Capítulo 8

El Colegio

A las siete en punto de la mañana empieza la misa. Se pasa lista desde las siete menos cuarto a las siete y los chicos vamos entrando en la iglesia en los minutos intermedios. Cuando sólo faltan dos minutos, un minuto, treinta segundos, entramos en aluvión. El reloj de la torre, tan grande, nos deja ver cuál es el último momento en que hay que suspender el juego y entrar. En el invierno, entramos antes, porque en la corrala las piedras están cubiertas de hielo y la fuente tiene carámbanos alrededor.

Dentro de la iglesia, a partir del último escalón del altar mayor y de su barandilla de hierro con pasamanos de bronce, se forman las filas. A medida que vamos entrando, cada uno se coloca en el último sitio y el cura que está al lado de cada fila, le hace una cruz en la lista. De izquierda a derecha del altar, se forman primero las filas de los niños pobres por clases: «Carteles», «segunda de leer», «tercera de leer», «primera, segunda y tercera de escribir». Seis clases que reúnen seiscientos chicos. Después, por una puerta lateral de la iglesia sale otra fila de chicos, los de paga, que se van dividiendo también en hileras de clases: las seis clases de los seis años del bachillerato y dos clases de párvulos, unos internos y otro medio pensionistas que comen en el colegio pero duermen en sus casas. En total catorce filas y catorce curas para guardarlas. Mil doscientos o mil quinientos niños.

A las seis de la mañana los ochenta curas del colegio oyen misa en su capilla y salen de allí en fila de a dos. Cuando se acaba la misa de los chicos, entramos todos en el colegio en filas de a dos y así entramos en cada clase. A media mañana y a media tarde formamos filas de a dos y salimos a los patios a jugar. Después de jugar volvemos a formar en filas dobles y a volver a la clase. Cuando se acaban las clases, en el claustro se forman filas por calles y salimos del colegio de dos en dos, cada calle con un cura, que no nos suelta hasta que estamos lejos del edificio. Después los curas vuelven al colegio por las calles del Avapiés y se reúnen en una fila de dos para comer. Por la noche cenan así y después rezan en la capilla antes de acostarse.

Se prohibe adelantarse unos a otros en la fila. Los amigos que se encuentran separados porque no llegaron a misa a la misma hora tienen que ir corriendo puestos con la complicidad de todos y si los ve el cura les da un cachete y los manda al último puesto. Tampoco los curas pueden saltar puestos: los más viejos forman los primeros y los últimos son los que aún no han cantado misa y sólo sirven para enseñar a leer a los niños pobres, más chicos y más torpes, que todavía se ensucian en la clase.

En la parada en el Palacio Real es lo mismo: los soldados van en las filas, delante el capitán, los sargentos y los cabos. Los primeros son los gastadores, los soldados más viejos y por último los quintos que no saben llevar el paso y a los que ya no llega la música, a los que ya no mira la gente. En la cárcel Modelo de Madrid, salen a pasear los presos y a comer y a oír misa en filas de a dos. Y primero van los más viejos, los últimos los chicos, los «micos» como los llaman ellos. En las procesiones van primero en las dos hileras los canónigos gordos de bonete morado, después los de bonete azul y por último los simples curas de bonete negro. Detrás, los señores de las cofradías más gordos y más viejos con sus escapularios y sus velas. Después los jóvenes, luego las beatas viejas y después las jóvenes, detrás los niños y las niñas que tienen uniforme, y por último los de las escuelas pobres con sus delantales limpios, sus lazos y sus velas rotas.

En la taquilla del Teatro Real, se forma la cola de uno en uno y los que tienen dinero compran los primeros puestos y se quedan delante. Si alguien intenta ganar puestos, lo impiden los guardias, igual que en la procesión los curas que recorren las filas impiden que se adelanten los niños, y los sargentos y los capitanes impiden que un soldado avance medio paso más que otro.

Lo primero que se aprende es a estar en fila, en silencio: ¡Orden! ¡Silencio!, gritan en todas las filas curas, capitanes y carceleros. El puesto adquirido en la fila es un privilegio. El número uno, sea el cabo de gastadores, el canónigo de sotana morada y cruz de amatistas, el ladrón veterano y el chico espabilado, se siente orgulloso y va con la cabeza alta mirando a la gente de la calle y de los balcones. Los últimos, el curilla que acaba de lograr un puesto en una parroquia humilde de Madrid, el recluta que forma por primera vez con el regimiento, el último de la clase, el aprendiz de ladrón que cogieron robando un pañuelo, van en la cola con la cabeza gacha contemplando la espalda del penúltimo, seguros de que nadie los ve, porque ellos no ven a nadie.

