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«Fuentes estrictamente reservadas»
El general Bernard Freyberg, cruz Victoria, comandante de la división neozelandesa, no llegó a Creta hasta el 29 de abril. Con una determinación muy propia de él se había negado a abandonar Grecia hasta el último momento, para velar por que se evacuara al mayor número posible de sus hombres. Tenía previsto reagrupar en Egipto a la fuerza expedicionaria de Nueva Zelanda en una sola formación. Su 6.ª brigada había proseguido hasta Alejandría y contaba con que las demás unidades neozelandesas evacuadas a Creta hicieran lo propio los días siguientes. Jamás se le había ocurrido que le pidieran permanecer en la isla para organizar su defensa. Pero, para Churchill, Freyberg era el candidato ideal. Así que se instó a Wavell a que procediera a su nombramiento, lo que, dadas las circunstancias, equivalía a una orden.
La trayectoria profesional de Freyberg la adornaba un enérgico sentido ético, característico de un héroe eduardiano. En Nueva Zelanda se proclamó campeón de natación ya en la escuela, pero sus notas no indicaban que la suya fuera una mente reflexiva o inquisitiva. Preparaba la carrera de dentista cuando, en 1914, ante la perspectiva de una guerra inminente, fue a Londres para alistarse como voluntario. Su única experiencia militar era la de un subalterno de reserva en Nueva Zelanda. La patraña de que, de camino a Europa, Freyberg se había unido a las tropas de Pancho Villa en México y de que había «alcanzado el rango de general»,[1] era una exageración absurda cuya difusión alentó Churchill. Ese bulo, que le dio «cierta notoriedad»,[2] no se desmintió hasta después de la segunda guerra mundial. «En realidad —dijo Freyberg en 1948, a la sazón gobernador general de Nueva Zelanda—, nunca me tomé la molestia de desmentirlo».
Churchill, en su calidad de ministro de Marina, dio a Freyberg la presidencia de una comisión en una división de la Royal Navy y se vanagloriaba de las hazañas de éste, de su coraje y su frialdad, como alcanzar a nado y de noche una playa poblada de enemigos junto a Gallípoli, lanzando bengalas para engañar a los turcos, o la cruz Victoria que obtuvo tras liderar el batallón Hood, de la división de la marina real, en la toma de Beaucourt, en Flandes.
Después del armisticio, Freyberg, que había sido un compañero algo incongruente de estetas de la generación perdida de la talla de Rupert Brooke, Patrick Shaw-Stewart y Charles Lister, era agasajado como una celebridad por sus anfitrionas. Fascinado por su falta de miedo, Churchill cuenta en un párrafo divertido que, durante un fin de semana en el campo, le pidió a Freyberg que se quitara la ropa para poder contar sus 27 heridas. Freyberg precisó modestamente antes de desvestirse: «Una bala o esquirla provoca casi siempre dos heridas, porque la mayoría, además de entrar, tiene que salir».[3]
En el periodo de entreguerras, Freyberg se asentó. Se casó con una mujer admirable, con buenos contactos y muy apreciada, y olvidó las bravuconadas de su juventud, en la que proclamaba ingenuamente su ambición de conseguir medallas. Se retiró del ejército en 1934. Cinco años después, al estallar la guerra, Churchill presionó en favor de él cuando se debatía sobre quién había de comandar la fuerza expedicionaria neozelandesa. Pero la intervención de Churchill no fue necesaria para cambiar el curso de las deliberaciones, puesto que, en ese momento, las fuerzas neozelandesas no tenían ningún candidato claro.
Al principio, Freyberg no fue popular, sobre todo entre los oficiales de su estado mayor. Se había impregnado del formalismo del ejército británico de la época y había perdido contacto con la Nueva Zelanda de su juventud. Ante la irritación de sus oficiales, se ocupaba de menudencias que les correspondían a ellos. Pero, con el transcurso de la guerra, acabaron por admirar sus virtudes: a su valentía se sumaba un interés genuino por el bienestar de sus hombres. Además, era un maravilloso instructor de tropas de primera. Y se encariñaron, con buen humor y, en ocasiones, exasperación, de sus debilidades.
Estos defectos —principalmente la obstinación, un modo de pensar confuso y una reticencia radical a criticar a los subordinados— tuvieron un peso especial en Creta. Freyberg era célebre por su incapacidad de despedir a un oficial inútil, incluso después de prometer a su personal que lo haría. «No soportaba la idea de decir cosas desagradables», escribirá uno de ellos más tarde.[4] Llegó muchas veces a extremos insospechados para eludir un deber tan penoso. Eso quizás se debiera en parte a esa benevolencia tan común en los hombres corpulentos, con un coraje físico prodigioso.
Bernard Freyberg, efectivamente, era grande y el epíteto de «pecho de lobo», por una vez, cuadraba. Churchill le llamaba «el gran San Bernardo», lo que deja entrever sus arrebatos cautivadores de entusiasmo escolar.[5] Cuando iba ataviado con su sombrero «exprimidor de limones» era igual que un «enorme jefe scout», observa otro de sus oficiales.
Freyberg es un ejemplo más de que los héroes de tebeo raramente dan buenos generales. Un miembro del Ministerio de Guerra consideraba que Churchill se dejaba impresionar demasiado por los hombres de acción. «Winston era un mal juez del carácter de sus semejantes. No parecía capaz de asociar la tarea al hombre necesario para ejecutarla. Automáticamente recurría a hombres que de jóvenes fueron pendencieros y arrogantes, como si pensara: “¿Quién se parece más a como yo era entonces?”».[6]
El 30 de abril, un día después de su llegada a Creta a bordo del Ajax de Su Majestad, Freyberg fue convocado a una conferencia con sus dos superiores inmediatos, el general Wilson y el general Wavell. Ese encuentro tuvo lugar en Ayía Marina, una hermosa villa a la orilla del mar, con un balcón en la azotea protegido por un toldo que aleteaba en la brisa.
