Capítulo 6
Víspera de batalla
—Van a empezar en abril.
—Eso dicen. La primavera es el mejor tiempo.
—Hay quien dice que van a empezar desde Ben—Karrick y otros que desde Xauen. Naturalmente, tú lo sabes mejor que yo...
—Claro.
No conocía una palabra de los planes de campaña, pero no pude resistir el deseo de mostrarme bien enterado.
—Cuéntame. Me apuesto a que van a empezar por Xauen.
—Naturalmente. Fíjate, el valle de Beni—Arós está cerrado por Xauen y por Larache en las dos puntas, y por las posiciones francesas y las nuestras por ambos lados. Vamos a mandar una columna desde Larache y otra desde Xauen y vamos a coger al Raisuni en medio, sin que tenga escape.
Pero Luisa quería conocer mucho más. Como un estratego de café, le fui detallando todas las operaciones que se planeaban.
Después, nos acostamos. Aquella noche no esperaba al general.
Al día siguiente le conté a Montillo el curioso interés de la Luisa en el plan de operaciones.
—Has hecho bien en contarle un cuento. La zorra esa está chupando por los dos lados, o mejor, yo creo que por tres, porque me parece que está dando información a los moros por un lado y a los franceses de Tánger por otro. De todas maneras, tenemos que contárselo al comandante.
La consecuencia fue que se me pidió que cultivara la amistad de la Luisa y que le fuera dando informes cada vez más detallados de las operaciones que iban a emprenderse por el camino de Xauen. Yo seguía sin tener más nociones que antes del plan. Mi trabajo era coleccionar los informes de los agentes, hacer notas y trazar mapas más o menos rudimentarios del valle de Beni—Arós v de sus líneas de comunicaciones.
Poco a poco fui conociendo a los jefes de las fuerzas de operaciones. El general Dámaso Berenguer, alto comisario de Marruecos, macizo y pesado, con una voz untuosa. El general Marzo, también de la familia de los generales gordos, con un corsé bajo el uniforme, sanguíneo y apopléjico, con un genio explosivo. El coronel Serrano, rechoncho y valiente hasta la temeridad, un hombre paternal a quien adoraban sus soldados por su buen humor y por su carencia absoluta de miedo. El teniente coronel González Tablas, alto, enérgico, una autoridad entre los moros de Regulares, de quien era el jefe, con mucho del aristócrata entre los demás jefes, que la mayoría parecían campesinos acomodados y quienes le odiaban cordialmente, o al menos a mí me lo parecía. Y, finalmente, el general Castro Girona, amabilísimo, pero extraño, con su piel tostada, su cabeza rapada y su interés genuino por los moros.
Este general, que parecía fundido para ser el «Hombre de Marruecos», disfrutaba de un prestigio tremendo entre los moros, muchos de cuyos dialectos hablaba bien. Político astuto, hizo posible la ocupación de Xauen sin derramamiento de sangre, a costa sólo de unos cuantos tiros sueltos; semanas antes de la operación entró en la ciudad disfrazado de carbonero moro y negoció el rendimiento con los notables, amenazándolos con un bombardeo del pueblo y ofreciéndoles a la vez beneficios pecuniarios.
Esta hazaña, indudablemente, salvó a cientos de familias españolas de llevar luto, porque Xauen está escondida entre montañas en una posición casi inexpugnable. Pero le ganó la enemistad unánime de los generales que soñaban con una «conquista» de Xauen, la ciudad sagrada, y con escribir «una página gloriosa de historia». En las operaciones siguientes Castro Girona no recibió ningún mando de fuerza. Las condecoraciones y los ascensos se reservaban para los otros.
Lo que yo vi del Estado Mayor del ejército español en aquella época, me mueve a hacerle justicia. He visto allí hombres que representaban la ciencia y la cultura militares, estudiosos y desinteresados, luchando constantemente contra la envidia de sus hermanos oficiales en otros cuerpos y contra el antagonismo de los generales, muchos de los cuales eran incapaces de leer un mapa militar y, siendo por tanto dependientes del Estado Mayor, odiaban o despreciaban a sus miembros. Los oficiales del Estado Mayor, en general, eran impotentes: cuando un general tenía «una idea», su único trabajo era tratar de encontrar la forma menos peligrosa de ponerla en práctica, ya que les era imposible rechazarla. Las ideas de los generales eran, casi sin excepción, basadas en lo que ellos se complacían en llamar «por cojones».