Antes que aprender la letra a se aprende a estar en fila, callado. Luego se aprende a leer. Tan estúpidamente como se leen las muestras de las tiendas al pasar por la calle, o los anuncios luminosos mecánicamente, sin saber lo que dicen, enterándose de ello no obstante, y sometiéndose a ir donde el anuncio indica cuándo hacen falta las pastillas para la tos o la entrada del cine, igual, se coge un puesto en la fila de la vida y mecánicamente se sigue detrás de los que van delante y delante de los que van detrás sin rebelarse. Pobres de los que intentan ganar puestos. El orden que todos los demás mamaron en la escuela, en la iglesia, en el cuartel, en la cárcel y en la tienda de comestibles donde compran las salchichas, estalla. Todos se sienten cura, furriel, carcelero y guardia, y a empujones y patadas le vuelven a su sitio en nombre del orden. Como soy el primero de la clase, soy el primero en las filas. Le veo al cura decir la misa y le oigo todos sus latines. Pero para no perder el privilegio tengo que entrar antes que ninguno y jugar menos que ninguno. Cuando me entretengo me recibe el cura con la cara fosca y me regaña:

—¿No te da vergüenza venir ahora?

Me apunta en el cuaderno el número catorce o quince de la fila y en vez de entrar en la clase con el número uno entro con el catorce y tengo que disputar a los trece de adelante el puesto, porque el puesto en la iglesia se cuenta igual que el saber en la clase. Así, aunque yo fuera tan listo como soy, si llegara el último a misa sería siempre el último en clase.

Pero ahora estoy en una condición excepcional. Mejor dicho: estamos tres, Cerdeño, Sastre y yo. No tenemos fila. Nos quedamos detrás de todos en un grupito donde nadie nos ve ni nos mira y donde podemos hablar de rodillas, sentándonos sobre los talones de las botas, con los mil chicos delante y los catorce curas de pie, sobresaliendo con sus sotanas negras sobre las cabezas de los chicos.

Los tres somos niños pobres. Los tres hemos ganado matrículas de honor en el Instituto de San Isidro y el colegio nos seguirá enseñando el bachillerato gratuitamente. Como sólo hay clases de bachillerato para los niños ricos, estamos en las mismas clases que ellos, pero como los niños pobres no se pueden mezclar con los ricos porque sería mal ejemplo y como tampoco podemos ya mezclarnos con los pobres porque no pertenecemos a sus clases, y además los pobres y los ricos están en pisos distintos del colegio, no tenemos fila ni puesto en las filas. Oímos la misa aparte y salimos a la calle solos. A la hora del recreo, los niños ricos no juegan con nosotros y jugamos solos los tres.

En la clase somos los tres primeros por el derecho de las matrículas y nadie puede quitarnos de allí, aunque todos están contra nosotros; pero nosotros estamos contra todos. Cuando uno de nosotros se ve en un apuro, los otros dos, con la cabeza baja leyendo el libro, le apuntan bajito o le escriben en un papel la respuesta. Le basta bajar los ojos y leer o escuchar. Cerdeño, que es también hijo de una viuda, sigue comiendo la comida que el colegio da a los niños pobres. Pero los chicos pobres que comen en el colegio se burlan y ha dejado de bajar a comer. El padre Joaquín que está de semana para dar la comida ha notado las faltas y le ha preguntado por qué no va. Entonces nos enteramos que lleva tres días sin comer, y el padre Joaquín acuerda que le den a él solo la comida en la cocina. Sale ganando porque el cocinero le da también un puchero lleno de comida para su casa.

Ya no podemos jugar más en la corrala. Los chicos pobres nos consideran de otra casta, nos rechazan en sus juegos. Aun a veces han intentado pegar a alguno de nosotros, pero como siempre vamos tres nos defendemos. Lo peor es para Cerdeño y para Sastre; yo no vivo en el barrio como ellos. No sólo no les dejan jugar los chicos de su calle, sino que hasta sus madres tienen broncas con las vecinas porque las otras dicen que se han vuelto señoritos. Algunas comadres agregan «qué sabe Dios por qué estará el niño con los niños ricos». De los tres soy el que menos siente el cambio y el que antes hace contacto con los de paga.

El primero que viene a mí es un chico fuerte, el más fuerte de la clase y el más torpe. Es hijo de un dueño de minas asturiano. Su padre quiere que sea médico. Pero el pobre no puede aprender nada. Viene hacia nosotros tres en el recreo y me llama a un lado:

—Mira, yo necesito saber cómo te las arreglas tú para estudiar. Estoy harto de que me castiguen y necesito saberlo. En cambio nadie se meterá contigo y jugarás con nosotros, porque yo haré que te dejen los demás.

Yo le contesto la verdad: —Pues mira, no te lo puedo decir, porque yo no estudio.

Abre los ojos y se pone encarnado de rabia, porque cree que me burlo de él y tengo que explicárselo:

—Es verdad, yo no necesito estudiar. Si leo un libro o una leccción una sola vez, se me queda en la cabeza y ya no se me vuelve a olvidar. Cuando el padre Pinilla explica la lección de matemáticas para mañana», la comprendo y no necesito coger el libro. Yo creo que esto de aprender o no, es como nacer jorobado, que no tiene remedio.

