Capítulo 8
Proletario
Rafael trabaja. Por fin ha empezado un oficio, el mismo que el mío. Empleado. Ha entrado en las oficinas del Fénix Agrícola, una compañía de seguros en la que están asegurados todos los caballos, todas las mulas y todos los burros que existen en España. Para colocarse ha servido de mucho la herencia. Con mil pesetas que separó mi madre, nos hemos comprado ropa de vestir y de cama que era lo que nos hacía más falta. Con su traje nuevo Rafael se ha presentado con una recomendación en las oficinas del Fénix y le han admitido. Allí no hay meritorios. Todo el mundo entra con seis duros de sueldo al mes. Una peseta diaria. Es la tasa invariable. De los seis duros que son treinta pesetas y de la hora de salida que son las seis y treinta, los empleados han hecho un chiste: le llaman la compañía de las seis treinta. Porque en las dos cosas tienen una seriedad inalterable. Treinta pesetas para todo el mundo. Las seis y treinta exactas para salir. A esa hora se vuelcan en la calle los cuatrocientos empleados de la casa. De ellos sólo unos veinte tienen sueldos mayores. Sin contar, claro es, los directores, que ganan miles de pesetas al año.
La compañía necesita empleados solamente para llenar formularios: formularios de pólizas, de reseñas de caballerías, de recibos a pagar, de cuotas a cobrar. Sólo exige que se sepa leer y escribir y calcular el tanto por ciento de las primas.
Cientos de miles de animales tienen marcado el lomo con el dibujo esquemático del Fénix. Los gitanos llaman al hierro la Palomita, y cuando van a robar una bestia, si está marcada con la palomita la dejan, porque saben que no podrían marchar diez kilómetros por la carretera sin encontrarse a la Guardia Civil que, ante un caballo que lleva en el lomo la palomita y dos gitanos que llevan al caballo, no puede pasarse sin la curiosidad de pedir la guía. Y ¡claro! Se puede robar un burro, un caballo o una mula, pero es mucho más difícil robar también la guía de la maldita sociedad, que ha encontrado un truco para reventar a los pobres gitanos que se ganan la vida honradamente.
Porque es un truco. La compañía ha inventado «la palomita» y «el hierro». Cuando un propietario asegura una bestia, el agente de la compañía le estampa un hierro al rojo en las ancas con la palomita. Después extiende una filiación en la que consta desde la altura del animal hasta los dientes que le faltan, y ya no se puede comprar ni vender este bicho sin hacer constar en la guía el cambio de propietario. Ni tampoco se puede ir a lomos de él sin el riesgo de que la Guardia Civil exija la prueba de que es el propietario, la prueba que es la guía.
El odio de los gitanos a la Guardia Civil es tradicional. Pero el odio a la palomita es mucho mayor. Cuando en Sevilla o en Córdoba —tierras de ganado— se le menta a un gitano la palomita, toca madera y a veces se persigna:
—Compare, ¡no gaste usted bromas!
Pues para llenar guías, pólizas y recibos, la defensora del robo de animales ha montado un sistema administrativo perfecto: empleados a treinta pesetas al mes. Para tener agentes propagandistas, otro: el importe de la primera prima para ellos. ¡Y se acabó! Los altos jefes se encargarán de ir despidiendo a los empleados que se aburren de ganar treinta pesetas al cabo de dos o tres años y de ir admitiendo los nuevos empleados que vienen a ganar lo mismo. Eso sí, a los que despiden les pagan un mes de indemnización con arreglo al Código de Comercio artículo cuatrocientos y pico. Es una casa seria: se trabaja ocho horas justas y cumple el Código. Pero no paga más que treinta pesetas al mes.
Una peseta de Rafael, dos pesetas diez céntimos mías, una peseta veinticinco céntimos de renta del dinero de los tíos, dos pesetas cincuenta céntimos que viene a ganar mi madre con la ropa, trabajando ahora toda la semana, son nuestros ingresos. La Concha no cuenta, porque lo que gana lo precisa para ella.
