Capítulo 1
Cambio de juego
Las aguas del Estrecho estaban un poco alborotadas. El viejo cascarón de nuez que hacía la travesía diaria cabeceaba en todas direcciones. Los cerros y las casas de Ceuta se columpiaban sobre las olas, surgiendo sobre ellas, para hundirse después hasta desaparecer de la vista. Cuando entramos en el puerto, los muelles aún parecían balancearse suavemente. Encontré la ciudad completamente cambiada.
Cuando se vive en un sitio, se construye uno una imagen mental del medio que le rodea. Esta imagen se queda dormida en lo más profundo de la mente, mientras se vive allí en carne y hueso; pero en el momento que os marcháis de allí, surge con plena vida y sustituye la antigua visión directa y rutinaria. Así, un día volvéis esperando encontrar los sitios, las cosas y las personas, tal como los habéis conservado en vuestra mente, tal como creéis que son. Vuestra visión mental y la realidad chocan violentas y el choque repercute dentro de vosotros.
La callejuela que imagináis fresca y callada está ahora llena de gentes chillonas y deslumbrante de luz. El café lleno de gentes, donde os sentabais con vuestros amigos para sostener discusiones acaloradas, está casi vacío, y el camarero amigo ya no se acuerda qué es lo que acostumbrabais tomar. Es algo así como si un actor fuera al teatro a las diez de la mañana, convencido de que iba a aparecer en escena donde le estaban esperando, y se encontrara allí con la fregatriz quitando el polvo de las butacas, frente a frente de un escenario vacío cargado de decoraciones revueltas, y todo alumbrado por la luz gris de las claraboyas.
He sufrido a menudo este choque, pero cuando llegué a Ceuta desde Madrid, creo que fue la primera vez que me di plena cuenta. Conocía cada uno de los rincones de Ceuta y cada rincón en un momento determinado, en su momento. Ahora, el sitio y el tiempo no estaban sincronizados y me encontraba de pronto en tierra extraña.
Antes de ir al cuartel, quería desayunar y me fui directo a mi café, es decir, al café donde iba cuando era un cabo. Pero en la misma puerta me sorprendió a mí mismo el hecho de que ahora era un sargento. Éste no era ya más para mí el sitio adecuado; tendría que ir al café de los sargentos. Así, volví atrás y me encaminé a La Perla. Había unos cuantos sargentos desayunando café con bollos o churros: me senté solo y pedí café. El camarero no me conocía, yo no conocía el café, y cada uno me miraba como se mira a un extranjero. Me bebí mi café de prisa y me marché, echando de menos amargamente la calurosa acogida que hubiera tenido en mi café «de soldados», donde el camarero era un amigo y donde el salón era sucio y maloliente, pero sin pretensiones. Mucho más humano.
Porque ser sargento en Ceuta suponía pertenecer a una clase social. En la pequeña ciudad había tres castas claramente separadas entre sí, como compartimentos estancos: los soldados rasos y los cabos, juntamente con los jornaleros, los pescadores, los albañiles, los barrenderos y otros semejantes, eran el proletariado. Los suboficiales y sargentos, con los obreros calificados, los pequeños comerciantes y los oficinistas, eran la clase media. La clase alta, la aristocracia, consistía en los magistrados y el clero. El conjunto de la vida social de la ciudad estaba organizado de tal manera que ninguno de estos tres grupos podía mezclarse con los otros. Había cafés para soldados, para sargentos y para oficiales, y burdeles para cada uno de los tres grupos. Algunas calles, y hasta a veces parte de la misma calle, estaban prácticamente reservadas para uno de los tres grupos. En la calle Real, que atraviesa el pueblo de extremo a extremo, los soldados marchaban siempre por el medio de la calle. En la acera tenían que ceder el sitio a las mujeres y a sus superiores jerárquicos; y como no podían evitar el cruzarse con una mujer o con un superior cada cinco pasos, preferían no tener que estar dando brincos a cada momento de la acera al empedrado. En general, los soldados huían de las calles céntricas, donde estaban condenados a saludar incesantemente, y los oficiales evitaban las calles extraviadas, donde no podían exhibirse con la gente de categoría.
