Capítulo 9
El hospital
Alguien me zarandeaba el brazo. Había estado durmiendo y debía ser muy tarde. Enfrente de mí, una ventana estaba llena de sol.
—Sí, sí. Ya voy.
Pero no podía hablar. La lengua dentro de mi boca era una masa de carne deforme. Me dolían las mandíbulas.
—El doctor —dijo alguien a mi lado.
—¿El doctor? —contesté, pero sin hablar. Mi boca se negaba a hablar.
A los pies de mi cama estaban un doctor y un soldado, dos figuras borrosas con la cruz de San Juan blanca sobre el cuello de sus guerreras.
—¿Cómo te sientes, muchacho?
—¿Yo? ¿Cómo? Bien. —Pero sin hablar.
El soldado dijo algo:
—Parece como si entendiera. Creo que le vamos a sacar adelante, mi capitán.
—Bueno. Seguir con lo mismo.
Los dos desaparecieron del pie de la cama. Lentamente comencé a darme cuenta de lo que me rodeaba. Estaba en una cama; frente a mí había una hilera de camas y otras dos a mi derecha y a mi izquierda. Sentía un olor nauseabundo que se desprendía de mis sábanas, es decir de mí. Un olor diferente del de la sala. ¿La sala? Era una enorme barraca de madera con un techo en ángulo sobre vigas cruzadas, una hilera de ventanas a cada lado y el sol entrando a raudales por las de enfrente a mí. Había un olor pegajoso de fiebre y un zumbido incesante sobre el que sobresalían respiraciones trabajosas y quejidos sordos. Moscas y moribundos.
Sobre la mesilla de noche había una jarra de porcelana y una caja de pildoras. La jarra estaba llena de leche en la que nadaban docenas de moscas. Sentía una sed torturante, con aquella piltrafa de carne que era mi propia lengua entre los dientes. Separé la vista del estanque de moscas y vi una cara lívida, huesos y pellejo, respirando trabajosamente como si a cada momento fuera a detenerse para siempre.
Sabía dónde estaba: en el hospital de Tetuán, en el pabellón de infecciosos. Lo llamaban el Depósito, porque los pacientes salían de él a través de una puerta trasera sobre una camilla con ruedas de goma, cubiertos por una sábana. Y nunca volvían.
En la sala no estaban más que los enfermos; ni sanitarios, ni ordenanzas, ni enfermeras. Nadie. A los pies de la cama colgaba mi ropa. Los galones de plata de las bocamangas brillaban. Pensé que otro «yo» estaba allí, esperando al pie del lecho. Tenía cigarrillos en la guerrera y su recuerdo me provocó un deseo irresistible de fumar. Me arrastré sobre la cama, cogí el uniforme y saqué cigarrillos y cerillas. Se pasó una hora antes de que se me calmara el latir del corazón y que el sudor dejara de inundarme. Sólo entonces encendí el cigarrillo. No tenía sabor y el chupar de él era un esfuerzo doloroso; debía tener los labios terriblemente hinchados.
Un soldado de sanidad entró y comenzó a marchar de cama en cama. Ponía un termómetro en la boca del enfermo, lo dejaba allí un rato, lo sacaba, lo frotaba con un trapo, lo ponía en la boca del inmediato. Escribía algo en la cabecera de cada cama. Otro ordenanza le seguía con un cubo vacío y otro lleno. Vaciaba las jarras de porcelana de cada mesilla de noche en el primero y las llenaba sumergiéndolas en el segundo. El hombre con el termómetro llegó a mí.
—¿Está usted mejor?
—Sí —le dije, moviendo la cabeza.
—Abra la boca.
—No. —Le señalé con la mano derecha mi sobaco izquierdo.
—No. Tiene que ser en la boca.
—No.
Me puso el termómetro en el sobaco y dobló mi brazo para cubrirle.
—Estése quieto ahora. ¿Quiere un poco de leche?
—No. Agua. —Pero no podía hablar y tuve que hacer un esfuerzo para indicarle por gestos lo que quería. Me entendió al fin.
—¿Agua? —Sí.
—No, leche; sólo leche. El agua está prohibida. —Quería darme la jarra que todavía goteaba de haberla sumergido en el cubo.
—No.
Dejó la leche sobre la mesilla de noche y las moscas se precipitaron zumbando sobre ella. El otro ordenanza me puso una píldora en la boca. Se me pegó al paladar hasta que se disolvió la envoltura, y la boca se me llenó de un gusto amargo. Quinina.
¿Tenía malaria?
Cuando se marcharon los dos sanitarios, me volví trabajosamente a leer la hoja clavada en la cabecera de la cama. Decía:
«Tifus ex». Debajo mi nombre y una fecha, y encima una curva de fiebre trazada sobre una cuadrícula. ¿Llevaba allí cuatro días? Y, ¿tifus exantemático?
Pero ¡yo estaba vacunado contra el tifus!
La mente de un enfermo grave es como la mente de un niño. Se agarra desesperadamente a una ilusión o se hunde en el pesimismo absoluto. Yo estaba inoculado contra el tifus, por tanto no podía morirme de tifus. No podía morirme. Todos los tratados de medicina del mundo lo afirmaban; y no me moriría. Naturalmente, si no me hubiera vacunado... Me invadió una calma infinita. Estaría malo una semana o dos o tres, pero no me moriría.
—Dame un pitillo —me dijo una voz débil— y enciéndemelo. —Una mano débil esquelética apareció bajo la sábana.
Encendí un cigarrillo y se lo di.
—¿Qué tienes? —dije. Me asombré de oír una voz bronca y tartamuda saliendo de mí, hablando con la lengua hinchada.
—Tisis.
—¡Caray! No fumes. Tíralo.
—Qué más da. Me voy a morir hoy... —lo dijo tan naturalmente que me convenció de que iba a morirse. Al atardecer movió una mano y dijo algo.
—¿Eh? —le pregunté.
—A—d—i—ó—s. —Pronunció muy claro y muy despacio.