Cuando mi madre se va al río por las mañanas, deja puesto el cocido en la hornilla de barro. La señora Pascuala viene de vez en cuando y le echa una mirada. Entre ella y Santa María de la Cabeza, «abogada del puchero» (en España hay santos abogados de cada actividad de la vida), se van cociendo los garbanzos, la carne y el tocino, amarillos de azafrán. A mediodía, Rafael y yo comemos juntos y solos. Los primeros días se ocupaba la señora Segunda. Un día dejó de venir y, como vivía cerca de casa, fuimos a ver qué le pasaba. Estaba echada en la cama, con las sábanas más blancas que nunca, con su camisa de noche cerrada por una cinta en el cuello rizado —herencia de la tía Baldomera—, con el Toby tumbado a los pies en la manta de trochos.
—¿Qué le pasa a usted?
Rafael y yo no cabíamos de pie en la habitación. Encima de la cabeza nuestra resonaban las pisadas de los que subían y bajaban la escalera.
—Nada, hijos, que me voy a morir.
—¿Por qué? ¿Qué tiene?
—Nada, no tengo nada.
—¿Ha venido el médico?
—Sí, ha venido el médico. Ha dicho que me lleven al hospital. Yo le he dicho que no. «Es que aquí no se puede usted curar. » Se ha callado y luego me ha dicho: «También es verdad». Quería venir todos los días, pero no hace falta.
Habla tan tranquilamente como si fuera a irse al teatro esta noche.
—Lo siento por Toby. Pero hay un ciego en el cafetín que le tomará para lazarillo y es un buen hombre. Tú, Arturo, le conoces: es el Pecoso, un hombre honrado, aunque sea pobre. Cuando me muera, dale el perro.
Por la noche volvimos con mi madre y estuvimos un rato con ella. Después nos fuimos Rafael y yo al cine y a las doce y media regresamos a recoger a mi madre.
—Marchaos a casa a dormir, yo me quedo —nos dijo.
Nos quedamos nosotros también. En el portal, porque los tres no cabíamos en el camaranchón. De vez en cuando salíamos a la calle de Mesón de Paredes y nos tomábamos una copita. A las cuatro de la mañana se murió.
Para que no fuera en el furgón municipal envuelta en una sábana, pagamos el entierro. Un entierro de tercera con dos caballos negros escuálidos y una caja pintada a brocha con negro de humo y cintas de algodón en los bordes de la tapa. Fuimos solos Rafael y yo hasta el Este. Al regreso, en las Ventas merendamos chuletas y morcillas asadas, con Toby atado con una cuerda a nuestro lado. Toby dejó de comer y se murió de pena unos días más tarde. El Pecoso no pudo obligarle a comer, aunque le llegó a comprar un fílete entero y a dárselo en el cafetín, delante de todos los mendigos que no comían carne, pero que le ayudaban a convencer al perro a comerla, sin conseguirlo. Por último frieron el filete en la sartén de los churros y se lo comieron partido en trocitos entre todos.
—¡Idiota! —dijo uno de ellos al perro—. ¡Con lo rico que está!
Por la noche, cuando venimos después de darnos un paseo por la calle de Alcalá para ver las chicas, mi madre está terminando la cena. Ella ha comido al mediodía otro cocido con la señora Paca. A veces la señora Paca cena con nosotros, porque se siente mejor en casa, alrededor de la mesa, los cuatro con la bombilla encima de la cabeza.
—Hija, se me cae la casa encima. Si me encierro allí sola, necesito beber un poquito para dormirme.
Aquí sólo se toma una copita de aguardiente después del café que hace mi madre. Bajo la amenaza de que nos vamos a la calle a tomar café la hemos convencido de que no recueza los posos y ahora hace café nuevo todos los días. Entre once y media y doce nos vamos a acostar. A veces, a mi madre y a la señora Paca les gusta que les lea algo y escuchan hasta que la señora Paca comienza a dar cabezadas. Mi madre no se duerme nunca. Otras noches Rafael y yo nos vamos al cine o a dar un paseo y ellas se quedan charlando; suele venir la señora Pascuala y cuando volvemos las encontramos allí a las tres.
