue descubierto casualmente tres días más tarde, sufriendo de hambre y sed. Cerca de Máleme, un jefe de escuadrón de la RAF, con ambos brazos destrozados, trató de pegarse un tiro, pero no tenía siquiera la suficiente fuerza en los dedos para apretar el gatillo que lo habría librado de su agonía. Los alemanes temían especialmente a los irregulares cretenses, que rastrillaban el campo de batalla en busca de armamento. Lo único que podían hacer era arrastrarse bajo los matorrales para ocultarse.

En el calor permanente de esa primera noche, el aire con su aroma a tomillo seguía siendo puro: los días siguientes se fue espesando progresivamente por el hedor de la carne en descomposición.

A las diez de la noche, Freyberg envió el siguiente mensaje a El Cairo:

«Hoy ha sido un día duro. Nos han acosado con gran intensidad. De momento, creo que conservamos los aeródromos de Rétimo [Rézimno], Iraklion y Máleme, así como los dos puertos. Los tenemos a raya por un estrecho margen, y haría mal en pintar un panorama optimista. La lucha ha sido enconada y hemos matado a gran cantidad de alemanes. Las comunicaciones son sumamente difíciles».[1]

Añadía la apostilla: «Acabamos de apoderarnos de una orden operativa alemana que recoge objetivos muy ambiciosos, todos los cuales han fracasado». Geoffrey Cox, uno de sus oficiales de inteligencia, había descubierto este documento hojeando papeles arrebatados a los miembros muertos y prisioneros del 3.º regimiento de paracaidistas. Los tradujo rápidamente y concluyó que los alemanes esperaban tomar los aeródromos y los puertos el primer día de combate. Freyberg exultó de regocijo ante esta noticia. No sabía que el margen merced al cual habían conservado Máleme se hacía más estrecho a medida que pasaban los minutos.

Esa noche, la mayoría de los alemanes creía que habían sido derrotados porque los británicos iban a lanzar un contraataque. Habían tenido tantas bajas que, según Weixler, su corresponsal de guerra, sólo conservaban cincuenta y siete hombres en estado de combatir en la zona del puente sobre el Tavronitis y el aeródromo. La pérdida de los jefes de pelotón y compañía era especialmente dura. El comandante Stentzler y el capitán Gericke eran los únicos jefes de batallón del Sturm Regiment que seguían en pie.

La red de malentendidos que condujo a la pérdida de Máleme, y en último término de toda la isla, se debió en parte a unas comunicaciones «sumamente difíciles»: los defensores del aeródromo no disponían de un equipo de radiotransmisión y desde el puesto de mando del coronel Andrew, que en cambio sí tenía uno, no se podían distinguir las pistas aéreas. Pero el atolondramiento en el diseño de la estrategia antes de la invasión, sumado a la fatiga y confusión una vez estallaron las hostilidades, pesó aún más.

El coronel Andrew le había dicho al comandante de brigada Hargest, poco antes de la caída de la noche, que, después del fracaso del ataque con los carros de combate, habría de comenzar la retirada. La respuesta de Hargest. —«Si debe hacerlo, hágalo»— fue acompañada por la promesa de enviarle dos compañías para reforzar sus efectivos. El desaliento cuando comprobó que no aparecían, añadido a la reacción adversa de Hargest ante una situación crítica, tuvo inevitablemente un efecto desorientador sobre el coronel Andrew. Sus oficiales superiores habían recalcado la importancia de contraatacar al enemigo, pero ahora parecían inexplicablemente reticentes a actuar. Teniendo en cuenta la orden emanada del cuartel general de la Creforce antes de la batalla de que había que dejar intactas las pistas de despegue y aterrizaje y de que no se cebaran las minas sembradas en el aeródromo, es comprensible que todos los oficiales al mando se preguntaran si se había producido un cambio drástico en las prioridades sin su conocimiento.

