Capítulo 2
Iniciación al hombre
Cuando el sereno se retira a dormir, a las seis y media de la mañana, da unos palos con el chuzo en el cierre metálico de la tienda. Arnulfo y yo nos despertamos. En el pasillo que forman las dos camas juntas, agachados, porque de pie damos con la cabeza en el techo, nos metemos los pantalones y nos lavamos uno detrás del otro en la palangana que hay a los pies de las camas. Bajamos, abrimos la puerta de entrada y barremos la tienda y las trastiendas. Después yo cojo un cubo de agua y una escalera. Voy limpiando los cristales uno tras otro. Hay cinco escaparates con cristales por dentro y por fuera. Cuatro espejos dentro de la tienda. Dos en la puerta de entrada. Una columna cuadrada forrada de espejos. Un mostrador, que es vitrina, forrado de cristal. La tienda entera es de cristal. En el cristal de los escaparates hay dedos marcados, manchones de nariz de miope, polvo, rozaduras, todas las porquerías que la calle tira durante el día contra las vidrieras. En los cristales del mostrador hay las mismas manchas y además manchas del tarro de goma de pegar las etiquetas, rayaduras de lápiz y de botones de bocamanga, manchones coloreados de las cajas puestas encima.
Todo tiene que quedar como un diamante. A las ocho don Arsenio baja, restregándose los labios grasientos, con su primer puro recién encendido y comienza a inspeccionar los cristales uno por uno, sin que ni una sola vez los encuentre bien. Después, bajo su inspección, mientras da chupadas al puro, de pie en la acera, contemplando su tienda, con una esponja lavo la portada de madera barnizada. Mientras tanto, viene Rafael que es el dependiente mayor, y cuando acabo de lavar la portada, don Arsenio nos manda a desayunar.
Arnulfo y yo subimos al último piso de la casa, donde vive don Arsenio, y, allí, su esposa doña Emilia y la criada nos sirven el desayuno, en la terraza si hace buen tiempo o en el comedor si el tiempo es malo. En general el desayuno consiste en un par de huevos fritos o en un filete o en un chorizo y un huevo frito, con un tazón de café con leche.
Comer bien es el orgullo de don Arsenio y a la vez la compensación del hambre que ha pasado toda su vida, hasta que ha llegado a ser independiente. Todos sabemos ya su historia, contada casi diariamente:
A los cinco años era pastor en las montañas de León y se alimentaba de sopas de ajo y leche agria. A los once, llegó a Madrid por la carretera, un pie tras otro, agarrado a la mano de su hermano, para entrar los dos como dependientes sin sueldo en La Palma —un establecimiento de la misma clase, el mejor de Madrid, aún existente—, cuyo dueño era paisano y reclutaba el personal entre los de su pueblo.
Las sopas de ajo de León las cambió por garbanzos duros con tocino y patatas con bacalao, régimen imperante en la alimentación de la dependencia de La Palma y la libertad de los montes por el encierro de la trastienda de donde sólo tenía derecho a salir una vez cada dos meses, para pasar una tarde de domingo con una peseta en el bolsillo, máxima cantidad que el dueño autorizaba como gasto de los chicos.
Veinte años estuvo allí encerrado. Siguiendo la tradición del comercio, entonces patriarcal, su amo le liquidó los ahorros y le avaló un crédito. Así puso esta tienda que se había convertido en una mina de oro, con arreglo a su título pomposo que era éste. Entonces se casó con doña Emilia, una cocinera conocida tras el mostrador de La Palma, y los dos se dedicaron a engordar, cebándose de lo más sabroso que encontraba en el mercado la experiencia de su mujer.