—Tienes razón. Mi padre se empeña en que yo sea médico y por eso me ha metido aquí interno. Tenemos dos horas de estudio por la mañana y dos por la noche y yo me leo veinte veces la lección y me la escribo y llego a aprendérmela de memoria con puntos y comas. Pero no entiendo una sola palabra. Verás —y me dice de memoria sin equivocarse en una frase la lección completa sobre las ecuaciones de primer grado. Cuando acaba, agrega mitad triste y mitad orgulloso—: Ves, me la sé toda, pero no sé absolutamente nada, porque no comprendo qué quieren decir estas letras. Y claro, luego ponen los problemas y no sé cómo resolverlos. Igual me pasa con todo. Después, a fin de curso me dan suspenso y viene mi padre y me pega en la sala de visitas y me deja aquí sin llevarme al pueblo. En el colegio, como tú sabes, me quedo casi siempre sin postre en la comida y sin recreo. Y yo no tengo la culpa.

Por él empezamos los tres a jugar con todos. Yo le enseño geografia dibujándole los mapas y geometría cortándole en cartulina los sólidos. Tiene mucha habilidad en las manos y aprende así fácilmente.

El colegio está al final de la calle de Mesón de Paredes en el Avapiés. Es un antiguo convento de frailes que hace cincuenta años se quedó vacío porque hubo una revolución y a todos los frailes les cortaron el pescuezo. Después vinieron los escolapios y pusieron allí el colegio que se llama Escuela Pía de San Fernando. No son frailes como los demás. Son curas que viven juntos y se dedican a la enseñanza, pero cada uno puede entrar y salir sin dar cuentas a nadie. Lo único que hacen es no dejar entrar a las mujeres en los claustros donde viven.

Cada cura tiene un cuarto con una ventana, dividido en un despacho y una alcoba y amueblado a su gusto. Los hay muy religiosos como el padre Vesga que duerme en una tarima de madera con un banco chiquitito de almohada y se pone un traje de saco y un cilicio para dormir. Los hay presumidos como el padre Fidel que tiene muebles de caoba y un reloj grande de péndulo con esfera luminosa.

El padre Joaquín tiene el despacho casi desnudo de cosas; no tiene más que la mesa, los libros en una estantería de pino y un atril para el papel de música, porque le gusta tocar el oboe. Tiene abierta la ventana de día y de noche y ha acostumbrado a los pájaros a que entren y salgan. Les da de comer en el cuarto y a veces le ensucian los papeles de la mesa hasta cuando está escribiendo. Pero no se enfada nunca. Cuando se pone a tocar el oboe vienen los pájaros y las palomas y se ponen en el marco de la ventana a escuchar. No le gustan más que los bichos y los libros y cuando no está en el colegio se le encuentra siempre en los puestos de libros viejos del Prado o en la casa de fieras. Es un vasco muy grande con la cabeza pequeñita, como todos los vascos, y un cuerpo gigante. Cuando pega a algún chico le da con la punta de los dedos en la cabeza y es como si le diera con los nudillos. Es nuestro profesor de geografía y de historia. Los chicos lo queremos mucho porque es muy bueno y además en el recreo juega siempre con nosotros en lugar de pasearse con los otros curas o de rezar en el breviario. Se quita la sotana, se queda en mangas de camisa y se pone a jugar a la pelota o a tirar a la cuerda. Entre todos los chicos de la clase no podemos muchas veces arrastrarle a él solo. Cuando volvemos a la clase vuelve muy colorado, sudando; se sienta a la mesa y dice:

—Bueno, ahora se han acabado los juegos.

Y nos cuenta la historia del rey que se murió por jugar a la pelota y beberse un vaso de agua fría. Así que con él se aprende sin enterarse, porque todo lo explica como si fueran cuentos.

El padre Pinilla es el profesor de matemáticas. Pero ha aprendido las matemáticas cuando yo. Cuando un cura de los que quieren ser escolapios está a punto de cantar misa o acaba de cantarla, le mandan a uno de los colegios y allí empieza a dar clase a los párvulos para enseñarles a leer. Cuando ya ha terminado sus estudios de la carrera de cura, se pone a estudiar para enseñar otras cosas y a medida que aprende le van pasando de clase hasta que llega a las últimas. Cuando al padre Pinilla le hicieron profesor de matemáticas, estudiaba en su cuarto los mismos libros que nosotros para poder darnos la lección. Los curas no necesitan ser maestros para enseñar. Así que el rector manda a un cura que se encargue de la clase de matemáticas o de otra y él se las compone como puede. Por esto, una vez ha ocurrido que yo, que tengo mucha facilidad para las matemáticas, sabía resolver un problema que él no podía resolver. Entonces, le dio mucha rabia y estuvo enfadado conmigo cuatro o cinco días.

