Capítulo 2
El café español
Cuando mis tíos llegan al portal desde el tercer piso, yo he bajado ya, corriendo, las escaleras, he dado un portazo a la vidriera, contestado con una blasfemia del portero; he llegado, corriendo, hasta la puerta del Café Español, le he anunciado a Ángel que bajo en seguida, y he regresado a tiempo para que mi tía me coja de la mano, y recorro con ellos, muy modoso, el mismo camino.
Encima del portal hay un farol de gas, de llama libre, que parece una raja de melón chiquita. En la acera, un poco más abajo, una boca de riego, sin tapa, desborda su agua. Le doy un pisotón, ajustando la suela del zapato a la boca circular. El agua revienta en chispas que salpican las medias de mi tía y la ponen furiosa. Es una noche clara, con una luna de hoja de lata pulida que alumbra las calles de blanco y negro. En la calle del Arenal hay nuevos faroles de gas con mechero de camisa, y es como si toda la calle estuviera llena de luna. En nuestra calle, los antiguos faroles se ven en la acera blanca de luna como cerillas amarillentas; en la acera sin luna, como rincones temblorosos de luz.
Cuando llegamos a la esquina, Ángel deja de gritar sus periódicos con su voz ronca y se acerca a nosotros para dar las «buenas noches» a mis tíos, la gorra en la mano, al aire la cabeza apepinada de pelos largos y lacios, haciendo gestos de viejo. Da el periódico a mi tío que, como siempre, le regala la perra chica de vuelta. Ángel y yo nos guiñamos los ojos: estamos de acuerdo en cómo y cuándo nos reuniremos para jugar.
A mi tía le irrita que juegue con Ángel, y a su madre le molesta durante las horas de venta, porque deja de vocear los periódicos. Nuestros mejores ratos son las noches que bajo al café antes de que salga el Heraldo. Cuando llega el periódico húmedo y oliente de la imprenta, ya he arrancado a mi tía el permiso de acompañar a Ángel, después de haberla llevado al último grado del mal humor. Mi tío termina la discusión diciéndole invariablemente: «Deja al chico que corra por ahí». Yo salgo corriendo, mientras ella le gruñe a mi tío todos sus temores de que me atropelle un coche o me pierda, y toda su repugnancia de que me vean con un chiquillo vendedor de periódicos, que, al fin y al cabo, es un chico de la calle, un golfo, que sabe Dios qué cosas me podrá enseñar.
Ángel coge el mazo de periódicos, y mientras su madre se queda voceando en la puerta del café, nosotros emprendemos la excursión a través de las calles del barrio, casi solitarias. Vamos corriendo porque ha de aprovecharse el tiempo y vocearle antes de que los competidores lleguen. De los portales van saliendo criadas que nos gritan en la noche: «¡Aquí, el Heraldo!», y Ángel y yo corremos, cruzando las calles de pared a pared y volviendo veinte veces sobre nuestros pasos. Los clientes fijos esperan el periódico en sus casas. Ángel penetra en los portales y sube corriendo las escaleras, mientras yo espero abajo. De otros portales siguen saliendo criadas que llaman al Heraldo y entonces voy yo, que me he quedado con el brazado de periódicos. Si yo tuviera que vender periódicos, me daría vergüenza, pero como no soy yo quien vende, esto me divierte. La mayoría de las criadas me conocen y saben nuestra amistad, pero las nuevas me ponen una cara asustada al encontrarse con un vendedor de periódicos con cuello almidonado, chalina de seda, blusita de marinero con bordados de oro y zapatos brillantes de charol. Este es el traje obligado por mi tía para bajar al café, donde todos los que se reúnen son señores, y es uno de los motivos de su oposición a que vaya con Ángel. Durante el día, cuando bajo a la calle a jugar, vestido con el delantal de dril y las alpargatas, no le enfada que juegue con Ángel, vestido con su americana grande, una americana vieja de hombre, arreglada, que le regaló un cliente, de bolsillos caídos por el peso de la calderilla, que arrastran por el suelo cuando se agacha.
