Capítulo 5
Tierras de vino
El eje es una barra cuadrada de hierro que atraviesa el carro de lado a lado. Como no tiene ballestas, todos los baches y todos los cantos de la carretera son golpes secos que sacuden los huesos. El tío José y el tío Hilario van en los dos extremos de delante y se cambian las riendas de la mula de vez en cuando. En los dos asientos de detrás vamos mi tía y yo. El carro es una tartana pequeña con dos asientos laterales de madera, forrados con una estera de esparto, y un techo curvado de cañas, cubierto por fuera de lona blanca. Delante y detrás lleva cortinas, también de lona. Vamos hasta Méntrida. El tío Hilario se volverá hoy mismo con el carro para dormir en Brunete.
Cuando se llega a lo alto de la cuesta, se encuentra la casilla de peones camineros y al lado un pozo cubierto de un techo cónico. En la pared blanqueada de cal se abre una ventana con una verja de hierro. Dentro está el cubo con la cadena, y el pozo sirve para que beban todos los que pasan por el camino. Después comienza la cuesta abajo. Desde allí, desde lo alto, se ve el pueblo. Detrás, quedan los campos amarillos y grises de terrones secos, sin árboles y sin agua; y allí comienza la tierra verde. Desde los montes del Escorial que se ven morados allá a lo lejos, hasta los montes de Toledo, que terminan la media herradura de montañas del fondo, la tierra es completamente verde. Verde de árboles y verde de huertas. Las tierras de trigo ponen manchas amarillas y las de viñas manchas blancas moteadas de verde: la tierra de las viñas es más blanca y más arenosa que la tierra de trigo. Entre las cepas, en muchos campos, hay olivos, que son como macetas grandes de un verde pálido entre el verde vivo de la viña.
Méntrida está rodeada de cerros, todos ellos agujereados, que forman las bodegas. Porque Méntrida, al contrario de Brunete que es tierra de pan, es tierra de vino. Cuando se miran los cerros desde lejos, parecen llenos de agujeros negros. Cada agujero tiene una puertecita de encina con un candado y en la puerta una ventanilla cuadrada, pequeña, con dos hierros cruzados por la que respira el vino que está dentro de tinajas tripudas, metidas en nichos en la pared. Cuando se acerca la nariz a una de estas ventanas, el cerro huele a borracho.
Las calles del pueblo están en la ladera de los cerros. En medio se forma un barranco que atraviesa el pueblo y sirve de alcantarilla. Dentro del pueblo hay un cerro y en lo alto está la iglesia. Se llega hasta allí por una calle que no pueden subir los carros. Cuando se termina la cuesta, se desemboca en una plaza que es el atrio de la iglesia. Allí está la casa de mi abuela, y para llegar hasta ella tenemos que rodear casi todo el pueblo. Es una casita que, vista desde la plaza, tiene un piso; y vista desde la cuesta, tiene dos. Si entráis por la puerta de la plaza, la casa tiene sótano. Si se entra por la puerta de la cuesta, la casa tiene dos pisos. Así que nunca se sabe cuál es el piso de encima. La puerta de la cuesta está siempre cerrada, y la puerta de la plazoleta es una puerta de trampilla, encima de la cual, atravesado en la pared, hay un letrero, con una bota de mujer muy alta, con muchos botones, que dice: «Zapatero».
El zapatero es mi tío Sebastián, un viejecillo pequeño y arrugado —pero no tanto como mi abuela—, que está casado con la tía Aquilina, la hermana de mi madre. El tío Sebastián se dedica a hacer y a componer calzado, aunque ya el pobre trabaja muy poco, padece fatiga. Con ellos viven mi abuela y la hija de los tíos, mi prima Elvira, con su marido Andrés y sus dos niños, mucho más pequeños que yo. Ahora viven también allí mis dos hermanos, Rafael y Concha.
Cuando el carro para en la plazoleta delante de la puerta, salen todos: mis dos hermanos corriendo a ver a los tíos y a ver qué les traen de Madrid. Los dos primillos pataleando, como dos bichos raros; uno de ellos es un chico que se llama Fidel, muy flaco, tripudo y cabezota, amarillo, con unas orejas sin sangre, que parecen de cera; y el otro, una chica que se llama Angelita, haciendo sonar en chirridos las articulaciones de las botas y el corsé de hierro que lleva puesto. Sus padres: él un hombre fuerte, y ella una mujer siempre enferma, que cojea por una úlcera que tiene en una pierna. La tía Aquilina y el tío Sebastián salen cogidos del brazo, dos viejecitos alegres, siempre contentos. Y por último la abuela Eustaquia con su traje negro, su garrota nudosa, sus ojos grises, su nariz y su barbilla casi tocándose, con la piel de pergamino oscuro arrugada como un higo seco. El año que viene cumplirá cien años, si no se muere antes. Pero seguramente enterrará a todos. A las cinco de la mañana ya está barriendo la casa, haciendo la lumbre y preparando el desayuno. No puede estar quieta un momento y zascandilea de un piso a otro, haciendo sonar el tacón de su garrota y no dejando dormir a nadie. En cuanto ve que tenemos los ojos abiertos, nos echa de la cama, llamándonos holgazanes y diciendo que la cama se ha hecho sólo para dormir. Hay que levantarse de prisa y corriendo, porque si no se corre el riesgo de que le dé a uno un trastazo con la garrota.