Privado de contacto con sus compañías de vanguardia, convencido de que los alemanes habían franqueado el puente, se habían abierto paso hasta el aeródromo y habían derrotado a los pelotones que se hallaban en la ladera occidental de la colina 107 y, por último, amenazado por las incursiones de las compañías de Stentzler, que habían efectuado una maniobra envolvente para hostigarlo por la retaguardia, Andrew consideró que, si no llegaban refuerzos, debía sacar a sus hombres de ese atolladero antes de que el alba trajera consigo la vuelta de los Messerschmitt. Poco después de las nueve de la noche, avisó a Hargest por radioteléfono de que se iba a replegar sobre el cerro secundario situado al sureste de la colina 107. Al parecer, Hargest no tuvo la sensación de que se esperara una respuesta por su parte a esa noticia, aunque significaba el final del control efectivo sobre el aeródromo de Máleme. Informó incluso al cuartel de la división de que la situación era «bastante satisfactoria».[2]

Andrew envió mensajeros a sus compañías para comunicarles esta decisión, pero los que debían llegar a la compañía C, apostada al oeste del aeródromo, la compañía D, sobre la ladera de la colina 107 que dominaba el Tavronitis, y la compañía del cuartel general, junto a la aldea de Pirgos, no alcanzaron su objetivo. Al mismo tiempo, las dos compañías que había enviado finalmente Hargest para consolidar la posición de los defensores —una del 28.° batallón (maorí) y la otra del 23.er batallón, adyacente— perdieron el contacto mutuo. Los maoríes llegaron al aeródromo de noche y avanzaron cautelosamente al oír voces alemanas. Posteriormente se calculó que habían llegado a unos doscientos metros del puesto de mando de la compañía C, cuando decidieron que probablemente los defensores habían sido doblegados y dieron media vuelta.

La otra compañía, del 23.er batallón, no descubrió la nueva posición del coronel Andrew más que después de numerosas confusiones e indecisiones. Pero Andrew concluyó que el cerro que le protegía las espaldas estaba demasiado aislado y expuesto para su defensa. Llevó a las compañías supervivientes otro kilómetro al este, para unirse a los batallones 23 y 21. Nada indicaba que se tratara de una estrategia de reculer pour mieux sauter, en cualquier caso, era la peor opción ante un posible intento de los paracaidistas de capturar el aeródromo. Según el curso de los acontecimientos, la única esperanza de impedir que los alemanes hicieran aterrizar nuevos refuerzos sobre el aeródromo de Máleme habría sido bien un contraataque nocturno, una aventura arriesgada incluso para las tropas mejor entrenadas, bien un avance a plena luz del día, exponiéndose a los peligros aún mayores de la superioridad aérea enemiga. Pero el efecto más nefasto de la decisión de Andrew no se hizo palmario hasta después de la guerra, cuando se descubrió que un solo pelotón, o incluso una sola ametralladora Bren en el aeródromo, podrían haber cambiado el curso de toda la batalla.

Las compañías de vanguardia que no habían sido contactadas por los mensajeros no estaban al corriente de la orden de Andrew de replegarse. La situación variaba de un pelotón a otro. Algunos habían sufrido numerosas bajas y escaseaban en municiones, mientras otros seguían prácticamente intactos. Maltrechos pero invictos, con la moral alta por las bajas mucho mayores que habían infligido al enemigo, les desalentaba sobre todo la lentitud de la 5.ª brigada para organizar su contraataque y barrer los restos del Sturm Regiment, empujándolos del otro lado del Tavronitis.

Antes de medianoche, el capitán Campbell, de la compañía D, situada sobre la ladera de la colina 107 que dominaba el Tavronitis, oyó decir a un soldado rezagado, un artillero de la marina, que el resto del batallón se había retirado, pero se negó a creerlo. La sed era su problema principal, así que Campbell y el subteniente de su compañía se deslizaron a rastras en la noche festoneados con botellas de agua cubiertas de fieltro. Tuvieron el tremendo disgusto de comprobar que el marino estaba en lo cierto. El cuartel general del batallón había abandonado la colina 107. No es de extrañar que el ánimo decayera a ojos vista cuando se difundió esta noticia en la compañía. Campbell consideró que no tenía más opción que retirarse a su vez.

Esta retirada de la colina 107 dio lugar a un mito de la propaganda alemana, que convirtió en héroe nacional al oficial médico superior, Dr. Heinrich Neumann. Neumann, un hombre riguroso con gafas de montura de acero, era un soldado frustrado de una seriedad asombrosa. Había efectuado veinte misiones aéreas en España como artillero de retaguardia a bordo de los bimotores Heinkel de la Legión Cóndor, hasta que le ordenaron que se ciñera a sus deberes como doctor. Después de la matanza de los oficiales del Sturm Regiment, Neumann decidió que el destino le indicaba que había llegado su momento sobre el campo de batalla. Les dijo a sus ayudantes del puesto sanitario del regimiento que siguieran trabajando sin su colaboración, agrupó a unos veinte y pico paracaidistas y, ante la estupefacción de los oficiales de combate, envió una nota dramática en la que anunciaba su intención de capturar la colina 107.