Así, cada comida es una sorpresa en la que lo único seguro es no encontrar garbanzos, ni judías, ni bacalao. Abundan los filetes cubiertos de patatas fritas doradas, las rajas gordas de merluza, los conejos en salsa espesa, el cordero y el cochinillo asados, las lonchas de jamón crudo, cocido o frito, los pollos y las langostas. Cada comida tiene necesariamente tres platos y dos postres. Doña Emilia baja a veces a la tienda a media tarde o a media mañana y habla al oído de su esposo. A éste se le ilumina la cara redonda y cuando nos quedamos solos, se encara conmigo:
—A mediodía te vas a hinchar —me dice—. A ver si acabas de ser una lagartija. No te digo lo que vas a comer, pero luego me dirás qué te ha parecido.
A la media hora, vuelve a la carga, inquieto:
—¿Tú sabes lo que vas a comer hoy?
—Yo no, señor.
—Ya lo sabrás, hombre, ya lo sabrás. Ten un poco de paciencia hasta la una. ¿Tienes ya apetito?
—Un poquillo, don Arsenio.
—Pues prepárate; sobre todo no bebas agua ahora, que hincha el estómago y quita las ganas de comer. ¡Hala! Muévete, arregla esas cajas. Trabajando viene el hambre.
Baja de comer él con sus ojillos chispeantes y la cara enrojecida.
—Chicos, a comer, que se enfría; luego me diréis —y nos guiña un ojo golpeándose la tripa redonda—. ¡Cosa buena, ya veréis, ya veréis!
Arriba nos espera un pollo entero para Arnulfo y para mí, media langosta, una fuente de fruta cara y media tarta enorme llena de crema. Una botella de vino, una taza de café. Arnulfo, que también ha venido medio muerto de hambre de un pueblecillo de Valladolid y yo que tengo buen apetito, nos comemos todo y bajamos congestionados. Nos metemos detrás del mostrador sin decir nada, porque la regla de la casa es no hablar al amo si éste no le habla a uno, salvo para las cosas del negocio.
Don Arsenio, en esta hora en que no vienen clientes, está sentado en una silla, envuelto en la masa de humo de su cigarro puro que se consume por las dos puntas: por la que arde con una brasa que casi es llama por la constancia con que chupa, y por la que tiene en la boca que los dientes van royendo en briznas que don Arsenio escupe, con saliva color café. Don Arsenio nos mira escrutador, para ver en nuestra cara el efecto de la comida.
—¿Qué, sanguijuela —yo no soy más que «el chico», «la sanguijuela» o «la lagartija»—, qué tal has comido?
—Muy bien, don Arsenio.
—Muy bien, muy bien. ¿Ya está todo dicho, no? Comerse un pollo como el que os habéis comido, doradito, relleno de picado de jamón, y media langosta con un tazón de mayonesa y la fruta y... el copón, ¿a eso lo llamas tú «muy bien»? Vamos a ver, ¿dónde has comido tú así hasta que has venido a casa?
—En ninguna parte.
—Pues ¡porra!, si no has comido así en tu vida, ¿por qué no decirlo?
Un día ha venido su hermano que es el dueño de una tienda igual en la calle del Pez y se ha interesado por mí.
—Un poquito flaco está —dice don Arsenio—, pero ya le cambiaremos. Que te cuente cómo come, porque a pesar de estar tan flaco, es un sabañón que creo come más que yo.
Como tengo mucha facilidad para hablar, me pilla de humor y hago una descripción fantástica de la comida, como nunca la ha oído don Arsenio ni nunca podría hacerla. Primero me oye con asombro, y después se entusiasma.
—Este chico tiene un pico de oro. Oyéndole se le abren a uno las ganas de comer. Te voy a apuntar un duro en la libreta. Un duro que te regalo yo.
Saca solemnemente de la caja la libreta de sueldos y propinas y me anota cinco pesetas. Después, durante días me obliga a repetir a los amigos el discurso y hasta yo creo que los trae a casa con este único fin.
Rafael ha tenido que oírlo diez o doce veces, siempre con el mismo comentario:
—Vea usted, Rafael, lo que se ha perdido. No puede uno enamorarse. Eso de «contigo pan y cebollas» es un cuento. El domingo se vienen su mujer y usted a comer a casa. Ya le diré yo a Emilia que prepare algo bueno.