A la salida del banco y a la salida del Fénix nos reunimos con los amigos. Poco a poco hemos ido haciendo una selección. Del Crédit han quedado Calzada, Pla y Medrano. Del Fénix vienen Julián, un muchachote fuerte muy alegre, y Álvarez, un pequeñín que no puede estarse quieto. En el saloncillo de dentro de la taberna nos sentamos alrededor de dos mesas y charlamos, mientras nos comemos el pescado frito caliente, recién sacado de la sartén. Comentamos el sistema de empleados del Fénix y el sistema de meritorios de los bancos. Se van relatando casos.
A dos pasos de aquí vive un hombre que se ha hecho rico con los chicos. Montó en la calle de Alcalá un negocio que se llama Continental Express para llevar cartas y recados urgentes a domicilio. Y todo el negocio descansaba sobre unas docenas de chicos con una guerrera colorada y una gorra, colgada una carterita al hombro, que atravesaban Madrid de día y de noche. No les pagaba nada, sólo las propinas, pero los había que sacaban diez y doce pesetas de ellas. Para entrar de chico en el Continental había recomendaciones hasta de ministros. Cuando entraban les daban la americana y la gorra del que había dejado la plaza vacante y ¡a correr! Después el negocio vino a menos, porque casi todos los estancos lo copiaron y tomaron un chico o dos, al que no le pagan nada si el estanco tiene mucha clientela, o le pagan dos reales. Hoy Madrid está lleno de chicos de éstos, con su carterilla al hombro, montados en los topes de los tranvías o jugándose a las «chapas» las propinas en medio de la calle.
No ha sido el único. Un procurador estableció una agencia de informes comerciales y pronto se hizo una clientela formidable. Despachaba cientos de informes al día. Ponía anuncios en los periódicos: «Se desean meritorios que sepan escribir a máquina». Tenía cerca de cincuenta chicos trabajando sin parar. Se paseaba entre ellos con las manos a la espalda como el maestro de una escuela y de vez en cuando repartía cachetes entre los chicos que no trabajaban lo de prisa que él quería. Después amplió «el negocio»: cuando admitía un chico, exigía una garantía de quinientas pesetas para responder de su honradez. Por último tuvo que intervenir la policía y cerrar la casa.
Con las chicas ocurre lo mismo y aún más. De poco tiempo a esta parte las chicas comienzan a trabajar en oficinas y en tiendas en una cantidad cada vez mayor. No se han atrevido a tomar chicas meritorias y en todas partes les dan sueldos pequeños de diez duros al mes. Pero con ellas sustituyeron a los empleados y a los dependientes. Porque con chicos solos no puede llenarse una oficina o una tienda, pero con mujeres y chicos sí. La dependencia de los bazares se ha visto poco a poco en la calle. Había dependientes que llevaban treinta años en la casa y ganaban cincuenta o sesenta duros al mes. Por término medio ganaban cuarenta duros y podían sostener una casa modesta. Ahora toda la dependencia es de muchachas. Muy guapas, con un uniforme negro de satén y un delantalito chiquitín, que venden cuatro veces más que los dependientes antiguos. La que más, cobra quince duros al mes. Del antiguo personal no queda más que un viejo con gorro negro que se pasea por las salas y aterroriza a las chicas despidiéndolas a la menor falta o las manosea cuando están sacando cajas de algún rincón, sin derecho a que protesten.