La vuelta al barrio por la noche es una aventura. Cuando vamos corriendo, saltan de pronto los gatos que atraviesan la calle como balas, asustados de nuestra carrera y de las palmadas que damos para hacerlos correr más. Gatean por la pared y se cuelan de cabeza en sus casas por las ventanas. En las esquinas hay montones de basura, y alrededor de ellos perros flaquísimos que nos miran, regruñen y nos hacen desviarnos. A veces salen corriendo detrás de nosotros y nos tenemos que parar y asustarlos a pedradas. En la escalera de piedra de la iglesia de Santiago los golfos preparan su alcoba: los chicos van trayendo los carteles de los teatros, arrancados de las vallas, que les sirven de colchón. Los hombres están sentados en los escalones esperando que los chicos hagan la cama. A veces forman un corro apretado y en cada esquina se pone uno de los chicos de guardia. Están jugando a las cartas, y los chicos les avisan si vienen los guardias o el sereno. Otras veces tienen en el suelo un periódico lleno de comida que les han dado en alguna casa, y se la comen entre todos, metiendo los dedos o cucharas de rabo corto, de cárcel o de cuartel. En invierno encienden una hoguera con paja y con tablas que arrancan de las vallas de los solares. Se sientan alrededor, y muchas veces el sereno o la pareja de guardias viene a calentarse un rato. Cuando llueve mucho, alguien les abre la verja de la iglesia y duermen en el atrio. Nosotros no nos paramos nunca con ellos, porque muchas veces roban chicos.
Los lecheros pasan al galope de su caballo, sonando los cántaros de leche. Y nos parecen los vaqueros americanos de los cuentos. A veces, nos encontramos con el viático. Delante va el cura con la capa bordada, y al lado el sacristán con un gran farol cuadrado. Detrás, una hilera de vecinos, siempre muchas viejas, con una vela encendida en la mano. También van los golfos que estaban en la puerta de la iglesia. Luego se guardan el cacho de vela que les han dado y lo venden al cerero de enfrente de la iglesia, para gastárselo en vino. Así que, cuando alguno se está muriendo en el barrio, ellos se alegran mucho. También roban la madera de la valla de los solares. La arrancan y la llevan a un horno de bollos que hay en la calle del Espejo. El dueño la aprovecha para encender el horno y les da montones de «escorza», que son todos los bollos y bizcochos que se rompen. Como todo el mundo sabe que son los golfos quienes se llevan la madera de las vallas, los chicos del barrio la arrancamos también y la llevamos al mismo horno. Luego ellos son los que se llevan la culpa.
Hoy ya ha salido el Heraldo y no hay aventuras. Es una lástima, porque la noche está hermosísima.
Entre la puerta de entrada del café y la segunda puerta interior que da al salón, hay un espacio cuadrado de unos dos metros de lado. Contra una de las paredes, un armario rojo con vidrieras, lleno de cajas de cerillas, de cigarros puros, de cajetillas y de mazos de palillos. En la parte baja hay dos tableros, donde se amontonan los periódicos. Los cristales de la puerta de entrada están cubiertos de periódicos ilustrados y de cuadernos de novelas para chicos. La señora Isabel, la madre de Ángel, se sienta en una sillita baja, entre el armario y la puerta exterior. En aquel rincón prepara la comida con una lamparilla de alcohol, remienda los pantalones de Ángel o las camisas de ella, cuenta los periódicos y fabrica los palillos, desgastando, una a una, astillitas de madera con una navaja muy afilada que saca unas virutas pequeñitas como queso rallado. Aunque no cabe apenas en el rincón, cuando vienen a verla su hija mayor y su yerno, con un niño de pecho y dos de la mano, se meten todos allí para no estorbar el paso. Y caben. Es un manojo de nervios la madre de Ángel, y cuando está sola, no para de hacer gestos, de hablar consigo misma y de blasfemar. Cuando se pone furiosa, parece un gato rabioso, y entonces Ángel no entra por allí, para evitarse una paliza.
