Capítulo 2

La pista

Se tocaba diana a las seis de la mañana. El campamento, donde nada se movía, con excepción de las sombras grises de los centinelas, adquiría de pronto una vida ruidosa. Se gritaban los soldados unos a otros entre el tintineo de los platos y los vasos de estaño. Se iban alineando en una doble fila, a partir del enorme caldero de café y el cesto colmado de trozos de pan, y esperaban pateando, los pies fríos por el frío matinal que venía de las montañas, a que el sargento de semana diera la señal para la distribución del café. A las siete, cuando se había terminado la limpieza general de caballos, hombres y tiendas, se formaban las escuadras de trabajo. Se pasaba lista y los hombres iban descendiendo el cerro armados de pico y pala. Mientras, comenzaban a llegar los moros, unos saliendo adormilados de sus chozas, otros llegando cansinos de sus poblados. Muchos de ellos preferían dormir en el campamento, porque sus casas estaban lejos o simplemente porque no existían, pero también porque podían contar con las sobras abundantes del rancho para alimentarse. Otros vivían en los poblados vecinos y llegaban con sus carteras de cuero cruzadas sobre el pecho y repletas de higos secos. Estos higos y la ración de pan —unas dos libras— que se daba a todo el que la reclamaba, constituía su alimento durante el día. Nunca volvían a sus kábilas hasta la caída de la tarde.

Los moros estaban bajo el mando de un capataz que les transmitía las órdenes, mantenía la disciplina, pasaba lista y ocasionalmente castigaba al que se desmandaba con un par de estacazos en las costillas. Tenían miedo de la mano dura del capataz y no paraban en su trabajo, pero cada uno de sus movimientos era tan lento y medido que el levantar y dejar caer el pico o lanzar una paleta de tierra parecía cosa de minutos y no de segundos.

El señor Pepe se desesperaba con sus moros y a veces usaba el rebenque sobre sus espaldas para hacerles moverse. A nosotros nos tenía sin cuidado la marcha del trabajo. Nadie tenía interés en que se terminara pronto. Cuanto antes se terminara, antes nos quedábamos sin jornal. Los soldados resentían el que se les empleara como peones de pico y pala. Y así, los seiscientos hombres extendidos a lo largo de los cuatro kilómetros de pista eran una masa perezosa que se movía lentamente bajo el sol de África, y no trabajadores afanados en construir un camino.

El sargento de semana nunca bajaba al trabajo. Uno de los otros sargentos generalmente iba de compras al Zoco del Arbaa. El capitán dormía el coñac de la noche anterior. El teniente dormía, el alférez también. A las siete de la mañana sólo tres sargentos bajaban al tajo a la cabeza de los soldados y los moros. Horas más tarde el capitán o uno de los dos oficiales solía venir a caballo y recorrer la pista. Después se iban a tirar unos tiros a los conejos o a los pájaros. Frecuentemente uno de ellos se marchaba a Tánger o a Tetuán.

Así, automáticamente, la construcción de la pista cayó de lleno en mis manos. Tenía que llevar no sólo la contabilidad, sino también realizar el trabajo topográfico. El comandante Castelo mandó una orden diciendo que yo debía preparar un mapa del terreno desde Xarca—Zeruta al Zoco del Arbaa y proyectar el trazado de la pista en este trozo con arreglo a mi mejor criterio. Hasta ahora, los hombres habían trabajado a lo largo de la llanura, y la tierra a nivel hacía imposibles los errores. Pero desde Hámara en adelante, la pista tenía que sortear los cerros y descender al valle del río Lau. Era necesario planear el trazado cuidadosamente. Esto me llevó unas tres semanas, durante las cuales me adapté, sin darme cuenta, a la rutina diaria. Pero después me encontré de pronto sin tener nada que hacer, más que vigilar a la gente durante las ocho horas de trabajo.

