Capítulo 4
La higuera
Un barreno no es más que un agujero en la roca, un tubo ahuecado por la punta triangular de una barra de acero que va entrando en la piedra a golpes de martillo. En el fondo de este túnel perforado en la entraña de granito se pone un cartucho de dinamita, un fulminante y una mecha. Rellenáis el resto del tubo con tierra apisonada fuertemente; encendéis la mecha y la dinamita explota: la piedra se abre como un fruto maduro que reventara salpicando con su jugo.
—¿Qué es esta mota, aquí? —había preguntado el comandante.
—Una vieja higuera —le había respondido yo.
—Un barreno y un cartucho de dinamita.
Y ahora, Jiménez, un minero de Asturias, junto con dos soldados, está haciendo un barreno en el corazón de la higuera. Jiménez blasfema porque a cada golpe la barra de acero se clava en la raíz y él tiene que arrancar la barra, retorcerla y aguantar el segundo golpe, para que otra vez el acero muerda la madera.
—¡Leche!, es más fácil hacer un agujero en granito.
Los soldados se ríen:
—Pero si esto es manteca.
Para ellos el trabajo no es duro; golpean suavemente porque un golpe de lleno hundiría la barra como un clavo en la madera jugosa. Pero Jiménez, que tiene que retorcer y arrancar la barra tras cada golpe, suda. Los otros aguardan a que termine, descansando sobre los largos mangos de los machos.
Estaba sentado sobre una de las raíces de la higuera y los golpes vibraban dentro de mí como una queja. Me daba lástima el viejo árbol y hubiera querido salvarlo.
En la lejanía se formó un grupo sobre la pista. Jiménez y los soldados interrumpieron su faena y miraron:
—Tenemos visita —dijeron.
El grupo marchaba lento a lo largo del desmonte, deteniéndose acá y allá.
—¿Cómo van las cosas? —me preguntó el comandante cuando llegó a nosotros.
—Muy despacio, mi comandante. Es muy difícil taladrar la madera. El barreno se agarra.
El comandante golpeó el tronco con su látigo:
—Un buen árbol. Lástima que tengamos que arrancarlo. Bueno, véngase con nosotros. Vamos a ver cómo tendemos el puente sobre el barranco.
Nos fuimos juntos cerro arriba. Nos perseguía el ruido intermitente de los martillazos, sordo y cada vez más lejano, como una queja, como si fueran las propias entrañas de la tierra y no las del árbol las heridas a cada golpe.
Se me ocurrió la idea en la tienda del capitán mientras estudiaba el ferroprusiato de la pista. Estábamos discutiendo qué anchura habíamos de dar a una curva para que pudieran pasar uniones de diez toneladas. La higuera seguía siendo una mota sobre el papel, un diminuto manojo de rayitas blancas sobre el fondo azul.
—Ya está —dije—. Aquí hay agua.
El comandante me miró asombrado:
—Caramba, ¿qué le pasa a usted?
—Perdone, mi comandante. Estaba pensando en la higuera. No hay necesidad de destruirla.
—¿Qué otra cosa va usted a hacer? ¿Quiere usted un puente para pasar por encima?
—No, señor. Algo mejor. Una fuente.
—Bueno, bueno. Bébase algo; bébase una cerveza y sigamos.
—Pero estoy seguro de que aquí hay agua, mi comandante.
—Vino, vino, muchacho; no beba agua, que da las palúdicas.
El comandante encendió un cigarrillo y se me quedó mirando de arriba abajo. Debí ponerme terriblemente colorado.
—Bueno, cuéntenos su historia de la fuente y de la higuera.
El capitán se echó a reír y a guiñar sus ojillos bizcos. Le hubiera dado de bofetadas. Vergonzoso, comencé a explicar:
—Yo creo que aquí, al final de la barrancada, hay agua a flor de tierra. Hay un rincón que siempre está húmedo y cubierto de hierba y palmitos. Si encontramos la vena, podemos hacer una fuente; y así podría construir un pilón para beber los caballos y ensanchar un poco la pista para formar una plaza alrededor de la higuera. Al fin y al cabo, desde Tetuán hasta aquí no se encuentra agua en ninguna parte sin salirse del camino. Si me da usted permiso, hacemos una zanja en busca del agua. Total, no son más que unos golpes de pico.