Cuando pasamos ante ella, nos saluda y me da un montón de cajas de cerillas, con fototipia, para mi colección. En nuestra mesa —una mesa de mármol blanco, circular, alrededor de la cual pueden sentarse doce personas— está ya la mayoría de la tertulia. Don Rafael, el arquitecto, que tiene la manía de limpiar sus lentes con un pañuelo que lleva en el bolsillo del pecho de la americana. Cuando discute, el pañuelo y las gafas están constantemente entre su bolsillo, su nariz y sus manos. Don Ricardo —el maestro Villa—, director de la Banda Municipal de Madrid, bajito y tripudo y siempre alegre; todos toman café con leche menos él, que bebe cerveza. Don Sebastián, el padre de Esperancita, una niña que juega con Ángel y conmigo. Don Emilio, el párroco de la iglesia de Santiago, un señor gordo lleno de pelos —en los dedos de las manos le hacen ricitos que parecen manchas de tinta—, que me pincha los carrillos cuando me da un beso. Doña Isabel y su hermana doña Gertrudis: su criada, porque cuando se quedó viuda, su hermana la recogió en su casa y la mantiene. Doña Isabel se viste con trajes de seda de colores y lleva siempre un boa de piel o de pluma. Su hermana va vestida de luto. Doña Gertrudis grande con unas plumas de colores, que las llaman «lloronas». Cuando habla y mueve la cabeza, las plumas bailan como las de un plumero. La cara de doña Isabel es redonda, llena de bolsas de pellejo. Se da muchos polvos blancos y encima colorete, y se pinta también los labios y los ojos. Tiene un escote redondo muy grande con la pechuga al aire; y la garganta la forma un saco como el buche de las palomas. Doña Gertrudis tiene la cara como un cirio, larga y amarilla. Las dos viven en el mismo piso que mis tíos. Y por último, Modesto y Ramiro, el pianista y el violinista del café, los dos ciegos. Tocan muy bien y les han dado un premio en el Conservatorio. En el café les pagan un duro diario, la cena y el café con leche. El más inteligente de los dos es Ramiro, el violinista. Sabe andar entre las mesas sin guiarse con el bastón, y cuando va hasta el piano, nadie diría que es ciego. Conoce a todo el mundo por la voz y por la manera de andar, y con los dedos distingue las monedas falsas. Yo le quiero mucho, pero cuando se quita las gafas negras me da miedo, porque tiene los ojos como la clara del huevo, sin niñas. Claro que lleva las gafas para no asustar a la gente. Tiene unas manos pequeñas y regordetas que parece le registran a uno. Algunas veces me llama y me pasea las manos por la cabeza, por la cara y por el cuerpo. Y con las yemas de los dedos, me toca las pestañas, la nariz, los labios, las orejas, el cuello, el pelo, y me da la impresión de que tiene en la punta de los dedos ojos pequeñitos que me van mirando la piel de cerca. Después me dice muy convencido que soy muy guapo, y le creo porque no se equivoca nunca. Yo tengo dos chalinas de seda iguales, una es azul y otra roja, las dos con redondelitos blancos; pues Ramiro sabe con los dedos cuándo llevo una u otra.
Modesto tiene los ojos vacíos y lleva dos ojos de cristal que, cuando le miran a uno, molestan porque no se mueven. Es muy serio, mientras que Ramiro es muy alegre. Es alto y delgado. Y parecen un don Quijote y un Sancho Panza ciegos. Me acaricia muchas veces, pero nunca me mira con las manos.
Mi tía se sienta al lado de don Emilio, el cura, y empieza a hablarle de la Iglesia. Los demás hombres están hablando de política y mi tía no deja a don Emilio hablar con ellos. A todas las cosas que le dice le contesta: «Sí, doña Baldomera; no, doña Baldomera», hasta que al fin mi tía le deja y se pone a hablar con doña Isabel de las vecinas de la casa. Mientras, prepara mi taza de café. Ésta es una combinación de mi tía para ahorrarse los cuartos. El camarero pone un vaso a mi tío y otro a mi tía, y dos copas para agua. A mí me pone una taza muy gorda de las que se usan para el chocolate. Luego viene Manolo, el echador, con sus cafeteras grandes, y llena los vasos de mi tío y de mi tía. A mi tío le echa café solo y a mi tía leche sola. Después, en las copas del agua echa un poco de café y un poco de leche en cada una. Y mi tía le da una perra gorda. En seguida mi tía, con las dos copas y los dos vasos, se pone a mezclarlo todo, y cuando está por igual, llena mi taza de café con leche y les quedan a ellos los vasos llenos.