Poco después, los dos sanitarios volvieron, uno con el termómetro, el otro con los cubos. Estiraron la sábana de la cama de mi vecino hasta la cabecera de hierro, cubriéndole completamente. Cuando habían terminado, volvieron empujando una de esas camillas de ruedas de los hospitales. Uno le cogió por los pies y otro por los hombros; sin retirar la sábana, recogieron bajo él los lados colgantes y le pusieron sobre la camilla. Desaparecieron a través de la puerta de atrás.
Aquella noche no pude dormir. Las moscas adormiladas caían sobre la blancura de las sábanas y sobre mi cara y mis manos. El calor era asfixiante. Las lámparas eléctricas colgadas de las vigas lucían con una luz rojiza a través de la capa de polvo que las cubría. Alguien al fondo de la sala comenzó a chillar, no, a aullar. Se tiró de la cama y anduvo a cuatro patas entre las dos hileras de camas. Pero antes de llegar a mi altura, se agarró a los hierros de una cama, se enderezó, vomitó y se desplomó. Ni un sanitario, ni un timbre. Se quedó allí toda la noche sobre el suelo de tierra apisonada. En la mañana le envolvieron en una sábana y se lo llevaron en la camilla de ruedas de goma.
Después vino el doctor. Pasaba rápidamente de una cama a otra.
—¿Cómo estás hoy, muchacho? —me preguntó.
—Mejor, mi capitán.
—¡Caray! ¡Pues es verdad! —Se volvió al lecho vacío—: ¿Y éste?
—Se murió ayer.
—Bueno. Seguid dándole quinina al sargento. Anímate, muchacho, esto no es nada.
Aquel día se murieron dos. Al siguiente, cinco. Uno de ellos murió de viruela negra en las primeras horas de la noche.
Al amanecer estaba en plena descomposición. Náusea, miedo y horror se habían apoderado de mí. Por la mañana le dije al médico:
—Mi capitán, ¿podría evacuarme a Ceuta?
—Cómo, ¿no estás bien aquí?
—Sí, señor. Pero tengo familia en Ceuta.
—Ah, bueno. Eso es otra cosa. Esta tarde te pondré una inyección y te mandaremos en una ambulancia. Comprendo que quieras ir allí.
Me pusieron una inyección en un brazo, me envolvieron en mantas y me pusieron en una camilla en un coche de sanidad, íbamos seis, tres a cada lado. Debieron darme morfina, porque cuando el coche comenzó a moverse, me mareé y perdí el conocimiento.
Me desperté en otra cama al lado de una ventana abierta de par en par. Había árboles cerca de la ventana llenos de pájaros chillones. Estaba en la cresta de un cerro y en la distancia se veía el mar. El barracón contenía sólo seis camas, cinco de ellas vacías. Había tres ventanas más y el sol inundaba la habitación. «Es una buena cosa la morfina», pensé. Pero no eran los efectos de la morfina.
Estaba en Ceuta, en el hospital Docker para enfermedades infecciosas, a dos kilómetros de la ciudad, sobre un cerro que domina el estrecho de Gibraltar. Un viejo, vestido con un blusón blanco, estaba sentado cerca de la puerta leyendo un periódico. Volvió la cabeza, me miró y vino a mí renqueando.
—Qué, muchacho, ¿te encuentras mejor? Voy a darte un poco de leche.
Se metió en un cuartito pequeño al lado de la puerta y vino con un vaso de leche fría. La bebí con ansia.
—Bueno, ahora estáte quieto. El comandante está al llegar.
He olvidado el nombre del comandante, como se olvida siempre el nombre de los que nos ayudaron, mientras recordamos a los enemigos. Era un hombre alto y delgado con sienes grises, una cara joven y sensitiva y las manos de un prestidigitador. Era un gran cirujano y gran psicólogo.
Se sentó en la cama, sacó el reloj y me tomó el pulso; me auscultó largamente. Quitó la sábana y me reconoció el vientre con dedos inteligentes. Lo sentía como si estuviera cogiendo uno a uno mis intestinos y haciéndoles preguntas. Me tapó y dijo:
—¿De dónde eres, muchacho?
—De Madrid, mi comandante.
—¿Fumas?
—Sí, señor.
Sacó una pitillera, me dio un cigarrillo y encendió otro para él:
—¿Te gustan las chicas?
—Bastante.
—Bien. Supongo que como todos habrás corrido un poquito, ¿no? ¿Has tenido alguna vez algo?
—No, señor.
—Eso es bueno. Y cuando chiquillo, ¿qué te acuerdas tú haber tenido?
En un cuarto de hora sacó de mí una confesión general de todos mis pecados y una historia de mi vida. Al final dijo:
—¿Sabes lo que tienes?
—Tifus, creo. Pero estoy vacunado.
—Sí, tifus. Y estás muy débil. Pero no te preocupes. Te sacaremos adelante.
A mediodía, el viejo puso un cubo de agua a los pies de mi cama. El comandante vino, me tomó el pulso y le dijo al viejo:
—Vamos con ello.
Empapó una sábana en agua y entre los dos me envolvieron en la sábana húmeda y en varias mantas. La humedad fría sobre mi piel húmeda de fiebre dolía; a los pocos minutos estaba seco. Me quitaron la envoltura humeante y me envolvieron en otra sábana húmeda, dándome un vaso de leche y una pildora. Me dormí profundamente. De esta forma se pasaron los días. Cada día el comandante venía a ayudar al viejo. Mis manos sobre la sábana se habían vuelto transparentes. Perdí toda noción del tiempo.
Un día el viejo me envolvió en una manta y me llevó en brazos como un niño a un sillón cerca de la ventana. Me dejó por una hora mirar al mar y a los árboles y escuchar a los pájaros. Había olvidado cómo andar. El viejo me enseñaba un ratito cada día. Después comencé a andar los pocos pasos que había hasta la sombra del árbol más cercano en la cima del cerro, y me quedaba allí respirando hondo el aire del mar; pero estaba tan débil que los cincuenta pasos desde el barracón hasta el árbol me costaban un río de sudor. Pesaba treinta y siete kilos y medio.