El domingo, Rafael y su mujer, una mujercita muy guapa, comen con nosotros. Comen con verdadera hambre, y como estamos solos en la terraza, la mujer va llenando el bolso, que ya trae vacío para eso, con todo lo que puede: trozos de carne, de pescado, frutas, queso, galletas. Invariablemente, al final de la comida doña Emilia sale con un paquete:
—María, ahí le he puesto unas cosillas para cenar.
El lunes Rafael soporta los comentarios de don Arsenio y al final, cuando nos quedamos los tres solos, se queja:
—Si este hombre me aumentara el sueldo con sólo lo que se gasta en convidarme, me solucionaba el problema.
Porque Rafael, el dependiente mayor, gana doce pesetas al mes, para vivir él, su mujer y lo que venga, que ya está en camino. Así que el pobre, para no gastar, se deja la barba que es negra, muy bonita, y se peina el pelo algo en melena. Su mujer le recorta el pelo y la barba, y sólo va a la barbería cada dos o tres meses, una vez. Para fumar, le guardamos las colillas de la tienda y luego las lava con vinagre y las pone a secar al sol. Sin embargo, es un hombre muy cariñoso que siempre está contento con todo el mundo. Sólo los ojos los tiene tristes.
El negocio de la tienda son, principalmente, los velos y los adornos de cabeza. Además, vendemos cosas de mercería como botones, imperdibles, alfileres, gemelos, cintas de seda y una enormidad de cosas. Lo que más se vende son velos y unos botones nuevos que se llaman «a presión» que se cose la mitad a cada lado del traje y luego se unen apretándolos uno contra otro. Se venden a millares, pero don Arsenio está renegado porque tenía una gran cantidad de corchetes que ya no los quiere nadie. Lo que más trabajo da son los velos.
Están en cajas grandes, con treinta o cuarenta rollos, clasificados por dibujos, y el día entero se lo pasa uno sacando y metiendo cajas, que son casi tan grandes como yo y pesan mucho, y enrollando velos; porque las mujeres son inaguantables. Tenemos unos libros con cantos de metal y en cada hoja un modelo de velo. Pues las mujeres no pueden ver los velos en estos muestrarios. Hay que sacar cajas y más cajas, desenrollar un trozo de cada rollo y dejarlo colgando delante del mostrador. Cogen el rollo que más les gusta después de sobar el velo y se van delante del espejo a ponérselo delante de la cara, para ver si les va bien el dibujo y el color. Y así, con otro y con otro. Muchas salen de su casa a lo que llaman ir de compras y miran y remiran, para no comprar al final.
Don Arsenio y Rafael ya las conocen a la mayoría de ellas y las tratan lo peor que pueden, dejándolas solas sin atenderlas, hasta que se aburren y se van. Casi toda la clientela de velos es gente rica del barrio de Salamanca, a quien hay que llevar el velo a casa. De esto saco bastantes propinas que me recoge don Arsenio y apunta en el libro de mi cuenta. Después, de la cuenta compro lo que me hace falta para vestir y los domingos que salgo de paseo me da dos pesetas para que me divierta.
La clientela de adornos de cabeza está compuesta de todas las mujeres del barrio, la mayoría mujeres de mala vida que llenan la calle poniéndose en las esquinas del Carmen, de Mesonero Romanos, de la Abada y de Preciados en cuanto es de noche y aun a veces de día. Cuando vienen los guardias, para que no las lleven detenidas, corren y se avisan unas a otras. Así que no es raro ver de pronto doce o quince mujeres corriendo y metiéndose en los portales, porque viene «la bofia». Pero yo creo que no tienen muchas ganas de cogerlas, porque después de un rato que han salido corriendo, viene una pareja de guardias y un policía con ellos, andando tranquilamente, sin molestarse en correr.