El comandante en jefe llegó en coche desde el aeródromo de Máleme, donde aterrizó procedente de Egipto después de un vuelo incómodo en un Blenheim. Dos días antes, Churchill había enviado este mensaje: «Según nuestro servicio secreto, no cabe duda de que es inminente un duro ataque por aire contra Creta por parte de tropas y bombarderos alemanes. Hágame saber de qué fuerzas dispone en la isla y cuáles son sus planes. Debería ser una ocasión perfecta para matar a las tropas paracaidistas. La isla debe ser defendida tercamente».[7]
Después de seis meses de catalogar a Creta como una operación no preferente, a pesar de las directrices de Churchill, a Wavell le disgustó soberanamente que volviera a insistir en ese tema. Como confió a Chips Channon: «Winston siempre espera que salgan conejos de chisteras vacías».[8] Las enormes pérdidas en aviones padecidas durante la caída de Grecia significaban que no había Hurricane suficientes para cubrir adecuadamente a los cazas. De modo que tanto la armada real como la RAF perdieron todo interés en hacer de la isla una base avanzada. A estas alturas, la posibilidad de construir aeródromos para bombardear los yacimientos petrolíferos de Ploesti con armas de largo alcance ya había desaparecido de la concepción estratégica. Al mismo tiempo, el ejército necesitaba todos los batallones y tanques posibles para frenar el avance de Rommel en el norte de África, y Wavell tuvo que crear una fuerza para socorrer a las bases británicas en Irak, asediadas tras un levantamiento que los alemanes habían prometido apoyar.
Lo primero que hizo Wavell fue decir a Jumbo Wilson en un aparte: «Quiero que vaya a Jerusalén a ayudar a Bagdad».[9] Luego mandó llamar a Freyberg y, después de felicitarle por la actuación de la división neozelandesa en Grecia, le dijo que quería confiarle el mando de la Creforce.[10]
Freyberg no ocultó su consternación. «Le repliqué —escribió más adelante en un informe al gobierno de Nueva Zelanda— que quería volver a Egipto para concentrar allí la división, instruirla y equiparla de nuevo, y añadí que mi gobierno no estaría de acuerdo en que la división quedara dividida permanentemente. Entonces repuso que consideraba que mi deber era quedarme y aceptar el puesto. No tuve más opción que aceptar… No había mucho que hablar. Nos dijeron que conservaríamos Creta en nuestro poder. La magnitud prevista del ataque era de cinco a seis mil soldados aerotransportados y un posible ataque por mar. Los objetivos principales del ataque serían los aeródromos de Iraklion y Máleme».[11]
Freyberg era el séptimo comandante de las fuerzas británicas en la isla desde que llegaron, en noviembre del año anterior. Le nombraron a él en lugar del general de división de la marina real Weston, que había llegado hacía poco para asumir el mando de los elementos dispares de la MNBDO. Weston, que había desplegado una energía considerable en sus cuatro días de servicio, creía que era a él a quien le habían ofrecido el nombramiento de comandante general, de modo que se sintió agraviado por un cambio tan brusco. Este oficial superior de la marina era una mezcla curiosa. Tenía una mente analítica y una capacidad de discernir la estrategia enemiga mucho más profundas que su sucesor, pero estaba demasiado pagado de sí mismo y tenía tendencia a ser demasiado severo ante incidentes insignificantes.
Esa misma tarde se instaló el cuartel general de la Creforce en una cantera que dominaba Canea, en la parte occidental del istmo de la península que formaba el escudo de protección de la bahía de Suda. El lugar era perfecto. Tenía vistas sobre la costa en dirección a Máleme y, girando unos grados a la izquierda, sobre el valle que lleva a Canea, que, como anticipó correctamente el general de brigada Tidbury con seis meses de antelación, sería la segunda zona de lanzamiento de paracaidistas en el área de Canea.
Weston se aferraba obstinadamente a su estado mayor, por lo que Freyberg se encontró con un cuartel general sin personal. «No había siquiera oficinistas ni operadores de transmisiones —hizo constar más adelante—: sólo un comedor de oficiales». Freyberg, a pesar de no tomarse por una estrella, posiblemente se sintiera muy molesto por el comportamiento de Weston, pero sus roces mutuos probablemente tuvieron poca influencia sobre los acontecimientos, quizás porque Freyberg evitaba cualquier tipo de tensión.
Se preguntaba sin duda dónde lo habían hecho aterrizar. A pesar de la orden de Churchill de noviembre 1940 y de sus insistentes demandas, no se habían tomado las medidas básicas para defender la isla. La excusa que alegaría el alto estado mayor de Oriente Medio, que no había suficientes recursos por repartir, aunque verídica, era al mismo tiempo de doble filo. No se había hecho ningún esfuerzo por meditar cabalmente sobre la situación: un claro ejemplo de ese nefasto vicio británico de la componenda, consistente en extender la mermelada en capas tan finas que al final no sirve para nada en ninguna parte. La voluntad y la energía de tomar decisiones difíciles escaseaban más que el material.
Peter Wilkinson, el oficial de la SOE que fue a Creta a observar la invasión de paracaidistas, escribió en su informe al coronel Colin Gubbins del cuartel general de la SOE en Londres: «Nuestro personal parece aquejado de inercia absoluta. Ni siquiera han hecho los preparativos más elementales. A pesar de que llevamos más de seis meses en Creta, todavía no hay una carretera de Canea a la costa meridional por donde puedan desplazarse los transportes militares, aunque quedaban menos de 7 kilómetros para acabarla cuando llegamos».[12]
Creta, con su sierra erguida como una fortaleza frente a África, sólo podía ser abastecida a través de los puertos de la costa septentrional. Teniendo en cuenta que los alemanes tenían campos de aviación en Grecia, eso constituía una desventaja muy grave, como demostraría la capa de humo negro que flotó constantemente sobre la bahía de Suda. En menos de un mes la aviación enemiga hundió diez barcos mercantes, de un peso total de cincuenta mil toneladas.
Sólo una fuerte cobertura aérea podría proteger a los navíos, y la comandancia de Oriente Medio no disponía de suficientes escuadrones de Hurricane para dejar que los destruyeran en bases aéreas patéticamente vulnerables. Nadie dudaba del valor de los pilotos de la RAF. Los soldados observaban angustiados la desigualdad de las fuerzas que habían de medirse. Uno de los últimos Hurricane en Máleme se alzó en el cielo, solo contra un enjambre de Messerschmitt, que se lanzaron sobre él «como una horda de halcones sobre un gorrión solitario»,[13] en palabras de un artillero de Bofors. Pero las propuestas tardías y poco entusiastas de construir cobertizos para los cazas y aeródromos secundarios al amparo de la sierra suscitaban duras críticas. «La actitud de la RAF es indescriptible —prosigue Wilkinson en su informe a Gubbins—. Sus excusas no tienen nada que ver con la realidad. Si los alemanes pueden improvisar aeródromos de los que pueden despegar los Junkers 6 horas después de aterrizar, uno tiene la impresión de que hubiera podido hacerse algo en seis meses de ocupación pacífica. Porque, olvidándonos por un momento del resultado de la campaña de Grecia, hasta un escolar habría comprendido que Creta era la parada y fonda perfecta a medio camino de África».