El grupo de Neumann se puso en marcha y de camino se encontró con una compañía dirigida por el teniente Horst Trebes. Un par de encontronazos accidentales en la oscuridad, que motivaron la muerte de un sargento alemán, dieron pie más tarde a una historia de batalla salvaje y conquista heroica por un líder poco convencional, al que más tarde se ofrecería la cruz de Hierro de la Orden de Caballería. Por ridículo que fuera este episodio, los alemanes estaban en posesión de la colina 107 al amanecer.

En el aeródromo, la compañía C se mantenía alerta en sus trincheras, oyendo voces alemanas en la oscuridad que los envolvía. Afortunadamente para ellos, la falta de entusiasmo de los paracaidistas por luchar de noche era patente: la mayoría estaba tan agotado que cayeron dormidos en cuanto cesaron los disparos. El capitán Johnson, jefe de la compañía, no se enteró de la decisión de Andrew de retirarse hasta primera hora de la mañana. Una de las patrullas que envió regresó con la noticia de que los alemanes ocupaban ahora el puesto de mando del batallón, sobre la ladera posterior de la colina 107.

El dilema de Johnson no tenía nada de fácil. Sabía que, si permanecía sobre el aeródromo, el fuego de su compañía impediría el aterrizaje de los aviones que transportaban tropa. Pero después del alba serían la diana de los ataques del resto del Sturm Regiment y de los Stuka y Messerschmitt, una vez se hubiera detectado su posición.

No sabía nada de los motivos de la retirada ordenada por el coronel Andrew y dudaba de que el resto de la brigada organizara un contraataque a plena luz del día. Sus hombres no sobrevivirían a otras veinticuatro horas de combate a menos que recibieran suministros y refuerzos. A las 4.20, les dijo que se quitaran las botas y ataran los cordones para colgárselas del cuello y luego se pusieron en marcha con la mayor cautela y silencio posibles, circunvalando a los paracaidistas alemanes, que roncaban sobre la pista. Por último, después de resguardarse en los árboles durante el bombardeo aéreo de primera hora de la mañana, se unieron al 21.er batallón. Al alba del 21 de mayo no quedaban tropas neozelandesas en el perímetro del aeródromo. Desde sus nuevas posiciones sólo podían abrir fuego directo contra el extremo oriental de la pista de aterrizaje. El aeródromo de Máleme había caído antes de que comenzara el segundo día de batalla.

Tanto Puttick como Freyberg fueron confundidos por completo por el mensaje de Hargest en el que les anunciaba que la situación en Máleme era «bastante satisfactoria». Pero, teniendo en cuenta su reticencia a dedicar las fuerzas necesarias para recuperar Máleme incluso después de que las tropas aerotransportadas alemanas comenzaran a aterrizar, es poco probable que el error de apreciación de Hargest pesara excesivamente. Es casi seguro que Hargest no quiso desplazar el 23.er batallón, cuya misión era contraatacar sobre el aeródromo, porque su responsabilidad consistía en defender la costa. Este hecho sólo da más verosimilitud a la impresión de que todo el plan de combate se enmarañó irremisiblemente por el malentendido de Freyberg sobre los refuerzos que el enemigo había de traer por mar.

Kippenberger, por su parte, comenzó a preguntar por el 20.° batallón, la fuerza de reserva de la división, a las pocas horas de que empezara el primer lanzamiento de paracaidistas, pues tenía la intención de lanzar un contraataque en el valle Prisión. El comandante de brigada Inglis también estaba frustrado. Su 4.ª brigada, que Freyberg había cedido a Puttick y que procedía de las fuerzas de reserva, había permanecido en una espera expectante, sin gran cosa que hacer después del revuelo inicial de los primeros embates registrados tras el desayuno. Inglis quería usar toda su brigada para atacar el valle Prisión, del que quería desalojar al 3.º regimiento de paracaidistas de Heidrich, y luego virar hacia el noroeste, para lanzarse sobre Máleme.