El comandante se quedó pensando un momento y dijo:
—Bueno, inténtelo. Siempre nos queda tiempo de volar la higuera.
Cuando volví al lado del árbol después de haberse ido el comandante, Jiménez blasfemaba más furioso que nunca. Cuanto más profundo penetraba el barreno, más fuertemente se agarraban las raíces esponjosas a la punta triangular que ahora brillaba como plata.
—Dejad eso, ya no volamos la higuera.
Orgullosamente, les expliqué mi idea a los tres. En seguida formamos una cuadrilla de moros que comenzaron a cavar al pie del cerro. Al poco rato la tierra rezumaba y comenzamos a explorar en busca de la vena de agua. Aquella tarde la encontramos, y al anochecer quedó allí un arroyuelo que serpenteaba a través del tajo yendo a inundar las raíces de la higuera.
«Y ahora, madre —escribía yo en mi carta—, hemos puesto un tubo de hierro y sale un chorro tan grueso como mi brazo. Vamos a hacer un pilón para que beban los caballos y una plaza alrededor de la higuera.»
El tubo de hierro existía sólo en mi imaginación. Pero yo no le podía contar a mi madre que el manantial estaba allí vertiendo agua día y noche, encharcando la tierra e inundándola, sin que nadie se preocupara.
Porque la historia de la higuera constituía el tema de la carta de mi madre. Le había prometido una carta al menos cada semana, y Dios sólo sabe el trabajo que me costaba escribir y encontrar algo que decir. En aquella carta el sujeto era la higuera, «mi higuera», y naturalmente la historia tenía que tener un final feliz: un caño de hierro fundido y un pilón de piedra y cemento. Una multitud de caballos bebiendo con toda la sed de África. Nosotros tampoco pasaríamos más sed.
Había otra razón también: mi madre era una mujer simple con conocimientos escasos. Leía con trabajo y escribía mucho más trabajosamente aún. Tenía ya sesenta y cuatro años y el trabajo y las penas la habían desgastado. África era para ella una pesadilla horrible, un desierto con unas pocas palmeras solitarias, donde los soldaditos españoles eran asesinados despiadadamente. Mis descripciones nunca la convencían. ¿Cómo podía creer que Ceuta no era ni más ni menos que un pueblo andaluz al otro lado del estrecho? Su mente estaba atiborrada con una mezcolanza de historias y tradiciones: piratas berberiscos, cautivos redimidos por frailes de la Merced, esclavos a bordo de una galera, remando incansables bajo el látigo del cómitre moro que se pasea arriba y abajo entre los blancos de forzados. ¡Oh, sí! Ella nunca decía estas cosas; la gente se reiría de ella. Lo pensaba a solas. Su cerebro estaba lleno de historias de viejos libros que ella había leído de joven, en voz alta, junto al hogar de la casona del pueblo.
Yo mismo, cuando era un muchacho, solía leerle en las tardes La cabaña del tío Tom y ella nunca se cansaba de escuchar. Había conocido aun los esclavos negros. Me contaba historias de la guerra de Cuba, historias terribles llenas de cadáveres de españoles que habían sido macheteados o morían de la peste bubónica y del vómito negro. Todos estos horrores los trasplantaba al África desierta. La travesía de Algeciras a Ceuta suponía para ella atravesar el océano, enfrentándose con el mar embravecido, arriesgando el ser destrozado contra las rocas de la costa.
Pero aquella carta —lo sentía entonces y lo supe después —por cierto—, la carta con la historia del manantial y de la higuera, mi madre la conservó entre sus viejos papeles. La releyó infinitas veces, sus gafas balanceándose en la punta de su nariz, envolviéndose en la frescura del viejo árbol y el caño de hierro cantarín que vertía su agua en el pilón profundo donde los caballos bebían ansiosos.