Igualmente, el valor de las tripulaciones de la marina real y la marina mercantil no tenía su justo reflejo en la fuerza de voluntad de la administración en tierra. «No había ni un solo extintor de espuma en la bahía de Suda —continúa Wilkinson—, a pesar de que teóricamente era una base naval desde hacía seis meses».
Freyberg, comprensiblemente interesado en saber cómo estaban realmente las cosas, envió un mensaje a Wavell, a El Cairo: «Las fuerzas de que dispongo son absolutamente inadecuadas para responder al ataque previsto. Si no se multiplica el número de cazas y se nos dan fuerzas navales para hacer frente al ataque por mar, no hay esperanza de resistir únicamente con las fuerzas terrestres que, después de la campaña de Grecia, se han quedado sin artillería y sin suficientes herramientas para cavar y disponen de muy pocos medios de transporte y reservas en equipo y municiones. Nuestros hombres pueden luchar y lucharán, pero, sin el apoyo pleno de la armada y de las fuerzas aéreas, será imposible frenar la invasión».[14] El mismo día envió un mensaje similar a su gobierno: «No disponemos de fuerzas navales que nos protejan contra una invasión de tropas anfibias, y la fuerza aérea en la isla consiste en 6 Hurricane y 17 aviones anticuados».
El uso de expresiones como «invasión de tropas anfibias» parecía indicar que el enemigo intentaba montar una operación de desembarco en las playas, más que cubrir la llegada de tropas aerotransportadas desde una parte de la costa que ya hubiera ocupado. Naturalmente, eran dos cosas muy distintas. Tan distintas, en el contexto de la batalla de Creta, que el malentendido falseó completamente la visión de Freyberg sobre las intenciones del enemigo, hasta tal punto que malinterpretó un mensaje de Ultra el segundo día de la batalla, lo que tuvo unas consecuencias nefastas, probablemente decisivas.
Wavell, con la garantía personal del almirante Cunningham, contestó que la armada le apoyaría y que, aunque se revocara la decisión de mantener Creta, quedaba poco tiempo para evacuar la isla. A juzgar por el mensaje que envió a Londres del 1 de mayo, «Nuestra información señala insuficiente tráfico de buques desde el mar Egeo para operaciones por mar a gran escala», Wavell no compartía manifiestamente la preocupación de Freyberg por el mar.[15] Churchill también vería una amenaza completamente distinta a la percibida por Freyberg, como demuestra el telegrama que envió al primer ministro de Nueva Zelanda el 3 de mayo: «Nuestra información indica que en un futuro próximo se lanzará un ataque aéreo, con posible intento de ataque por mar. La armada hará seguramente cuanto pueda para impedir esto último, que tiene pocas probabilidades de éxito a gran escala. En cuanto al ataque aéreo con lanzamiento de tropas paracaidistas, les debería gustar a los neozelandeses, pues podrán verse cara a cara con el enemigo, luchar de hombre a hombre con un adversario que no dispondrá de la ventaja de los tanques y la artillería, que tanto cuentan para él».[16]
Como observó Peter Coats, edecán de Wavell, Freyberg era «un hombre de humor muy cambiante, ahora deprimido y un minuto después exultante».[17] Sólo cuatro días después de enviar mensajes pesimistas a Wavell y el gobierno de Nueva Zelanda, Freyberg comunicó a Londres: «No entiendo por qué hay tantos nervios; no estoy angustiado en absoluto por un ataque aéreo; he tomado mis disposiciones y con mis tropas creo poder hacerle frente. La combinación de ataque marítimo y aéreo sería otra cosa. Si se produce antes de que pueda conseguir cañones y medios de transporte, la situación será difícil. Pero aun así, con tal de que la armada nos apoye, confío en que todo acabe bien».[18] En Londres, el alto estado mayor al parecer quedó desconcertado por este análisis ambivalente de la amenaza enemiga. El día siguiente envió el siguiente mensaje a El Cairo: «Pregunten al general Freyberg si recibe la información Orange Leonard [Ultra] de El Cairo; en caso contrario, sírvanse tomar las medidas necesarias para comunicarle la información OL de su interés con la mayor reserva».[19]
Como la interpretación errónea por Freyberg del mensaje de Ultra en el momento crucial de la batalla nunca se ha analizado a fondo, conviene que sigamos de cerca cómo ocurrió.
La invasión de Creta representaba el primer ensayo de Ultra a gran escala y en condiciones de combate. La posibilidad de que los alemanes buscaran una isla mediterránea como blanco para un gran asalto de paracaidistas se dedujo de varios mensajes interceptados a mediados de abril, durante la retirada de los aliados en Grecia. El indicio de que el objetivo era Creta llegó el 25 de abril, pocas horas antes de que el cuartel general de Hitler distribuyera las directrices del Führer para la operación Mercurio. Los días siguientes, la intención del enemigo de efectuar una invasión con tropas aerotransportadas fue haciéndose más y más patente: Mercurio era una operación de la Luftwaffe y su disciplina laxa a la hora de cifrar los mensajes fue muy útil para Hut 3, ubicada en Bletchley. El 28 de abril Londres pudo mandar un resumen de las interceptaciones importantes de información por parte de Ultra al oficial superior de la RAF en la isla, el jefe de escuadrilla George Beamish, y luego a Freyberg, cuando asumió el mando de la Creforce dos días más tarde.
En la reunión del 30 de abril, Wavell puso a Freyberg al corriente de lo que eran las «fuentes estrictamente reservadas» o «fuentes más fiables», como se apodaba eufemísticamente al servicio secreto Ultra, pero no reveló qué fuente era aquella. A Freyberg le dio la impresión de que la información procedía de un espía bien situado del servicio secreto de inteligencia. (El lord Freyberg actual, hijo y biógrafo de Freyberg, afirma que su padre sabía desde el principio cuál era la verdadera fuente, pero su versión resulta poco convincente. Fuera cual fuera la fuente que el general Freyberg creyera ocultarse tras las siglas OL, «Orange Leonard», en la presente obra nos referiremos siempre al material de Ultra).