Hacia el fin de marzo de 1921, los preparativos del Estado Mayor para las operaciones próximas estaban terminados. Volví a la compañía en Hámara. Tenía la orden de cesar el trabajo en la pista y unirme a una de las columnas, dejando en la posición un pelotón a las órdenes del alférez Mayorga y al señor Pepe con sus moros.
Por primera vez iba a ir a la guerra.
Cada soldado cogido en el mecanismo de un ejército se pregunta a sí mismo en la víspera de ir al frente: «¿Por qué?». Los soldados españoles en Marruecos se hacían la misma pregunta. No podían evitar el intentar entender por qué se encontraban en África y por qué tenían que arriesgar sus vidas. Los habían hecho soldados a los veinte años, porque tenían veinte años; los habían destinado a un regimiento y los habían mandado a África a matar moros. Hasta aquí, su historia era la misma de todos los soldados que son movilizados por una ley y mandados al frente de batalla. Pero en este punto comenzaba su historia puramente española:
«¿Por qué tenemos nosotros que luchar contra los moros? ¿Por qué tenemos que "civilizarlos" si no quieren ser civilizados? ¿Civilizarlos a ellos, nosotros? ¿Nosotros, los de Castilla, de Andalucía, de las montañas de Gerona, que no sabemos leer ni escribir? Tonterías. ¿Quién nos civiliza a nosotros? Nuestros pueblos no tienen escuelas, las casas son de adobe, dormimos con la ropa puesta, en un camastro de tres tablas en la cuadra, al lado de las mulas, para estar calientes. Comemos una cebolla y un mendrugo de pan al amanecer y nos vamos a trabajar en los campos de sol a sol. A mediodía comemos un gazpacho, un revuelto de aceite, vinagre, sal, agua y pan. A la noche nos comemos unos garbanzos o unas patatas cocidas con un trozo de bacalao. Reventamos de hambre y de miseria. El amo nos roba y, si nos quejamos, la Guardia Civil nos muele a palos. Si yo no me hubiera presentado en el cuartel de la Guardia Civil cuando me tocó ser soldado, me hubieran dado una paliza. Me hubieran traído a la fuerza y me hubieran tenido aquí tres años más. Y mañana me van a matar. ¿O voy a ser yo el que mate?»
El soldado español aceptaba Marruecos como aceptaba las cosas inevitables, con el fatalismo racial frente a lo irremediable. «Sea lo que Dios quiera», dice. Y esto no es una resignación cristiana, sino una blasfemia subconsciente. Dicho así, significa que uno se siente impotente ante la realidad y tiene que resignarse a la voluntad del usurero cuando le quita a uno el trozo de tierra, aunque se haya pagado tres veces su valor, por la simple razón de que nunca tuvo uno junta la suma total de la deuda.
Este español «sea lo que Dios quiera» no significa esperanza en Dios y en su bondad, sino el fin de toda esperanza, la expectación de lo peor.
Los soldados españoles en Marruecos tenían todos los motivos para sentirlo así.
En la víspera de nuestra marcha, tres soldados se presentaron a reconocimiento médico. Uno tenía una alta fiebre y hubo que dejarlo en la tienda. Otro, que se había herido ligeramente en un dedo con el alambre de espino, tenía la mano terriblemente hinchada. El tercero tenía gonorrea. Tuvieron que quedarse en Hámara hasta que se les evacuara al hospital del Zoco del Arbaa o de Tetuán. El resto de la compañía emprendió la marcha a Ben—Karrick.
El cornetín marchaba al lado de mi caballo. No sólo reanudaba así la intimidad de nuestras conversaciones bajo la higuera, sino que también podía descargar parte de su equipo sobre las ancas del caballo y agarrarse a su cola cuando escalábamos un cerro.
—Martínez tenía una mala fiebre —dije, por decir algo.
—Lo que tiene es frescura.
—¿Frescura?
—¡Cómo se ve que no conoce usted a esa gente! No le pasa nada. Ni a los otros dos tampoco.