Mis tíos dormirán hoy aquí, y mañana a las seis de la mañana irán en el tren a Madrid. Como se les considera unos señores de Madrid, hoy el día es aburridísimo. No salimos de casa. Mis hermanos están vestidos de limpio y la tarde entera se la pasan las personas mayores mandándonos por turno que nos estemos quietos y que no demos guerra. Nosotros estamos deseando echar a correr y desaparecer de allí. Como no podemos, estallan entre nosotros cuatro o cinco broncas que se terminan dándoles unos cachetes a mis hermanos, porque claro es que tienen ellos la culpa. Nadie se atrevería a pegarme delante de mi tía. Pero mi hermana me da un pellizco y me dice muy bajito:
—Mañana te voy a hinchar los morros. Ahora te puedes aprovechar de que está aquí tu tiíta.
Yo me aprovecho contando en voz alta la amenaza, lo que le vale unos cachetes más a mi hermana. Por último acaban por echar a los dos a la calle, para que nos dejen en paz. Yo me quedo en la casa muy enfadado por no haber podido ir con ellos y a la vez contento de que todo el mundo me defienda.
Andrés es maestro albañil, y le cuenta a mi tío el desarrollo que va tomando su trabajo. Mi tío Sebastián está sentado en su banquillo de zapatero y no hace más que toser y gruñir. Como me quiere mucho y yo le quiero mucho a él, me voy a su lado y le pregunto qué le pasa:
—Esta maldita tos me ahoga —me dice entre dos hipos—, y tu tía se empeña en no dejarme fumar, que es lo único que me calma la tos. —Y agrega—: ¡Como si para los años que le quedan a uno de vida importara mucho!
Me voy al tío José y le digo:
—Dame un pitillo para el tío Sebastián.
Protestan todos, pero les convenzo de que los pitillos del tío, que son unos pitillos muy suaves de Cuba, no le pueden hacer daño, y le dejan fumar. Se le calma la tos y entonces me tienen que dar la razón. El tío José le da un paquete de cigarrillos. Se los va fumando con hambre uno detrás de otro, y a la caída de la tarde le da un ataque violentísimo de tos, no sé si porque se le han acabado ya los pitillos y quiere más, o porque se los ha fumado tan de prisa.
A la mañana siguiente bajamos a la estación a despedir a los tíos. La estación está a una legua del pueblo, y vamos en la tartana del tío Neira, que es el encargado del correo y de llevar y traer a los viajeros a la estación. Tiene también una posada y carros para llevar vinos a Madrid. Tenemos que levantarnos casi de noche, porque el tren pasa a las seis y media, así que el viaje a la estación lo hacemos amaneciendo.
Verdaderamente, tengo ya ganas de que se marchen los tíos. Me gustaría que se quedara el tío solo, pero la tía es inaguantable. Al mismo tiempo tengo miedo, porque mis hermanos se van a cobrar los golpes de ayer. A última hora, mi tía nos comienza a hacer recomendaciones a mí y a la tía Aquilina: sobre la comida del «niño», lo que le gusta al «niño», lo que le sienta mal, la ropa que se tiene que poner, que vaya a misa los domingos, que rece por las noches y por las mañanas, que tenga mucho cuidado que no me aplaste un carro, que no me muerda un perro... Yo creo que cuando el tren se va se quedan todos tan contentos de verla perderse, todavía dando recomendaciones desde la ventanilla del vagón.
Cuando volvemos al pueblo, el tío Neira nos para en la carretera al lado de una huerta que tiene, y nos trae un montón de pepinos, tomates y cebollas dulces, moradas. De las alforjas del carro saca pan, longaniza y una bota de vino. Desayunamos allí en la huerta. Los pepinos y los tomates están fríos de la madrugada y da gusto comerles, espolvoreados de sal. Si mi tía me viera, pondría el grito en el cielo, porque ya me he comido cinco o seis pepinos y creería que me iba a morir de repente.
Apenas hemos vuelto a la casa, cuando entra mi tía Rogelia, la otra hermana de mi madre, muy excitada:
—¡Parece mentira que no hayáis ido por casa! Una cosa es que usted no pueda ver a Luis —dice, encarándose con su madre— y otra que no le dejen al chico ir a ver a su tía.
Le explican que la culpa no es de ellos. Que mis tíos no han salido en toda la tarde de casa y que acabamos de despedirlos para Madrid; yo hubiera ido hoy mismo a ver a toda la familia. Mi tía Rogelia, que es una mujer regordeta, fuerte y enérgica, me coge de la mano y dice imperativamente:
—Bueno, pues entonces, se viene a comer conmigo.