Las normas que regían el uso del material de Ultra eran ambiguas. Jumbo Wilson, probablemente con el beneplácito de Wavell, utilizó durante el avance de los alemanes en Grecia los servicios de Ultra para evitar ser acorralado. Por eso cuesta creer que prohibiera a Freyberg recurrir a este servicio en Creta, máxime después de que los jefes del alto estado mayor enviaran el nueve de mayo el siguiente mensaje: «Nuestra información es tan completa que todo parece indicar que nos encontramos ante una oportunidad llovida del cielo para asestarle un golpe terrible al enemigo».[20] Y, el once de mayo, por orden de Churchill, un oficial superior, el comandante de brigada Eric Dorman-Smith, fue a Creta para notificar a Freyberg el conjunto de la información secreta conocida. A Dorman-Smith le impresionó el coraje de Freyberg, pero le decepcionó su sentido de la táctica, y «lamentándolo, tuvo que clasificarlo dentro de la categoría de “oso de cerebro pequeño”».[21] En su viaje de vuelta a El Cairo, Dorman-Smith llevó una carta de Freyberg a Wavell que decía: «Si atacan nuestros aeródromos por aire estoy seguro de que podremos frenarlos, siempre que ataque después del 16. Pero si realiza una operación combinada con un desembarco de tanques en la playa, entonces no estaremos en posición de fuerza».[22]
La confusión de Freyberg sobre la fuerza relativa de las fuerzas transportadas por aire y por mar arranca de su primer encuentro con Wavell el 30 de abril. La cifra de «entre cinco mil y seis mil soldados aerotransportados más un posible ataque por mar» parece una interpretación bastante conservadora de un informe del comité conjunto de inteligencia, de 27 de abril, que decía lo siguiente: «Los alemanes podrían transportar hasta tres mil soldados en paracaídas o aerotransportados en la primera salida, quizás cuatro mil si utilizan planeadores. Desde Grecia se podrían realizar dos o tres salidas al día».[23] Ni Wavell ni Freyberg se percataron del pequeño detalle de que esa estimación de la capacidad de transporte aéreo se refería únicamente al primer día. Wavell debería haberlo visto con claridad meridiana, dado que el primer informe sobre la fuerza aérea inicialmente asignada a la operación —la 7.ª división paracaidista y la 22.ª división aerotransportada— llegó a El Cairo el 26 de abril.
La primera estimación formal llegó de Londres. Era el mensaje de Ultra OL 2167, de 6 de mayo (véase el apéndice C). Proponía como fecha de la invasión el 17 de mayo, y una fuerza aerotransportada compuesta por dos divisiones más tropas de cuerpos de élite y elementos dispersos. Fue un pronóstico certero. La confusión surgió a raíz de la decisión del XII ejército de dejar a la 22.ª división en Rumanía y enviar en su lugar a la 5.ª división de montaña, comandada por el general Ringel. Y, ante las importantes bajas que habían padecido en la lucha por el puerto de montaña de Rupel, los dos regimientos de Ringel fueron complementados con parte de un regimiento de montaña de otra división. Más tarde, ese mismo día, se envió el mensaje OL 2168 a El Cairo y Creta, que corregía el anterior. «Las unidades antiaéreas más las tropas y los suministros mencionados en 2167 llegarán a Creta por mar. Asimismo, parece más probable “tres regimientos de montaña” que “3.º regimiento de montaña”.»
Por alguna razón, este mensaje suscitó dos ideas equivocadas a los jefes del servicio de inteligencia militar: primero, que, además de la 7.ª división de paracaidistas y la 22.ª división aerotransportada, estaban en camino tres regimientos de montaña; segundo, que los tres regimientos de montaña llegarían por mar. El mensaje de Wavell en el que expresa sus dudas de que el enemigo pueda reunir suficientes barcos no tuvo al parecer demasiado eco. Tampoco se consideró la posibilidad de que crearan un puente aéreo con Junkers 52, como el que llevó al ejército de África del general Franco de Marruecos a Sevilla en 1936.
Un mensaje mucho más detallado, recibido el día siguiente, contenía un análisis certero del Ministerio del Aire (OL 2170), que indicaba claramente que el contingente transportado por mar sería un elemento de importancia menor en el conjunto de la operación. Pero el error reapareció en el mensaje subsiguiente, OL 2/302, de 13 de mayo, en el que el compilador daba nuevamente por sentado que participarían la 22.ª división aerotransportada y la 5.ª división de montaña. De modo que a Freyberg le dijeron que «la fuerza invasora… consistirá en unos treinta a treinta y cinco mil hombres, de los cuales doce mil serán del contingente de paracaidistas y diez mil serán transportados por mar». Como muestra el cotejo de los mensajes (apéndice C), se hizo encajar las cifras a posteriori para que cuadraran con una hipótesis formulada de antemano. No se distinguió entre especulación y pensamiento profundo.
Freyberg, al mando de las operaciones, no advirtió nada anormal. A pesar de su excelente memoria (un don muy útil, ya que los mensajes tenían que quemarse después de leídos), carecía de la mente analítica y del escepticismo necesarios para detectar las incoherencias. El concepto de una invasión anfibia se convirtió en una idea fija, aunque la información que había recibido sólo se refería al transporte de refuerzos. Estaba tan preocupado que llegó a considerar que la operación marítima era una amenaza mayor que todas las tropas aerotransportadas que, incluso según las cifras del mensaje erróneo, representaban una amenaza mucho más inmediata y grave.
Aparte de la confusión sobre la 22.ª división aerotransportada, pocos comandantes en la historia han contado con un servicio secreto tan preciso en lo que se refiere a las intenciones del adversario, la secuenciación de sus operaciones y sus objetivos. El comentario de Churchill después de la guerra, aunque magnánimo, no deja lugar a dudas: «Freyberg era intrépido. No quiso dar crédito a que la escala de los ataques aéreos fuera tan gigantesca. Temía una poderosa invasión de tropas anfibias. Esperábamos que la armada lo evitara, para contrarrestar nuestra inferioridad aérea».[24] Y el propio Freyberg admitió más adelante: «A nosotros nos preocupaba sobre todo el desembarco de tropas anfibias y no la amenaza de aterrizaje de tropas aerotransportadas».[25]
Freyberg, extraviado en sus cálculos, fue incapaz de calibrar la situación en sus justas proporciones. Cogió el palo por el lado equivocado y, como demostraron los acontecimientos, no lo pudo soltar. Su obstinación e incomprensión eran objeto de chistes por parte de los demás generales. El general sir Brian Horrocks, que más tarde sería el comandante del cuerpo de Freyberg en el desierto, contó a un amigo que solía incluir en sus órdenes un par de observaciones evidentes pero triviales, sabedor de que Freyberg se las rebatiría y él tendría que darle la razón.