—No me digas que estoy ciego o tonto. Martínez tiene fiebre. Sotero tiene la mano como mi bota y Mencheta está chorreando pus.
—Sí, sí. Y ninguno de ellos quiere ir adonde voy yo. Martínez se puso una cabeza de ajo bajo el sobaco durante la noche. Sotero se metió ortigas machacadas en el rasguño que tenía y Mencheta se ha puesto un sinapismo.
—¿Un sinapismo?
—Sí, señor. Uno de esos papeles untados de mostaza, que venden en la botica para los catarros. Hace usted un tubito delgado con ellos y se los mete en el caño de la orina y lo deja allí toda la noche; al día siguiente es un chorro. Ahora los tres irán al hospital, y cuando ya no puedan seguir más con sus trucos, las operaciones se han acabado. Yo lo he hecho muchas veces. Hay muchas cosas más que se pueden hacer: come uno tabaco y se vuelve amarillo, como si tuviera ictericia. Se calienta una perra gorda y se hace uno una úlcera en una pierna. Ahora estamos aquí en el campo y no se puede hacer nada, pero en Tetuán, seguro que toda la noche ha habido colas en las casas de zorras donde hay alguna enferma. En una semana, docenas van a ir de cabeza al hospital.
—¿Me supongo que sabes lo que se arriesga con esas cosas?
—Sí. Pero un balazo en la tripa es peor. Si le dan a uno, se acabó. Le da a usted peritonitis y revienta; porque los doctores se quedan en la retaguardia. Ya lo verá usted. Todos éstos vienen, la mayoría porque son tontos y otros porque no han podido ir a Tetuán. A veces, en víspera de operaciones hay docenas más.
—Entonces, tú, ¿por qué vienes? Podías haber usado uno de esos trucos.
—Yo ya no lo puedo hacer más. Tarde o temprano empiezan a fijarse en uno y se corre el riesgo de ir a presidio. Ahora, cuando toca ir de operaciones, me digo: «Sea lo que Dios quiera», y echo para adelante.
A primeras horas de la tarde llegamos a Ben—Karrick. En la época era una de las bases de operaciones. Era un pequeño campamento con un cuartel para los Regulares y la infantería, un depósito de intendencia y almacenes para los contratistas del ejército. Tenía varias cantinas bien abastecidas de vino, licores y comestibles en conserva. De vez en cuando, dos o tres mujeres venían de Tetuán y se pasaban allí unos días.
Armamos las tiendas fuera de la posición. Se estaba formando una columna de ocho mil hombres a las órdenes del general Marzo. Tendríamos que esperar un par de días, hasta que todo estuviera listo, y entre tanto Ben—Karrick se convirtió en una fiesta. No había más que comida y bebida, pero ¡cómo comimos y bebimos!
En el código español de relaciones personales, la borrachera se considera no sólo desagradable y molesta, sino también como una falta de virilidad. Un grupo de amigos acabará por expulsar al que no puede soportar su bebida o restringirse de acuerdo con su resistencia. Le echarán por exhibirse él mismo como «poco hombre». Pero en ciertas ocasiones esta regla no rige, como por ejemplo en Nochebuena o en la noche de Año Nuevo. Y en Ben—Karrick era lo mismo. Se bebía para emborracharse.
La cantina del Malagueño era un sitio favorito de reunión de los sargentos, y el propietario, orgulloso de su clientela, ponía en la puerta a cualquier soldado que se atreviera a entrar. El Malagueño había comenzado como un cantinero que seguía a las columnas en marcha con un borriquillo cargado con cuatro damajuanas llenas de agua. Vendida a vasos, el agua se transformó en vino, las damajuanas en pellejos y el burro en mulo. Después levantó una barraca de tablas en la posición de Regaia. Ahora tenía un gran almacén en Ben—Karrick, lleno de jamones, chorizos, latas de sardinas, cerveza alemana, leche holandesa en lata, licores de todos los orígenes, vinos finos andaluces y una cocina en la que se podía hacer comida a cualquier hora. Junto al almacén había instalado un barracón donde mataba corderos y de vez en cuando una vaca, y de allí surtía las cocinas de todos los oficiales y sargentos de la guarnición con carne fresca.