El coronel Stewart, el comandante de brigada del estado mayor de Freyberg y el coronel Gentry, jefe del estado mayor de Puttick, unieron sus voces para instar a una acción rápida. Pero Puttick, con el respaldo de Freyberg, se mostró contrario a todas las súplicas de contraataque, a pesar de la importancia que se atribuía a esta táctica en las órdenes operativas. Después de la guerra, Puttick alegó que un ataque contra el valle Prisión habría dejado las tropas expuestas a la aviación aérea al llegar el alba, pero la única conclusión plausible es que él y Freyberg estaban de hecho tan preocupados por los refuerzos que habían de venir por mar que no querían desplazar ninguna unidad de las posiciones costeras.

El coronel Stewart señaló también después de la guerra que «un rasgo llamativo de la batalla fue la tendencia de los oficiales superiores a permanecer en sus cuarteles generales. En campañas posteriores, la práctica habitual en las divisiones fue que sus comandantes estuvieran en posiciones muy adelantadas… En Creta, donde las comunicaciones siempre habían sido muy deficientes y a menudo inexistentes, era aún más importante que en cualquier otro lugar que los comandantes estuvieran lo más cerca posible del frente».[3]

Aunque hubiera disentido de la decisión de Puttick, Freyberg se habría mostrado reticente a hacer caso omiso de ella. Temía enmendar la plana a sus superiores, especialmente porque tenía la sensación de que los oficiales neozelandeses no le habían aceptado todavía plenamente como uno de los suyos. Pero había mucho más en juego que las susceptibilidades de un puñado de oficiales y la falta de firmeza en el mando sólo podría haberse justificado si los comandantes de formación no hubieran tenido ninguna duda acerca de cuáles eran los objetivos prioritarios y hubieran tenido sentido de la iniciativa.

Esa primera noche de batalla, los oficiales del XI cuerpo del aire, acantonados en el hotel Grande Bretagne, habían estado sometidos a una tensión excesiva para poder dormir. El general Student, su adjunto el comandante de brigada Schlemm y el oficial superior del estado mayor de operaciones, coronel von Trettner, abandonaron en contadas ocasiones el salón de baile. «Sobre la pared, en la semioscuridad —escribió el capitán von der Heydte, inspirándose en los relatos de sus colegas oficiales—, se había colgado un inmenso mapa de Creta, pespunteado por pequeñas banderas de papel… Sobre la gran mesa situada en el centro de la habitación, iluminada con un brillo excesivo, había tres teléfonos de campaña entre un batiburrillo de cables, una pila de papeles, dos archivadores negros y, en el centro, un gigantesco cenicero rebosante de colillas y los restos de cigarrillos a medio acabar… Ordenanzas entrando y saliendo… teléfonos sonando, teletipos traqueteando».[4]

La noticia de un desastre en Creta se había difundido rápidamente tanto en la Wehrmacht, en el cuartel general del XII ejército del mariscal de campo von List y en la comandancia superior en Alemania, como en la Luftwaffe, a través del VIII cuerpo del aire de Richthofen.

Las pérdidas eran de tal magnitud y las victorias tan ridículas que Student recibía fuertes presiones para abortar el conjunto de la operación. Aunque todavía no disponían de cifras sobre el número de bajas, tenía una idea bastante exacta de la escala de la matanza. La cifra total de 1863 muertos el primer día en los cuatro sectores coincidía con el número de hombres lanzados en paracaídas sobre la zona de Máleme-Tavronifis.

Cuando cayó la noche del 20 de mayo, no se había alcanzado ninguno de los objetivos de la operación Mercurio. Las fuerzas del coronel Sturm en Rézimno estaban fuera de contacto por teléfono de campaña, mientras las de Bräuer parecían ahora demasiado endebles para doblegar a los batallones atrincherados de la 14.ª brigada de infantería. El 3.er regimiento de paracaidistas de Heidrich, en el valle Prisión, había quedado bloqueado por los defensores de Galatás. Tan sólo el Sturm Regiment, en Máleme, tenía posibilidades de tomar el aeródromo, pero no tenía la fuerza suficiente para defender su perímetro y proteger el aterrizaje de la 5.ª división de montaña. Ante todo, carecía de municiones y de jefes.