Pusimos una tubería de cinc encauzando el manantial. Hicimos un pilón circular con piedras y cemento. Los moros hacían allí sus abluciones de la mañana; me saludaban:
— Salaam aleicum.
—Aleicum salaam.
Un día, un soldado que estaba picando tierra en la pista gritó: un escorpión había clavado un aguijón en la planta de su pie a través de la suela de cáñamo de sus alpargatas. Había muchos escorpiones negros, de unos doce centímetros de largo, ocultos bajo la superficie de la tierra, que se volvían furiosos cuando se les molestaba. El pie del soldado comenzó a hincharse casi instantáneamente. Le llevamos a la posición y pedí al sanitario de la compañía, un muchacho de Cáceres sordo como una tapia, que me trajera el estuche de cirugía de urgencia. Me alargó una caja llena de instrumentos completamente oxidados.
—¿Qué diablos es esto? —le dije.
—El estuche de cirugía. Aquí nadie usa eso. Pero no me diga usted que falta nada.
Abrí la herida del soldado con una cuchilla de afeitar, la lavé a fondo; después cogí aparte al Sordo, como todos le llamábamos, y le dije:
—¿Quién te ha hecho a ti sanitario?
—Pues, sabe usted, como soy sordo, pues me pusieron aquí y me dijeron que tuviera cuidado de las cosas. No falta nada, mi sargento.
—Pero ¿a ti no te han enseñado que los instrumentos tienen que estar limpios?
—No, señor. Aquí nadie los usa. Si alguno se hace algo, pues se le echa un chorro de yodo y ya está.
—Pero ¿quién te ha hecho a ti sanitario?
—¿Eh?
—¿Que quién te ha hecho sanitario?
—Pues, el capitán. Decía que no servía para nada, como soy sordo.
—Si eres sordo, ¿por qué estás en el cuartel? Los sordos son inútiles.
—Sí, señor. Pero dicen que no soy sordo. El médico de mi pueblo dijo que yo no era sordo. Todo ha sido por las décimas, ¿sabe?
—¿Por las décimas...?
—Bueno, verá usted: cuando un pueblo es muy pequeño y hay en él pocos mozos, que no son bastantes para mandar un soldado, pues juntan este pueblo con otro y entre los dos pueblos, pues, siempre hay bastante para dar un soldado al cuartel. Y esto es lo que pasó en mi pueblo. En el pueblo de al lado, al que le tocaba ser soldado era el hijo del cacique, y en mi pueblo, yo. Debíamos de haber sorteado a ver cuál iba, pero como yo soy sordo, el hijo del cacique tenía que ir de todas maneras. Así que vino el médico y dijo que yo no era sordo y que el hijo del cacique estaba tísico. Y aquí me trajeron. Y aquí, pues, me hicieron sanitario, porque como soy sordo..., pues, usted comprende.
Me hice cargo del botiquín. Cuando era muchacho había aprendido algo de medicina y cirugía por pura afición. Enseñé al Sordo cómo tener limpios los instrumentos. Al cabo de unas semanas habían disminuido notablemente los casos de infección tan frecuentes por arañazos y pequeñas heridas que en aquel clima se infectaban horriblemente en pocas horas; y así, una tarde Manzanares entró en nuestra tienda cuando acababa de regresar de la pista:
—Tenemos visita —dijo—. Un morazo viejo y cuatro fulanos con fusiles. El viejo se ha metido en la tienda del capitán y está discutiendo con él. Es el jefe de la kábila del otro lado del barranco y no me gusta un pelo su cara.
Al poco rato me llamó el capitán. Tenía la inseparable botella de coñac sobre la mesa y la cara mucho más roja de lo que solía ponérsela el alcohol:
—En buen lío nos ha metido usted, Barea. Entiéndaselas usted con el fulano éste.