La teoría revisionista de los acontecimientos propagada por el actual lord Freyberg —según la cual su padre se indignó profundamente cuando descubrió el 7 de mayo la verdadera naturaleza de la amenaza aérea, pero no pudo desplazar tropas para reforzar el campo de aviación de Máleme, para no destapar el secreto de Ultra— es difícil de aceptar, aunque sólo sea porque la carta de Freyberg a Wavell del 13 de mayo y su comportamiento subsiguiente la contradicen. Su preocupación constante por una invasión marítima, su interpretación errónea y fatal del que fue el mensaje más importante de la batalla y su relativa falta de interés por Máleme hasta la mañana del 22 de mayo (dos días después de la invasión, cuando los alemanes ya habían tomado el campo de aviación y hecho aterrizar a sus refuerzos) no indican que se tratara de un hombre que hubiera discernido las intenciones del enemigo y se viera atado de pies y manos por consideraciones de seguridad.
Lo más irónico de todo es que Freyberg parece haber contribuido a guardar el secreto de Ultra más por malinterpretar el contenido de sus mensajes que por su afán de no revelarlo. El posterior informe alemán sobre la batalla de Creta, Gefechtsbericht XI Fl. Korps—Einsatz Kreta, indica: «Entre toda la información sustraída al enemigo (declaraciones de prisioneros, diarios y documentos requisados) destaca que, gracias a una red de espionaje excelente, estaban en general muy bien informados sobre las intenciones de los alemanes, pero esperaban que la mayor parte de las fuerzas de invasión viniera por mar».[26]
La interpretación errónea de la amenaza por parte del general Freyberg le llevó inevitablemente a adoptar una solución de compromiso perjudicial, tanto en la disposición de sus tropas como en sus órdenes operativas, trastocando las prioridades. El plan del comandante de la brigada Tidbury —combatir los asaltos aéreos en los tres campos de aviación de la costa septentrional: Iraklion, Rézimno y Máleme, y en el valle Ayía, al sudoeste de Canea— fue adaptado, en los sectores de Máleme y Canea, para hacer frente a asaltos de tropas anfibias.
En Iraklion, Freyberg tenía a la 14.ª brigada de infantería del comandante Chappel junto a los batallones regulares del Black Watch y del regimiento York y Lancaster, reforzados por un batallón australiano y un regimiento griego, compuesto por tres batallones. A éstos se les unieron en el último momento el 2.° batallón de Leicester y, finalmente, un batallón de los Highlanders de Argyll y Sutherland, que habían desembarcado en la costa meridional, cerca de Timbaki (véase el orden completo de batalla en el apéndice B).
En Rézimno, dos batallones australianos y dos griegos tenían la misión de vigilar el aeródromo y, en el interior de la ciudad, había una fuerza muy eficaz y debidamente armada de gendarmes cretenses. Se organizaron dos grupos principales de reservistas: otros dos batallones australianos con la mayor parte de los medios de transporte motorizado en Gueorguiúpolis, entre Suda y Rézimno, y la 4.ª brigada neozelandesa, además del l.er batallón del regimiento galés, apostados cerca de Canea y del cuartel general de la Creforce.[27]
A lo largo del sector crucial, la zona intermedia entre Canea y Máleme, se desplegó la división neozelandesa para defender a la vez la costa, el campo de aviación y el valle, lo que daba poca profundidad a sus defensas. Asimismo, la reserva divisional, el 20.° batallón, y la fuerza principal de reserva se apostaron al lado de Canea, y no junto a la base aérea de Máleme, blanco principal y conocido del enemigo.
Freyberg se había apresurado a concluir que se iba a enfrentar a un «desembarco de tropas y tanques anfibios»,[28] pese a lo cual no ordenó que se analizara en qué playas sería más probable que se produjera. Un examen rápido de las cartas de navegación hubiera demostrado que en los sectores de Suda, Akrotiri, Canea y Máleme sólo la playa que se extiende entre Máleme y Plataniás se prestaba a un desembarco de tropas de cierta magnitud, y sólo si los alemanes tuvieran buques de asalto y barcazas de desembarco, lo que no era el caso.[29]
Varios oficiales del regimiento advirtieron ese fallo en las órdenes. El regimiento galés, que llevaba estacionado en esa estrecha franja costera desde febrero, consideraba una «invasión de tropas anfibias» una «posibilidad poco probable».[30] Pero el único oficial superior de la división neozelandesa en darse cuenta fue el coronel Howard Kippenberger, comandante de la 10.ª brigada improvisada y apostada al oeste de Canea, y no planteó el problema en aquel momento, sino que se limitó a reducir el número de sus tropas desplegadas para observar el mar.
Lo más asombroso de todo es que la línea de defensa alargada de Freyberg se detenía en el extremo oriental del campo de aviación de Máleme, que el general Wavell y los informes del servicio secreto habían designado desde el principio como uno de los objetivos principales del enemigo. El comandante de brigada Tidbury había señalado más de cinco meses antes, el 25 de noviembre, que el emplazamiento de ese aeródromo estaba mal escogido, porque era muy vulnerable a los ataques. El comandante de brigada Puttick, que sustituyó a Freyberg como comandante divisional, pronto se dio cuenta del peligro que corría su flanco. Pidió refuerzos para cubrir el lecho del río Tavronitis, al oeste del campo de aviación, dado que constituía una zona ideal para que se agruparan las tropas paracaidistas enemigas.
El cuartel general de la Creforce aparentemente pidió permiso a las autoridades griegas para desplazar el l.er regimiento griego de Kasteli Kisamu, pero no lo obtuvo hasta el 13 de mayo. (Algo inexplicable, pues a Freyberg ya se le había otorgado el mando absoluto sobre todas las fuerzas griegas). Freyberg dijo entonces que el ataque aéreo era inminente, así que no les quedaría tiempo para marchar al Tavronitis y cavar zanjas. Es posible, aunque no probable, que abortara esa iniciativa creyendo que de lo contrario podía revelar «fuentes estrictamente confidenciales», un miedo quizás exagerado, puesto que ya tenía un batallón alrededor del campo de aviación y dos en su flanco oriental.