El padre Vesga es un pobre tipo pequeñito, delgado, con la cabeza cana rapada siempre al cero. Todo en él es pequeñito; tiene un cuaderno de notas en papel cuadriculado del tamaño más pequeño que hay, con un lapicero chiquitín que acaba en una punta como un alfiler y siempre está anotando cosas. Tiene un reloj de bolsillo, que es un reloj pequeño de señora, de plata. Lleva unas gafas antiguas de cristales ovalados también pequeñitos y anda a pasitos cortos sin meter nunca ruido. Por las mañanas se levanta al amanecer y recorre los claustros buscando trozos de papel, colillas o rincones de polvo para regañar a los criados que hay en el cole—gio. Después se va a la iglesia y hace lo mismo con los monaguillos. Por último, se suele estar confesando viejas beatas que son las únicas que se confiesan con él. Siempre anda solo porque los chicos no queremos subir a su cuarto y los demás curas tampoco van a verle ni quieren tener conversaciones con él. Dicen que es jesuíta y que muchas tardes va a la iglesia de los jesuítas de la calle de la Flor, donde tienen el convento, y allí cuenta todo lo que se hace en el colegio.

Las confesiones suyas son siempre muy largas y muchas veces le oímos hablar en voz baja muy de prisa, aunque no se le entiende, como si regañara. A una de las viejas que confiesa, le oímos decir un día muy enfadado:

—Hoy no le doy a usted la comunión y besará usted cien veces las piedras del altar mayor.

La pobre vieja estuvo delante de todos los chicos subiendo y bajando, dando besos a los tres escalones del altar mayor más de media hora y se marchó llorando porque no podía comulgar.

Esto de hacer las cosas por cientos de veces es una de sus manías. Es el profesor de religión y nos hace aprender de memoria las lecciones sin olvidar una palabra. Cuando nos toma la lección, abre el libro y va leyendo lo que decimos; cuando nos saltamos una palabra, nos la manda escribir cien veces. Cuando nos saltamos más de tres, nos hace escribir cien veces la lección. Se empeñó en que teníamos que aprender el credo en latín. Al día siguiente nos equivocamos todos y nos mandó escribirlo cincuenta veces. Los chicos acordamos no hacerlo. Cuando vio al día siguiente que no le llevábamos escrito ninguno, nos puso en fila y nos tuvo en el claustro escribiendo en el suelo a gatas, hasta que casi de noche vino el padre prefecto y nos encontró allí a todos tirados por las piedras. Nos mandó a casa y le soltó una bronca formidable.

Al hijo del tabernero de la calle de Mesón de Paredes le pegó su padre una paliza, porque creyó que se había ido a las pedreas del Mundo Nuevo. De rabia se trajo tres chinches gordas de dibujo de las que emplea su padre para clavar los carteles de toros en la taberna y se las puso en el sillón al padre Vesga. Cuando se sentó pegó un brinco y se tuvo que arrancar las tres tachuelas. Se puso morado de rabia, que no podía hablar, y preguntó luego quién había sido. Nos callamos todos, pero el chico se levantó muy serio y le dijo:

—He sido yo.

—Tú, tú, ¿y por qué? —y le zarandeaba como un muñeco.

El chico le contestó también muy rabioso:

—Porque es usted un tío ladrón; por culpa suya me ha dado ayer mi padre una paliza. Como me toque usted, le juro, por éstas, que le pego una pedrada que le mato, en cuanto le vea en la calle.

El padre Vesga llamó al tabernero. En la sala de visitas el tabernero le dio una mano de bofetadas al chico, diciéndole al padre Vesga que si quería le podía matar a palos, porque era un golfo que no podía hacer carrera de él.

El padre Vesga volvió con el chico a la clase y todos estábamos muy asustados. Tenía el chico los carrillos y las orejas muy coloradas y un labio roto, saliéndole la sangre. Le dejó al lado de la tarima y nos soltó un discurso:

—Ahí tienen ustedes al réprobo, que su propio padre tiene que repudiar como la mala semilla. Un verdadero hijo de Satanás, indigno de estar entre los seres humanos... —Y así siguió media hora.

Se quedó pensando qué iba a hacer con él y todos nosotros en silencio, callados de miedo. De repente, se levantó y cogió dos carteras de las más grandes que encontró entre los chicos y las llenó de libros. Le puso los brazos en cruz y en cada mano le colgó una de las carteras. Se quitó un alfiler de la sotana y se puso detrás de él. Como las carteras pesaban mucho, el chico bajaba los brazos y cada vez que los bajaba el cura le pinchaba con el alfiler en los sobacos. El chico se puso a llorar y acabó por tirar las carteras y decir que no le daba la gana de cogerlas. Entonces el padre Vesga cogió el puntero y empezó como loco a darle palos. Se abrió la puerta y entró el padre prefecto. Vio todo aquello y preguntó a los chicos qué pasaba. Se puso muy serio y se sentó en la mesa del profesor. Cuando se enteró de todo, nos mandó salir al patio y se encerró con el cura. No hubo clase aquel día y al día siguiente el padre Vesga no decía una palabra. Estaba con cara de malas pulgas. En cuanto uno se equivocaba en la lección, decía muy frío:

—Para mañana escrita doscientas veces —y lo anotaba en su librito.

Después, los criados les contaron a los mayores que el padre prefecto le había castigado a hacer penitencia en la iglesia, solo, de rodillas en medio del altar con los brazos en cruz y que le había dicho que si no estaba conforme, podía pedir el traslado a otro colegio, porque él estaba harto de jesuítas.