Me señaló a un moro con una amplia barba blanca, erecto y fuerte como una torre. El moro comenzó a hablar, rítmicamente, como si estuviera rezando:
—Mi hijo mío estar malo. Muy malo. Su tripa estar dura, muy dura. Tener mucho calor y mucho ruido en cabeza. Yo venir por ti, el sargento doctor; tú venir conmigo y nada pasar. Yo deja aquí cuatro moros con fusila. Si algo pasa a ti, capitán puede matar a todos.
—Bueno, señor «Matasanos», apáñeselas como pueda.
Discutí con el moro: yo no era un médico y no podía hacerme responsable de curar a su hijo. Debía ir al Zoco del Arbaa y pedir un médico allí en el hospital. Incansable y monótono, el moro insistía. Negarse suponía que aquella noche íbamos a andar a tiros.
—Bueno —dije al fin—, me voy a ir contigo y voy a ver a tu hijo. Haré lo que pueda y mañana pediré un doctor al Zoco. —«Si quiere venir», dije para mí.
—Tú vienes y tú curas a él. Nada pasa a ti. Yo promesa.
—Sí, ¿verdad? Y si se muere, ¿qué pasa? —le pregunté irritado.
—La voluntad de Alá es única.
—Haga usted lo que le dé la gana —dijo el capitán—. Pero yo me lavo las manos. Si algo pasa, yo no sé nada. Usted va sin yo saberlo.
Le dije a Manzanares que viniera conmigo y tomé varias cosas del botiquín. Por lo que el viejo contaba, el hijo debía haber comido demasiados higos, o tenía un ataque de malaria, o alguna cosa parecida. Manzanares cargó cuidadosamente una pistola:
—Yo voy, pero al primero que me ponga mala cara le suelto un tiro.
La kábila estaba entre las cadenas de cerros a lo largo de los cuales estábamos construyendo la pista y las montañas de granito que se extienden a lo largo de la costa. En realidad, no era más que uno de los aduares de una gran kábila que se extiende a lo largo de cincuenta kilómetros desde los montes de Tetuán a las montañas de Xauen. En teoría la kábila era una kábila amiga, pero en la práctica, la amistad de sus notables estaba en estrecha relación con la proximidad de las fuerzas españolas. Alrededor de Tetuán eran amigos íntimos y cobraban un subsidio del gobierno español. En la región de Hámara, estaban en guerra, una guerra de emboscadas y tiros sueltos. En la región de Xauen luchaban abiertamente al lado de los montañeses.
La kábila consistía en un grupo de cabañas de paja y unas pocas casas de adobe encaladas, en una de las cuales encontramos al enfermo. Estaba sobre un jergón de paja, envuelto en unas viejas mantas de soldado y rodeado de una muchedumbre de vecinos fumando kiffi y discutiendo a gritos sin hacer caso de la letanía monótona del enfermo: «¡Ay..., maa! ¡Ay..., maa!».
Tenía el vientre duro como un tambor, una fiebre de caballo y se quejaba de dolor de cabeza intolerable, pero yo estaba convencido de que lo único que tenía era una indigestión de cuscús. A pesar de ello, no me atrevía a prescribir el más simple tratamiento que me parecía razonable y le dije al padre que le enviaría un doctor a la mañana siguiente:
—Pero ¿qué medicina le vas a dar ahora? —me preguntó, mirando a la caja de instrumentos quirúrgicos y a las botellas que Manzanares había extendido sobre una mesita baja.
Tenía que hacer algo. La quinina no le iba a hacer daño, ya que tenía fiebre, y un vaso de aceite de ricino le ayudaría. Me decidí en favor de ambas cosas. El enfermo se dejó poner una inyección de quinina, aunque quejándose lastimero. Después le di el aceite de ricino. Lo probó y comenzó a bebérselo despacio a sorbitos. Me estaba dando náusea verle y le obligué a que se lo bebiera de prisa. Cuando me devolvió la taza vacía pidió más. Me negué.