Freyberg no dedicó demasiado tiempo a estudiar la zona de Máleme. El coronel Jasper Blunt le instó a trasladar más tropas a ese lugar, pero Freyberg se negó, bien para proteger las fuentes de información secreta, bien porque no quería mermar las defensas costeras. En cualquier caso, consideraba que Iraklion era un objetivo más importante para el enemigo, y no confiaba en la capacidad del oficial superior estacionado en esa zona, el comandante Chappel de la 14.ª brigada de infantería. Sus tareas de reconocimiento también fueron mínimas «debido a los asuntos de política que me retenían en el cuartel general».[31]
Una de estas consideraciones fue el problema de si el rey debía permanecer en Creta o abandonarla antes de que comenzara la invasión alemana. Wavell, el ministro de Asuntos Exteriores y el Ministerio de Guerra, en Londres, opinaban que debía quedarse para dar ejemplo a los países neutrales. El general Heywood, en cambio, argumentó que debía ahorrársele la indignidad y el peligro de tener que huir cuando llegara el enemigo, y aconsejaba su retirada inmediata a Egipto. Al parecer, el rey tenía poco que decir sobre su propio destino.
Es comprensible que Freyberg tuviera dudas sobre la conveniencia de que el rey se quedara en la isla, pues defender a un grupo de civiles de los paracaidistas era la opción más incierta de todas. Sabía que estaban demasiado expuestos en Perivolia, donde residían en una antigua casa de campo veneciana llamada Belakapina (una alteración de «Bella Campagna»), y los invitó a mudarse al perímetro del cuartel general de la Creforce. Pero el 17 de mayo, cuando visitaban el edificio reservado para ellos, un intenso ataque aéreo forzó al rey y a sus compañeros a refugiarse en trincheras de abrigo. El rey Jorge rechazó el alojamiento que le ofrecían. En lugar de ello, se mudó con sus allegados dos días más tarde, en vísperas de la invasión, a otra casa cerca de Perivolia, en las estribaciones de las Montañas Blancas, a través de las cuales tendrían que huir.
La responsabilidad de Freyberg sobre todas las fuerzas griegas en la isla conllevaba su abastecimiento en alimentos y armas. Las armas del cuartel general del ejército griego en Canea se repartían de modo aleatorio: se trataba de Steyer, Mauser, Mannlicher, Lee Enfield y unas ametralladoras St. Etienne anticuadas; con ellas se entregaba también un puñado de cartuchos, muchas veces de un calibre equivocado. Pocos hombres recibieron más de tres cartuchos cada uno.
Freyberg no compartía los prejuicios de algunos de sus oficiales, que despreciaban el valor de esas unidades griegas, en su mayoría procedentes del continente y complementadas con reclutas mal instruidos. Kippenberger describió a los hombres adscritos a su brigada como «muchachitos infestados por la malaria, que llegaban de Macedonia con cuatro semanas de servicio».[32] Freyberg encargó su organización y coordinación al coronel Guy Salisbury-Jones, que venía de la Misión militar en Grecia. Con los nueve mil hombres se formaron 8 regimientos griegos. Algunos de sus batallones se vinieron abajo ante el fragor de la batalla, debido a la ineficiencia de sus mandos o a una instrucción y armamento inadecuados para hacer frente a los ataques resueltos de las fuerzas paracaidistas alemanas. Otros, en cambio, sorprendieron a sus detractores por su firmeza. En los últimos compases de la batalla, la defensa encarnizada del 8.° regimiento griego, reforzado con guerrilleros cretenses, salvó a las fuerzas de la Commonwealth de ser cercadas en el momento más crítico de su retirada.
En honor de Freyberg hay que reconocer que se dio rápidamente cuenta de que «la población entera de Creta quería luchar». Algunos oficiales británicos se jactaban de que sus tropas regulares serían más eficaces incluso en una batalla irregular que los cretenses defendiendo su país nativo, con un conocimiento insuperable del terreno y una tradición de la guerra de guerrillas que se remontaba a varias generaciones. El perjuicio más imperdonable que causaron a los cretenses fue no dar a los voluntarios algún tipo de uniforme, otorgándoles así un rango oficial, para evitar que fueran fusilados como francotiradores cuando eran apresados. Aunque pensaran que no había armas que distribuir —en Canea quedaron encerrados cuatrocientos Lee Enfield en los hangares de las antiguas galeras venecianas al lado del puerto—, no parece que demasiados oficiales tuvieran la idea de distribuir las armas capturadas al enemigo, hasta que vieron lo que los cretenses eran capaces de hacer con las más primitivas de las armas y un coraje prácticamente suicida.
La falta de confianza de Freyberg en el comandante de brigada Chappel en Iraklion nunca ha sido explicada satisfactoriamente. Chappel, un oficial regular del regimiento galés con gran experiencia, posiblemente no fuera una figura muy carismática, pero de ningún modo tenía nada que envidiar a la mayoría de sus homólogos neozelandeses.
La distancia, la escasez de medios de transporte y el mal estado de la carretera costera que enlazaba Iraklion con Canea hicieron que Chappel fuera prácticamente independiente. Instalado en una cantera, como la Creforce, el personal del cuartel general de la 14.ª brigada de infantería procedía en su mayor parte del Black Watch, que aportó el pelotón de defensa, al comandante de brigada Richard Fleming y al teniente Gordon Hope-Morley, uno de los dos oficiales del servicio secreto.
El otro oficial de inteligencia era Patrick Leigh Fermor, que hablaba griego y alemán. Después de vivir unas aventuras propias de un pirata en la isla de Anticitera, Leigh Fermor llegó a Kasteli Kisamu. Al poco tiempo se encontró con el príncipe Pedro de Grecia y Michael Forrester, su colega de la Misión militar británica. Los tres pasaron varios días instalados en la casa del príncipe Pedro en la costa norte de Galatás. Cuando Leigh Fermor prosiguió su camino hacia el este, hacia Iraklion, Forrester hizo de oficial de coordinación del coronel Salisbury-Jones, satisfaciendo las necesidades de los regimientos griegos. Los dos se citaron para cenar en Iraklion la noche del 18 de mayo, cuando Forrester visitó los dos regimientos agrupados dentro y fuera de las enormes murallas de piedras de la ciudad.