Como en otros muchos pueblos de España, en Ceuta era costumbre el pasearse a la caída de la tarde, a lo largo de una calle, saludando a los amigos y piropeando a las muchachas; pero allí, cada casta tenía su trozo de acera en la misma calle. En uno, los soldados se paseaban con las criadas. En otro, los oficiales se paseaban con las señoritas acompañadas de la mamá y vigiladas por la cara seria y ceñuda del papá. Los sargentos tenían también su trozo de paseo propio, para ellos y para las niñas aspirantes a señoritas bien, con papás pretenciosos de altos puestos.
No podía ir más al café de los soldados.
No podía entrar más en la taberna familiar; no podría pasearme por el mismo trozo de acera; y así, todo.
En este estado de ánimo llegué al cuartel; me dijeron que me avistara con el comandante, cuando viniera como siempre a las once, y por más de una hora anduve de un lado a otro a través del cuartel de Ingenieros. Un edificio con dos grandes terrazas, una enorme casamata de madera, un gallinero, cuadras, talleres, enfermería, todo alrededor de un patio grande y otro pequeño, todas las paredes enjalbegadas y blancas como leche fresca. Cada día un soldado se dedicaba a poner cal nueva sobre alguna de las paredes, y así continuaba todo el año a través de todo el cuartel.
Me aburrí mientras esperaba; me aburría de la espera y del blanco sin fin de las paredes del cuartel, casi desierto a aquella hora. Bien, al día siguiente estaría en Tetuán y de allí iría a parar a la línea de fuego; al menos sería menos aburrido. Al menos encontraría gentes conocidas. En Ceuta apenas conocía a alguien. Mi contacto con los soldados se había terminado y mi contacto con los pocos sargentos fijos en la plaza aún no se había iniciado. Me sentía aislado de todos.
A las once; el comandante mayor entró en las oficinas de Mayoría. Dejé pasar un ratito y me presenté en su despacho:
—A sus órdenes, mi comandante.
—¡Hola, Barea! ¿Ya has vuelto? Estás flaco de veras. Cuídate. Bueno, mira, el sargento Cárdenas ha ascendido a suboficial y se queda de subayudante. Así que tú dirás, si lo prefieres a volver al frente. Aunque supongo que lo preferirás.
Le di las gracias.
—Bueno, tómalo con calma: descansa unos días y ponte en contacto con Cárdenas para que te vaya explicando las cosas. Pero no me hagas tonterías.
Se entraba en las oficinas del regimiento a través de un pequeño recibimiento, provisto de dos mesas y un banco monacal de madera dura, largo para seis personas. Era el sitio donde los dos ordenanzas de la oficina estaban sentados invariablemente, haciendo todo lo posible porque ningún visitante les quitara el sitio. Detrás de la mesa había dos escribientes encargados de recibir a los visitantes o invariablemente forzándolo a llenar un impreso. Al fondo de la sala había un tabique de madera rematado por una fina red de alambre, y detrás de él dos cubículos separados también por el tejido de alambre y unidos por un ventanillo. El de la izquierda lo ocupaba el cabo Surribas, el de la derecha el sargento Cárdenas. Surribas era el contable y una especie de secretario de Cárdenas, de quien recibía las órdenes a través del ventanillo. Cárdenas era una especie de secretario del comandante mayor y tenía una gran mesa, con una más pequeña al lado que ocasionalmente usaba para dictar a un escribiente.
Al fondo se abría aún un cuarto más grande, en el que había cinco mesas y cuatro escribientes. Las paredes estaban forradas de anaqueles repletos de legajos, todos atados con balduque rojo. Estos legajos contenían la historia de cada uno de los soldados que habían pasado por el regimiento en los últimos veinte años. Uno de los anaqueles estaba cargado de grandes carpetas, de tamaño folio, conteniendo la historia de cada oficial a través del mismo número de años.
La oficina olía a papel apolillado y a insectos. Porque existe un olor de insectos; es dulzón y se agarra a la nariz y a la garganta, impregnado del polvillo fino siempre flotante. Si sacáis de su sitio un legajo de viejos papeles o un libro ya roído de gusanos, se eleva una nube levísima de polvo, y el olor es tan violento que ni aun el escribiente más viejo puede evitar un estornudo.