Como éste es un barrio lleno de oficinas, la taberna tiene una clientela casi exclusivamente compuesta de empleados y dependientes. Cada día es mayor el número de parroquianos que llega a contar a los conocidos que le han puesto en la calle. Si son jóvenes, todavía tienen esperanza, pero como tengan más de treinta años, pueden renunciar completamente a encontrar trabajo. Uno de ellos nos cuenta en medio del saloncillo:
—En los anuncios del Liberal venía hoy un buen anuncio. «Se necesita un contable. Empleo fijo. » Aunque ya sé que ninguna oficina se abre hasta las nueve por lo menos, me fui allí a las ocho y media. Estaban ya cinco antes que yo. Era un almacén de productos de cirugía de un alemán en la calle de las Infantas. A las diez había lo menos doscientos desde la puerta del primer piso hasta la mitad de la calle. Nos mandaron entrar a los diez primeros y nos sentamos en unos bancos en el recibimiento. Al lado hay una habitación con un mostrador en medio y allí se metió el dueño de la casa con el primero. Un alemán con la cabeza afeitada como el trasero de un niño. Le empezó a preguntar su nombre, dónde había trabajado, etc. El hombre contestaba en voz baja pero, aun así, le oíamos todo lo que decía. «Hable usted más alto», le dice el tío ladrón aquel. Después se sentó a una mesa y comenzó a dictarle cálculos, asientos de diario, problemas de interés compuesto, cambios de monedas, ¡la Biblia! El hombre trabajaba bien. Se veía que era un empleado que conocía el oficio. El alemán de vez en cuando le miraba lo escrito por encima del hombro. A la media hora, cuando acabó, le dijo:
—Bien, me gusta. Comprobaremos sus informes y, si son buenos, se quedará usted en casa. —AI otro se le alegraron los ojos. El alemán agregó—: ¿Cuánto quiere usted ganar?
—Lo que la casa tenga por costumbre pagar por el puesto.
—No, no, en mi casa no quiero empleados que estén a disgusto desde el primer día; usted diga cuáles son sus aspiraciones.
—Pues mire usted, como contable de una casa así, de la importancia de la suya, no estaría mal unos setenta duros al mes.
—¿Trescientas pesetas? ¡Usted está loco! ¡Trescientas pesetas! No, amigo mío, éste es un negocio modesto, no un banco que puede permitirse el lujo de tirar el dinero. Lo siento que no podamos llegar a un acuerdo. A ver el segundo.
—Señor, aunque fuera algo menos me podría quedar.
—No, no, de ninguna manera, no puedo tomarle a usted. Estaría usted a disgusto desde el primer día y no quiero gente descontenta. A los tres meses tendría que aumentarle el sueldo o se marcharía usted. Yo soy muy serio en mis tratos. El empleo es fijo pero no hay aumentos.
Se volvió al segundo con su risita:
—¿Usted también tendrá pretensiones?
—Con treinta duros me arreglaría: llevo sin trabajar tres meses.
Entonces el sexto, un muchacho muy fino con lentes de oro, se levantó:
—Yo soy perito mercantil y poseo el francés y el alemán, cosa que a usted puede interesarle. A Dios gracias no necesito el sueldo para vivir. Así que con tener para mis pequeños vicios, no preciso más.
El alemán le hizo un examen rapidísimo.
—La plaza está cubierta —nos dijo a todos—. Y usted desde mañana puede venir a trabajar. Le daré cien pesetas al mes y ya veremos más adelante cómo van las cosas.
El que llevaba tres meses sin trabajar, va y me dice al oído:
—A ese ladrón le parto yo la cara.
Conque, bajamos juntos las escaleras y cuando llegamos a la calle, va y le dice al perito mercantil que iba tan orgulloso:
—¿Conque usted es perito?
—Sí, señor.
—Usted lo que es, es un hijo de zorra —y con la frente le ha dado un cabezazo en medio de la nariz que le ha partido las gafas y le ha dejado tirado en el suelo echando sangre como un cerdo—. Lo que es tú, mañana no trabajas.
Ha salido a todo correr y al otro le han tenido que llevar a la casa de socorro. Si los demás hubiéramos tenido reaños, habríamos subido al almacén y hubiéramos tirado por la ventana al alemanote ese.