Otro visitante ocasional del cuartel general fue John Pendlebury, que seguía buscando armas sobrantes para los jefes de la guerrilla. Leigh Fermor recuerda cómo su «hermoso rostro, con un solo ojo brillante, su fusil y su cartuchera de guerrillero colgándole del hombro y su famoso bastón de estoque aportaban un estimulante destello de aventura y alegría a toda esa penumbra caqui».[33]
Incluso los oficiales regulares de la 14.ª brigada de infantería más escépticos se dieron pronto cuenta del potencial de los «gamberros de Pendlebury» en combate. En la región de Iraklion colaboraba con tres de los principales jefes de la guerrilla: Manolis Banduvas, un campesino patriarcal, rico y muy influyente, que llevaba unos bigotes como los cuernos de un búfalo de agua; Petrakagueorguis, el propietario de una almazara, de cara delgada, ojos hundidos y nariz en forma de gancho que inspiraba temor; y Andonis Grigorakis, de pelo blanco, más conocido como Satanás, el mejor jefe de todos.
«Satanás —escribió Monty Woodhouse—[4] debía su nombre a la creencia generalizada de que nadie sino el propio diablo puede sobrevivir a la cantidad de balas que llevaba dentro. Según otra versión, ese nombre se remontaba al día de su bautizo. Por lo visto, el sacerdote estaba diciendo: “Yo te bautizo…”,[35] cuando el bebé le agarró por la barba, haciéndole exclamar: “¡Pequeño diablo!”». Otra de las características que le distinguían era su mano mutilada. Enfadado consigo mismo tras perder mucho dinero jugando a los dados, pese a que había prometido no volver a jugar, se arrancó de un tiro el dedo con el que echaba los dados. En el acaloramiento del momento olvidó que el objeto pecador era al mismo tiempo el dedo con el que apretaba el pestillo de las armas.
Los últimos días de Pendlebury aún despiertan un enorme interés. Se debatían muchos planes y parece que estuvo en constante movimiento, aunque siempre regresaba a Iraklion. Envió a Jack Hamson con un centenar de voluntarios cretenses a la llanura de Nida, en la ladera oriental del monte Ida, por si descendían paracaidistas alemanes en esa zona, y tras trabajos hercúleos, sembraron de cantos los llanos para impedir el aterrizaje de aviones.
Pidieron a Mike Cumberledge que llevara su caique armado, el Dolphin de Su Majestad, a Ierápetra, para comprobar si se podía salvar el cargamento de armas y municiones de un buque hundido en el puerto. Encontró a un pescador de esponjas de la costa oriental de la isla y se ocupó de que fuera liberado temporalmente del ejército griego. Antes de que se fueran, Pendlebury les invitó a cenar en el club de oficiales, desde donde se tiene una vista panorámica del puerto de Iraklion. Ignorando el protocolo de rango del club, insistió en que un miembro de su tripulación, el marinero de primera Saunders, también acudiera. Durante la cena, que consistió en el pescado destrozado por las bombas de los alemanes esa misma mañana, discutieron la posibilidad de realizar una incursión en la isla de Kasos, ocupada por los italianos, la noche del 20 de mayo, después de la vuelta del Dolphin. Cumberledge y su tripulación transportarían a Pendlebury y sus cretenses a la isla para capturar algunos prisioneros e interrogarlos. Esos guerrilleros o maquis, conocidos en Grecia con el nombre de andartes, formaban una banda aterradora. Hammond recuerda que «olían a sangre, carnicería y ajo en el mejor estilo cretense».[36]
Si los alemanes invadían Creta, Pendlebury estaba decidido a quedarse en la isla para organizar la guerra de guerrillas. Se consideraba prácticamente un cretense. La vida en ese momento consistía para él en depósitos de armas secretos, grupos de guerrilleros, emplazamientos para emboscadas y objetivos de destrucción. Su proyecto predilecto —y visionario, como demostrarían los acontecimientos— era convencer a la 14.ª brigada de infantería de que había que apostar francotiradores en torno a las fuentes y pozos. El agua sería el primer producto vital del que tendrían que reabastecerse los paracaidistas. Pero los británicos no siguieron su consejo. Para Cumberledge y Hammond, esa noche en el club de oficiales fue la última vez que vieron a Pendlebury. Zarparon el día siguiente a bordo del Dolphin rumbo a Ierápetra.
Los últimos días antes de la invasión alemana, Freyberg fue un mascarón de proa perfecto: sus rondas de inspección poco antes de la batalla fueron un ejercicio impecable de inyección de moral. Rezumaba una confianza arrebatadora y su reputación de valiente agrandaba su talla a los ojos de sus soldados, que se referían a él con admiración afectuosa como «el peque». Con su voz áspera les decía: «Limitaos a calar las bayonetas y dadles tan fuerte como podáis».
Pero algunos de los oficiales sospechaban que esas palabras de ánimo no se sustentaban en las órdenes de combate de la Creforce. Les incomodaban varias contradicciones. El propio Freyberg aconsejó también a las tropas «no salir disparados cuando lleguen los paracaidistas»,[37] y dio mucha importancia a las alambradas como medio de defensa. Como la mayoría de los comandantes subalternos y de los soldados sentía instintivamente, un ataque aéreo sólo se podía rechazar mediante un contraataque inmediato. Las fuerzas reservistas también tenían mucha importancia en las órdenes de combate, aunque su despliegue en el momento oportuno dependía de varios factores: una información exacta, buenas comunicaciones, proximidad al objetivo, transporte motorizado, que escaseaba, y la posibilidad de trasladarse al sector amenazado sin exponerse innecesariamente a los ataques aéreos. La superioridad de la Luftwaffe restringió de hecho el movimiento de los reservistas a las horas de oscuridad, cuando los ataques tenían que lanzarse con la primera luz del día. Este factor ponía por sí solo en entredicho la estrategia de retener una gran proporción de la fuerza total en una batalla que se iba a decidir rápidamente. Pero Freyberg tenía los ojos puestos en el mar, y no en el cielo.
El punto más débil de la Creforce eran sus medios de comunicación destartalados. Los teléfonos de campaña dependían para su funcionamiento de cables que colgaban blandamente de los postes telegráficos: estaban expuestos a los bombardeos y a los paracaidistas que cayeran entre un cuartel general y otro. Los equipos de radiotransmisión que tenían, sobre todo los traídos de Grecia, eran poco fiables y escasos. En las tres semanas que transcurrieron antes de las invasión no se hizo nada para traer, por barco o avión, suficientes equipos nuevos. Freyberg ni siquiera mencionaba las radios en la lista de necesidades urgentes que envió a El Cairo el 7 de mayo. Las linternas de señalización no tenían pilas y las que se enchufaban a la red eran de un voltaje diferente. La posibilidad de utilizar un heliógrafo para enlazar el sector Máleme con el cuartel general de la Creforce no se le pasó a nadie por la cabeza.