El general de división Süssmann había caído, el comandante de brigada Meindl estaba gravemente herido, el comandante Scherber había sido muerto y el comandante Kroh también estaba herido. Las bajas entre los jefes de compañía habían sido igualmente numerosas. Student decidió enviar inmediatamente al coronel Ramcke, un veterano del Freikorps y jefe de gran vigor y rudeza, junto con refuerzos, para reestructurar el Sturm Regiment y hacer de él una unidad de combate eficaz. Para agrupar un número suficiente de hombres —los efectivos de sus reservas se encontraban prácticamente agotados—, quería enviar a todos los de las fuerzas del coronel Bräuer que habían quedado retenidos en Iraklion por la falta de aviones. Student, que temía que la operación fuera detenida en unas cuantas horas, no le comunicó al parecer a su superior, el general Löhr, este envite definitivo.

Incluso con Ramcke y sus refuerzos, el general Student sabía que, a menos que lograra aterrizar y desplegar a las tropas frescas de la división de montaña antes de que acabara la segunda noche de batalla, habría perdido: las fuerzas que habían de llegar por mar y que tanto temía Freyberg habían sido retrasadas. Tras un estudio cuidadoso de las curvas de nivel del mapa y después de recibir los informes aéreos sobre las posiciones neozelandesas, todo parecía indicar que, si la colina 107 estaba en manos alemanas, el extremo del aeródromo cercano al Tavronitis debía estar fuera del alcance directo del fuego enemigo. Dos Junkers habían tratado de aterrizar sobre sus pistas por la tarde del 20 de mayo, pero el fuego cruzado de la compañía neozelandesa les había obligado a virar y dirigirse de nuevo hacia el mar. Por lo tanto, todo dependía de si los defensores originales seguían atrincherados en la linde occidental. Sólo había una forma de comprobarlo.

Student mandó llamar al capitán Kleye, un aviador intrépido de su personal, al salón de baile del hotel Grande Bretagne. Le explicó el problema y le pidió que tratara de aterrizar y despegar del extremo oeste de la pista a primera hora del amanecer. El capitán Kleye se puso en marcha a primera hora y ejecutó su aterrizaje de prueba. Aunque fue recibido con fuego de artillería ligera, pudo confirmar que el extremo occidental del aeródromo no estaba en la línea de fuego directo. Los últimos defensores se habían retirado del aeródromo y de la colina 107.

Otros Junkers 52 despegaron solos muy pronto esa mañana. Después de recibir un mensaje telegráfico de la zona del Tavronitis, en el que se les anunciaba que los supervivientes del Sturm Regiment estaban prácticamente sin munición y que el comandante de brigada Meindl moriría si no recibía cuidados médicos, dos pilotos, Koenitz y Steinweg, cargaron sus aviones y, sin pedir permiso, despegaron en dirección sur, dispuestos a atravesar el Egeo. Lograron aterrizar sobre la playa, al oeste del lecho del río. Los paracaidistas se acercaron a la carrera a los aviones y descargaron las municiones. Después de recoger al comandante de brigada Meindl, que deliraba, y siete literas más, y de que los voluntarios limpiaran de piedras la pista de despegue improvisada, Koenitz logró la proeza de volver a levantarse en el aire.

Al oír la noticia alentadora de Kleye, el general Student dio nuevas órdenes al general Ringel, jefe de la 5.ª división de montaña. Debía tener listo un batallón de tropas de montaña para despegar del aeródromo de Tanagra y dirigirse hasta Creta en cuanto se le notificara. En primer lugar se enviaría otra oleada de tropas aerotransportadas, bajo el mando del coronel Ramcke, junto con las reservas de paracaidistas. Pero Student cometió un grave error en su plan, pensado para la mitad de la tarde. Ramcke y dos compañías y media habían de ser lanzados al oeste del Tavronitis, donde el descenso estaría protegido por los supervivientes del Sturm Regiment, al tiempo que dos compañías debían posarse al este del aeródromo. Inexplicablemente, no imaginó que pudieran ser masacradas como había ocurrido con el batallón del comandante Scherber el día anterior.

La 5.ª brigada neozelandesa pasó la mañana del 21 de mayo organizándose. Los supervivientes de las fuerzas del coronel Andrew se repartieron entre dos compañías, adscritas respectivamente a los batallones 21 y 23. Hargest autorizó a los tres oficiales superiores a que maniobraran según su criterio. No hizo el más mínimo gesto de adelantarse desde su cuartel general de Plataniás y ver por sí mismo qué ocurría, y no les ordenó que organizaran un contraataque contra el aeródromo.