Un día me pusieron en una ambulancia y me llevaron al hospital Central, de Ceuta. Había un tribunal de cinco médicos; leyeron mi nombre y el comandante explicó mi caso; cuchichearon entre sí los cinco y uno de ellos dijo:
—Dos meses.
Vino un sargento y me preguntó: —¿Dónde quieres ir? Te han dado dos meses de permiso.
Una mañana volví a mi cuartel, preparé una maleta y embarqué para España. Antes de marcharme, el comandante mayor Tabasco, el jefe de la oficina del regimiento, me dijo:
—Cuando vuelvas, tengo una sorpresa para ti.
Se habían pasado casi dos años desde que había salido de España, dejando tras mí la vida civil y mi propia vida, para sumergirme en el anonimato de la vida militar en África. Esta vida militar no estaba aún terminada; me quedaba por delante poco más de un año todavía. Pero volver a España, aun en uniforme, era como una resurrección. Y por dos meses hasta el uniforme me iba a quitar; haría lo que me diera la gana: comer, dormir, ir donde y como quisiera. Sería libre y tenía dinero.
A medida que el barco avanzaba en el Estrecho y el anfiteatro de casitas blancas que era Ceuta se iba perdiendo a lo lejos, mientras la roca de Gibraltar crecía más y más, todo aquello —África, Melilla, Tetuán, Ceuta, el ejército— iba haciéndose borroso y escapándose de mi mente.
Tan pronto como el barco atracó en Algeciras tuve mi primer encuentro con una realidad de la cual mi largo aislamiento durante la campaña y la enfermedad me habían tenido ignorante. Sobre el muelle había coches de la ambulancia, muchachas en uniforme de la Cruz Roja, doctores y sanitarios. Examinaron mis documentos:
—¿Enfermo? —preguntó uno de los médicos de sanidad; se volvió a una muchacha que llevaba la cruz roja sobre la toca blanca y dijo—: Para ti, Luisa.
La muchacha vino a mí, me palmeó suavemente un hombro y exclamó:
—¡Pobrecito! Ha estado usted en Melilla, ¿no?
—Sí, al principio.
Me condujo a un rincón de la estación del ferrocarril y me ofreció un vaso de leche hirviendo, una cosa que odio.
—Bébase esto. Le hará bien y le ayudará a sudar.
¿Sudar? Había sudado bastante con mi fiebre y rechacé la bebida. Me miró ofendida.
—¿Usted sabe? —le dije—. He tenido que beber tanta leche cuando estaba en el hospital que ahora la aborrezco. Últimamente ya no me la dan, pero sí en cambio un vasito de jerez con dos galletas a media mañana.
Luisa me trajo un vaso de jerez y galletas. Eran buenos. Se sentó a mi lado y comenzamos a charlar.
—Ahora, cuénteme: ¿cómo era en Melilla? Terrible, ¿no? A mí me hubiera gustado ir a un hospital allí, pero papá no me ha dejado. ¡Hemos tenido unas broncas por eso! Figúrese, la duquesa de la Victoria, que es de la familia real, ha ido allí, y a mí no me han dejado. Mi papá es así. Bueno, no realmente, es mamá la que es muy rara: «¿Vas a ver esas heridas horrorosas que hacen los moros? Peor aún, yo sé bien que las enfermeras tienen que limpiar el trasero y sus partes a los soldados y ver cada cosa. No, hija, no; una señorita como tú no puede ver eso. ¡Nunca!». Esto fue lo que dijo, pero yo quería tanto ser una enfermera. Todas mis amiguitas lo eran y además el uniforme me sienta muy bien, ¿no? Así que papá, que a Dios gracias tiene buenos amigos, se encargó de ello y aquí estoy en el Comité de Recepción de los Heridos en África. Una tiene que hacer su poquito, ¿no? Naturalmente, no estoy en el hospital, porque no tengo estudios, pero una amiga mía está allí y lo ve todo. —El torrente de palabras se interrumpió un momento—: Sabe usted, un día me tocó un teniente. Como el capitán médico es un amigo de casa, pues, siempre me da lo mejorcito que viene. Si es un capitán, pues el capitán. Hoy le ha tocado a usted, no venían oficíales. Ahora, cuénteme, ¿cómo son los moros?
—Pues..., bueno, muy sucios y feos; muy largos y flacos, en fin, salvajes, completamente salvajes.
—¿Y Abd—el—Krim?
—Pues, a decir verdad, nunca he visto a Abd—el—Krim. Pero las gentes dicen que es un tipo con una barba muy negra y unos ojos feroces, que atormenta a los prisioneros y luego les pega un tiro.
—¡Qué horrible, qué horrible! Nosotros tenemos un primo ¿quién sería nosotros?—, un primo segundo, ¿sabe?, que era teniente de infantería y ahora es piloto y vuela en Melilla. Nos gustaría tanto verle. Dios me perdone, pero casi me alegraría que le hirieran, claro, no grave, para que nos lo mandaran a casa tuviéramos que cuidarle y cambiarle los vendajes cada mañana. Estoy segura que no me desmayaba. No lo parezco, pero realmente soy muy fuerte; tengo buenos nervios. Ahora que ya sé lo que iba a pasar: mi hermana y yo nos íbamos a pelear por él, porque a las dos nos gusta. Ahora tenemos a nuestro hermano en casa. No ha ido, porque papá compró un sustituto para él, pero como ahora se están llevando a todos... Aunque desde luego a él no le van a llevar allí, aunque llamen a su regimiento. Papá ya lo ha arreglado todo.
La señorita Luisa me estaba dando sobre los nervios y cuando su amiga, Encarnita de no sé cuántos, se juntó a nosotros, temía que iba a estallar:
—¡Qué suerte tienes, hija! —dijo—. A mí me han largado un soldado de Cáceres con la cabeza abierta y lleno de suciedad. Es horrible verle la cara. Y ¡tan sucio! Creo que si se le mira de cerca, se le encuentran piojos... ¿Y usted ha estado en Melilla?
—Sí.
—¿Herido?
—No. Tifus.