Julián estaba en la misma situación que yo: iba a entrar en acción por primera vez en su vida. Su alegría natural de hombre gordo estaba nublada por sus pensamientos. Él, que acostumbrada a beber vino mezclado con agua en las comidas, estaba apurando vasos grandes de manzanilla.
—Te vas a emborrachar —le dije.
—Cuanto más borracho, mejor. Me quiero emborrachar. La culpa es de mi padre: si mañana me dan un tiro y me matan, ¿qué pasa?
—Nada, te enterramos y en paz. No te apures.
—Pobrecito —dijo Herrero—, está tan gordo que hace un blanco precioso. Te van a dar un tiro en la misma tripa.
—No te apures, tú te escondes detrás de mí —remató Córcóles, estirándose en toda su flacura.
Pero Julián no estaba para aguantar bromas. Se iba poniendo más y más moroso y bebiendo más y más. De repente estrelló el vaso contra el suelo y gritó:
—¡Me cago en mi padre!
El Malagueño conocía a Julián y a su padre y la historia de ambos. Levantó la trampilla del mostrador, se vino a nosotros y golpeó amistoso un hombro de Julián.
—Sí, señor. ¡Me cago en mi padre!
—Bien hecho. Si yo fuera tú, haría lo mismo. Y además le jugaría una mala pasada. ¿Sabes lo que yo haría, si fuera tú?
—¿El qué?
—Pues, mañana o al otro, el día que te encuentres ante los moros, si yo fuera tú, iba a echar para adelante y les iba a dejar que me dieran un tiro. Y mi padre se iba a arrancar las barbas de rabia.
Estallamos en carcajadas, pero Julián se puso lívido y le pegó una bofetada al Malagueño. El otro comenzó a soltar blasfemias horrendas y, agarrando el cuchillo de cortar el jamón, comenzó a gritar:
—¡Le mato! ¡Le voy a rajar las tripas! Ni el mismo Dios me ha pegado a mí en la cara. ¡Le voy a degollar como a un cerdo!
—Primero danos unos vasos de manzanilla. Después le rajas las tripas, si quieres. Pero lo mejor que podrías hacer era darle un vaso grande de coñac.
—Eso es una idea, compadre.
El Malagueño llenó nuestros vasos de vino y llenó el de Julián de coñac hasta los bordes.
—¡Bébetelo, hijo, bébetelo, a ver si se te cura la mala leche!
Julián vació el vaso de un golpe. Tres segundos más tarde estaba en el suelo como un talego. El Malagueño le levantó amorosamente en los brazos, le metió en la trastienda y le dejó sobre unos fardos del almacén. Nos mezclamos con un grupo de sargentos de infantería, todos hombres ya maduros, con largos años de servicio en África. Uno de ellos, un tipo flaco y amarillento, pareció cogerme simpatía:
—¡Con las ganas que tenía yo que empezaran las operaciones! —dijo.
—Qué, ¿te gusta el jaleo?
—No me hace mucha gracia, pero es la única probabilidad que tiene uno de un poco de suerte.
—¿De suerte para qué?
—De que caiga un ascenso. Con nosotros no pasa lo que en Ingenieros. Para llegar a suboficial, necesitamos diez o doce años. La única suerte que uno puede tener es que le den un tiro de suerte o que le maten a uno la sección. Es mucho más fácil ascender por méritos de guerra que por antigüedad.
—¿Y qué ibas a sacar? Diez duros más al mes.
—¿Que qué iba a ganar? Algo más que eso. De sargento no sacas nada más que cuando te nombran de cocina o cuando te mandan a un blocao. Pero de suboficial, eres tú quien te encargas del vestuario de la compañía. Imagínate, lo menos mil pesetas al mes y me quedo corto. Y con un poco de suerte en operaciones.
—¿Qué suerte? ¿Otro tiro?
—No, hombre, no seas idiota. Si yo soy el suboficial y me toca una de esas operaciones en que las cosas se ponen serias y me matan la mitad de la compañía, me pongo las botas. Al día siguiente doy parte de la pérdida del equipo de la compañía completo. Figúrate: doscientas mantas, doscientos pares de botas, doscientas camisas, doscientas guerreras...