En la línea del frente, los neozelandeses, que ahora se encontraban detrás de la carretera que conducía de la costa hasta la aldea de Jamudohori y la estación de radar destruida, tardaron en detectar el avance cauteloso del Sturm Regiment hasta las inmediaciones de Máleme.

Aproximadamente a las tres de la tarde, la Luftwaffe comenzó a bombardear y ametrallar la zona. Se trataba de un preludio al ataque del Sturm Regiment, que debía coincidir con el lanzamiento de los paracaidistas. En cuanto concluyó la razzia aérea, varios destacamentos del Sturm Regiment avanzaron en dirección a Pirgos, pero fueron rechazados después de una lucha encarnizada, en la cual los neozelandeses emplearon con gran acierto varias metralletas Spandau capturadas al enemigo.

Tres kilómetros por detrás de las líneas neozelandesas, veinticuatro aviones de transporte de tropas llegaron en su conocida formación de tríos, con la intención de lanzar las dos compañías de paracaidistas. Pero la zona que Student había escogido se solapaba con las posiciones del destacamento de ingenieros neozelandeses y el 28.° batallón (maorí). Los que no fueron abatidos en el aire fueron asesinados en su mayoría mientras trataban de liberarse de sus arneses. «En determinado momento —recuerda un capitán—, me detuve un segundo para ver cómo iban las cosas y un huno cayó a menos de tres metros de mí. Llevaba la pistola en la mano y, sin ser consciente de lo que hacía, le pegué un tiro mientras seguía en tierra. Me acababa de reponer del susto cuando otro casi me cae encima. Lo abatí mientras trataba de deshacerse de su arnés. No era un partido de críquet, ya lo sé, pero así fueron las cosas».[5]

Los maoríes calaron sus bayonetas y se dirigieron directamente a por los paracaidistas que caían en la zona que se les había asignado. «Mientras nos acercábamos [a un alemán que se hacía el muerto], le dije al maorí que le clavara la bayoneta. Al hacerlo volvió la cabeza hacia otro lado, incapaz de soportar la escena. Nos abalanzamos sobre los alemanes desperdigados cada quince o veinte metros. A unos catorce metros, un soldado enemigo, en lugar de disparar con su pistola automática, se tumbó para apuntar mejor. Le hice un disparo reflejo con un Mauser alemán. Pasó rozando su trasero y dio en tierra, entre sus piernas. Se me erizó el pelo en la nuca, pero el maorí lo mató (yo no tenía bayoneta). Seguimos atacando sin parar… Algunos trataban de escapar a rastras. Un hombre gigantesco pegó un brinco con las manos levantadas, como si de un gorila se tratara, y gritó: “¡Manos arriba!” Yo repliqué: “¡Mata a ese cabrón!” y el maorí lo abatió. Lo hice porque nos estaban disparando desde todas partes».[6] Murieron todos los oficiales y suboficiales alemanes de esa compañía. Sólo sobrevivieron ochenta hombres de las dos compañías de paracaidistas —una tercera parte de todas las fuerzas—, la mayoría de los cuales se ocultó y luego se deslizó hacia el oeste por la playa después de que anocheciera.

Aunque los dos ataques habían resultado un fracaso, el conjunto del aeródromo de Máleme seguía en manos de los alemanes y, en torno a las cinco de la tarde, llegaron de Tanagra los primeros aviones que transportaban el 2.° batallón del 100.° regimiento de montaña del coronel Tus. Aterrizaban, se detenían para descargar sin parar el motor y volvían a despegar de inmediato. Pero muchos aviones no sobrevivieron. El aeródromo de Máleme fue barrido por el fuego aleatorio de artillería de los cañones invisibles de 75 mm que se hallaban en la zona de la 5.ª brigada. Los nueve cañones de campaña, en su mayoría italianos, sin mirillas, que habían sido capturados en Libia, abrieron fuego sobre la pista de aterrizaje —«el sueño de cualquier artillero»— con bastante acierto, pero no el suficiente para detener el tráfico de Junkers 52 que llegaban rodeando el cabo Aspaza, por la zona occidental.