Me sentaba sobre una piedra lisa entre las raíces de una vieja higuera a los pies del cerro de Hámara y desde allí podía abarcar el conjunto de la obra. A veces uno de los dos sargentos o el capataz venían para alguna consulta, pero la mayor parte del día estaba solo, con la excepción del cornetín de órdenes que se sentaba cerca. Tenía que acompañarme a todas partes y dar el toque de descanso o el de atención y llevar recados a unos u otros. Para no aburrirnos a lo largo de estas horas de soledad vacías, no nos quedaba más remedio que charlar. Podía decir por su edad y por su estatura que era un voluntario, porque en Ingenieros sólo ingresaban elegidos reclutas de una estatura mínima determinada y con un oficio adecuado. El cornetín era un hombrecillo rechoncho de unos treinta y dos años de edad, de presencia quieta y silenciosa, pero de movimientos ágiles. Y era un maestro consumado en todas las picardías de tambores y cornetas. Los cornetas, los tambores y los asistentes son en el ejército lo que los sirvientes son en la aristocracia, y se entienden entre sí por signos y hablando un lenguaje críptico de ellos mismos. Si uno de ellos os dice en un momento determinado que es mejor que no habléis al capitán, lo único que os queda es seguir el consejo.

El cornetín de nuestra compañía, Martín, era casi analfabeto, en el sentido de que era incapaz de sacar algo en limpio de lo que leía, pero estaba saturado de lo que él llamaba «ciencia africana». Ésta comprendía desde el arte de hacer nudos científicamente en los vientos de las tiendas, hasta el arte de mantener encendida una hoguera bajo la lluvia más torrencial: incluía una habilidad extraordinaria para remendar ropa y echar medias suelas a unas botas viejas y un arte en la fabricación de cadenas de reloj, pulseras y sortijas construidas con crines de caballo tejidas en diminutos anillos y entrelazadas en fantásticos dibujos. Pero, sobre todo, comprendía el estar al corriente de la más insignificante noticia, pública o privada, desde la organización de las próximas operaciones contra el Raisuni hasta las enfermedades secretas de cualquier soldado o cualquier general.

De Tetuán había traído yo un gran número de novelas francesas, muchas de ellas con grabados: generalmente tomaba conmigo dos o tres para pasar el tiempo en las horas de trabajo. Mi primera conversación con el cornetín tuvo su origen en esta costumbre mía. Un día se acercó:

—¿Me deja usted ver los «santos», mi sargento?

Comenzó a pasar hojas ávidamente. Las ilustraciones de estas novelas abundaban en figuras de mujer forzosamente atractivas a los ojos de un español primitivo. Pero, por coincidencia, la novela que estaba leyendo entonces era un ejemplar de Aphrodite, de Pierre Louys, y la edición estaba cuajada de grabados de talla dulce, mostrando escenas griegas en las que imperaba el desnudo. A cada nueva página el cornetín estallaba en exclamaciones:

—¡Mi madre! ¡Qué tía! ¡Vaya muslos y vaya tetas! —Se quedó después un tiempo contemplando las páginas impresas libres de grabados y dijo al fin—: Las cosas que debe decir aquí... ¿Y usted las entiende, mi sargento?

—¿Qué te crees que dice, tonto?

—Bueno, bien claro se ve. Con estas tías así pintadas y el libro en francés, pues, indecencias. Vamos, eso que llaman pornografía, con las cosas que hacen en la cama y cómo las hacen. Una vez compré yo un libro como éste en Tetuán, que me costó diez pesetas; pero me lo robaron después. Allí explicaba todas las posturas. Hay también postales que las venden a peseta cada una. Bueno, me está usted tomando el pelo, yo contándole esto como un idiota y usted sabiendo mucho más de eso que yo.

Abdella, el capataz de los moros, venía hacia nosotros en aquel momento. Era un hombre espléndido, de tipo beréber, con una barbita negra, ojos rasgados, con las facciones correctas desfiguradas por la viruela. Llevaba no un albornoz o chilaba, sino un uniforme con la insignia de Ingenieros —una torre de plata— en el cuello. Antes de que pudiera hablar en su perfecto español, lento, de palabras escogidas, el corneta le llamó la atención:

—Tú, ¡mira! Fíjate qué hembra hay aquí. —Y le puso bajo los ojos una de las ilustraciones del libro. El moro miró la novela y se dirigió a mí en francés:

—Así, ¿habla usted francés, mi sargento?

—¿Dónde has aprendido tú a hablarlo?