Cuando acaba de hacer la mezcla, me tomo de un trago el café y me voy con Esperancita, que está ya detrás de mi silla, tirándome pellizcos para que nos vayamos a jugar. Nos disparamos a través del laberinto de veladores, de sillas y de divanes. Unos divanes de terciopelo rojo, puestos a lo largo de la pared, sobre los que nos gusta correr a cuatro patas en la calle que forman su respaldo y el borde de la mesa. Algunas veces nos damos con una mesa y nos hacemos un chichón. Nos ponemos de pie en los divanes y asomamos la cara a los espejos de la pared. Después se queda marcada en los divanes la suela de nuestros zapatos, y el señor Pepe, el camarero, viene a regañarnos. Empezamos a dar palmadas para quitar las manchas y salen nubes de polvo, y en el terciopelo rojo las manos se quedan marcadas en colorado con el blanco del polvo alrededor. El señor Pepe se enfada más y quita el polvo con el paño, sin golpear. Otras veces pasamos las uñas a contrapelo y dibujamos letreros y caras que luego se borran alisando el pelo con la palma de la mano. Al dibujar, los pelillos raspan el dedo como si le lamiera un gato; al borrar se convierten en el lomo del gato.
Cuando no nos mira el amo del café que está detrás del mostrador nos filtramos por la escalerilla que lleva a los billares. Abrimos la puerta de paño verde y entramos despacito en el salón. Veo hoy la escena con ojos que entonces no tenía. El salón enorme, lleno de ventanales en tres de sus lados, con sus arcos voltaicos, deslumbrantes en su globo de cristal alambrado, con su chisporrotear de carbones y el chirriar de sus mecanismos, susto de mariposas; y la luz amarilla de los viejos faroles de gas de la calle de Vergara, con sus llamas de raja de melón y su soplo silbante. Las ocho mesas macizas de sombras cuadradas, espesas, bailoteantes a los reflejos cambiados de las luces, chispeantes de barniz, dormidas en el verde secante de sus tableros forrados de paño. Las sombras largas de los ventanales con sus cruces negras, de ángulos rotos, tendidas por el suelo, reptantes por las mesas y las paredes. Todo dormido, en el silencio. Tan sonoro que, al hablar en voz baja, se levantaba el murmullo de sus rincones. Nos sobrecogíamos un momento, temerosos, en el umbral de la puerta de paño que se cerraba blandamente a nuestras espaldas. Y oíamos, en el fondo del inmenso salón, las blandas patas que huían. La visión de las bolas de la mesa más cercana, brillantes en su cajón abierto a un costado, nos animaba a proseguir la aventura. El sonido de las primeras cogidas rompía la pesadez del ambiente y diluía nuestra tensión. Arrebatábamos las bolas de los bolsillos triples de las mesas y las volcábamos entre risas en la mesa central, la más grande, la madre de todas las mesas. Corríamos alrededor de ella, agarrando al pasar sus patas de elefante, las manos perdidas en el mar vivo de bolas que corrían sobre el tapete verde con reflejos blancos y rojos y sonar de huesos de sus cabezas calvas.
El incendio de todos los focos del salón encendidos de golpe; la mancha negra, espesa, de los bigotes gordos y puntiagudos del dueño nos sorprendía encaramados en lo alto de la pradera verde. Nos inmovilizaba, mientras las bolas terminaban sus carreras chocando con las vecinas, cuando nosotros quisiéramos hacerlas callar y que se estuvieran tan quietas como nosotros. Saltábamos de la mesa como monos huidos. Bajábamos de tres en tres la estrecha escalera que habíamos subido de puntillas, perseguidos por los denuestos del ogro. Caíamos en el salón con la cara roja de la excitación y del miedo.
Ha venido mi madre. Cuando vamos hacia nuestra mesa, Esperancita echa a correr y se esconde detrás de la cortina roja que tapa la vidriera de entrada. Yo entro detrás de ella a prenderla y, a través de los cristales, veo a mi madre hablando con la madre de Ángel y con el señor Pepe. Como Esperancita está también en el secreto de las cosas, nos ponemos rápidamente de acuerdo: salimos de detrás de la cortina, ella delante, corriendo en dirección a la otra puerta del café que está allá abajo, al lado del mostrador. Esperancita desaparece detrás de esta otra cortina y yo también, pero en vez de quedarnos allí salimos corriendo a la calle y volvemos por el exterior a la entrada donde están los periódicos. Todavía está mi madre allí. Nos besamos y nos abrazamos y le cuento atropelladamente la astucia de que nos hemos valido para venir a darle un beso, sin que lo vea mi tía. Y nos volvemos otra vez corriendo por el mismo camino, para seguir correteando por el salón, como si no hubiera pasado nada.