Enfrente del Banco Hispano están construyendo una casa y los albañiles vienen a comer a la taberna y a tomarse sus copas cuando dejan el trabajo. Uno de ellos ha estado escuchando la historia y entonces ha dicho en voz alta:
—¡Muy bien hecho! ¡Les está a ustedes merecido por calzonazos! ¿A que no se atreve nuestro patrón a tomar un oficial por cuatro pesetas? Ni encuentra en Madrid un albañil que trabaje por ese jornal. Lo que pasa es que ustedes quieren ser señoritos y no quieren ser trabajadores. Les da a ustedes vergüenza decir que tienen hambre, porque visten como los señorones. Y luego el que más y el que menos no come en casa por llevar corbata. Claro que para poder comer, buenas huelgas nos ha costado y buenos palos de la policía y de los guardias. Pero ustedes los señoritos, ¿cómo van a declararse en huelga ni van a ir con el cuello planchado a que les den de palos en la Puerta del Sol? ¡Les está bien empleado, por calzonazos! ¡He dicho!
—Y muy bien dicho, sí, señor —exclama Pla—. Somos unos cabrones. —Se golpea el pecho furioso.
Yo creo que tiene un poco de vino sobrante. —Unos cabrones, pero yo no. Yo tengo mi carnet de la Casa del Pueblo, compañero. —Y saca un cuadernito rojo del bolsillo—. ¿Y para qué sirve? Somos muy pocos y además en cuanto se enteran los jefes que estamos afiliados a un sindicato, nos ponen en la calle. ¡No podemos ni hacer una sociedad! ¡Sí, señor! En Madrid, donde todo el mundo es empleado, tenemos que asociarnos en Oficios Varios, porque no somos bastantes para formar un sindicato. ¡Y cualquiera va a hacer propaganda con los tiralevitas que hay! A las veinticuatro horas a la calle; ¿y quién te defiende entonces? El sindicato no puede y los otros sindicatos no van a mantenerte.
Pla y el albañil se lían a discutir y a beberse copas de vino. Cuando nos vamos se quedan allí, acodados al mostrador.
Al día siguiente, cuando salimos a mediodía, nos vamos juntos Pla y yo. Él vive en la calle de Relatores, al lado de nuestra calle, y muchas veces coincidimos.
—Enséñame el carnet de la Casa del Pueblo —le digo.
—Estas cosas no se pueden contar a nadie —me dice.
Y saca de la cartera el carnet, un cuadernito pequeño lleno de cupones de dos pesetas. «UGT. Oficios Varios», dice el sello de caucho.
—No te creas que soy yo sólo. Estamos afiliados muchos. En el Crédit por lo menos diez, que yo sepa. Pero, claro, de todas maneras somos muy pocos. Todavía no somos bastantes para formar un sindicato separado y nos meten en Oficios Varios con todos los que no tienen oficios determinados o tienen un oficio del que hay muy poca gente. También hay dependientes de comercio. Realmente, por ahora, el único beneficio que sacamos es la sociedad de socorros.
Como le miro interrogante, prosigue:
—Es el único beneficio y además la excusa con los patronos. Algunas veces vale y otras no. Tenemos una Sociedad de Asistencia Médica que se llama Mutualidad Obrera, que es la mejor que hay en España. Te dan todo: los mejores médicos, la botica y el sanatorio para operarte. Hasta un socorro si pierdes el jornal por estar enfermo. Pero para ser socio tienes que estar afiliado a la UGT. Así, si se enteran que estoy afiliado, puedo decir que estoy para tener derecho a la sociedad de médico y botica. Pero ya llegaremos. Tarde o temprano, tendremos nuestra sociedad y entonces les vamos a arreglar las cuentas a estos tíos. Ya lo saben ellos. Para evitarlo han hecho una Sociedad Católica, pero no se afilia nadie. Aquí se afiliarían muchos, si no tuvieran tanto miedo. Porque en cuanto le pillan a uno el carnet, le ponen en la calle y no vuelve a encontrar trabajo. Cuando piden tus referencias, contestan que eres un buen empleado, pero que es un «socialero» y un rebelde afiliado a la Casa del Pueblo. Y con esto basta para que te mueras de hambre. Conozco un empleado de la casa Pallarés que le despidieron después de quince años de trabajo por ser afiliado al Sindicato. En otra casa donde pidió trabajo, le dijo el jefe:
—¿Conque usted es socialista?