—En Tánger, con los franceses. Serví con los Goumiers y después en los Regulares con los españoles. Ahora llevo con Ingenieros los últimos diez años.

Martín nos miraba a uno y a otro sorprendido:

—¡Anda, Dios! ¿También habla usted árabe?

—No seas estúpido. Esto es francés, el mismo idioma en que están escritos esos libros.

Este incidente tuvo varios resultados inesperados: Martín extendió la noticia entre los soldados de que yo hablaba francés, y su resentimiento contra mí —el resentimiento natural contra el sargento nuevo— aumentó. Abdella hizo amistad conmigo y venía a verme a la sombra de la higuera con una u otra excusa. El cornetín veía reducidas sus conversaciones con esta intromisión y mostraba su hostilidad a Abdella, haciendo esfuerzos desesperados para conquistar mi amistad y separarme de todo contacto con el moro. Los otros sargentos se sintieron curiosos y los visitantes a la higuera se hicieron más numerosos. Hasta que al fin constituíamos bajo el árbol un círculo reducido. Desde aquí comencé a hacer contacto con el mundo que me rodeaba y comencé a verle.

Cada cuatro o cinco minutos veía al moro realizar la misma operación: dejaba de lado el pico y se rascaba furiosamente con ambas manos todas las partes accesibles de su cuerpo. Después se sacudía dentro de su chilaba como un perro saliendo del agua. A veces se frotaba la espalda contra el canto del corte recién hecho en la tierra, antes de reanudar el trabajo. Me fui hacia él:

—¿Qué te pasa?

—Estoy muy malo, muy malo. Todo el cuerpo pica. Todo el cuerpo mío muy malo.

Tenía unas manos nudosas, enrojecidas, cubiertas de escamas resecas, sarna, pero una sarna terrible. Le señalé las manos:

—¿Y tienes todo el cuerpo así?

—Sí, sargento. Y peor.

Hacía una figura lastimera, alto, huesudo, negro, peludo, con olor de cabra desprendiéndose de las innumerables capas de sudor resecadas sobre su piel; descalzo, con las piernas desnudas, piernas y pies semejantes a las patas de una gallina vieja, escamosas, plaqueadas de sarna y basura sujetas por una envoltura córnea. La cabeza rapada estaba apuñalada de costurones de la sarna y de las cortaduras que el barbero salvaje había prodigado. Los ojos eran pitarrosos. Aquel hombre no estaba enfermo, estaba simplemente sucio. Llevaba encima una carga horrible de suciedad acumulada sobre la piel en la miseria de toda su vida miserable.

—¿Quieres que te cure? Me miró ansioso:

—Sí.

—Te voy a hacer daño, mucho daño. Pero si eres capaz de aguantarte, te curo.

—Sí.

Sus «síes» sonaban como el ladrido temeroso de un perro asustado.

Teníamos en almacén grandes cantidades de pomada de azufre y de lo que llamábamos «jabón de perros». Era un jabón inglés, rojo, con un olor penetrante de ácido carbónico. Me armé de ungüento y jabón abundantes y aquella tarde, después del trabajo, bajamos al arroyo el moro, dos vecinos suyos y yo.

Le mandé desnudarse. Los otros dos comenzaron a fregarle tan brutalmente que la sangre brotaba de la piel carcomida. Después le untaron de pies a cabeza con el ungüento. Le embutimos en un par de pantalones de soldado y en una vieja guerrera y quemamos la chilaba. En dos semanas de este tratamiento estaba curado.

Un día me llevó una cesta llena de higos y dos gallinas. Parecía un hombre diferente y hasta había engordado. Cavaba mucho más de prisa y cada vez que le miraba se reía como un chico. Poco a poco fueron viniendo moros a mí, tímidos. Me mostraban las marcas de la sarna entre los dedos y pedían un poco de ungüento. Algunas veces me traían lo mejor que poseían y dejaban unos pocos huevos, una gallina y siempre higos secos entre las raíces de la higuera. Algunas veces uno de ellos dejaba de trabajar y venía a la higuera para hablarme en secreto, receloso. Se quedaba de pie delante de mí, retorciendo el borde de su chilaba entre los dedos. Por último decía:

—Sargento, no trabajar más. Me voy. Tener bastante trabajo.