La tía Aquilina protesta, diciendo que ya tiene preparada la comida, pero no valen razones. Yo me alegro, porque la casa del tío Luis es maravillosa. Nos vamos trotando a través del pueblo, parándonos en cada casa, para exhibirme mi tía a no sé cuántos parientes y no sé cuántas vecinas. Cuando llegamos a la casa, el tío Luis está rodeado de mozos del pueblo, aguzando rejas de arado, y no interrumpe el trabajo. Tenemos que dar la vuelta al corro de hombres, con cuidado de que no nos dé en la cabeza uno de los martillos que cada uno tiene. Entramos en la casita que está en el fondo. Allí no hay más que mis dos primas que están arreglando la casa y que me abrazan y me besan. Mi tía saca unos bollos y después de comerme un par, me escapo a la fragua.
El tío Luis con sus dos hijos, Aquilino que tiene diecinueve años y Feliciano que tiene dieciséis, es el herrero del pueblo. Un hombretón alto y gordo, con un mandil de cuero y los brazos remangados, muy blancos de piel, pero siempre tiznados de negro. En una mano las tenazas largas con el hierro al rojo, cogido en la punta, y en la otra el martillo pequeño, con el que lleva el compás de los machos que manejan Aquilino y los mozos y con el que, de vez en cuando, golpea él solo el hierro caliente y le transforma. Esto era para mí lo maravilloso.
Metía en la fragua un trozo de hierro, y Feliciano y yo tirábamos a compás de la cadena del fuelle —un fuelle en el que cabíamos los dos— que soplaba en el carbón y hacía salir el trozo de hierro encendido, blanco, echando chispitas a los lados. Colocaba el hierro sobre el yunque; y entonces, los mozos golpeaban con los machos pesados, uno tras otro, aplastando y estirando el hierro que hacía saltar trozos encendidos y se ponía primero rojo y después morado. El tío Luis movía las tenazas para ponerlo en el punto exacto. De repente daba unos golpecitos en el pico del yunque que sonaba como una campana, y empezaba a martillar él solo el trozo de hierro que cambiaba de forma, se curvaba, se afinaba por las puntas y se convertía en una herradura. Al final, en la curva de la herradura sacaba un pellizco de hierro que se convertía en el reborde para el casco que llaman «callo». Con otras tenazas cogía el punzón y, entonces, Aquilino de cada golpe de macho hacía un agujero para los clavos. Siempre hacía siete agujeros, porque decía que encontrarse una herradura con siete agujeros era la fortuna; y el tío Luis quería repartir la fortuna a todo el mundo.
El tío Luis pertenecía a una raza de hombres que casi ha desaparecido: era artesano y señor. Enamorado de su oficio, para él el hierro era algo vivo y humano; a veces le hablaba. Le encargaron una vez la verja y las rejas del palacio —así llamaban a la casa de los más ricos hacendados del pueblo—. En medio de la fachada, sobre la puerta, había de colocarse la obra maestra, una verja volada para un ventanal grande como un balcón. Aquella reja no la cobró, para tener el derecho de soltar su fantasía sobre el martillo y labrarla a su gusto. Volcó en ella toda una teoría de hojas y lanzas enroscadas a los barrotes redondos, tal vez bajo la influencia de sus visitas a la reja de la catedral de Toledo, que conocía en todos sus detalles.
En lo físico era castellano viejo, de estómago de bronce. Se levantaba con el alba y «mataba el gusanillo» con un vasito de aguardiente hecho por él mismo, en una alquitara de cobre llena de remiendos, con el orujo de sus uvas, con las que se hacía su vino. Y se ponía a trabajar. A las siete desayunaba, en general un conejo guisado, dos palomas o algo así por el estilo, y una gran fuente de ensalada. Seguía machacando hierro hasta el mediodía y cuando sonaban las campanadas de las doce, aunque el hierro estuviera recién salido de la fragua, paraba el trabajo para comer.
O bien era el cocido castellano, empedrado de tocino, chorizo, jamón, trozos de gallina, huesos de vaca con tuétano ancho y grasiento, o los guisos copiosos de carne y patatas en que se encontraban más tajadas que otra cosa. Su medio melón de postre —y en Méntrida el melón corriente es de dos kilos— o su kilo de uvas o su fuente de tomates abiertos. A las cinco merendaba, una merienda tan sólida como el desayuno, tal vez para abrir el hambre a la cena, tan copiosa como la comida. Durante el día, la cuartilla de vino rojo y espumoso estaba al lado del yunque y evitaba a su dueño probar el agua, que, según su decir, «criaba ranas».
Tenía una tierra de trigo, un trozo de huerta, un trozo de viña y seis higueras. En el curso del año, encontraba tiempo y manera de labrar sus tierras, moler su trigo, hacer su vino y secar higos al sol para el invierno. La casa siempre era una despensa enorme. Para aumentar sus riquezas y regalarse el paladar, solía salir de noche y regresar en las primeras horas del día con dos o tres conejos en el zurrón o con la cesta de mimbres llena de peces aún vivos del Alberche.