—¡Oh, tifus! Pero, eso se pega, ¿no? Yo he oído que todos los que tienen el tifus infestan al que se arrima... —interrumpió—. Bueno, Luisa, guapa te tengo que dejar; mi soldadito me está esperando. Tengo que ponerle en el tren. El pobrecillo es más feo. !Si vieras!
Y la señorita Encarna huyó a toda prisa de los bacilos del tifus. La señorita y yo nos fuimos al tren. Me dio una lata de leche condensada y un paquete de cigarrillos.
En el compartimento, enfrente de mí, estaban sentados tres gitanos. Un matrimonio entre los treinta y cuarenta y un viejo que indudablemente era el padre del marido. Cuando la señorita Luisa se marchó, el viejo se quedó mirándome:
—¿De dónde viene? De África, ¿eh? ¿Herido?
—No, enfermo.
—Pobrecillo. No le han dejado a usted más que los huesos, amigo. Tome un trago —y sacó una botella de debajo del asiento—
—¿No tiene usted un vaso o algo? He tenido unas malas fie bres, ¿sabe?
—Amigo, beba lo que le dé la gana a morro. Nos tenemos que morir de algo.
Bebí un trago de vino. El viejo cogió la botella y frotó la boca del frasco enérgicamente con el dorso de la mano.
—¡Aplastaos! —dijo. Bebió un largo trago, se limpió los labios con el revés de la misma mano y alargó la botella a los otros—: ¡La gloria de Dios! —Chasqueó la lengua y sacó una petaca enorme llena de tabaco y un librillo de papel de fumar que me alargó—: ¿Y tiene usted que volver?
—Aún me queda un año.
—Puash, mal asunto. Bueno, ahora escúcheme, pero primero tengo que decirle que a mí los sargentos me revuelven las tripas. Yo tuve uno, ¡maldita sea su madre!, que nos molía a palos. Porque yo también tuve que servir al Rey en tiempos de la Cristina. Y ahora, cuando veo un sargento, se me agria la bilis. Pero usted tiene una cara simpática; y además, se ve que las ha pasao negras. Parece usted talmente un gato despellejao. ¿Quiere usted otro trago, amigo?
—No, gracias, si bebo más, me voy a emborrachar.
—Como quiera. Y a lo que iba diciendo, pues cuando he visto su cara, me he dicho... Al grano: ¿usted nos quiere hacer un favor?
—¿Yo? No sé qué puedo hacer.
—Es muy fácil. Estos dos son mis chicos y nos ganamos la vida como buenos cristianos, ¿sabe? Compra uno unas poquillas cosas en Gibraltar: un cachillo de tela y una miaja de tabaco, y así, pues, lo vende uno en Cádiz y se gana unos pocos duros para los chavalillos. Todo eso que usted ve —señaló varios bultos en la red del vagón— es tela. Pero la tela no da mucho; en lo que se gana algo es en el tabaco. Ésta, que parece que está avanzada ya, lleva un poco rodeado a la tripa. El tabaco, además, nos cuesta mucho más dinero que los trapos. Por cada pieza de tela, le pagamos un real a cada uno de los carabineros que hacen la requisa de aquí a Cádiz. Y hay cuatro o cinco de esos arrastraos. Pero por el tabaco, les tenemos que dar un real por cajetilla y luego nosotros no sacamos más que dos pesetas con suerte. Así que, si usted quiere..., aunque supongo que usted lleva tabaco.
—No, no llevo ni un paquete. Quería haberlo comprado en Algeciras que es más barato que en Ceuta, pero con las niñas de la Cruz Roja colgadas al brazo, imposible.
—De perlas. Yo le vendo todo el que quiera a lo mismo que me cuesta a mí y nos va usted a hacer un favor.
—Bueno, ¿qué favor es ése?
—Pues, es muy sencillo. Como ahora están matando tantos soldados en Melilla y aquí viene cada día un cargamento de heridos, pues los carabineros no dicen una palabra si vienen con tabaco, o si se traen un poco de seda. Así, si usted dice que esta maletilla es suya, pues hace usted un favor muy grande a unos pobres. Y Dios permita que encuentre a todos los suyos con salud. Vamos a echar un trago.
Poco después un carabinero se asomó a la ventanilla. Iba recorriendo el tren a lo largo de los estribos. Abrió la puerta y se acaró con los gitanos. —¿Dónde vas, José?
—A Cádiz. A llevar unas cosillas. —Metió la mano en la faja y sacó unas cuantas monedas que el carabinero contó cuidadoso.
—¿Nada más que esto?
—Nada más. Esta vez sólo llevamos un poquillo de tela.
—¡Hum! No te creo.
—Pues, míralo.
El carabinero se dirigió a mí:
—¿Qué lleva usted, sargento?
—Estas dos maletas. —Señalé la mía y la de los gitanos. Mi maleta llevaba la marca en tiza de la Aduana. El carabinero señaló la otra:
—Pero ¿por qué no está marcada esta maleta?
Me hice el loco:
—Anda, ¿y por qué tengo yo que marcar la maleta?
—Marcada por la Aduana, como esta otra. ¿Usted no sabe que las maletas se marcan en la Aduana?
—Yo no sé nada. Es la primera vez que vengo a España desde que hace dos años me llevaron allí. En cuanto a las maletas, la Cruz Roja se ha encargado de ellas; pero si quiere usted saber lo que hay dentro, le diré que las dos están llenas de tabaco. Ahora que, fíjese, después de haber pasado por el infierno de Melilla y haber escapado con la piel por milagro, me parece que vamos a tener una gorda si quiere usted quitarme el tabaco.
—No se apure. Fúmese su tabaco y buen provecho le haga. ¡Así es como me gusta a mí que me hable la gente, con la verdad clarita! Pero es que los hay que creen que el hijo de mi madre es tonto. No le quito yo un paquete de tabaco a uno que está pasando las malas en África. Pero le quito hasta los pitillos del bolsillo al que crea que soy un idiota que se mama el dedo.
El gitano sacó su botella:
—Un traguito, amigos. Bueno, si a usted no le importa, porque el sargento aquí presente ha tenido las fiebres y ha chupado antes de la botella.