Y la oficina estaba llena de ruido de insectos. En mis días de cabo había trabajado allí y había llegado a conocerlo. Mientras los cuatro que éramos escribíamos, o tecleábamos en las máquinas, cuchicheando para no irritar al sargento, no oíamos el ruido. Pero cuando yo me metía allí en las noches calurosas de África, buscando un rincón fresco donde leer tranquilo, escuchaba el trabajo de demolición incesante de estos seres diminutos que trataban de destruir la burocracia. Roían el papel, lo taladraban, hacían nidos en él, se hacían el amor. Había centísedos con mandíbulas como pinzas de cangrejo, que taladraban los más gruesos legajos de lado a lado. Había cucarachas gigantes que roían los bordes, incansables; gusanos que tejían sus capullos tras un legajo, para surgir en mayo convertidos en mariposas. En los anaqueles más altos, donde se acumulaban los más viejos documentos, estaba el reino de las arañas monstruosas, de las avispas y de las moscas de caballo, que acumulaban allí sus nidos y sus dormitorios invernales. En las hileras más próximas al suelo, los ratones roían las cintas rojas para acolchar sus nidos. De vez en cuando, las hormigas invadían la plaza como si quisieran arrancar una a una las letras escritas y llevárselas a sus hormigueros como granos de trigo.
Cuando yo trabajaba allí, le habíamos dado al sargento Cárdenas el mote de el Loro, en parte por la jaula de alambre en que estaba encerrado y en parte por su voz chillona, que cortaba a través del silencio, siempre agria y siempre rasposa. Aparte de esto no conocía más de él, fuera de lo exterior. Un hombre moreno, bien formado, afeitado de raíz, siempre serio y siempre irritable, dejando ver su origen campesino a través de la rigidez con que llevaba su uniforme, costoso e impecable, pero que parecia pertenecer a otra persona.
Y ahora me encontraba yo mismo en la jaula de el Loro, sentado a la mesita frente a él y esperando. Llevaba un uniforme nuevo de suboficial. Después de su ascenso no se había cosido los nuevos galones en lugar de los viejos, se había hecho un traje nuevo.
—Bien, ahora va usted a ser mi sucesor. Debía haberlo sido Surribas por derecho de antigüedad, pero el pobre está loco como una cabra. No se puede tener confianza en él y éste es un sitio donde hace falta mucho tacto. El trabajo no es difícil, pero hay que saber siempre dónde pone uno los pies y quién es cada uno. Tenga usted los ojos abiertos, porque si pueden, le meten un paquete sin que se dé cuenta. Ya le iré explicando cómo funcionan las cosas en detalle; ahora se lo voy a explicar en general. De todas maneras, vamos a estar en contacto los dos, porque yo me quedo de subayudante del regimiento. —Hizo una pausa, encendimos un cigarrillo y continuó—: La contabilidad la he estado llevando yo mismo y usted tendrá que hacerlo también, si quiere que las cosas marchen. Surribas lleva los libros y le ayudará en todo el trabajo auxiliar, pero las cuentas es trabajo de usted. Surribas puede escribir los números en el diario y sumarlos, pero es usted quien tiene que darle las cifras, y usted el único que tiene que conocer el porqué de cada cantidad. Algunas ve ces ni aun esto: por ejemplo, si el comandante mayor le dice «anotar esto o aquello», usted lo anota y no se mete en más averiguaciones. Se puede usted figurar el porqué, pero se calla la boca y no pregunta. En estos casos usted es para el mayor lo que Surribas es para usted. Pero éstos son casos excepcionales. Normalmente usted no tiene nada que hacer más que llevar las cuentas de la comandancia. —Continuó—: Como usted sabe, el Estado asigna una cantidad por cada hombre en el ejército, desde soldado a coronel. Sobre la base de esta asignación, cada compañía hace sus liquidaciones y se las presenta a usted, para comprobación, al fin de cada mes. Usted las examina, les da el conforme y la compañía cobra en caja el dinero que se le debe.
—No parece ser muy difícil.