Éstas no vienen nunca a comprar a la caída de la tarde que es la hora en que vienen las otras dientas, porque si viene alguna, don Arsenio la echa sin ninguna consideración. Vienen por la mañana o después de comer, a veces desnudas con sólo una bata. Don Arsenio, que a esta hora está por la parte de afuera del mostrador, las toca el trasero y las pellizca. Rafael les toca los pechos y a veces mete la mano por el escote, y cuando hay más de una se aprovecha Arnulfo. Ellas se dejan hacer, porque así don Arsenio les rebaja los precios, pero lo que no saben es que siempre les pide más caro por lo mismo. Cuando baja doña Emilia y nos pilla en una de estas juergas, don Arsenio le da unos besos sonoros, la abraza y le dice que no se enfade, porque hay que hacer así el negocio.
Arnulfo, que tiene diecisiete años, está loco con las mujeres. Cuando nos vamos a acostar, me cuenta todas sus aventuras con las golfas del barrio y luego la mayoría de las noches se masturba. Tiene la cara amarilla y una tosecilla seca, y don Arsenio, algunas veces, le mira cuando tose y le dice que se va a quedar tísico de tanto «tocar a misa».
Además del comer, don Arsenio tiene la pasión del gramófono.
Una vez estuvo en París con doña Emilia y de allí se trajeron un gramófono Pathé, con una bocina muy grande de madera y otra de metal y una caja llena de columnas y guirnaldas de bronce. Es el gramófono más grande que he visto en mi vida y en él se pueden tocar discos de medio metro de diámetro que tienen óperas enteras. Cuando cerramos la tienda, a las diez de la noche, monta el gramófono en el mostrador y saca las cajas de discos. Tiene cientos de discos de todas clases. Como la puerta de la tienda se ha quedado abierta y doña Emilia no baja, porque se acuesta temprano, van viniendo los amigos que son los comerciantes de al lado; el dueño de la tienda de alfombras, el tendero, el relojero, el juguetero, y se sientan todos a escuchar. A las once o por ahí, que ya pasa poca gente por la calle, las golfas se van agrupando en la puerta para oír y a la vez llaman a los que pasan. Algunas veces le dicen al hombre que se espere a que termine la pieza.
A mí me gusta oír el gramófono aunque nos acostamos tarde, pero lo malo es el sábado. Como al otro día no se abre la tienda, el sábado se reúnen todos los amigos y se ponen a jugar al tresillo o al julepe. Arnulfo y yo nos quedamos detrás del mostrador mirándoles. A mí me mandan por tabaco, por café, por bocadillos o pastas, por cerveza, por coñac. Así se están hasta las cinco o las seis de la mañana. Después de la una ya no me puedo tener de sueño. De madrugada, suelen entrar el sereno y los guardias a que les den un café o una copa y también entran las golfas que son clientes; gastan bromas con todos, se dejan sobar y se comen las pastas y los bocadillos a cambio. El domingo no tenemos obligación de levantarnos hasta la hora de comer. Comemos y nos vamos de paseo hasta las nueve de la noche, que venimos a cenar y a acostarnos. Los domingos me voy a la buhardilla con mi madre. Rafael está también en una tienda de comestibles al lado de casa y la Concha está sirviendo en la misma calle. Muchos domingos nos reunimos todos, y nos vamos juntos a merendar al campo. Otras veces no sale mi madre, y Rafael y yo nos vamos al teatro o al cine. Rafael fuma ya y yo fumo alguno que otro pitillo cuando voy con él, pero no me gusta el tabaco y además estoy tan delgado que me da miedo que me dañe el pecho.
Mi tía Baldomera, a los pocos días de empezar yo a trabajar, estuvo en la buhardilla. Cuando se enteró que estaba en una tienda de chico, empezó a llorar. Mi madre y ella hicieron las paces y muchos domingos va a la buhardilla. Los domingos que no va, vamos Rafael y yo a su casa. Rafael me espera abajo, porque mi tía no quiere que vaya con él. Yo estoy un rato con ella y le saco un duro para ir al cine. Me lo da siempre a condición de que no vaya con Rafael. Siempre llora y quiere que salga de la tienda y vuelva a vivir con ella. Pero yo le digo que eso se ha terminado, que no necesito nada y que estoy muy contento de trabajar. Ella no quiere que sea chico de tienda y que friegue los cristales. Mientras esté allí la tía Eulogia, yo no vuelvo.