Una vez más le explico a Esperancita:
—¿Tú sabes? Mi tía se enfada mucho cuando me ve besar a mi madre, porque quiere que sólo la bese a ella y que no quiera a mi madre. Cuando se enfada, me dice que soy un desgraciado, porque es ella quien me mantiene, y después regaña a mi madre, diciéndole que parece que tiene miedo de que me roben. Así que mi madre y yo, cuando nos queremos besar, nos escondemos.
Entretanto mi madre ha entrado y se ha sentado al lado de mi tía. Pepe ha traído un vaso y su platillo de azúcar y entonces voy a la mesa, nada más que para darle un golpecito en el hombro, decirle «¡hola!» y robarle un terrón de azúcar. Inmediatamente me marcho de nuevo a jugar. Mi tía se queda satisfecha.
En una mesa cercana hemos encontrado un juego de dominó y nos ponemos a hacer construcciones con las fichas. Desde aquí veo a mi madre tomando su café silenciosamente y a mi tía discutiendo con doña Isabel, seguramente aún sus chismes de vecinos. Mi madre es una mujer pequeñita, un poquito redonda, rápida en sus movimientos. La piel muy blanca, los ojos grises, como los gatos, y el pelo castaño, con muy pocas canas en las sienes, disimula sus cincuenta años y pico. Viste una falda negra, una blusa de percal gris, y lleva un pañuelo de rayas en la cabeza y un delantal también de rayas en la cintura. Mi tía es una señora de sesenta años, vestida con un traje negro de flores bordadas, cubierto el pelo, completamente blanco, con un velo negro. Tiene una cara de vieja como de porcelana fina y presume del color de sus carrillos, que es natural, y de la finura de sus manos que parecen de seda. Pero mi madre tiene las manos tan finas como ella y aún más pequeñitas. Esto algunas veces le da rabia a mi tía, que se unta crema en las manos y se da limón y glicerina, y le dice a mi madre que no comprende cómo, trabajando, puede tener las manos así. Mi tía es la señora y mi madre la criada, igual que doña Isabel y su hermana. Ahora viene a tomar café con nosotros, después de recoger la mesa de la cena en casa de los tíos, ha fregado los cacharros y ha barrido el comedor y la cocina. Algunas veces interviene en la conversación de los demás, porque todos la quieren mucho y le hacen preguntas, pero en general se queda callada y busca la ocasión de irse a charlar con la madre de Ángel y el señor Pepe.
A las once de la noche se deshace la reunión, y nos volvemos a casa, mi tía y yo delante, mi tío y mi madre detrás. Se ha adelantado la marcha y nos hemos quedado sin jugar con Ángel, que termina a esta hora su venta y nos mira marcharnos con la cara triste, porque ahora se queda solo hasta que cierren el café.
Mañana tenemos que madrugar mucho, pues por la tarde mis tíos y yo nos vamos al pueblo a pasar el verano. Aunque el coche no sale hasta la tarde, mi tía necesita preparar todas sus maletas y la merienda antes del mediodía. No nos dejará parar en toda la mañana con sus impaciencias. Claro que, como siempre, mi madre es la que tendrá que aguantarla, porque mi tío me llevará a ver la parada y no volveremos hasta la hora de comer. Éste es el sistema que tiene los domingos para no oírla.
Cuando llegamos a casa mi gato y yo nos tomamos juntos mi leche en la mesa del comedor, como todas las noches. Mi tío se sienta enfrente de nosotros, mientras mi tía anda en la alcoba inmediata al comedor, arreglando la lamparilla que servirá para tener luz toda la noche y a la vez para alumbrar a la Virgen que tiene allí. Entonces se me ocurre decirle a mi tío:
—Como nos vamos mañana, esta noche yo quiero dormir con mi madre.