—Ya se ve en la cara que está hecho una birria. —El carabinero frotó el cuello de la botella con sus dedos y bebió hondo, más hondo aún que el gitano. Se limpió los labios con el forro del gorro de paño y dijo:
—Para matar los gérmenes, ¡esto! —acariciando la botella.
Antes de ir a Madrid, había decidido pasar un par de semanas en Córdoba. Mi madre había insistido en que debía aceptar una invitación hecha por mi hermano mayor. No lo hacía de buena voluntad. Desde que había estado algunos veranos en mis vacaciones con la familia de Córdoba, me desagradaba su compañía.
El tío Juan, el hermano mayor de mi madre, había emigrado de Méntrida a Córdoba cuando era poco más que un niño. En el curso de los años, a fuerza de ahorro y privaciones, había establecido un negocio de pañería que se convirtió en uno de los más importantes de la ciudad. Se casó y el matrimonio había sido prolífico: siete hijas y cuatro hijos. Sin embargo, su casa estaba regida por los padres salesianos y los canónigos de la catedral. Las hijas crecieron en una atmósfera de fanatismo rígido y la casa tenía su oratorio privado con una imagen de Jesús en una túnica roja sobre un traje azul celeste, sobre el cual se destacaba un corazón rodeado de llamitas doradas. La imagen tenía dos dedos levantados en el aire y tenía un halo de florecitas de lis doradas sobre su cabeza. La capilla estaba siempre llena de flores y tenía cuatro lámparas de aceite colgando del techo. El olor denso de las flores marchitándose se mezclaba con el olor agrio del aceite de oliva hirviente y humeante en las lámparas.
Uno de los hijos se suicidó. Otro dejó a su mujer después de tres años de matrimonio. El tercero fue muerto en un accidente de caza; y en cuanto al cuarto, nadie sabía a ciencia cierta dónde estaba; por los últimos veinte años, se suponía que estaba en alguna parte en América. Tres de las siete hijas se casaron y las cuatro restantes se convirtieron en solteronas beatas. En esta casa, donde después de la muerte de mi tía las cuatro solteronas habían cogido las riendas, se desarrolló mi hermano. Era claro que estaba destinado a ser el continuador del negocio y el cabeza de familia cuando muriera mi tío. Cuando mi hermano había ido a Córdoba tenía once años, sus primas más de veinte. Se domesticó bajo la férula áspera de mi tío y la piedad empalagosa de mis primas.
Por aquel entonces, mi hermano, tres años después de la muerte de mi tío, estaba administrando los bienes de las cuatro hermanas. El almacén de paños había sido liquidado y las hijas solteronas estaban tratando de restablecer el negocio con mi hermano como gerente. Había dinero bastante.
Mi hermano José y las cuatro hermanas me esperaban en la estación. Me cubrieron de besos y abrazos. Se compadecieron largamente de mí. Me llevaron en triunfo en medio de todos ellos y me hicieron parar infinidad de veces en el camino, para presentarme a los amigos. Me sentía ridículo al lado de mi hermano —que era bajito y delgado, con una ligera cojera y un bigote indecente, mitad rubio, mitad negro— y aquellas cuatro mujeres, todas ellas de tipo matronil, altas, con anchas caderas, pechos generosos y cabellera abundante como crines de caballos árabes.
Elvira me tomó a un lado en cuanto llegamos a la casa:
—Querrás lavarte —y se quedó a mi lado mientras me quitaba la suciedad del viaje, obligándome así a que la limpieza fuera sumaria.
—Desgraciadamente la casa ya no es nuestra, desde que se murió papá, así que no puedes ir a la capilla y darle gracias a Dios por la protección que te ha dispensado. Pero puedes ir con José a la catedral, que no está más que a un pasito de aquí.
José y yo fuimos a la catedral, después de haber escuchado detalladas instrucciones sobre qué capilla, a qué virgen o qué santo teníamos que visitar, y quiénes eran los «padres» que debíamos saludar.
—Gracias a Dios —dije a mi hermano, tan pronto como nos encontramos en la calle—, mira, vamos a algún sitio donde nos den algo de comer y un buen vaso de manzanilla.
—Vamos primero a la catedral, porque si no, se nos va a hacer tarde. Cierran a la una.
—Oye, pero yo no he pensado en ir a la catedral.
—Pues, vamos a tener que ir, porque Elvira me ha dicho que te presentara al padre Jacinto. Y además, Gonzalo nos estará esperando. ¿Sabes que le han hecho canónigo?
Gonzalo era un nieto, el más viejo, del tío Juan, y por tanto un sobrino mío, aunque yo era más joven que él. Se había hecho cura y gracias a las influencias de la familia, era ahora un canónigo de la catedral de Córdoba con poco más de veinticinco años.
Fuimos a la catedral y encontramos a Gonzalo, un muchachón corpulento enfundado en una sotana ceñida. Me dio una bienvenida cariñosa y me preguntó:
—¿Has venido a rezar?
—Mira, podemos perdonar los rezos, ¿no?
—Está bien, entonces, vámonos.
Me llevó a su casa y nos invitó a unos bollos y a unos vasos de montilla. Su madre, la tía Antonia, me recibió con un aluvión de besos, me pidió que contara en detalle mis aventuras en Marruecos, se echó a llorar como la Magdalena arrepentida antes de que yo pudiera hablar una palabra. A continuación me contó la historia de Mercedes, su hija.
La tía Antonia había sido amiga de rezos de mi difunta tía Ángela, la mujer del tío Juan, y así había conocido a su hijo Gonzalo. Se casaron, y al quedarse viuda a los pocos años, para la tía Antonia se convirtió en obsesión que los dos niños, Gonzalo y Mercedes, serían servidores de la Iglesia. Gonzalo se había convertido en canónigo, pero Merceditas, antes de tomar los votos, se había encontrado con un turista que andaba pintando vistas de la catedral. Como la muchacha sabía que su amistad con el pintor nunca iba a ser tolerada por la madre, un día desapareció con él.