Cuando voy este domingo a casa, hay una novedad. Ha venido la tía a decir a mi madre que ha echado a la tía Eulogia porque estaba ya harta de que la robara, y que volviéramos a casa mi madre y yo. Mi madre le ha contestado que ella irá todos los días a hacerle la casa y la comida como antes y que yo, ella no se mete en nada y me deja en libertad de hacer lo que quiera. Nos pasamos la tarde hablando mi madre y yo, y no voy a ver a mi tía, porque no sé qué decirle.
El lunes por la mañana, mi tía se presenta en la tienda. Don Arsenio cree que es un cliente, porque no está enterado de la historia, y cuando le pregunta lo que desea, se echa a llorar, se sienta en una silla y dice:
—Vengo a por el niño.
Don Arsenio se queda de piedra y cree que se le ha metido una loca en la casa.
—¿A por el niño? —pregunta.
—Sí, señor, a por el niño. Sabe usted, ha sido una locura. Afortunadamente, el niño no lo necesita, porque en casa no le falta nada.
—Sí, señora, sí, tiene usted razón. Cálmese, eso no será nada. Veremos de arreglarlo lo mejor posible.
—¿Dónde esta el niño?. ¿Es que ha salido?
Don Arsenio pierde la paciencia:
—Pero ¿qué niño, ni qué ocho cuartos, señora?
Cuando bajo de desayunar me encuentro a don Arsenio furioso, escuchando la historia de mi tía, y a mi tía llena de lagrimeos. Rafael y Arnulfo se están divirtiendo a cuenta de los dos detrás del mostrador y yo me siento completamente ridículo. Le doy un beso.
—¿A qué ha venido usted aquí? —le pregunto.
—¿Esta señora es tu tía? —me pregunta don Arsenio.
—Sí, señor. —Comienzo a contarle la historia a grandes rasgos pero me interrumpe.
—Bueno, ya lo sé. Me lo ha contado ella tres veces ya. Ahora, ¿qué pasa? Porque las visitas al personal —dice pomposo. — están prohibidas en las horas de trabajo salvo casos urgentes.
—¿Qué quiere usted que yo le haga? Ella es así. Yo no sé a qué ha venido.
Mi tía se serena entonces:
—Mira, hijo, he0venido a por ti. Ya te habrá contado tu madre que hemos hecho las paces. Ya se ha marchado Eulogia, que bien harta estaba de ella; y lo que me ha robado, hijo, ¡lo que me ha robado! Si siguen más en casa, no dejan ni los clavos. Ahora te vienes conmigo y si quieres trabajar ya te buscaremos una cosa buena. Todo menos ser tendero. Anda, coge tus cosas, despídete de estos señores y vámonos, que salgamos de aquí. ¡Señor! ¡Señor! ¡Pobrecillo, lo que habrá padecido!
Don Arsenio estalla al verse tratado despectivamente: —Oiga usted, señora... ¡o lo que sea! El ser tendero, como usted dice, es una profesión muy honrada. Y aquí no nos comemos a los chicos. Seguramente que, con todo su postín, no le dará usted de comer como come en mi casa.
—Habrá que ver lo que da usted de comer a la dependencia. —¡Mejor que le daría usted, señora! ¡Hemos terminado! Entérese bien de lo que voy a decir. El chico lo ha traído aquí su madre y a mí no me importan las historias de familia. El chico no sale de aquí mientras su madre no venga a por él y él quiera marcharse. Yo no sé quién es usted ni me importa, pero el chico es un menor que está a mi cuidado y aquí mando yo. De manera, señora, que por la puerta se va a la calle.
Sigue una escena de abrazos, sollozos y besos. Mi tía mete mano al bolsillo y saca un billete de cinco duros.