Mi tío me contesta:
—Bueno, acuéstate con ella.
Mi tía estalla, saliendo de la alcoba:
—El niño se acostará en su cama como todas las noches.
—Pero ¡mujer! —dice mi tío.
—No hay mujer, ni hay pero. El niño duerme mejor solo.
—Pero si el chico se va mañana y quiere dormir con su madre, ¿por qué no le has de dejar? ¿No duerme otras veces con nosotros porque se te antoja a ti? Y me parece que dormirá peor con dos que con uno —responde mi tío.
Mi tía se encrespa y empieza a chillar:
—Pues, he dicho que no, y que no. Al niño no se le ocurre dormir con su madre; eso son cosas de ella, que ya lo habrá aleccionado.
Y agrega, llamando a mi madre a voces:
—¡Leonor, Leonor! El niño duerme en su cama, porque ¡lo mando yo! Son ya muchos mimos y este niño está demasiado consentido.
Mi madre, que ignora la causa de estas voces, se le queda mirando asombrada, y responde:
—Bueno, ya tiene la cama preparada.
Mi tía, ante el tono tranquilo de mi madre, se deja caer en una silla. Se pone a llorar copiosamente sobre la mesa:
—Os habéis propuesto matarme a disgustos. Estáis todos de acuerdo para hacerme sufrir. Hasta tú —se vuelve a mi tío—. Eres cómplice de ellos. Claro, tú dices que sí y ya la cosa no tiene remedio. Os habéis puesto de acuerdo los tres y, mientras, una tiene que aguantarse y callar.
Mi madre me coge de un brazo, nerviosa de rabia, y me dice:
—Anda, despídete de los tíos hasta mañana y vete a la cama.
Mi tía vuelve a estallar:
—Eso, ¡ya está todo arreglado! Pues el niño no se va a la cama. Hoy se acuesta conmigo.
Mi tío suelta un puñetazo en la mesa y se levanta furioso:
—¡Esta mujer está loca y nos va a volver locos a todos!
Yo reacciono violentamente y me agarro a las faldas de mi madre chillando:
—¡Yo me quiero acostar con mi madre esta noche!
El llanto y los gritos de mi tía recrudecen y por último se sale con la suya, ayudada de mi madre, que me empuja hacia ella, conteniendo su excitación.
Ya en la alcoba, yo lloro, abandonado de mi madre y odiando a mi tía, que se empeña en desnudarme entre lágrimas y pellizcos, alternando explosiones de cariño que me llenan la cara de babas y lágrimas, con arrebatos de furia en los que me zarandea. Mi tío acaba de perder la poca paciencia que le queda y le manda callarse enérgicamente. Nos metemos en la cama, yo entre los dos, y allí empieza mi tía a rezar el rosario y yo tengo que acompañarla. Mi tío lee el Heraldo a la luz de una vela sobre la mesilla de noche. Como siempre, antes de llegar al segundo diez del rosario, mi tía se queda dormida con la boca entreabierta, dejando ver el agujero de los dos dientes de arriba que le faltan, y que están en un vaso en la mesilla de noche. Al cabo de un ratito, me vuelvo despacio hacia mi tío y le digo en voz baja:
—Ya se ha dormido. Yo me quiero ir con mi madre.
Mi tío se pone un dedo en la boca y me dice, también bajito, que me espere. Apaga la luz y nos quedamos los dos despiertos en la semioscuridad de la lamparilla que hace unas sombras miedosas en el lecho. Al cabo de un rato grande, mi tío me coge con mucho cuidado, me deja en el suelo, y me da un beso y me dice que me vaya sin meter ruido.
Me voy despacio por el pasillo a la alcoba de mi madre que está al lado de la cocina, y entro allí a oscuras, tocando la ropa de la cama y diciéndole que soy yo, para que no se asuste. Me dice muy nerviosa que me vuelva. Pero yo le cuento cómo me ha ayudado el tío a salir, y entonces me deja un sitio en la cama. Y yo me quedo, hecho una bola, de espaldas a ella, en el hueco de sus brazos. El gato salta y empuja con la cabeza el embozo para meterse dentro como todas las noches. Los tres nos quedamos así, muy callados para dormirnos.
Sobre el cogote me cae una gota, y el gato me lame la cara.