—¿Y qué vas a hacer?

Volvía a enmarañar sus dedos en los pliegues de la chilaba:

—Yo decir la verdad a ti. Yo tiene treinta duros y compra un fusil. Pero nunca viene a matar sargento. Ninguno de nosotros mata sargento.

—¿Quién te va a vender el fusil?

—Los franceses. ¿Sabes?, un buen fusil con balas gordas como esto. —Y me mostraba todo el largo de su pulgar—. Después tendré un caballo y una mujera.

Se marchaban, sonriendo felices como chicos revoltosos y asegurándome que no me matarían. Pero un fusil era todo su futuro; un fusil para matar soldados españoles. Su técnica era simple: al amanecer se emboscaban en una cuneta con su fusil cargado y esperaban por el primer soldado solitario que pasara. Le mataban, le robaban y desaparecían. Los viejos fusiles Remington que el gobierno francés vendía a comerciantes poco escrupulosos venían a parar aquí. La gruesa bala de plomo producía un sonido peculiar cuando salía de la boca del fusil, un ruido que sonaba en los cerros: «Pa... co». Y por este nombre «Paco» los conocíamos todos. En las primeras horas de la mañana, parejas de soldados de caballería hacían un recorrido de reconocimiento entre las posiciones: eran la presa que más codiciaban los pacos. Un tiro afortunado les hacía dueños de un fusil y un caballo.

Una mañana, al fin de mi primer mes en la posición de Hámara, vino el comandante Castelo. Venía en un Ford, uno de aquellos Ford legendarios que corrían mejor sobre un campo arado que sobre un camino. Poco después un soldado vino a buscarme:

—A sus órdenes, mi sargento. El comandante, que se presente usted.

El comandante y los tres oficiales de la compañía estaban agrupados al lado del coche. Sobre su techo negro habían extendido mi plano del terreno. El comandante Castelo me miró de alto abajo. Nunca nos habíamos visto. Era un hombre bajo, corpulento, con la atrayente agilidad infantil de algunos hombres gordos que parecen sentarse de culo a cada paso. Sus ojos pequeños eran vivos, las manos muy finas y sus botas increíblemente brillantes en todo este polvo.

Señaló el plano:

—¿Es usted quien ha hecho esto?

—Sí, señor.

—Bien. Véngase con nosotros.

Me senté al lado del chófer, el comandante y don José —nuestro capitán—, en el interior. Cruzamos la llanura y trepamos al Zoco. En la cima dejamos el coche y el comandante mandó a su chófer que pidiera a la Compañía de Ingenieros que había en el Zoco del Arbaa que nos prestaran los instrumentos topográficos necesarios y cuatro soldados con jalones. Nos quedamos esperando y contemplando la llanura. En la distancia emergía el pico de Hámara como un pecho de mujer erecto. Su verdor, alimentado por el arroyo, resaltaba agriamente sobre la tierra amarilla. Don José dijo:

—Abrasa el sol. Debíamos de beber algo primero.

El comandante no replicó. Después se dirigió a mí:

—Ha trazado usted la pista casi en una línea recta, pero me parece que hay una pendiente excesiva. —Se volvió a don José—. Dispense. Ha trazado usted la pista casi en una línea recta... pero, como es Barea quien ha dibujado el plano...

—Oh, sí, sí. No importa. Personalmente, yo lo encuentro mejor así. Ya sabe usted, Castelo, entre dos puntos lo más corto es una línea recta. —Y se echó a reír con una risita chillona que el comandante cortó en seco con una mirada.

—¿No cree usted, Barea, que hubiera sido mejor hacer aquí un descenso en ángulo, bordeando la ladera?

—Posiblemente, mi comandante, pero había un problema de nivelación. La trinchera que yo he marcado tiene aproximadamente unos cien metros de largo y supone desmontar bastante tierra. Pero un descenso en zigzag supone más de cuatrocientos metros para llegar al mismo sitio. En total habría que desmontar mucha más tierra, construir mucho más firme y pagar más jornales. Por mis cálculos, creo que se ahorran unas cinco mil pesetas...