—No. Esto no es difícil. Un estado de cuentas se manda cada mes al Tribunal de Cuentas, donde lo aprueban y lo archivan. Y el punto es que bajo ningún concepto tiene nunca que ser rechazado un estado de cuentas. Para eso, cada anotación debe tener su comprobante correspondiente. Y aquí tiene usted la llave más importante de nuestra contabilidad: EL COMPROBANTE. No hay comprobante, no hay dinero. Ésta es la regla.
—Tampoco eso me parece muy difícil.
—Ah, pero es difícil. La cuestión del comprobante es la más difícil de todas. Voy a darle un ejemplo y verá usted por qué: de acuerdo con el presupuesto, cada soldado tiene derecho a un par de alpargatas cada tres meses. Cuando se le dan sus alpargatas, se le anota en su hoja de vestuario. Esto sirve de prueba de que las ha recibido y ya no puede reclamar otro par. Ahora bien, la compañía tiene cien hombres, y cada tres meses Intendencia da cien pares de alpargatas para la compañía. El suboficial de la compañía firma un recibo por estos cien pares. Esto prueba que la compañía ha recibido sus cien pares de alpargatas, y no puede reclamarlas más. El depósito de Intendencia precisa cada año, digamos, ochenta mil pares de alpargatas. Se da la orden al almacenista o al fabricante, e Intendencia firma el recibo de estos pares, con el cual el fabricante se presenta a cobrar su dinero. Nadie puede hacer una reclamación, porque, como usted ve, cada uno tiene su comprobante.
—Lo encuentro perfectamente claro.
—En teoría sí, pero en la vida real es distinto. Pocas alpargatas duran tres meses. Si un soldado pide otro par, después de uno o dos meses, se le dan las alpargatas, pero el coste se le descuenta de su haber. El coste total, no la cantidad proporcional al tiempo que le falta hasta que le den nuevas alpargatas. Cuando debía corresponderle un nuevo par de alpargatas, el soldado espera y espera, hasta que al cabo se decide a pedírselas al suboficial.
—Pero, hombre, ¡te han dado alpargatas a primeros de mes!
—No, señor —dice el soldado.
—¿Cómo que no? Mira la hoja del vestuario, tus alpargatas están tachadas. Pero en fin, si no estás conforme, reclámaselas al capitán.
«Claro es que ningún soldado es tan idiota que vaya a quejarse del suboficial, pero como realmente necesita otras alpargatas, se calla y las pide a descuento. Es decir que, a la corta o la larga, cada soldado se paga sus alpargatas. Ahora, recuerde usted que el Estado ha pagado por cuatro pares para dárselos gratis al soldado en el curso del año. Al fin de año, el suboficial coge todas sus hojas de vestuario —es decir, sus comprobantes— y las presenta al almacén del regimiento para que le den un repuesto de alpargatas y para liquidar sus cuentas. Sus comprobantes demuestran que ha dado a sus hombres 1.000 pares de alpargatas; 400 pares gratis y 600 pagados. En su bolsillo tiene el dinero de los 600 pares, pero en su almacén de la compañía tiene 400 pares que no debían existir allí. Ahora, él debe recibir del almacén el equivalente de sus comprobantes, es decir, 1.000 pares, pero entonces tendría en la compañía 400 de más y no podría explicarlo en el caso de una inspección. No necesita 1.000 pares, necesita sólo 600. ¿Cómo se las arregla? Le da los comprobantes al sargento del almacén y retira 600 pares solamente. Por 200 de ellos paga en dinero, y los otros 400 son los que se le deben a la compañía. Y esto le deja a él un importe de 400 pares en el bolsillo y al almacén de la compañía con los 400 pares legales. Naturalmente, reparte el dinero con el sargento del almacén, porque ahora es éste el que tiene que ver cómo se las arregla para que sus existencias no estén en exceso, porque las cuentas de la compañía están ya saldadas y es él el que tiene los 400 pares demás. El almacén espera hasta que el fabricante tenga que suministrar al regimiento, digamos 8.000 pares de alpargatas según los comprobantes y el presupuesto. Ahora bien, al fabricante se le dice que en lugar de 8.000 pares entregue sólo 4.000, por ejemplo. A él estas cosas no le importan, claro es. Se le da un recibo por 8.000 y quedan las cuentas y los comprobantes claros para la inspección. Nuestro cajero paga al fabricante 8.000 pares contra el recibo del almacén y el fabricante, que es una persona decente y quiere conservar su negocio, simplemente reparte con Intendencia el dinero de los pares que nunca ha entregado. Así, las cuentas de cada uno quedan en orden, porque cada cosa tiene su comprobante. ¿Ha comprendido usted?