—... y ¿te puedes imaginar? —sollozaba la tía Antonia—, me dejó una carta en la que me decía sin vergüenza alguna, no sólo que se marchaba con un hombre, sino que esperaba tener un hijo suyo y le faltaba el valor de decírmelo en la cara.
La tía Antonia enderezó su armadura huesuda, haciendo crujir las juntas, y con los ojos llorosos, encendidos de ira, prosiguió:
—Me conoce. No ha tenido el coraje de decirlo, ¿eh? ¡Claro que no! Con estos dedos —unos dedos grandes, amarillos, espatulados— ¡le hubiera sacado la cría de las entrañas!
—Bueno, madre, no se excite —dijo Gonzalo, suavemente—. Cualquiera creería que era usted capaz de una cosa semejante. Hay que perdonar para que Dios nos perdone a nosotros.
—Tienes razón, hijo, tienes razón. Pero es porque tú eres un santo. —Se abrazó al hijo llorando. Los diez dedos de sus manos descansando sobre la sotana, con sus uñas fuertes, ribeteadas de negro, sus puntas apretadas contra los hombros poderosos de él, más espatulados que nunca, como esas cucharas de madera que se usan para sacar ungüentos espesos de sus jarras de cristal. Tuve que mirar a otra parte, porque me imaginaba demasiado claramente cómo estos dedos y uñas hubieran arrancado a tiras la vida nueva en el vientre de la muchacha.
Cuando salimos de la casa, Gonzalo dijo:
—No hagas caso a lo que dice mi madre. La pobre está trastornada. Debería ver más gente, charlar y quitarse de encima sus pesadumbres. Arturo, tú deberías venir mañana cuando esté sola y tratar de consolarla un poco.
Aquella noche hubo cena en mi honor, con mis tres primas casadas, sus maridos y Gonzalo en su sotana. Comimos abundantemente a las seis y media, mientras el sol todavía estaba alto. Los tres maridos y mi hermano, entonces un presunto marido de mi prima Elvira, no tenían nada que decir. Las siete mujeres se enredaron en una conversación en la que los argumentos se reforzaban, pidiendo las casadas apoyo a sus maridos y las solteras a José y a Gonzalo, y saltando ciegamente de un argumento a otro en una discusión sobre Marruecos.
—¡Es simplemente horrible lo que los moros han hecho en Melilla! Todavía no se sabe cuántos pobres españoles han sido asesinados a traición. Lo que hace falta es un gobierno fuerte que arrase Marruecos hasta que no quede un moro vivo. Debemos mandar un millón de hombres o dos, si hace falta. ¡Y no dar cuartel! Esas gentes no son cristianos, son salvajes sin civilizar. Y aún se permite que esos socialistas protesten contra el envío de tropas.
—Hacen bien. Casi sería lo mejor... —estallé.
—¿Qué?
—... abandonar Marruecos y no mandar un simple soldado allí. Marruecos es la mayor desgracia de España, un negocio desvergonzado y una estupidez inconmensurable al mismo tiempo. Yo he estado allí dos años, y que me digan a mí qué es lo que civilizamos nosotros. Los soldados, mejor dicho, la clase de soldados que se manda a Marruecos, son la gente más miserable e inculta de España, tan incivilizados como los moros. Ommás. ¿A qué los mandan a Marruecos? A matar y a que los maten. Marruecos es bueno sólo para los oficiales y para los contratistas. —Sabía que me estaba excitando tontamente y sin finalidad, pero no podía remediarlo.
—Pero, hijito —dijo Elvira—, a los oficiales también los matan.
—Claro. La lástima es que no matan más. Tú, ¿piensas que debían matar sólo soldados?
—Sigues tan incorregible como siempre, tú y tus ideas. Tú acabarás mal. ¡Muy mal!
—Es posible que yo acabe mal, muy mal, como dices, pero una cosa es cierta. España va a acabar peor, si Dios no lo remedia.
Gonzalo, untuoso como un canónigo viejo, cortó la discusión antes de que tomara caracteres más agrios:
—Y Dios lo evitará, si se lo pedimos de rodillas.
—Tienes razón, Gonzalito. Mañana voy a ir a escuchar tu misa y yo voy a rezar a Dios por haber salvado la vida de este ateo.
Después de esto, los hombres nos fuimos a beber algo. En aquella época, los cafés en Córdoba eran exclusivamente para uso de los hombres; ninguna mujer arriesgaba entrar en ellos, ni sola ni en compañía. Las mujeres de nuestra reunión consideraban como natural que las dejáramos solas. Pero tan pronto como estuvimos en la calle, Manuel, uno de los maridos, preguntó:
—Ahora, ¿dónde vamos a llevar al primo que vea un poquillo de la vida?
—A casa de Antonio.
—Está bien —dijo Gonzalo—, vosotros os vais allí y me esperáis, mientras voy a casa a mudarme de ropa. —Y se marchó a largos pasos.
—Lo peor es que las mujeres se enterarán —gruñó mi hermano—. En este pueblacho todo el mundo se conoce. Mañana por la mañana están enteradas, podéis estar seguros.
—¿Y qué? Que se enteren. Se les dice que nos hemos traído aquí a Arturo, porque es el único sitio donde se puede beber un montilla decente. ¿Qué saben las mujeres de eso?
Yo no sé si verdaderamente Antonio fue o no un picador famoso en la cuadrilla del Guerra, pero en todo caso las paredes de su taberna eran un museo de trofeos taurinos: cabezas de toro disecadas con una placa grabada en metal contando su historia de quince minutos famosos; banderillas cruzadas con los pegotes de sangre reseca ya de veinticinco años antes; estoques famosos por haber servido para matar famosos toros; capas bordadas protegidas en vitrinas encristaladas; viejos programas impresos en seda; viejas fotografías conservando aún vivo el color de ciruela madura de los daguerrotipos, y otras más modernas, descoloridas ya y enfermizas, blanqueadas por la luz.
La taberna estaba llena de gente, pero Manuel nos guió a la trastienda, donde un camarero agitanado nos recibió y condujo a un reservado minúsculo con paredes de tablas, la puerta cortada a medio metro del suelo, de manera que se pudiera ver lo que pasaba dentro sin entrar.