Venía el coche con los instrumentos. El comandante alargó a don José el estuche del teodolito:

—Póngale aquí en estación y corrija los niveles —dijo señalando un punto en el terreno. Un soldado armó el trípode. El comandante explicaba a cada uno el sitio donde tenía que ir con los jalones. Don José había sacado el teodolito de su estuche y estaba allí quieto, sosteniéndole con ambas manos. Uno de los soldados tomó el instrumento y lo atornilló al trípode. El capitán le hizo girar y se inclinó a mirar curioso por el anteojo. El comandante preguntó:

—¿Estamos listos?

—Cuando usted quiera.

El comandante fue al instrumento y lo hizo girar:

—Pero le he dicho que corrigiera los niveles, capitán Blanco.

—Oh, ya está. Se puede ver Hámara perfectamente.

El comandante se dirigió a mí como a un cómplice:

—¿Quiere usted comprobarlo, Barea?

Corregí los niveles, la brújula y las retículas. El comandante me dijo:

—Coja un eclímetro.

Trabajamos juntos toda la mañana el comandante y yo. Don José se paseaba a nuestras espaldas, fumando sin cesar. De tiempo en tiempo se acercaba:

—Qué, ¿cómo van las cosas, bien?

Volvimos a la posición. Después de comer, el comandante me mandó llamar. Entré en la tienda del capitán. Estaban los dos en mangas de camisa, sentados a la mesa con el plano entre medias y una caja de botellas de cerveza a los pies:

—Coja usted una botella de cerveza si quiere —dijo el comandante; y al capitán:

—Deje usted que se siente aquí Barea.

Me senté enfrente del comandante y éste comenzó:

—Aquí hay un error, pero es insignificante...

Nos enzarzamos en una larga discusión sobre el terreno. Don José se sentó en su cama y por un rato nos contempló con sus ojos bizcos. Después dejó caer la cabeza sobre la almohada y te quedó dormido. Comenzó a poco a roncar suavemente, como un puchero que hierve al rescoldo.

El comandante Castelo era un hombre inteligentísimo. Sus explicaciones eran claras y simples. De vez en cuando aclaraba fácilmente mis dudas. Conocía cada palmo del terreno y la lección que me dio fue admirable. Corregimos el plano a lápiz. Al fin lo dobló y cogió su guerrera del respaldo de la silla.

—Le mandaré un ferroprusiato de Tetuán. —Se quedó mirando a don José:

—Me voy. —Cuando estábamos fuera de la tienda volvió la cabeza hacia ella—: Por Dios, no le deje usted meter mano a este hombre. Si tropieza usted con dificultades, llámeme al teléfono. Voy a arreglar esto; ¿dónde está el telefonista?

Dio órdenes de poner el teléfono a mi disposición siempre que le quisiera llamar. Le acompañé hasta el coche y cuando bajábamos la cuesta le pregunté:

—Mi comandante, ¿y qué hacemos con el teniente y el alférez? Porque me parece que me coloca usted en una situación violenta.

—No se apure. El teniente se va a la campaña el mes que viene. El alférez, ¡puf!, le costó veinte años llegar a serlo. ¿Qué diablos entiende él de estas cosas? Cuando don José despertó de su siesta, me preguntó:

—Qué, ¿le agrada el comandante?

—Mucho, mi capitán.

—Bueno. Supongo que se habrá enterado usted bien de todo. Haga lo que quiera. La verdad es que yo no entiendo una palabra de estas cosas. Se me ha olvidado todo. De todas maneras, para lo que sirve... —Hizo una pausa—. Mañana me voy a Tánger.