Se casó con tía Rogelia en contra de la opinión de las dos familias, porque entonces era un semimuerto de hambre. Se pusieron los dos a trabajar como burros para convertirse en los de posición más desahogada de la familia. La mujer, pequeña de estatura pero fuerte de cuerpo, hizo frente, con una actividad y una alegría inagotable, a la tarea que le había caído encima. Sólo preparar la comida para él, parecía un milagro. Pero ella atendía la comida y la casa, las gallinas y los cerdos, el amasar el pan y cuidar los cuatro chicos que, para no perder el tiempo en parirlos, nacían todos en un rato. Nunca se acostó mi tía para parir. Cuando su vientre avanzaba, seguía como siempre lavando, fregando y guisando, incansable. De repente le decía al marido: «Tú, ya está eso aquí». Se echaba en la cama, mientras él salía a llamar a una vecina que entendía de esas cosas. Al día siguiente, un chocolate y un buen caldo de gallina, espeso como si tuviera harina, la ponían de pie y seguía guisando y fregando como si tal cosa.
Era una pareja feliz que nunca tuvo problemas. Ella se bastó siempre para calmar las exigencias del macho forzudo; y en sus años mozos, cuando los dos solos levantaron a pulso la herrería, no era raro que se cerrara la puerta y la pareja se hiciera sorda a las llamadas de los clientes. Cuando volvían a abrir él encuadraba la puerta con su figura maciza y se sonreía socarronamente de las bromas de los vecinos. Solía plantar su manaza ancha en el hombro redondo de ella, en un cachete rudo, y guiñando un ojo decía a su interlocutor: «Mírala, tan pequeña y redonda, pero ¡tal como la pimienta!».
Cuando salgo a la fragua, el corro de hombres sigue golpeando la ancha hoja de hierro del arado y Feliciano tira sin cesar de la cadena del fuelle, para que una segunda reja esté a punto cuando acaben con aquélla. Como sé que ahora no existo para nadie, me agarro yo también a la cadena, acompasando mis tirones a los de Feliciano, que con la mano libre me da un cachete y me dice: «¡Hola, madrileño!». No habla más, porque creo que en su cabeza no caben tres palabras juntas. Es el más bruto de toda la familia.
Cuando acaban con la reja que hemos calentado, mi tío empuña con una mano la cuartilla de vino y llena un vaso gordo y grande con el que corre la ronda a todos los mozos, que se van secando los labios uno detrás de otro con el dorso de la mano sucia. Por último bebe él y después llena el vaso para largármelo a mí:
—¡Ven acá, gorrión! —Es su primer saludo. Me levanta con una mano sobre el yunque—. Toma, bebe, que lo que te hace falta es un poco de sangre —dirigiéndose a los mozos, agrega—: No sé qué leche les dan a los chicos en Madrid que están espiritados. Mirad qué pantorrillas tiene. —Me coge entre el pulgar y el índice una pierna que yo creo que se va a chascar—. Debías pasar las vacaciones de aprendiz aquí en la fragua. Y menos faldas. Entre viejas y curas van a convertirte en una marica constipada.
Me bebo entero el vaso de vino, como un hombre. Un vino seco y fuerte que hace subir el calor. Aquilino, en un alarde cariñoso, me baja del yunque haciéndome voltear sobre su cabeza como un pelele. Me deja en el suelo sofocado del susto y del vaso de vino.
—Esta tarde —me dice— voy a comprarte una cocota de peón y te voy a hacer una punta retorneada.
Éste es uno de los orgullos de Aquilino: hacer puntas de peón; y todos los chicos del pueblo andan detrás de él. De un cachito de hierro hace una punta que, por un lado, tiene una espiga cuadrada muy larga que se hunde al rojo en la madera, y por el otro queda la punta del peón. Las hace en forma de bellota y retorneadas, que son cilindricas con gargantas trazadas con la lima. No es tan fácil hacer una punta de peón. Ha de clavarse en la madera exactamente en el centro para que el peón, cuando baile, se quede «dormido». Si no, «escarabajea» y cuando se le coge en la mano, agujerea la palma.
En casa del tío Luis no me aburro nunca. Al lado de la puerta tiene el banco con su tornillo de hierro para sujetar las piezas y una pared llena de herramientas. El suelo está lleno de recortes de hierro y basta coger uno, sujetarse en el banco y ponerse a limar. Me gusta mucho la mecánica y cuando sea mayor seré ingeniero. Me pongo a limar para hacer una rueda, después de haber dibujado una circunferencia en un cacho de chapa con el compás de puntas de hierro. Entonces llegan mis hermanos. Entran en la casa a saludar a mi tía y en busca del bollo que nunca falta; y salen casi en seguida para cogerme mi hermana del brazo y decirme:
—Anda, vente con nosotros que nos vamos a jugar. Ya se lo he dicho a la tía.