Al padre prefecto le quieren todos los chicos y todo el barrio. Es un viejecito muy tieso con el pelo blanco rizado en caracoles. Las mujeres del barrio vienen a contarle todos sus apuros. Unas para que le den la comida en el colegio al chico, porque no tienen dinero. Otras para que le den ropa. Algunas le cuentan en confesión sus disgustos con el marido y, entonces, él se va por la tarde a visitarlos en las casas de vecindad y les suelta un sermón a los maridos, porque se emborrachan o porque le pegan a la mujer. Casi todos los disgustos son porque el marido se gasta el jornal en la taberna y pega a la mujer y a los hijos. También porque las hijas jóvenes se escapan con el novio. Entonces los coge a los dos muchachos y los casa. Así que cuando va por la calle del Avapiés, le saluda todo el mundo y hasta las verduleras que siempre están blasfemando, vienen a besarle la mano. Y se queda sin los cuartos que lleva porque todos vienen a pedirle algo.

El padre Fidel es el profesor de gramática y de filosofía. Es un hombre muy joven y muy cariñoso, pero muy nervioso. A veces parece que le dan venas de loco: coge a un chico y le acaricia y le besa. Otras se queda mirando sin ver y durante media clase no hacemos nada. Nos dice:

—A estudiar —y se queda con los codos en la mesa sin saberse qué piensa.

Una temporada le dio por darse unos paseos tremendos y otra por encerrarse en su cuarto con llave. Algunas veces he subido yo y parecía que había llorado. Cuando se pone así le tiemblan el labio inferior y las manos, que las tiene muy largas y muy finas. Muchas veces tiene fiebres que le queman. Hablando un día el portero con uno de los criados, decía éste:

—El padre Fidel está loco. Ahora le ha dado por dormir sin colchón de lana y duerme sobre el colchón de muelles.

—No está loco, lo que pasa es que necesita una buena tía. En cuanto haga lo que el padre Pinilla, se le quita eso.

El padre Pinilla salía algunas veces vestido de cura y en otra casa se vestía de paisano y decían que se iba de juerga por las noches.

La verdad es que la mayoría de los curas parece que están algo locos. Hay dos o tres muy jóvenes que parecen atontados y no saben ni hablar, porque tartamudean y se ponen colorados. El año pasado tuvieron que quitarle a uno los hábitos porque tocaba sus partes a los chicos. Al padre Joaquín le da la manía de los animales. Al padre Fulgencio con el órgano. Coge dos o tres chicos para que subamos a darle a los fuelles del órgano y se pasa horas enteras tocando, unas veces cosas tristes muy largas y otras como si se pegara con las teclas. Entonces, los chicos nos asomamos a la puerta del cuarto de los fuelles y le vemos dando brincos en la banqueta del órgano, sudando, con los pelos alborotados. De repente se levanta, da un portazo y se va por los claustros andando muy de prisa y hablando solo.

En la entrada de la calle de Mesón de Paredes vive la señora Segunda. Casi todas las mañanas, cuando yo bajo al colegio, está desayunando en el cafetín del Manco. Cuando entro a darle los buenos días, todos los parroquianos me miran con extrañeza de que la salude y la bese. Porque la señora Segunda es una pobre de pedir limosna y además le falta la nariz por un cáncer que se la ha comido y se le ven los huesos de dentro de la cabeza. En el cafetín no entran los chicos vestidos como yo, porque es el café de los mendigos. Se abre a la caída de la tarde y se cierra hacia las diez de la mañana. Tienen allí mismo también una fábrica de churros donde compra todo el barrio y las churreras que luego los revenden por las esquinas. Está lleno de veladores de mármol con bancos de madera y tiene dos cafeteras grandes para la leche y el café. El café, que llaman «recuelo», lo hacen con los posos de los cafés de Madrid que compran para eso y la leche no sé con qué la harán, pero desde luego no debe de ser leche. Venden también baratos los churros que se rompen y bollos rotos de la pastelería de más arriba. Llenan el mostrador de platos, cada uno con una ración de cachos de churro que llaman «puntas» o con cachos de bollo que se llaman «escorza». A la caída de la tarde empiezan a entrar los mendigos y algunos gallegos de la plaza de la Cebada que se ganan la vida subiendo los serones de fruta a hombros a las fruterías de Madrid. Para poder ganarse la vida así, lo hacen más barato que los carros que cobran dos reales. Y por un real o treinta céntimos van corriendo y atropellando a la gente por las calles, con uno o dos serones que pesa cada uno cincuenta kilos, a veces hasta el barrio de Salamanca. La gente no se enfada cuando tropiezan a alguien, porque los pobres van reventando con el peso y la prisa y no ven. Además, van corriendo y no se pueden parar porque tienen una manera de llevar el peso tan grande que les hace andar de prisa y sentir menos la carga. Allí en el cafetín cenan un vaso de recuelo con puntas que les cuesta diez céntimos. Luego, sobre las mesas de mármol cuentan las perras que han ganado en el día, y hacen montones de colillas a las que van quitando el papel para dejar el tabaco solo. Los que no tienen casa se toman una o dos copitas de aguardiente de cinco céntimos que llaman «petróleo» y el amo les deja que se duerman sobre el mármol de la mesa. A las diez de la noche en el invierno, como no pueden dormir en los portales, porque llueve o hace mucho frío, está lleno todo el café, pegados unos a otros y durmiendo sobre los hombros o sobre las mesas. De vez en cuando la policía entra y registra a todos, pero casi nunca se lleva a nadie detenido, porque ni el Manco ni los pobres dejan que se meta allí ningún ladrón.