Los últimos cazas de la RAF se habían marchado, pese a lo cual el cuartel general de la Creforce hizo caso omiso de las recomendaciones de minar o bloquear las pistas de aterrizaje, principalmente porque el Ministerio del Aire había exigido que se mantuvieran en funcionamiento para un despliegue súbito desde Egipto. El historiador Ian Stewart (el oficial médico del regimiento galés) sugiere también que Freyberg, convencido de que los aviones de transporte podían realizar aterrizajes de emergencia casi en cualquier sitio, «no dio gran importancia a los campos de aviación».[38] Pero es difícil valorar la validez de este argumento. Freyberg hubiera tenido que reconocer la importancia de los aeródromos para los alemanes, aunque sólo fuera porque el mensaje de Ultra OL 2167 avisaba de que querían utilizar las pistas de Máleme e Iraklion para sus aviones de bombardeo en picado y sus cazas. Sea como fuere, parece haberse mostrado bastante reacio a tomar ninguna iniciativa.
Freyberg, como observó Churchill, no temía el ataque aéreo inminente. El mensaje secreto que envió a Wavell el 16 de mayo no sugiere en modo alguno la angustia de un hombre torturado por una decisión que sabe errónea —no defender el terreno que se encontraba al oeste del campo de aviación de Máleme—, para evitar que el redespliegue de sus tropas revele la fuente de sus informaciones secretas.
Acabo de ultimar el plan de defensa de Creta y de volver de la última ronda de inspección de las defensas. Esta visita me ha animado mucho. Los soldados están preparados y la moral es alta. Todas las defensas están desplegadas y todas las posiciones, en la medida de lo posible, interconectadas. Hemos colocado 45 cañones de campaña con la munición suficiente. En cada aeródromo hay dos tanques de infantería. Los buques y camiones de transporte se están descargando y vaciando. El 2° de Leicester ha llegado y reforzará Iraklion. No quiero confiarme en exceso, pero creo que al final causaremos una impresión excelente. Con la ayuda de la Royal Navy confío en que Creta aguantará.[39]
Máleme, a pesar de haber sido cedida oficialmente a la RAF, era un trastero de armas de la flota aérea, que atesoraba una colección de cazas Fulmar y de Brewster inservibles, obligados a permanecer en tierra por falta de piezas de recambio. Los dos servicios coexistían armónicamente. La campana de un barco, que servía de alarma en caso de ataque aéreo, colgaba delante del hangar de dispersión; las tumbonas, por su parte, pertenecían a oficiales de la RAF estacionados ahí después de la caída de Grecia, momento en que Máleme se convirtió en la base de 30 escuadrones de Blenheim, que patrullaban el mar Egeo. La despreocupación ligeramente antimilitar del personal de tierra —que no mostró demasiado interés por las lecciones de manejo de armas— solía exasperar a los neozelandeses del 22.° batallón, especialmente después de que los Blenheim y Hurricane supervivientes se hubieran ido a Egipto.
En el sector de Máleme, como en todas partes, los soldados cavaban unas trincheras tan profundas como lo permitía el terreno. No pasaban la noche en ellas para que no les cayeran lagartos sobre la cara. En lugar de ello, se envolvían en mantas y dormían agrupados en torno al árbol más cercano. De día, los hombres que más peligro corrían eran los artilleros que manipulaban los Bofors que rodeaban el aeródromo y los conductores de las furgonetas de reparto de las raciones de comida, porque las nubes de polvo que levantaban de los caminos resecos en seguida atraían a uno o dos Messerschmitt.
Churchill estaba en lo cierto cuando afirmaba, en su telegrama al gobierno de Nueva Zelanda, que los hombres de su división estaban ansiosos de «verse cara a cara con el enemigo». Bien descansados en la sombra idílica de los campos de olivos y fortificados por el sol primaveral y sus frecuentes baños en las aguas de color jade y azul cobalto del mar Egeo, se habían recuperado por completo del cansancio acumulado en la campaña griega.
Los comandantes clave en la batalla inminente no estaban tan recuperados. Eran veteranos de la primera guerra mundial, es decir, mucho mayores: hablamos del teniente coronel Leslie Andrew, cruz Victoria, comandante en jefe del 22.° batallón, apostado en el aeródromo de Máleme, uno de los muy pocos oficiales regulares de Nueva Zelanda; del comandante de la 5.ª brigada James Hargest, un político de cara redonda, bigote a lo Hitler, con unas gafas redondas y normalmente ataviado con jersey y pantalones cortos voluminosos; del comandante de brigada Puttick, el nuevo comandante de división, locuaz y reconocible al punto por su pelo rojo y sus cejas negras, y finalmente del propio Freyberg. Todos ellos eran hombres valientes, pero todos habían perdido la osadía. Algunos habían dado en irritarse por nimiedades. Su visión de la guerra se había formado en los aciagos bombardeos de las trincheras de Flandes. Pero la batalla de Creta, un paso adelante revolucionario en la concepción de la guerra, había de ser una contienda en la que las reacciones rápidas, las ideas claras y las decisiones despiadadas lo serían todo. La mentalidad de una defensa en línea y de resistencia que pervivía en algunos espíritus forjados durante la primera guerra mundial fue un lastre tremendo. De todos los comandantes de formación, sólo el coronel Kippenberger, de la 10.ª brigada neozelandesa, y el comandante Inglis, de la 4.ª brigada neozelandesa, ambos juristas, dieron muestras de comprender la esencia de los acontecimientos.
Durante la evacuación de Grecia, el teniente Geoffrey Cox se sorprendió al encontrar a Hargest, «un hombre que se presentaba a sí mismo como “un campesino rudo, poco aficionado a las tonterías”»,[40] leyendo Guerra y paz. Pero el interés de Hargest por ese libro no era ajeno a su carácter. «Lo he leído por el compañero Kutuzov —precisó—. Es uno de esos generales que hay que estudiar. Sabía que, en la guerra, la tenacidad y el aguante son más importantes que cualquier aptitud estratégica, por grande que sea».
Poco después del anochecer del 19 de mayo —la víspera de la batalla—, mientras un buque cisterna en llamas iluminaba la isla mucho más allá del farallón de Malaxa, Hargest se confió de nuevo a Cox. «No sé qué nos aguarda —dijo—, sólo sé que me produce una sensación que nunca había tenido en la última guerra. No es miedo. Es algo muy diferente, algo que sólo se puede calificar de terror».[41]