La herrería está en el límite del pueblo. Desde allí se salva la cuesta pina de un barranco diminuto y se encuentra uno en pleno campo. La Concha emprende la ascensión y yo detrás. Está flacucha, con el pelo recogido en un moño chiquitín sobre el cogote. Las faldillas dejan ver las piernas tostadas que se estiran en cuerdas por el esfuerzo. Detrás de mí viene Rafael, silencioso y torvo. Cuando llegamos a lo alto, seguimos la linde de un campo segado que bordea el barranco, separado de él por una muralla de zarzas.
Yo conozco a mis hermanos mejor de lo que ellos creen. La tormenta va a venir sobre mí y la Concha me gritará y me zarandeará a su gusto. Si contesto, entonces acabaremos a golpes y saldré perdiendo. Soy el más pequeño y el más flojo. Si la dejo que se desahogue, no me pegará a sangre fría. Así pasa. Cuando llegamos a la explanada, donde está el grupito de árboles viejos y el pocilio del manantial que corre por el arroyo abajo a través de todo el pueblo, la Concha se vuelve y me coge del brazo:
—¡Bueno! Ya está aquí el niño mimado. Pero ahora se acabaron las tías y los sobrinos. Aquí no hay faldas para esconderse. Tú. ¿Te has creído que porque nosotros estamos en la buhardilla y tú en la casa de tus tíos, vestido de señorito, somos menos que tú? Pues, para que te enteres, no eres más que nosotros. El hijo de la señora Leonor la lavandera, y te voy a hinchar los morros para que lo aprendas.
Me sacude como un trapo y me asa los brazos a pellizcos. Yo me callo con la cabeza baja. Rafael, con las manos en los bolsillos, nos contempla a los dos. La Concha se excita más aún.
—Mírale, como una gallina —bueno, como lo que es—. Ahora chillas poco, ¿no? Ahora eres la mosquita muerta. Razón tiene la abuela Inés que dice que eres un jesuita falso. ¡Anda, atrévete a pegarme! Yo soy una chica. ¡Anda, atrévete!
Y me mete los puños cerrados a la altura de los ojos.
—¿Le sacudo? —pregunta Rafael.
La Concha me mira de arriba abajo con desprecio.
—¿Para qué? ¿No ves que es un marica?
El insulto cae sobre el insulto de la abuela que aún no he olvidado, y entonces lo veo todo rojo. Los tres rodamos por el suelo a patadas, a puñetazos y a mordiscos. Al cabo de un rato nos separa a manotazos un hombre que nos sujeta a mi hermana y a mí uno de cada lado, mientras nos cambiamos patadas detrás de él. Rafael se ha quedado tan tranquilo y mira al hombre rencorosamente. La Concha le da un pisotón en el pie calzado con alpargatas, y el hombre suelta una blasfemia y le pega un cachete en los sesos. Momentáneamente he encontrado un aliado, y yo le doy a Concha una patada en las espinillas. Los dos nos soltamos del hombre y nos agarramos otra vez: yo de su pelo, ella de mi cuello. Me lleno los dedos de pelos, mientras ella me clava las uñas.
Uno debajo de cada brazo, pateando en el aire, el hombre nos lleva a la herrería. Rafael detrás, sin abrir la boca. Entramos todos, y el hombre explica a mi tío:
—Toma, ahí te traigo a estos dos gatos rabiosos.
El tío Luis nos mira cachazudo. Tenemos los dos la cara y las piernas llenas de arañazos y nos miramos rabiosamente, con los ojos bajos.
—¡Os habéis puesto guapos! —se vuelve a Rafael y agrega—. Y tú, ¿qué dices, pasmao?
—Yo nada.
—Ya lo veo que no dices nada. Los dos contra el más pequeño, ¿no? ¡Sois unos valientes!
—¡Y él es un asqueroso! —exclama mi hermana.
—Éstos lo que tienen es envidia, porque estoy con los tíos.
—Bueno, esto lo arreglo yo —dice el tío Luis—. Ahora mismo estáis haciendo las paces. Ya os habéis calentado y estáis en paz. La primera vez que os peguéis, os voy a sacudir un azotazo a cada uno que vais a andar cojos una semana.
En el pilón del agua, donde se templa el hierro, nos lavamos la cara. El tío Luis me coge una pierna y sobre el desgarrón de la rodilla me pega una telaraña espesa:
—Esto chupa la sangre y cura, déjala.
Y queda allí la plasta de tejido, llena de polvo y de sangre que se espesa como el barro.