—Yo, no, señor.
—Pues la casa Pallarés me dice que está usted afiliado a la Casa del Pueblo.
—Sí, señor, estoy afiliado porque... Y le iba a contar la historia de la Mutualidad. El otro le interrumpió:
—¡Basta! ¡Basta! No necesito explicaciones. ¿Usted cree que yo puedo tener en mi casa un empleado que no cree en Dios y que va por las calles con una bandera colorada dando gritos contra el Gobierno? ¡Mi casa no es nido de anarquistas! Métase usted a albañil y dediquese a poner bombas. Ésta es una casa decente.
Durante días he pensado sobre estas cosas. Claro que sé lo que son los socialistas. Pero todo esto son cuestiones de política que no me interesan. En el Congreso se pelean todos los días, Maura, Pablo Iglesias y Lerroux, y por las paredes de las casas se escribe con brea: «¡Maura no!». A veces, debajo, escriben con almagre: «¡Maura sí!». Los que escriben «no» son obreros. Los que escriben «sí», señoritos. A veces se encuentran los dos grupos con sus botes de pintura. Se los tiran a la cabeza y se dan de bofetadas. A la caída de la tarde, cuando la calle de Alcalá está llena de gente paseando, suele aparecer un grupo de señoritos que comienzan a gritar: «¡Maura sí!». En seguida se forma un grupo de obreros y de estudiantes que empieza a gritar: «¡Maura no!». La gente sale corriendo y muchos aprovechan para marcharse sin pagar de las terrazas de los cafés. Los guardias dan cargas, pero nunca pegan a los señoritos.
Lerroux tiene en la calle de Relatores, donde vive Pla, un círculo que le llaman de los Jóvenes Bárbaros, y aquí es donde más se grita. Los mauristas vienen a la puerta a chillar y salen a palos. Luego Lerroux va al círculo, echa un discurso y dice que hay que capar a los curas y preñar a las monjas. La gente se calienta con estos discursos y se va en manifestaciones a la Puerta del Sol. Nunca llegan allí. En la calle de Carretas les esperan los guardias y a sablazo limpio los disuelven.
Los socialistas hacen huelgas todos los días. Unas veces son los panaderos, otra los albañiles, otra los tipógrafos. Los meten en la cárcel, les dan de palos, pero luego al final se salen con la suya. Son los únicos que trabajan ocho horas al día y los únicos que cobran el jornal que piden. Allí no hay meritorios y los chicos como yo que trabajan ganan desde el primer día 2, 50 pesetas diarias. A la cabeza de todos está Pablo Iglesias, un tipógrafo ya viejo, que dice todas las verdades que se le ocurren en el Congreso. Los obreros le llaman el Abuelo. Le han metido en la cárcel no sé cuántas veces, pero él sigue empeñado en que todos los obreros sean socialistas.
Yo sería socialista de buena gana, pero la cuestión es saber si soy un obrero o no. Esto parece muy sencillo, pero no lo es. Indudablemente, si cobro por trabajar, soy un obrero, pero no soy obrero más que en esto. Los mismos obreros nos llaman «señoritos» y no quieren nada con nosotros. Claro que tampoco podríamos nosotros ir por la calle con los obreros, ellos con su blusa y sus alpargatas y nosotros con nuestro traje a medida, las botas brillantes y el sombrero.
Le convenzo a Pla para que me lleve a la Casa del Pueblo, y un día que va a pagar la cuota, voy con él. Es un edificio todo lleno de habitaciones muy pequeñas que son las secretarías. Allí dentro hay uno o dos compañeros detrás de una mesa y un cobrador, con unas hojas de cupones y el taleguillo de los cuartos. Por todas partes se oye sonar dinero y los pasillos están llenos de obreros que en muchos sitios forman cola delante de la puerta de su secretaría y van entrando uno a uno a recoger sus cupones.