Martín me contó su historia a trozos: cuando nació le echaron a la Inclusa de Madrid. Unos pocos días más tarde le pusieron en manos de una nodriza que vino a buscar un crío, desde un pueblecito escondido en las montañas de León. Tuvo suerte. La beneficencia generalmente confía los expósitos a nodrizas de los pueblos, que se presentan atraídas porque la paga miserable representa una riqueza en su pueblo. Después hinchan a los chicos con sopas y vuelven a buscar un nuevo crío cuando el primero se ha muerto de disentería. Pero la nodriza de Martín era una mujer montañesa, casada, a quien el chico le había nacido muerto y, además, se había quedado inutilizada para tener más. Crió al expósito a sus pechos y ella y su marido le tomaron cariño como si fuera el hijo propio. Los familiares odiaban al intruso y el pueblo entero le llamaba el Hospiciano. Cuando tenía quince años, sus padres adoptivos murieron con unos meses de diferencia; los familiares tomaron posesión del trozo de tierra, de las dos mulas y de la casita donde habían vivido y devolvieron al hospiciano al Hospicio. Nadie le quería aquí y él no se podía acostumbrar a vivir encerrado. Solicitó ir de corneta a un regimiento, y allí, un niño entre hombres, se convirtió otra vez en el chico mimado. Cuando llegó a dieciocho años, se vino voluntario a África. Desde entonces nunca había salido de allí. Ahora llevaba en el regimiento casi veinte años. ¡Las cosas que había visto!

—¿Y qué piensas hacer? ¿Vas a estar aquí toda la vida?

—¡Oh, no! Tengo derecho a retirarme dentro de tres años. Me darán una pensión de cinco reales diarios y con mis ahorros, pues, yo he pensado poner una taberna en Madrid. Y casarme.

—¿Has ahorrado mucho?

—Figúrese. Todos los premios de voluntario. Cuando me marche de la mili, tendré unas seis mil pesetas. La única cosa es que, si yo hubiera sabido leer bien, me hubieran hecho un cabo de banda y ahora sería un sargento de banda y no me iría.

—¿Por qué no has aprendido a leer?

—No pude. Las letras y los números se me revuelven en la cabeza y no puedo separarles. Es aquí; debo tener una cabeza muy dura. —Se golpea el cráneo para convencerme de que nada podía entrar dentro de él.

Cada tienda contenía veinte hombres. Dormían sobre sacos rellenos de paja, tendidos en el suelo y puestos como los radios de una rueda alrededor del palo de la tienda. Algunas veces encendían una vela y la pegaban al poste. Se quitaban las guerreras y las camisas y se quedaban desnudos de cintura arriba. Buscaban entre los pliegues de la ropa y mataban los piojos uno a uno. El piojo era el amo y señor del campamento. Nada en Marruecos estaba libre de piojos. Se contaba que el día de la toma de Xauen, el general Berenguer se quejó de no tener carne en la comida. El general Castro Girona dijo:

—¿Carne? —Se metió una mano bajo el sobaco y sacó dos o tres piojos de allí—. Ésta es la única carne que hay aquí, si te sirve...

Entre los árabes de la montaña el piojo debía ser un animal sagrado. Escarbaban con los dedos entre sus chilabas y durante horas sacaban piojos de entre sus pliegues, pero los dejaban caer a sus pies sin matarlos. Así, sentarse era correr el riesgo de ser asaltado por un ejército de insectos hambrientos. En el arroyo habíamos cavado un remanso y construido un baño. Se obligaba a todos a bañarse el sábado y, después, a lavarse las ropas que se secaban al sol rápidamente. Los domingos por la mañana,

Hámara estaba habitado por una tribu de salvajes desnudos. A la hora de la comida se ponían sus ropas calientes de sol. Por la tarde estaban infestados de piojos. Era una batalla silenciosa, en la que era imposible vencer.

Una tarde, Manzanares, nuestro ordenanza, comenzó a hablarme:

—Usted es de Madrid, ¿no?

—Sí, ¿por qué?

—Nada. Curiosidad. Vaya juergas que me he corrido en Madrid. —Tomó una actitud interesante que resultaba cómica por su figurilla y agregó—: ¿Usted sabe quién soy yo?

—¿Quién eres tú? —le contesté muy serio, conteniendo la risa.

—Primero me llamaban el Manzanares, pero luego comenzaron a llamarme el Marquesito, porque me casé con tres muchachas contándoles que era el hijo de un marqués. Dos en Barcelona y una en Madrid.

Me le quedé mirando. Nuestro ordenanza, o padecía megalomanía o había bebido más de la cuenta.

—Bien, hombre, anda, márchate y déjame en paz.