Comemos todos juntos un guiso de conejos, con salsa oscura y fuerte de ajos y de laurel, cocidos con vino, y la comida es la paz. De allí salimos todos amigos, yo el amo, porque tengo un duro en el bolsillo, y la plaza y las calles de alrededor están llenas de puestos. Un duro son muchas perras gordas y todo lo que allí se vende no cuesta más que diez céntimos. Además, como mucha gente del pueblo me conoce y sabe que he venido de Madrid, me llaman y me compran cacahuetes, avellanas y torraos y me llenan los bolsillos del delantal y del pantalón. La Concha quiere zarzamoras y se llena la boca y las manos de manchas moradas. Después, se queda como una tonta con las manos pringadas, abiertos los dedos, sin poder sacar el pañuelo del bolsillo para limpiarse, por miedo de manchar el trajecillo blanco que lleva. Por último, se lava en un charco de agua que hay al lado de la plaza y se seca con el pañuelo. Rafael se hincha de nueces frescas que se venden con la cáscara verde, para que pesen más y puedan dar menos; y yo como unas peras pequeñitas que se llaman «de San Juan». Pero los dos tenemos una idea, para la cual nos estorba la Concha: queremos fumar cigarrillos de anís y de cacao, igual que hacen los hombres con el tabaco. Si se lo decimos a la Concha, se lo contará después a la tía Aquilina y ésta nos regañará. Por último tengo una solución, después de haber pensado en dar esquinazo a esta antipática que no nos deja en paz. Venden unos petardos pequeñitos que explotan muy fuerte, y dan cincuenta por diez céntimos. Propongo comprar un ciento y a la Concha le parece muy bien. Nos iremos a dar sustos a la gente encendiéndolos en la calle y tirándolos dentro de los portales de las casas. Pero, claro, después de comprarlos hay que encenderlos para que estallen. Cada petardo tiene una mecha que es un trozo de cuerda empapado de pólvora. Si compramos cerillas, hay que comprar varias cajas; entonces, yo propongo, inocentemente, comprar pitillos de anís y encender los petardos con la lumbre del pitillo. Compramos una cajetilla que tiene diez pitillos, y Rafael le pide lumbre a un mozo que se la da, riéndose de él. Después encendemos nosotros en el cigarrillo de Rafael, porque, como la Concha también quiere tirar petardos, ha encendido un cigarrillo, mejor dicho, se lo he encendido yo y después ella lo lleva escondido en la mano y de vez en cuando chupa, de cara a la pared para que no la vean. El anís pica en la garganta y en los ojos y hace toser, pero nosotros fumamos como los hombres. Empezamos a tirar petardos dentro de los portales. En algunos, donde Rafael o la Concha, que conocen a la gente, dicen que vive una «tía tal», encendemos los tres juntos y tiramos dentro los tres a la vez. Cuando estalla el primero, salen las mujeres corriendo a ver qué es lo que pasa, y entonces estallan los otros dos y se asustan más. Nosotros nos reímos detrás de la primera esquina, dispuestos a salir corriendo si vienen detrás de nosotros.
Pero las chicas son siempre idiotas. Porque hemos pasado por una calle donde no había nadie, la Concha se ha puesto el pitillo en la boca, y cuando iba echando más humo, ha salido una tía cotilla y nos ha visto a los tres. Le ha dado un manotón a Concha que ha tirado el pitillo, ha armado un escándalo, llamándola cochina, guarra, golfa y yo no sé cuántas cosas más, y la ha agarrado del brazo, para llevarla a casa y contárselo a la tía Aquilina. La tía metijona lleva a la Concha llorando y queriendo soltarse, y nos llama a nosotros para que vayamos con ella. También nos insulta y nos dice que somos unos golfos indecentes. Al pasar por las casas se lo cuenta a las mujeres que se encuentra, y todas se ponen a chillar y a sacudir a la Concha y a gritarnos a nosotros. Rafael va pensando en meterle un cascotazo en la cabeza a la tía bruja y descalabrarla. Cuando llegan a casa de la tía se meten dentro y nosotros oímos desde la placita cómo chilla la Concha, pero no entramos. Después sale la tía Aquilina y nos manda entrar. No queremos, pero tenemos que entrar, y la arma con nosotros. La tía Aquilina empieza a pescozones, sobre todo con Rafael y con la Concha, porque dice que ellos tienen la culpa. De repente ve los bolsillos de Rafael llenos de cosas y le dice:
—¿Dónde tienes los pitillos? Ya estás sacando todo lo que tienes en los bolsillos, que lo vea yo.
Rafael, que a veces tiene muy mala idea, mete mano a los bolsillos y empieza a sacar avellanas, torraos y nueces; y cuando la tía se pone a chillar:
—¡Los pitillos, los pitillos! ¿Dónde están los pitillos?
Saca un puñado de pitillos, mezclados con un puñado de petardos, y los tira sobre la lumbre. Mi tía no se entera de lo que es y le grita:
—¡Todos! ¡Tíralos todos!
Y Rafael tira todos los petardos en la lumbre, y yo también. Mi tía, indignada sigue chillando:
—¡Esta noche os vais a quedar sin ver los fuegos artificiales!
Mientras tanto se prenden las mechas de los petardos y ¡se arma una horrorosa!
Empiezan a sonar estampidos y a saltar la ceniza y la paja encendida por toda la habitación. La abuela sale corriendo de su sillita baja, tirando un ovillo de lana, con el que está haciendo unos calcetines.