La señora Segunda algunas veces me convida a un vaso de recuelo, y aunque no me gusta lo tomo por no disgustarla. Ella tiene cuidado de la Concha, mi hermana, que va al colegio de monjas que está en la misma calle más abajo que el mío. Como mi madre está en el río o en casa de mis tíos, a mediodía la Concha se queda sola. Mi madre muchos días le da a la señora Segunda para que haga la comida para ella y para mi hermana, y así comen las dos y mi hermana no anda por la calle. Mi madre también le guarda a la señora Segunda cosas de comer para que ella pueda cenar y vivir, porque, aunque pide limosna, como a la gente le da repugnancia acercarse a ella, saca muy poco y no lo suficiente para comer. Vive allí mismo al lado del cafetín, en una casa muy grande, donde le han dejado una habitación que es el hueco que hace el primer tramo de la escalera en el portal. Allí no cabe más que la cama y una hornilla de barro donde guisa.

Sin embargo es muy buena y a todos nosotros nos quiere mucho. Como tiene la nariz así, le da reparo darnos besos y se pone muy contenta cuando entramos en su casa y la besamos nosotros. A mí no me importa besarla en un carrillo pero me da asco que me bese ella. Cuando lo hace me aguanto, porque, si no, le da mucha pena y se pone a llorar. Tiene la monomanía de la limpieza y a pesar de que la ropa que tiene es muy mala, porque son ropas viejas que le dan, las cose muy despacito con puntadas pequeñas y con remiendos que no se ven, y luego la lava y la plancha casi todos los días. Las sábanas que tiene son de cachos de trapos que ella recoge por las calles, cosidos unos a otros, pero las tiene siempre azules de puro blancas.

Es religiosa pero va a la iglesia de protestantes que hay en la misma casa. No es que sea protestante, porque ella va a rezar a la iglesia, pero dice que le gusta subir allí, porque Dios está en todas partes y además el cura protestante que hay la socorre de vez en cuando, aunque no mucho, porque los protestantes no tienen dinero. Yo tengo curiosidad de ver una iglesia protestante que además no comprendo que esté en un piso. La señora Segunda me sube y presenta al cura.

Voy con miedo, porque los curas de mi colegio hablan muy mal del colegio protestante y dicen que el que entra allí se condena; allí no van más que los hijos de los anarquistas, que luego salen anarquistas ellos también y tiran bombas como se la tiraron al rey. Esto no lo entiendo, porque, según la geografía, en Alemania y en Inglaterra y en otros países, todos son protestantes. Arriba hay un salón con bancos y con pupitres donde dan clase gratuita a los niños, y en este mismo salón rezan los domingos, tocando un órgano pequeñito que tienen al lado de la mesa del cura. El cura es un señor viejo con barba blanca, vestido de paisano, pero con un cuello duro como el de los curas. Me da unos caramelos y me enseña una historia natural con láminas en colores muy bonitas. Como tengo mucha curiosidad le pregunto:

—¿Es verdad que ustedes no creen en la virgen ni en los santos?

Se sonríe y me dice que soy muy pequeño para explicarme estas cosas.

Después me da un montón de estampitas con dibujos de la vida de Cristo y los Evangelios de san Juan, san Mateo y san Lucas. Me da muchas y me dice que puedo repartírselas a los amiguitos.

Les cuento a los amigos del colegio que he estado en el colegio protestante y nos repartimos las estampas entre todos. Cuando Cerdeño está leyendo una, dentro de las hojas de un libro, viene por detrás el padre Vesga, de puntillas sin que se le oiga. Alarga la mano de pronto, coge la estampa y se pone a leerla.

¡Dios mío, la que se arma! Se le ponen los labios blancos y temblando de rabia, se pone morado y patalea en la tarima. No puede hablar y tartamudea. Esto le pasa siempre que tiene rabia por algo:

—¿Quién le ha dado a usted esta porquería? —pregunta.

—Me la ha dado Barea, padre —contesta Cerdeño.

—Venga usted aquí, Barea —lo dice muy despacio, masticando las palabras—. ¿Quién le ha dado a usted esto?

—Un señor en la calle —respondo. No quiero decir que he estado en la iglesia protestante porque sé lo que va a pasar.

—¡Un señor, un señor! ¡Me supongo que no se las habrá dado un burro! Pregunto, ¿quién, cuándo, cómo, dónde?

Entonces se me ocurre una mentira, mitad verdad. Yo sé que los domingos en la escuela protestante hay unos hombres y unas mujeres que en la calle reparten estampitas como éstas y venden libritos con los Evangelios y la Biblia.