El padre nos invitó a tomar té con él. Por primera vez bebí un verdadero té marroquí con hojas de hierbabuena flotando en él y todo el ritual de un moro notable. Y por primera vez fumé kiffi. Cuando decidimos marcharnos, Manzanares fue a recoger el botiquín al cuarto del enfermo; volvió inmediatamente con cara de susto:
—Se ha bebido todo el aceite de ricino.
El enfermo había convencido a uno de los innumerables chiquillos que le diera la botella y se la habían bebido juntos, aunque al chico no debía haberle gustado a juzgar por su cara llena de lágrimas y de churretones aceitosos. La botella de litro estaba mediada.
Provoqué una escena y grité al padre que si pasaba algo era de su responsabilidad, pero no le dio mucha importancia; tenía la antigua y primitiva idea de que nunca es mucho si la medicina es buena.
A la mañana siguiente, el viejo llegó a nuestra posición antes de que bajáramos al trabajo. Me eché a temblar cuando le vi. Pero estaba más que contento y se empeñó en darme todos los detalles exactos de la prodigiosa purga que había salvado a su hijo. Después me preguntó qué podía hacer, porque el enfermo se había quedado muy débil. Con la mayor seriedad le dije que no tenían que darle comida alguna y sólo una taza de leche cada dos horas. Dos días más tarde, el viejo nos visitaba de nuevo, seguido por cuatro mujeres cargadas con frutas y huevos y cuatro gallinas atadas por las patas en un manojo. Parece que el viejo moro me consideraba como su mejor amigo y no sólo yo, sino toda la posición era en adelante inviolable para los miembros de la kábila.
El mismo viejo, Sidi Jussef, venía a veces a buscarme al pie de la higuera y charlaba durante horas; frecuentemente me invitaba a tomar té en su casa. El capitán insistió un día, bastante borracho, en que el moro tenía que beber coñac con él y nos colocó a todos en una situación difícil y ridicula. Sidi Jussef se negó a beber y yo me quedé temiendo que un día el capitán se encontrara una bala perdida, sin saber de dónde, por insulto religioso. Pero nunca se alejaba mucho de la posición sin compañías; no le pasó nada, con la excepción de que perdió completamente el respeto entre los trabajadores moros, la mayoría de los cuales procedían de la kábila de Sidi Jussef.
Por aquellos días estábamos trazando el camino que iba a seguir la pista en su descenso al valle de Charca—Xeruta. Me iba en las mañanas con una docena de soldados y tres o cuatro mulas llevando instrumentos y comida y descendíamos al valle, desarmados, aunque hubiera sido bien fácil matarnos a todos y robarnos las preciadas mulas. Pero Sidi Jussef nos había pedido que no lleváramos armas en estas excursiones.
—A veces los moros de las montañas bajan aquí —me había dicho—. Si os ven llevando armas os van a hacer una emboscada. Nosotros nos encargaremos de que no os pase nada.
Y nada nos pasó, con la excepción de que ocasionalmente veíamos a lo lejos, en la cresta de un cerro, la silueta de un moro y su fusil.
En el calor asfixiante de una tarde, después de la comida, Sidi Jussef se enfrascó en una conversación conmigo, una conversación que no puedo recordar cómo surgió.
—Los españoles son malos conquistadores —dijo—, pero son buenos colonizadores. El español tiene una adaptabilidad peculiar. Puede adoptar todas las características del mundo que le rodea y sin embargo mantener su personalidad intacta. La consecuencia es que a la larga absorbe el pueblo que ha invadido.
Se interrumpió y miró mi cara sorprendida, porque aunque a veces habíamos discutido las divergencias y afinidades entre españoles y árabes, Sidi Jussef nunca había expresado su opinión sobre los españoles en una forma tan dogmática.