Una sartén que está en la lumbre se llena de ceniza. Las chispas caen sobre las sillas y sobre las cortinillas del vasar y la tía no sabe lo que pasa. Se quedan las dos mujeres pegando gritos, el tío Sebastián que se ha dado cuenta, riéndose a carcajadas detrás de la mesita de zapatero, y nosotros salimos corriendo de la casa. Hasta la noche no volvemos.
Está la mesa puesta para cenar y todo el mundo muy serio. Nadie nos dice una palabra: sólo la «abuela chica» da vueltas gruñendo, y nosotros la miramos de reojo, por si nos sacude con la garrota. Nos sentamos a la mesa y mi tía saca la cena:
—Para los golfos no hay cena esta noche —dice. Y nos alarga un cacho de pan a cada uno, agregando—: ésta es vuestra cena.
Nos quedamos muy callados los tres. Yo tengo una rabia loca. Nunca me han dejado sin comer, y se me llenan los ojos de lágrimas de rabia. Pero no quiero llorar. Las lágrimas se me caen por la cara abajo, y entonces la tía Aquilina, que me mira cómo se me caen las lágrimas, comienza a echarme en el plato albondiguillas.
—Por esta vez pase; es la fiesta del pueblo y no tengo ganas de enfadarme, pero... —Y nos suelta un sermón mientras nos va llenando los platos.
El tío Sebastián se ríe, y dice:
—En medio de todo, los chicos han tenido gracia.
Las dos, la tía y la abuela, se vuelven como avispas a él:
—Eso es, ¡defiéndelos todavía!
Y se arma una bronca violenta contra el pobre tío que no sabe dónde meterse con el chaparrón de las dos. Mientras, nosotros acabamos de cenar y nos vamos. Los tres de acuerdo, le compramos al tío Sebastián una cajetilla de dieciocho céntimos y un librillo de papel de fumar. Cuando empieza la pólvora, como todos han bajado a la barandilla de piedra que da sobre la plaza, se la damos a escondidas. Me siento en sus rodillas y me da un beso, mientras miramos estallar los cohetes en el cielo. De repente, le dice a la tía:
—Ten cuidado del niño, que me voy al retrete.
Cuando vuelve, vuelve con su cigarrillo en la boca diciendo que se lo han dado unos amigos y que un día es un día. La tía gruñe, pero le deja en paz. La brillan los ojillos de alegría al viejo y nos mira, guiñándonos y riéndose a espaldas de la tía.
La plaza está llena de mozos bailando, y en la plazoleta de la iglesia, donde estamos nosotros, está el polvorista, un valenciano gordo, con su blusa negra, su sombrero redondo y un cigarrillo puro en la boca. Con la mano izquierda coge un cohete, gordo como una vela, y le aplica la brasa del cigarrillo con la derecha. Sale un chorro de chispas y de pronto abre los dedos y el cohete sube pitando. Todos los chicos que hacemos corro alrededor de él miramos al cielo y le vemos estallar allá arriba, en bengalas de colores. El cohete, ya vacío, cae, echando las últimas chispas, y rebota sobre las casas del pueblo. Un año, una se prendió fuego así.
Hoy es el día de la virgen, y desde por la mañana temprano la tía nos está poniendo a todos los trajes de fiesta. Claro es que yo tengo el traje más bonito del pueblo, porque todos tienen trajes de Madrid, pero es un traje barato que les han comprado hecho y que les sienta muy mal. Además la tela está tiesa, y no saben moverse dentro de él. La Concha tiene también un traje barato de Madrid, muy tieso de almidón, y con una trenza y su lazo azul grande, está verdaderamente ridicula. Tienen unos zapatos gordos, los de Rafael con una puntera de metal dorado, que les cuesta trabajo andar con ellos, y los dos miran con envidia mi traje azul de marinero y mis zapatos de charol. La Concha me llama «señorito» y se las arregla para darme un pisotón, que me araña todo el zapato. Yo le tiro de la trenza y le deshago el lazo de seda y armamos una bronca. Después salimos todos con el tío Sebastián a ver la subasta de las andas de la virgen.
De la iglesia sacan la virgen con un manto de terciopelo bordado y muchas luces alrededor, sobre unas andas de madera, llena de cabezas de angelitos pintadas con colores de verdad. En la puerta de la iglesia paran la virgen y entonces el alcalde, con su capa y su vara de puño de oro, dice:
—Como todos los años, se van a subastar las andas de Nuestra Señora. El que ofrece más dinero, coge uno de los seis sitios que hay para llevar la virgen a hombros hasta la ermita que está en Berciana, un monte a una legua del pueblo. Todos los ricos del pueblo, y los que han hecho una promesa, empiezan a pujar. Lo más interesante son los puestos delanteros. Uno grita:
—¡Cuarenta reales!
—¡Cincuenta! —grita otro en seguida.
Después, cuando ya no quedan más que dos o tres, el alcalde va diciendo:
—Dan ciento cincuenta reales. ¿No hay quien dé más?