Cuando vinieron los otros sargentos, les conté la historia y Córcoles dijo:

—No sé si la historia sobre los casamientos es verdad. Pero lo que sí es verdad es que Manzanares es un carterista famoso; y tiene gracia cómo ha venido a parar aquí. La policía de Madrid no conseguía atraparle nunca ni probarle ningún robo, y uno de los inspectores decidió estropearle la carrera. Un día arrestaron a Manzanares en la calle y le llevaron a la comisaría. Le preguntaron el nombre, la edad, el domicilio, hasta que llegaron a la profesión. Manzanares tenía dinero, pagaba puntualmente a la patrona, se gastaba un pico en mujeres y vino, pero no podía explicar de dónde le venían los cuartos.

—Conque, ¿sin oficio, eh? —dijo el comisario—. Bien, pues con arreglo a la ley de vagos, te pasarás una quincena a la sombra.

No podían imponerle más. Manzanares fue a la cárcel, tomó una celda de pago y vivió quince días como un príncipe. Una noche le abrieron las puertas de la cárcel y le pusieron en la calle. A los diez minutos la policía le detenía y le llevaba ante el mismo comisario. Otros quince días. Y así por meses, hasta que Manzanares se hartó del juego y un día le dijo al inspector:

—Bueno, ¿qué es lo que se propone usted?

—Nada, terminar contigo.

Le mandaron otra vez a la cárcel y Manzanares se puso a cavilar. Le escribió una carta al inspector y le ofreció marcharse voluntario a África si le dejaban en paz. Y aquí le trajeron directamente desde la cárcel Modelo.

—¿Y qué? —pregunté.

—¡Psch!, al parecer ha aprendido la manera de abrir las carteras a los moros en los zocos. Pero como gana dinero es con las cartas en las manos. En esto es simplemente maravilloso.

—No comprendo por qué le habéis hecho machacante.

—Te diré: Manzanares tiene su filosofía. Dice que como es el único ladrón acreditado que existe aquí, le harán responsable de todo lo que falte. Y no sé cómo se las arregla, pero desde que él está no falta un botón en la compañía.

Julián me contó su historia:

—¿Tú conoces a mi padre?

—No lo sé, si no me dices quién es. Pero seguramente no.

—Sí, hombre, le conoces. Es el capitán Beleño, el maestro de talleres de la comandancia en Ceuta.

Me eché a reír. Claro que le conocía. ¿Quién no le conocía en Ceuta? Julián, amoscado por la risa, dijo:

—Claro que le conoces. Todos le conocen. Bueno, pues yo soy su hijo.

—No lo hubiera creído nunca, porque él es flaco como un espárrago y tú pareces un queso de bola. No te enfades, pero la verdad es que estás gordito.

—Sí. Me llaman el sargento Bolita. He salido a mi madre, que parece el corcho de un barril. Bien, pues si yo estoy aquí, es por culpa de mi padre.

El padre de Julián, el capitán Beleño, era un carpintero de ribera en Málaga cuando tenía sus veinte años. Con una sierra, un hacha y una azuela, construía barcos de pesca con el mismo arte rudimentario y las mismas reglas que los griegos y los fenicios usaban hace dos mil años. Por razón de su oficio, le destinaron al regimiento de Pontoneros. Cuando acabó el servicio, su capitán le sugirió que se quedara en el ejército como un obrero afiliado. en el ejército español, cada regimiento tiene varios obreros agregados, tales como herreros, carpinteros y guarnicioneros, que no sirven como soldados de filas, sino como obreros contratados por el estado y sujetos a la disciplina militar. en esta condición de personal agregado al ejército se les asimila a los diferentes rangos y se les concede promoción por escala de antigüedad. los obreros recién alistados tienen la categoría de sargentos; en el curso de los años van ascendiendo en paga y en rango hasta llegar a capitanes. tienen derecho a llevar el uniforme de un capitán, pero en la práctica visten como paisanos y se presentan en el cuartel a realizar su trabajo en horas fijas.