—Mira la historia de la conquista de América: los conquistadores fueron igual que los soldados que hay ahora aquí: aventureros, desesperados, ladrones, borrachos y mujeriegos. Conquistan matando y corrompiendo. ¿Qué otra cosa hacen que usar la fuerza bruta, el soborno o la hipocresía política, los mismos medios que usaron Cortés o Pizarro, que soñaban con oro y nobleza, con riqueza y fama? La conquista militar de América es una vergüenza para España, pero su colonización es su gloria. Todas las gentes miserables que fueron allí y echaron raíces mezclándose con los indios, teniendo hijos y repoblando la tierra, fueron los verdaderos conquistadores de América. No fueron las colonias españolas las que se rebelaron contra España, sino los españoles de América los que se rebelaron contra su viejo país. Sí, les ayudaron los mestizos y los indios, pero cada revolución americana ha tenido un español a su cabeza...
Le conté esta conversación a Córcoles, porque me había impresionado que aquel moro conociera la historia de España mucho más profundamente que la mayoría de los españoles. Córcoles se encogió de hombros:
—Dicen que Sidi Jussef es un español que hace muchos años se escapó del penal de Ceuta. No me extrañaría que fuera verdad. Mi padre fue un oficial de prisioneros y ha conocido muchos presidiarios que se escaparon, o a quienes se puso en libertad, que se fueron con los moros. La mayoría de ellos llegaron a jefes de kábila... pero, me parece que tú estás tomando Marruecos muy en serio.
—Hombre, me interesa. Aquí podríamos hacer una obra grande. Si no fuéramos tan bárbaros como somos...
—Mira, no tomes las cosas así. Esto es justamente un negocio.
—Conformes. Es un negocio. Matamos moros y los moros nos matan a nosotros. ¿A ti no te importa?
—No. Si me matan, mala suerte; si no, en unos cuantos años me hago rico.
—Sí, las riquezas que tú hagas...
—¿Por qué no? Justamente ahora se va a licenciar el suboficial Pedrajas. Después de veinte años de servicio tiene el ochenta por ciento de la paga como pensión. Tiene tres o cuatro cruces pensionadas, aunque nunca ha estado en el frente; y tiene 150.000 pesetas en el banco, y una casa, una verdadera casa, en su pueblo. Y no creas que se ha privado de nada en todo este tiempo, ni vino, ni mujeres, ni un billete de mil pesetas en una banca de bacará. En los ocho años que ha sido subayudante del regimiento, rico.
—¿Y cómo se ha hecho rico?
—Robando. Robando grano de los caballos, garbanzos y ropa de los soldados y hasta las lámparas eléctricas del cuartel. Robando hasta escobas para barrer la cuadra.
—Ah, sí; y me puedo imaginar cuántos soldados han caído enfermos por no tener la manta que él había robado. ¿Y eso a ti te da lo mismo?
—No. No me da igual. He sido soldado y he dormido con una manta que tenía más años de servicio que el general Sanjurjo. Pero yo no puedo cambiar las cosas. Aquí, o comes o te comen; no hay otra solución. Naturalmente, ha habido gentes que han querido enderezar las cosas, pero todos han fracasado. Y lo peor es que si no robas, es lo mismo; te lo dan por hecho.
—Un día se rebelarán los soldados, como pasó en Madrid y Barcelona el año nueve. O los moros.
—¿Los soldados? ¡Quia! Se puede insurreccionar uno u otro; los fusilan y en paz. ¿Los moros? Los notables están comprados y nosotros somos los que tenemos los cañones y las ametralladoras. No le des vueltas en la cabeza a estos problemas; no los resuelves. Y en cuanto a los moros, no te hagas muy amigo de ellos. No hay más que una forma de tratar a los moros si quieres que te respeten, y es a palo limpio. Y encima más palos. Tan pronto como ven que te has ablandado, te has caído. Es a lo que están acostumbrados. El mejor jefe es para ellos el que pega más fuerte. Hay que tratarlos firme. Vente mañana al zoco conmigo; es día de zoco y voy de compras. Vas a ver cómo hay que tratar esa gentuza. Yo nací en Ceuta y he conocido los moros desde que andaba a gatas. Vente mañana.
—Bueno. Le diré a Julián que haga mis veces. Vamos a ver tus talentos como un sargento de este ejército pacificador y colonizador.
—¿Sin chuflas, eh? ¿Te has creído que soy un misionero?