—Sí, sobre poco más o menos. Ya no me extraña que esté usted siempre tan nervioso con todas esas complicaciones.
—Sí. Imagínese que con toda pieza del equipo es lo mismo, de hombres y de caballos; y con la comida de ambos también. Hasta con el armamento. Y todas estas cuentas con todos sus comprobantes tienen que pasar por sus manos y las tiene usted que aprobar. Lo único que tiene usted que comprobar es que cada cosa tenga su justificante, y no preocuparse de nada más. Pero es bastante. Ahora, para que se dé una idea de cómo funciona esto, coja la última liquidación y váyase a ver a Romero, el sargento del almacén, y a los suboficiales de las compañías. Ellos le explicarán los trucos. Yo no le doy ningún trabajo hasta el lunes, que hagamos la subasta de ganado. Usted tiene que ser el secretario de la subasta, pero como es la primera vez, yo le ayudaré.
En el patio grande, rodeado de las cuadras, se había puesto una gran mesa, un confortable sillón y, a ambos lados de él, una hilera de sillas. La documentación de los doce animales que iban a subastarse estaba sobre la mesa. Los paisanos a quienes se había dado entrada libre en el cuartel paseaban por el patio y entraban y salían en la cantina. Cegaba la luz del sol, reflejada por las paredes blanqueadas de cal. En esta luz cruda, los gitanos se mantenían quietos como estatuas, sus chaquetillas blancas resaltando la anchura de los hombros y la estrechez de la cintura ceñida por los pantalones de pana que se ensanchaban sobre las rodillas para cerrarse sobre el tobillo. Golpeaban rítmicos el empedrado del patio con sus varitas y cuchicheaban como conspiradores, contando sus monedas y pidiendo vino. Los caballos y las mulas estaban atados a lo largo del abrevadero, hundiendo de vez en cuando sus belfos en el agua, más para refrescarse que para beber. El patio entero olía a sudor de hombre y de caballo.
La gente estaba esperando desde las diez de la mañana, pero la subasta no empezaba hasta las once. A las once y media, el coronel de sanidad que iba a presidir llegó. Me sentía nervioso. Tenía que ser el rematante y el secretario de la subasta. Tenía que anotar el precio logrado, cobrar el dinero, escribir los recibos, entregar los documentos de cada animal a cada comprador y recoger su firma.
Por último, se estableció la mesa: el coronel veterinario, un viejo de movimientos lentos y reumáticos, con una voz chillona, se sentó en el sillón; y a su derecha e izquierda nuestro coronel, el comandante mayor, el capitán veterinario, el capitán ayudante y dos oficiales que yo no conocía.
Los gitanos se agruparon en un círculo alrededor de la mesa. El capitán veterinario, de pie en el centro, dio la orden de traer el primer caballo: me levanté a mi vez y leí en voz alta:
—Fundador. Tres años. Seis dedos sobre la marca. Bayo con capa blanca sobre el lomo. Tuberculosis pulmonar. Tasa: cincuenta y cinco pesetas.
Cada seis meses los caballos y mulos inútiles para el servicio se vendían en pública subasta. El caballo tuberculoso era una criatura espléndida, de patas finas, a través de cuya piel corrían estremecimientos nerviosos. Un viejo gitano con el sombrero terciado sobre la nuca se adelantó, levantó los labios del caballo para descubrir los dientes y miró sus encías. Le dio unas palmaditas en las ancas y dijo lento:
—Setenta y cinco pesetas.
Una voz en el corro gritó:
—Cien.
El viejo gitano hundió sus manos en las costillas del caballo y esperó inclinado, escuchando el respirar agitado de la bestia. Después se puso a un lado, hizo una pausa, volvió al centro del círculo y dijo al otro postor:
—Para ti, hijo.
—¿No hay quien dé más? —grité.
Silencio.
—Adjudicado.
Un gitano joven se adelantó, desató cuidadosamente las cintas de su cartera, liadas en diez vueltas, y puso un billete de cien pesetas sobre la mesa. Lo tomé, anoté su nombre y señas y le di un recibo.