—Me las ha dado en la calle de Mesón de Paredes un señor que las repartía, y como he visto que eran los Evangelios, las he guardado.

—¡Esto son esos canallas de protestantes! ¡Los Evangelios! ¿A esto llamas tú los Evangelios?

—Sí, señor; ahí dice: Evangelio de san Lucas, de san Mateo.

—¡Esto no son los Evangelios! —y daba puñetazos en la mesa—. Esto son escritos de Satanás. Es una vergüenza que esto se tolere en España. Bueno, tú no tienes la culpa, pero de hoy en adelante, cuando os den una estampita de éstas —¡estampita del diablo!— me la traéis sin leerla. ¿Eh? ¡Sin leerla! Y al que yo le pille una estampita lo voy a echar del colegio; vengan todas las estampitas que tengan ustedes.

Una a una van saliendo las estampas y la rabia del padre es cada vez mayor. Cada chico tiene dos o tres. Pero como ninguno se atreve a decir que se las he dado yo, todos cuentan lo mismo, menos los internos que dicen que se las hemos dado nosotros; el padre reúne un montón de estampas en la mesa y se echa las manos a la cabeza:

—¡Señor, Señor! Hay que atajar el mal de raíz.

Al día siguiente, vemos que el padre Vesga se ha encargado de la fila de Mesón de Paredes. Cuando llegamos a Cabestreros, donde se rompe la fila, sigue en dirección a la plaza del Progreso siempre formados y hasta la esquina de la plaza no manda romper filas. Así sigue un día y otro, hasta que sin que ninguno nos demos cuenta, un día empieza a llenarse la cola de hojitas.

Un jorobado, con la cabeza acalabazada, se ha metido entre la fila y las va repartiendo a los chicos. El padre Vesga se da cuenta de pronto, cuando empieza a ver papelitos en las manos de todos y coge al jorobado del pescuezo. De un manotón le tira las hojas al suelo, le pega una bofetada y le insulta a gritos. Se arremolina la gente y los guardias que hay en la calle de la Encomienda vienen corriendo. Unos dan la razón al cura y otros al jorobado. Empiezan a insultarse y a pegarse y al padre Vesga y al jorobado también les quieren pegar. Los guardias cogen al padre en medio de ellos y así le acompañan hasta el colegio.

Al día siguiente, la fila tuerce en la calle de Cabestreros y no pasamos por el colegio protestante. Ahora, la lleva el padre Joaquín. Pero el domingo, cuando salimos de misa, en las mismas puertas del colegio, hay cinco hombres jóvenes repartiendo hojitas entre las filas y a las personas que pasan. Uno de ellos se llega al padre Joaquín y le da un montón diciéndole con guasa:

—Para los niños, padre, son palabras de Jesús.

El padre Joaquín se lía a cachetes con él y entonces, como siguen saliendo chicos de la iglesia, se rompen todas las filas; vienen más curas y se pegan los curas y los protestantes. Los chicos empezamos a pedradas con ellos, y por último salen los cinco corriendo por la cuesta arriba. El carnicero de enfrente va detrás de ellos con un cuchillo en la mano.

—¡Hijos de tal! ¡Venir aquí a meteros con unos pobres curas y con los chicos! ¡Meteos con los hombres, canalla!

Su hijo está interno en la misma clase mía y es uno de los más brutos pero tiene un uniforme de paño de seda y bordados de oro de verdad. El carnicero vuelve soplando, con el cuchillo en la mano y el delantal sucio de sangre:

—Pasen ustedes, padres, pasen ustedes. ¡Estos salvajes! Siéntense que les daré una copita de coñac por el susto. ¡De buena se han librado! ¡Si pillo a uno, le rajo las tripas! ¡Meterse con unos pobres curas que no pueden defenderse!

El padre Joaquín, que es un guasón, le da unas palmadas en la espalda gorda que suena a tocino y le dice:

—Hermano, hermano, repórtese. Está usted blasfemando, y aunque Dios se lo perdonará por la buena intención, están los niños delante. Además no somos tan pobrecitos, también sabemos defendernos.

Con su manaza le da otro cachete que le tambalea,

—Perdone, padre, perdone. ¡La indignación! ¡Que Dios me perdone!

Quisieron quitar el colegio protestante. Pero un político de los socialistas, Azcárate, lo impidió. No volvieron a dar más hojitas en la calle y pusieron dos guardias en el portal cada vez que ellos decían su misa los domingos. La reina madre, María Cristina, y el Nuncio de Su Santidad, hicieron todo lo posible por cerrar la escuela, pero como la reina era inglesa y María Cristina ya no era reina, parece que hubo unos ingleses que protestaron y no la cerraron.

Los curas nos miran los libros, hoja por hoja, para encontrar las estampas de los protestantes; los chicos nos las vendemos a cincuenta «güitos»[3] cada una o a diez bolas.