—Toma, hijo, para que te compres lo que te haga falta. Don Arsenio le devuelve el billete:
—El chico no necesita nada, señora. Tiene él su dinero ahorrado y no le hacen falta limosnas para engatusarle. Y márchese usted ya porque yo no necesito que vengan clientes y encuentren aquí plañideras.
Cuando se marcha, consigo calmar a don Arsenio, asegurándole una y otra vez que mi tía está chiflada y que yo no me quiero ir de la tienda para volver otra vez a su casa. Mi afirmación de que en su casa se come mejor que en casa de mi tía le deja completamente satisfecho. El domingo le digo a mi tía que sigo en la tienda porque estoy bien y me gusta.
Se pasan unas semanas tremendas. Cuando salgo por la mañana a limpiar los cristales de la tienda, se presenta mi tía con dos o tres churros en la mano, con mucho miedo de encontrarse con don Arsenio. Me da muchos besos, me da la lata con volver a casa y se queda allí al pie de la escalera gritándome a cada momento que me voy a caer y me voy a matar, que me van a salir sabañones del agua fría, que podía estar aún durmiendo en mi cama tranquilamente, que comeré poco, que me acostaré tarde, que tal y que cual. Como todos los chicos de todas las tiendas están a esta hora limpiando como yo, todo el mundo me toma el pelo. Acabo por decírselo a don Arsenio y el hombre baja una mañana temprano, le arma un escándalo y la echa. No vuelve, pero a los dos o tres días, cuando voy a llevar un velo a la calle de Ferraz, me la encuentro en la esquina. Desde entonces, se pasa los días detrás de las esquinas y cuando menos lo espero está a mi lado. Llega a convertirse en una verdadera pesadilla. Al mismo tiempo me da lástima y también quisiera dejar la tienda por otra cosa mejor. En la tienda se han enterado de que viene a buscarme y todos me gastan bromas, hasta las golfas de la calle que, como siempre están en las esquinas, ya la conocen.
El gramófono resuelve la cuestión:
Don Arsenio ha organizado un concierto en la terraza de su casa para esta noche, y, después de comer, nos dice a Arnulfo y a mí:
—Subidnos el gramófono. Tú —le dice a Arnulfo—, subes la caja; y tú —a mí—, la bocina. Pero con mucho cuidado que no se os caiga por la escalera.
Cuando salgo por la estrecha puerta de la tienda, la bocina tropieza con la luna del escaparate. No pasa nada, pero don Arsenio que está de mal humor, no sé por qué, viene a mí hecho una fiera; me da un cachete en el cogote y grita:
—¡Estúpido! ¡Hijo de zorra! —Es una palabra que dice muchas veces—. ¿No tienes ojos en la cara?
Me revuelvo al cachete y al insulto. Entro de nuevo en la tienda y, furioso, le grito en la cara:
—A mí no me pega usted, ¡cerdo cebado! ¡El hijo de zorra lo es usted y toda su familia! ¡Métase el gramófono donde le quepa! —Y tiro contra el suelo la bocina.
A los cinco minutos estoy en la calle perseguido por las voces de don Arsenio.
Me quedan dos caminos: ir a casa, a la buhardilla, contar a mi madre lo que me ha pasado y buscar otra tienda. O marcharme a casa de la tía, pero esto sería claudicar. Son las tres y media. A esta hora mi madre está en casa de la tía. Me voy allí. La tía se pone contentísima de verme y cree que he ido a algún recado cerca y he subido a verla. No le digo nada. Me meto en la cocina con mi madre y le cuento lo que ha pasado:
—Bueno, no te apures, buscaremos otra tienda.
Pero, claro es, mi madre tiene que contárselo a mi tía.
Aquella noche me quedo a dormir con ella. Tumbado en mi cama dorada, miro el techo plano, brillante de estuco, tan alto sobre mi cabeza. En la buhardilla, los pies de mi cama rozan el techo inclinado de yeso que mancha de blanco las barras verde sucio.