—Hoy es sábado —me dice Pla— y casi todas las sociedades cobran una cuota semanal. Hay sociedades muy fuertes. Los albañiles deben de tener millones. Con este dinero aguantan luego las huelgas, y ayudan a los otros cuando están en huelga. También ayudan a los que no tienen trabajo, pero hay muy pocos, porque en la construcción no falta trabajo nunca.
Luego me lleva a ver los dos salones, el grande y el chico. En el grande hay una reunión de tipógrafos de Rivadeneyra, una casa editorial muy grande que hay en el paseo de San Vicente. Hay más de trescientos. Uno de los que están en la presidencia se levanta y sale al borde del estrado. El presidente hace sonar una campanilla y se callan todos.
—Compañeros —dice—, se pone a votación el ir o no a la huelga. Los que estén conformes con la huelga que se levanten.
En una ola de ruido de bancos y de pies, se levantan muchos de golpe. Después se levantan otros poco a poco. Por último quedan cuatro o cinco sentados. Los demás los miran y se van levantando. En el primer banco se queda uno sentado, solo.
—Queda aprobada la huelga por unanimidad.
—Pido la palabra —dice el que está sentado.
Sube al estrado y empieza a pegar gritos: él no está conforme con la huelga. Las huelgas no sirven para nada. Hay que obrar de otra manera; hay que ir a la acción directa. Hay que cargarse a unos cuantos patronos, hay que prender fuego a los talleres. Parece que se ha vuelto loco. Todos los demás están callados y cuando se levanta un murmullo, la campanilla lo calla. Hay un grupo que se siente arrastrado por el orador. Al final, todo rojo, dice «he terminado» y se bebe de golpe un vaso grande de agua.
Otro pide la palabra para responder.
—Aquí —dice— no somos anarquistas. Somos personas honradas que queremos trabajar honradamente. No necesitamos matar a nadie. En cuanto a romper las máquinas, las máquinas son de los trabajadores y son sagradas. —Se enardece de pronto y grita— Si yo le viera al compañero o a otro compañero levantar un martillo para romper mi Minerva, ¡le machacaba los sesos!
Los trescientos hombres empiezan a aplaudir y a gritar:
—¡Bravo!
El anarquista se queda en su banco regruñendo.
Después vamos a ver el teatro. La Casa del Pueblo tiene un teatro, donde dan funciones, hacen cine y tienen los mítines. Por los pasillos no tropezamos más que con blusas blancas y azules. Cuando nos abren la puertecilla que lleva al escenario del teatro, uno de la cola dice:
—¡Arrea, tenemos turistas!
Se ríen todos y yo me avergüenzo de mi traje a medida, de mis botas y de mi sombrero. Me vuelvo al que ha hablado y le chillo:
—¡Qué turistas ni qué cuernos! Trabajadores como tú, tal vez más que tú.
—Perdona, compañero —me dice—. Me he colado, pero como aquí no suelen venir «señoritos», mejor dicho, compañeros con traje de señoritos...
Entonces me dejo llevar de un impulso violento:
—Pues a pesar del traje y de las manos finas y de todo lo que queráis, ¡obreros! ¡Y qué obreros! Un año de meritorios, cinco duros al mes, doce, catorce horas de trabajo...
Y suelto un discurso lleno de todos los rencores. Cuando acabo, otro de la cola dice:
—¡Bien por el chaval!
—¡Qué chaval ni qué narices! ¡Tan hombre como tú o más!
Un viejo me golpea la espalda:
—No te cabrees. No han querido ofenderte. Desde el momento que trabajas eres un hombre.
Cuando deshacemos el laberinto de pasillos para salir a la calle, voy mirando con desafío a todas las blusas blancas y azules que encuentro. Quisiera que me volvieran a llamar «señorito» para meterles en el salón grande a todos y chillarles lo que somos nosotros, los «señoritos empleados», porque veo claramente que ellos no comprenden y nos desprecian. Creen que el ser empleado es tener un sitio caliente en el invierno y un ventilador en el verano; leer el periódico y cobrar a fin de mes.
Antes de marcharme, me doy de alta en Oficios Varios.