De los tres, el que ha conseguido hacer más amistad con los demás chicos de la clase —con los chicos ricos— he sido yo. Tengo mejores ropas que Sastre y Cerdeño, aunque a ellos, desde que han subido a las clases de arriba, los mandan de casa mejor vestidos. Además, ellos viven en el Avapiés en casas de corredor, y yo vivo en un barrio rico y conozco muchas cosas que ellos no conocen. Algunas veces me echan en cara que me separo de ellos para estar con los otros. Y esto no es verdad. Lo que pasa es que, en realidad, yo puedo alternar con los chicos ricos y ellos no, porque siguen siendo golfillos de calle de barrios bajos. Tratando con los chicos ricos, me encuentro más entre los de mi igual. Cuando traato con ellos dos, me molesta siempre que no se dan cuenta que ya no estamos en las clases de abajo y que no se puede hablar ni hacer las mismas cosas.

Se presentan con los bolsillos llenos de espigas verdes y se ponen a comerlas en clase, contando que han estado ayer en la pedrea con los de la Ronda, contra los chicos del Mundo Nuevo. Que vino la Guardia Civil a caballo y que entonces se unieron todos los chicos, que eran más de doscientos, y apedrearon a la Guardia Civil. Otro día Cerdeño se presenta con las manos negras y el padre Joaquín le dice que por qué no se las había lavado. Entonces explica que el día antes, que fue domingo, ha estado en la estación de las Pulgas en la rebusca. La estación de las Pulgas es una estación que hay en la línea de circunvalación, donde se unen los trenes de la estación del Norte con los del Mediodía. Los chicos del barrio y las mujeres bajan allí a los depósitos de carbón con cestillos y buscan entre la escoria de las locomotoras los trozos de carbón que no han ardido. También roban los que pueden, y después los emplean en casa o los venden. Cerdeño va allí porque le divierte.

A lo mejor, para comer algo a las once, los dos se traen unas gallinejas que son las tripas de vaca, que fríen con sebo en puestos de la calle, metidas en un cacho de pan. Cuando se ponen a comer apestan con el olor de la grasa. Tampoco hay quienes les quite el vicio de hablar como en el Avapiés y sueltan toda clase de palabrotas.

Para mí es muy difícil, porque cuando estoy con ellos, me encuentro más a gusto, pero ellos me miran ya como distinto; y cuando estoy con los otros, me encuentro más agradablemente, pero éstos saben que no soy como ellos y que soy el hijo de una lavandera; que estoy con ellos sólo porque he sacado los premios y los curas me pagan los estudios gratis. Así es que para insultarme, me ha ocurrido que los ricos me han llamado el hijo de lavandera y los pobres me han llamado el señorito.

Lo más gracioso es que hay muchos chicos pobres que no son pobres y muchos chicos ricos que no son ricos. En las clases gratuitas se encuentran hijos de tenderos del barrio cuyos padres tienen negocios muy buenos y en las clases de arriba hay hijos de empleados del Estado que para que ellos puedan estar en el colegio presumiendo con los ricos, los padres se quedan casi sin comer. Estos son los que más presumen de pobres y de ricos.

Es domingo y, cuando se ha acabado la misa, he subido con el padre Joaquín a su cuarto para recoger unos libros que me va a dejar. Después bajamos a los claustros del primer piso donde se reúnen las familias de los internos después de la misa para venir a verlos hasta la hora de comer. Le toca hoy al padre Joaquín recibir a las familias y darles cuenta de lo que cada uno hace.

Nieto, el chico asturiano, está con su padre, un hombre ancho y fuerte con cara de perro pachón. Nieto me llama y nos acercamos el padre Joaquín y yo a los dos.

—Mira, papá —dice—, éste es Barea.

Su padre me mira de arriba abajo con unos ojillos grises que chispean detrás de las cejas peludas:

—¡Ah! Sí, éste es el hijo de la lavandera de que me has hablado. ¡Podías aprender de él, que buenos cuartos me cuestas, para que luego seas más burro que el hijo de la lavandera!

Nieto se queda completamente pálido y yo siento que me pongo rojo. El padre Joaquín me pone una mano encima de la cabeza y le empuja de un brazo a Nieto, diciéndonos a los dos:

—Andad, idos un poco por ahí.

Se vuelve muy serio al padre de Nieto y le dice:

—Aquí, son los dos iguales, mejor dicho, aquí el hijo de la lavandera es más que el hijo de un dueño de minas que paga trescientas pesetas al mes.

Da media vuelta y se marcha tranquilamente sin volver la cabeza. El viejo se queda mirándole y después llama a su hijo. Se ponen los dos a discutir en el banco.

Yo paso por delante de ellos y le digo al chico:

—Hasta mañana, Nieto. —Y sigo andando sin saludar a su padre. En la puerta está el padre Joaquín que no me dice nada. Yo tampoco: le beso la mano y me voy.

Cuando bajo las escaleras del portal no las veo, porque se me llenan los ojos de agua. Lo que ha hecho el padre Joaquín es contra la regla del colegio, donde no se puede tratar mal a la gente de dinero. Si lo supieran se quedaría solo contra todos los curas. Por ser así, toca el oboe para los pájaros y les habla.

Yo también me quedo solo como él. Porque somos distintos de los demás.