Pero el capitán Beleño jamás prescindía del uniforme, a no ser que el trabajo entre manos le obligara a ello, y era famoso por la estricta disciplina que él, el capitán honorario, exigía de los soldados. Llevaba viviendo en Ceuta más de veinte años y su sueño era que su hijo llegara a realizar lo que él nunca podría realizar, mandar una compañía. Julián se crió en la disciplina de un cuartel. Cuando comenzó a balbucear sus primeras palabras, comenzó a aprender los principios básicos del arte militar vistos a través de la mente de su padre. Cuando tuvo diecisiete años, su padre le llevó un día al cuartel, le hizo firmar unos cuantos documentos en la oficina del regimiento y le dijo solemne: —Hijo mío, tu vida comienza hoy. Trabaja duro y en treinta años serás un capitán del ejército español como lo es tu padre. Más que tu padre, porque tú puedes ser un capitán de verdad y no un pobre trabajador como yo.

Los oficiales, que estimaban al viejo, metieron al muchacho en la oficina y le mantuvieron allí hasta que ascendió a sargento.

—Pero ahora que ya soy un sargento, esto se ha acabado. Es—toy preparándome para oposiciones en Correos y en cuanto sean los exámenes y apruebe, me licencio. ¡A la mierda mi padre y sus estrellas de capitán, que ojalá no hubiera visto en mi vida!

Herrero protestó agrio:

—Tu eres un idiota. Si te hubiera costado lo que me ha costado a mí llegar a sargento, mirarías las cosas de otra manera. Pero claro, tú nunca has pasado hambre.

—Hombre, yo creo que está en su derecho de preferir una profesión y dejar el cuartel. Yo mismo, en cuanto cumpla mis tres años, me licencio.

—¿Y entonces, por qué te has hecho sargento?

—¿Por qué te has hecho tú?

—¿Yo? Para poder comer. Cuando yo entré en el cuartel, hace doce años, me moría de hambre y me hinchaban a bofetadas. Porque los sargentos de entonces pegaban de firme y a mí me tocó una buena ración. No sabía leer ni escribir, ni tenía oficio. Pero cuando me dijeron que aprendiendo cosas podía llegar a sargento y no tendría que volver más a cavar y a andar detrás de las mulas y el arado, ni volver a pasar hambre... Bueno, me costó doce años, pero estoy orgulloso de ello. Y si Dios me da salud, me he de ver con mi pensión cuando sea viejo sin tener que ir al asilo.

Pepito, el hijo del señor Pepe, estaba zascandileando a mi alrededor mientras preparaba mi maletín para ir a Tetuán. Tenía que presentar las cuentas del mes y volver con el dinero para los jornales.

—Buena juerga se va usted a correr, ¿eh?

—No creo. No me interesan mucho las putas de Tetuán.

—Porque no las conoce usted. Hay para todos los gustos, con dinero, claro. Hay cada tía... Bueno, ya me lo contará después. Pero hablando de Tetuán, mi padre me ha dicho que le diera a usted esto. —Y me alargó un sobre con quinientas pesetas.

—Y esto, ¿para qué?

—¿Para qué va a ser? Para lo que le pida el cuerpo.

Nos marchamos juntos Córcoles y yo. En el camino del Zoco le conté el incidente. Se indignó:

—El hijo de zorra. Una miseria, quinientas pesetas. ¡A mí podía habérmelas ofrecido!

En el Zoco montamos en un camión que nos llevó hasta Tetuán. El comandante Castelo me recibió cariñosamente y echó una ojeada al montón de papeles con la firma del capitán.

—¿Ha comprobado usted todo?

—Sí, mi comandante.

Firmó rápidamente y me los devolvió sin mirarlos.

—Vete al capitán cajero y vuelve a verme antes de marcharte. —Había cambiado al tratamiento de tú.

Cobré y volví a su despacho. El comandante tenía un plano de la carretera extendido sobre su mesa. Me señaló un puntito negro dibujado al pie del cerro de Hámara entre las dos líneas paralelas de la carretera.

—¿Qué es esto?

—Una vieja higuera, mi comandante. Un árbol magnífico que nos va a costar trabajo arrancar. Yo creo que tiene más de quinientos años.

—Hacerle un barreno y meterle un cartucho de dinamita.

Encendió un cigarrillo y metió la mano en un cajón de la mesa. Sacó un papel y un sobre y me los alargó:

—Bueno, ahora tómate un descanso y diviértete un poco. Aquí tienes un pase libre por cuarenta y ocho horas. Deja el dinero de los jornales con el cajero y vete donde te dé la gana. Te recomiendo la casa de Luisa. Y esto es para que te diviertas.