—A las tres puedes venir a recoger el caballo.
Siguió la subasta. El gitano viejo compró un caballo y un mulo. Los doce animales se vendieron a un promedio de cincuenta pesetas cada uno. Al final los dos coroneles se fueron con los oficiales a la oficina y se bebieron unas botellas antes de ir a comer. Cárdenas y yo hicimos lo mismo. Después volvimos a la oficina, pesada, dormilona, cargada de vapores del mar. Uno de los ordenanzas nos subió unas botellas de cerveza de la cantina.
Llegó el primer gitano y Cárdenas se volvió al ordenanza.
—Tú, Jiménez, te vas fuera, a la puerta, y le dices al que venga que se espere hasta que este señor salga, y no le dejes entrar antes.
Nos quedamos solos los tres.
El «señor», un gitano grasiento como si le acabaran de sacar de una sartén, se quitó el sombrero con una reverencia, se sentó en la silla dispuesta para él, plantó su varita recta entre los muslos y nos ofreció dos gruesos cigarros ensortijados:
—Fumen ustedes, señores.
—Los dejaremos para luego —dijo Cárdenas—, estábamos fumando. —Abrió un cajón y metió dentro los puros.
—Bueno, pues, uno viene a pagar la cuenta.
El gitano abrió la cartera rellena de billetes de banco, y comenzó a contar, chupándose los dedos a cada billete y haciéndole crujir:
—Porque un día, ¿sabe usted?, me pasó que dos «sábanas de las grandes» se me pegaron y bueno, me devolvieron la que iba de más gracias a que estaba entre personas decentes. Pero nunca está uno seguro de esto... Bueno, ustedes perdonen. —Puso sobre la mesa mil quinientas pesetas.
—Ahora firme aquí —le dijo Cárdenas.
El gitano garrapateó su firma y Cárdenas le alargó la documentación del caballo.
—Vaya usted a las cuadras y allí le darán el caballo.
Cuando todos los gitanos se habían ido, teníamos más de ocho mil pesetas en el cajón. Cárdenas las recogió y las guardó en la caja fuerte.
—Vámonos a dar un paseo —dijo.
—Bueno, ahora cuénteme, ¿cuál es exactamente el truco?
—El comprobante, mi amigo, el comprobante. Todo está comprobado y todo está en orden. Tuberculosis pulmonar, de acuerdo con el certificado del veterinario y el certificado del inspector veterinario. ¿Valor? No más de cien pesetas. Este clima de África es muy malo para los caballos, se mueren de un día a otro, de un montón de enfermedades.
—Pero nadie paga mil quinientas pesetas por un caballo tuberculoso.
—Claro. El caballo tuberculoso está ahí en la cuadra y se morirá un día u otro, como decía. Hemos vendido un caballo sano. Pero en nuestros registros tenemos el certificado de que estaba tuberculoso y el recibo de que el gitano ha pagado cien pesetas por él, para llevárselo al único sitio donde se puede usar un caballo tuberculoso, a la plaza de toros...
A la mañana siguiente, cuando el comandante mayor llegó a la oficina, Cárdenas sacó el fajo de billetes de la caja y se encerró en el despacho del comandante. Cuando salió, no me dijo ni una palabra.
Me hice cargo de la oficina de la comandancia. Los que eran escribientes cuando yo era un cabo, estaban aún allí, aún solda—dos y aún escribientes. Pero ya no eran más mis amigos. Me llamaban «mi sargento» y vivían sus vidas a escondidas de mí. Los dos ordenanzas eran los mismos: sólo que ahora yo era para ellos un señor respetable. Cárdenas era el subayudante del regimiento. Me trataba paternalmente y me iba transmitiendo su sabiduría.
Una vez más me encontraba aislado de todos.
Muchas tardes, cuando no tenía trabajo, no sólo por el calor de las tardes sino porque, con excepción del fin de mes, el trabajo era escaso salvo que llegara un licenciamiento o los reclutas de cada año, me iba a la orilla del mar. El mar estaba a unos pasos del cuartel. Me compré aparejos de pesca y me sentaba a pescar sobre las rocas.