Para las tropas de montaña que sentían las oleadas expansivas de la explosión de las bombas mientras seguían en el fuselaje de los Junkers, fue una experiencia calamitosa y desazonadora. Antes de que el avión se hubiera detenido iban saltando sobre la pista roja y polvorienta —el general Student la equiparó a una pista de tenis de tierra batida—, aferrándose a su fusil Mauser y su casco de acero. Normalmente preferían sus cascos puntiagudos, con una insignia de acero que reproducía una edelweiss sobre un lado, y sólo se ponían esa especie de cubo de carbón cuando los bombardeaban.

Los pelotones y las secciones se mezclaron mientras huían corriendo hacia las lindes de la pista para eludir las bombas. Una compañía fue desplazada de inmediato para reforzar el Sturm Regiment. Las demás, una vez reagrupadas, fueron tomando posiciones para defender el aeródromo de posibles contraataques por el sur y el suroeste.

Unos veinte aviones de transporte de tropas fueron alcanzados o se estrellaron. Pero, con una obstinación y una energía temerarias, que los británicos no hubieran podido imaginar jamás, los alemanes lograron mantener operativa la pista de aterrizaje. Utilizaron los carros de transporte de las ametralladoras Bren que habían capturado para sacar a los aviones estrellados del camino y arrastraron a los prisioneros de guerra a punta de pistola, formando grupos de trabajo, para que rellenaran los cráteres que se habían producido. Se dice que varios fueron abatidos encolerizadamente por negarse a acatar esa flagrante violación del Convenio de Ginebra.

Circula una historia alemana según la cual el sobrino del general von Richthofen, un as de los Stuka, aterrizó también sobre el extremo occidental del aeródromo, subió corriendo la colina 107 con unos anteojos, detectó las baterías de artillería que bombardeaban Máleme y despegó de nuevo para hacer que su grupo bombardeara dichas posiciones. Los paracaidistas de Ramcke también se enfrentaron a las baterías británicas con los cañones móviles Bofors que habían capturado en Máleme, utilizándolos como los cañones alemanes de 88 pulgadas contra dianas terrestres.

Esa tarde, una bomba alemana alcanzó un depósito de petróleo y municiones. Una inmensa bocanada de humo ennegreció el cielo y los olivares de los alrededores comenzaron a arder. El ritmo constante de aterrizaje y despegue impresionaba y alarmaba cada vez más a los oficiales de estado mayor que los observaban con sus prismáticos desde la cantera de la Creforce. El comandante de artillería de Freyberg, un coronel australiano, los cronometró. «Setenta segundos para aterrizar y descargar sus tropas y pertrechos», señaló.[7]

Finalmente los oficiales superiores que se habían mostrado tan reacios a reaccionar aceptaron que era necesario lanzar un contraataque contra Máleme. Hargest había debatido esa mañana el asunto por teléfono con Puttick. Recomendó enérgicamente que se efectuara de noche, para eludir los ataques aéreos. Puttick se mostró de acuerdo. Pero las insuficientes fuerzas que tenían la intención de asignarle condenó la operación al fracaso mucho antes de que comenzara. Una vez más, volvió a adoptarse una decisión demasiado morigerada y demasiado tardía. Pretendían que dos batallones, el de los maoríes y el 20.°, con los tres «cochecitos de bebé acorazados» del teniente Farran, después de una larga marcha nocturna, derrotaran a un batallón fresco de soldados de montaña y al Sturm Regiment, reorganizado y perfectamente armado, en unas pocas horas.

Hargest, Puttick y Freyberg aceptaron la idea del contraataque, pero mostraron poco entusiasmo por la empresa. Resulta difícil imaginar un estado de espíritu más nefasto para unos comandantes que preparan una operación de este tipo. Si no se hacía algo por evitar que los alemanes se reorganizaran y atacaran desde Máleme, la victoria germana sería inevitable. Pero la historia oficial neozelandesa señala que Puttick y Freyberg «seguían convencidos de que el ataque por mar iba a ser el más temible».[8] A pesar de que Freyberg tenía unos seis mil soldados bien adiestrados en la zona de Canea-Suda, además de la división neozelandesa en los sectores de Máleme y Galatás.

No sólo las fuerzas asignadas al contraataque contra Máleme eran peligrosamente escasas, sino que se les impuso una condición fatídica: antes de que se iniciara el avance, debían llegar las reservas australianas restantes, acantonadas en Gueorguiúpolis, para ocupar el puesto del 20.° batallón.

La batalla de Creta
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