—Mira, Rafaelillo, somos seis con Gonzalo, que va a venir en un momento. Éste es el primo que estaba en Melilla. Díselo a Antonio, y que vea si hay alguien para armar una juerguecilla.
—El Currillo está ahí con los niños, si quiere usted llamarle.
Nos trajo una bandeja monstruosa cargada de vasos de vino, «De parte del señor Antonio»; y apareció Currillo, un gitano de setenta años con patillas de chuleta, una colilla colgando de la esquina de los labios y una guitarra bajo el brazo.
—A la paz de Dios, señor Manuel y la compañía. —Se descolgó la colilla del labio—. Déme usted lumbre, sargento. —Le alargué uno de los paquetes de tabaco de contrabando. El viejo gitano abrió unos ojos atónitos y cogió el paquete como si fuera una cosa delicada y frágil.
—Usted viene de África, compadre, esto está claro. ¡Las cosas que esto me recuerda! Los buenos tiempos en que yo era un buen mozo, porque uno ha sido un tipo bien plantao, con su permiso; y usted no sabe los miles de fardos de esto que tengo metidos, a veces a tiros con los del resguardo.
El viejo, mientras, se lió un cigarrillo grueso como una estaca.
—Quédese usted con el paquete; tengo de sobra. Después de lo de Melilla no nos miran el equipaje.
—Dios se lo pague, hijo; y aunque ya tenga uno la voz cascada, la primera copla la voy a cantar yo a su salud.
Los «niños» habían entrado silenciosos tras él: un muchacho de piel aceituna y chaquetilla corta, con tufos, sombrero cordobés, pantalones abotinados ceñidos de cintura y faja de seda; y una muchacha alta y cimbreña, color caoba, con el pelo aceitado sostenido hacia arriba por una profusión de peinecillos rojos y azules, una blusa con mangas abullonadas y falda de volantes salpicada de flores. El mozo iba a cantar y la muchacha a bailar.
—Y aquí estamos todos —dijo el viejo Currillo, haciendo las introducciones— para servir a la buena gente. Pero primero va usted a oír mi coplilla, que no se me ha olvidado.
Rasgueó la guitarra templándola durante un largo rato, carraspeó y entonó al fin:
Marinero, sube al palo
Y dile a la madre mía
Si se acuerda de aquel hijo
Que en el África tenía.
Entró Gonzalo, desconocido en su traje de paisano, un sombrero cordobés caído sobre una oreja a lo flamenco, una cadena de oro a través del chaleco, y calzado con zapatos de charol. —¡Hola, Currillo, hola, muchachos! —Tomó la barbilla de la muchacha—. ¡Cada día estás más guapa, Currilla!
—Y tú más sinvergüenza —replicó la gitanilla, riéndose y mirándole de arriba abajo.
La juerga se puso a tono. Hasta la medianoche nos dedicamos concienzudamente a beber, escuchar cante flamenco y mirar a Currilla taconear sobre el círculo de la mesa. A veces aparecían en la puerta cabezas de amigos y conocidos. Entraban, bebían y correspondían a la cortesía enviando una de las enormes bandejas cargadas de chatos de manzanilla. A medianoche, Gonzalo declaró de pronto que no bebía más, porque tenía que decir misa en la mañana; poco después estábamos en la calle, un poquito borrachos.
A la mañana siguiente salimos todos en parada: mis cuatro primas en negro con mantilla, mi hermano en negro con corbata también negra y yo en uniforme y condecorado, porque mis primas querían exhibirme. En el pórtico de la catedral se nos reunió el resto de la familia, la mayoría de ellos también de negro, dando la apariencia de un duelo, muy serios, muy solemnes. Gonzalo dijo su misa con gran solemnidad, como si fuera una misa para nosotros solos. Después entramos en la sacristía, donde Gonzalo se desvestía sin interrumpirse por nuestra presencia.
—Anda, Gonzalito, enséñanos el tesoro.
Gonzalo abrió vitrinas y arcones y nos mostró las riquezas de la catedral: joyas y paños de altar, casullas y capas, cálices y custodias en oro y plata repujado y cincelado, y ofrendas de fieles en las que era difícil saber qué admirar más, si la ingenuidad o la buena fe. Había pendientes que alguien se había quitado de sus orejas para ofrendarlos a un particular santo; otros habían abandonado allí sus inmensos relojes de plata maciza, grandes como piedras de río atados a cadenas deformes, a las que hubiera podido atarse un perro.
Cuando muchacho, me habían enseñado ya el tesoro de la catedral, igual que se me habían mostrado los grandes festivales de la Iglesia con su suntuoso esplendor. Nunca me habían impresionado. Pero una vez, cuando yo era un chiquillo de diez u once años, alguien me había llevado a ver la columna del esclavo. Entre las ochocientas cincuenta columnas de la Gran Mezquita, que hoy es la catedral, existe una sobre la cual está esculpida una pequeñísima imagen de Cristo en la cruz, que no mide más de un palmo. La escultura es completamente primitiva y sus relieves se han borrado a fuerza de besos de beatas a través de siglos. Quienquiera que fuese el que me lo mostró, me contó la leyenda:
«Los moros —dijo— cogían cautivos a los españoles y los encadenaban a las columnas.» (Algunas de las columnas presentan restos de anillos de hierro embutidos en la piedra, pero yo personalmente no puedo creer que los califas de Córdoba llenaran su mezquita con prisioneros encadenados...) Uno de estos cautivos, encadenado durante años a una columna, había dejado crecer sus uñas y con ellas había emprendido la tarea de esculpir la imagen de Cristo a fuerza de rascar la piedra. Y allí estaba, una muestra palpable de la fe católica.
La cruz y la mezquita hicieron una honda impresión en mí; la mezquita como tal, no como catedral. Me había proporcionado un placer inmenso errar entre los cientos de columnas, perderme en los rincones húmedos y oscuros y surgir del bosque de piedra en un claro lleno de sol, donde la cruda luz venía a caer de lleno sobre las rotundas inscripciones árabes de dibujo perfecto, brotando en relieve del contraste violento de los blancos de luz y los negros de sombra; de allí se sumergía nuevamente en el laberinto de columnas y en la soledad de sus hileras. Me divertía en remirar sus capiteles y en escudriñar los rincones, donde se descubrían restos de los viejos relieves de geométricas líneas que aún conservaban los restos de los oros, rojos y azules descoloridos por el tiempo, y que dejaban ver a través de sus grietas su fundación de estuco.
Aun cuando era un chiquillo, no podía contener mi indignación porque el centro de la vieja mezquita hubiera sido destruido y profanado por los católicos, para incrustar allí su altar mayor, su coro y sus pulpitos horribles, sobre todo uno que descansaba sobre un toro de mármol, aplastado por el peso, mostrando los intestinos desbordantes de su vientre estallado.
Ahora, mientras me mostraban las riquezas de la catedral, recordaba las luces y sombras, la diminuta imagen del Cristo en la mezquita. Después de dejar a Gonzalo, me despedí de los otros en el pórtico.
—¿Adónde vas? —me preguntaron.
—Voy a echar una mirada a la mezquita.
—Ah, ¿te quieres quedar un ratito en la catedral?
—No. Quiero estar en la mezquita. La catedral no me interesa.
—Bendito sea Dios. ¡Qué raro eres, Arturito! José se quedará para acompañarte.
—No, tú te vas a casa, o haces lo que quieras.
—¿Es que te molesto?
—No, pero no me dejarías en paz o te aburrirías.
Me dejaron solo como una cosa sin remedio. Veía lo que estaban pensando entre ellos: «Pobrecillo, las fiebres de África le han trastornado un poco».
En el Patio de los Naranjos, los árboles eran masas verdes cargadas de bolas casi amarillas. La mezquita en toda su inmensidad parecía vacía. La poca gente que allí había estaba rezando, o bien ante la reja de una de las capillas o entre los bancos y sillas del crucero, ante el altar mayor. Pero los rincones frescos de humedad, los rincones sin sol escondidos entre el laberinto de pilares, estaban desiertos, y mis pasos resonaban huecos, remotos, como podían haber sonado sobre las losas de un castillo en ruinas.
Tenía una vaga idea de dónde encontraría la columna del Cristo. Recordaba que era de una piedra negra, y la busqué dando vueltas entre los pilares. La encontré al fin. Alrededor de la imagen de Cristo habían puesto una reja y un cepillo para limosnas, cerrado con un candado niquelado. Una placa niquelada pedía limosnas para una cosa u otra, no sé. Sólo sé que habían destruido mi leyenda.
Aquella tarde, mi hermano y yo nos fuimos juntos de paseo. Cruzamos el puente romano, pero José se negó a ir más lejos en los campos. Volvimos a la ciudad y le arrastré a través del barrio que aún se llamaba de la Morería, con sus calles moriscas estrechas y retorcidas, sus casitas bajas con azoteas, sus chiquillos descalzos, tostados de sol, medio desnudos, sus mujeres pequeñas y morunas aún desgreñadas, una flor incrustada en el pelo, dando de mamar a sus chiquillos con un pecho desbordante sobre la blusa abierta.
Al fin, José se quejó agrio:
—Tienes un gusto raro. Vámonos al Gran Capitán, que esta tarde toca allí la banda.
Fuimos a la gran avenida y nos sentamos a una mesa de un puesto de refrescos. Una banda militar tocaba ruidosamente y fuera de tono.
—¿Y qué planes tienes? —me preguntó José.
—¿Cómo que qué planes?
—¿Te vas a hacer oficial?
—¿Oficial yo? Tú estás loco.
—Bueno. A mí me parece que es lo mejor que podrías hacer. Aquí en Córdoba está la Academia para sargentos. Vendrías aquí, vivirías con nosotros y te convertirías en un oficial en tres años. Tendrías asegurado el porvenir.
—¿A qué llamas tú tener el porvenir asegurado?
—¿A qué le voy a llamar? A tener asegurada la vida, una paga decente, una posición social. Tú todavía eres joven y en Marruecos se puede hacer carrera. Tú no eres ningún tonto... Al menos esto es lo que a mí me parece, claro que no es más que una opinión personal.
—Que da la casualidad no es la mía.
—Creo que cometes una tontería.
Quedamos en silencio por largo rato.
—¿Sabes lo que estaba pensando? —dijo al fin.
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—Estaba pensando que en lugar de haber estado enfermo tan gravemente con tifus, podías haber tenido la suerte de que te dieran un tiro, claro, sin matarte. Te hubiéramos traído al Hospital de Córdoba, porque se lo hubiéramos pedido al tío Antonio, que está de comandante en Sevilla, y lo hubiera arreglado y lo hubieras pasado estupendamente aquí.
—¿Así que tú crees que debían haberme pegado un tiro?
—Hombre..., hubiera sido por tu bien; mejor que esto. Bueno, también nos hubiera sido útil a nosotros. Desde la muerte del tío Juan y la liquidación del negocio, la gente nos ha dado un poquito de lado. Pero si tú, por ejemplo ahora, estuvieras aquí herido grave, puf, no puedes imaginarte... Están dando fiestas cada día en casa del duque de Hornachuelos y de Cruz Conde. Imagínate.
—Me lo imagino. Tú solo con las cuatro primas, que empiezan a ser solteronas viejas y la moneda acabándose. ¡Ya lo creo que me lo imagino! Dime otra cosa, ¿a qué hora pasa por aquí el expreso de la noche para Madrid?
—Hombre, ¿qué te pasa? Tienes tiempo de sobra para estar aquí, ¿por qué te entran de pronto prisas? El expreso pasa a las diez.
—Bueno, mira: esta noche a las diez me voy. Te acordarás que una vez tuvimos un serio disgusto en Madrid. Te dije entonces que no volvería a dirigirte la palabra en mi vida. He venido aquí porque tú lo has pedido y porque madre también lo quería, pero no creo que nos vayamos a volver a ver, al menos por mi parte.
Aquella noche cogí el expreso para Madrid.