A las dos o tres veces que lo dice, otro ofrece ciento setenta y cinco, y así van subiendo despacio, hasta que no quedan más que dos que se empeñan en llevar la virgen. Entonces toda la gente está pendiente de ellos, a ver cuál se siente el más importante del pueblo.
—Doscientos cincuenta reales —dice uno muy orgulloso.
—Trescientos —contesta el otro de golpe.
—¡Puñales! ¡Trescientos cincuenta! ¡Si crees que te la vas a llevar tú! —replica el primero.
Al final se pelean por llevar la virgen, soltando blasfemias e insultándose furiosos. Luego el cura se guarda los cuartos.
Cuando han terminado la subasta, empieza la procesión a Berciana, la virgen delante y el cura detrás revestido con una capa de oro y rezando en latín. Detrás del cura van el alcalde, el juez, el médico, el maestro y en dos hileras todos los vecinos del pueblo que quieren llevar una vela encendida. Detrás, todos los restantes del pueblo en grupo, los hombres con el sombrero en la mano, las mujeres con el pañuelo en la cabeza. Los hombres y las mujeres van con sus mejores trajes, la mayoría con el traje de boda que a unos se les ha quedado pequeño y a otros un poco grande. Lo más divertido son los chicos y las chicas. A los chicos los han vestido de hombres con trajes de pana y camisa de cuello con una chalina; un sombrero de paja en la cabeza y zapatones gordos en los pies. Las chicas llevan vestidos de colores chillones, todos muy almidonados, dejando ver debajo las enaguas muy blancas y también muy tiesas de almidón y las puntillas de las bragas que les llegan a las rodillas; en la cabeza un lazo de seda también de color vivo y en los pies medias hechas a punto de aguja, muy gordas, y zapatones de puntera metálica. Ni unos ni otros pueden moverse, acostumbrados a ir con un delantalito o con unos calzones cortos, y descalzos o con alpargatas. Así que a mitad del camino a la mayoría de los chicos van tirándoles de la mano sus padres y tropezando con las piedras del camino.
Cuando se llega al arroyo Berciana, la procesión cruza por el agua en lugar de pasar por el puentecillo de madera, no sé si porque tienen miedo de que se hunda o por sacrificio hacia la virgen. Se van descalzando todos y remangándose los pantalones y las faldas. La mayoría de los chicos no se vuelven a calzar y muchas personas mayores tampoco. Siguen a la procesión con el par de botas en la mano, la vela en la otra. Algunos dicen que van descalzos porque han hecho la promesa de subir así hasta la ermita, pero la verdad es que les aprietan las botas.
La ermita está en lo alto de un cerro al que se sube desde el arroyo, y abajo es todo un prado de hierba corta lleno de encinas. Mientras dicen la misa dentro de la ermita, con la mayoría de la gente fuera porque no cabe, comienzan a llegar del pueblo carros, mulas y burros cargados, y se instalan en la pradera. La gente que viene dentro descarga, y de los carros, o de los serones, salen sartenes y cazuelas, conejos, gallinas, corderos, pichones... Uno ha traído un ternerito atado a la zaga del carro con la piel color canela y el morro blanco, que no quiere andar y tira de la cuerda que lleva atada a los cuernos. Algunos se han traído hasta sillas y las van poniendo en corro sobre la hierba. Los mejores sitios son a la sombra de las encinas; y entre los árboles atan una cuerda y cuelgan una manta para tener sombra. Fuera de los árboles comienzan a instalar las cocinas, con cazuelas de barro, los platos, los vasos y la sartén. Los pellejos y las botas de vino se quedan recostados a la sombra de los árboles para que no se calienten y algunos hacen hoyos en el suelo para enterrarlos cerca del arroyo y que estén más frescos.
Cuando acaba la misa, se vuelca la gente sobre la pradera. Lo primero que hacen es catar el vino de todos, bebiendo a chorro en las botas o llenando jarras de los pellejos, y después se dedican, chicos y grandes, a recoger leña entre los encinares. Los hombres y las mujeres cortan ramas con hachas pequeñas y los chicos llevamos los brazados de leña cada uno a su lumbre. Al poco tiempo hay cien hogueras ardiendo en el campo y por todas partes se ven volar plumas de gallinas o de pichón. En las ramas de los árboles hay colgados corderos y conejos que los hombres, en mangas de camisa, desuellan. Sobre los manteles se han puesto platos con rajas de salchichón y longaniza, con aceitunas y pepinillos, con tomates cortados por la mitad llenos de sal y aceite, y todos van picando y bebiendo tragos de vino. Los chicos nos metemos por todas las «mesas» y vamos cogiendo aquí y allá lo que más nos gusta, y bebiendo a escondidas en las jarras. Pronto, todo el valle huele a carne asada y a humo de tomillo y de retama, y la gente empieza a tener hambre y a meter prisa a los cocineros.
Yo me acuerdo de la descripción de las bodas de Camacho el rico, en Don Quijote de la Mancha, y me parece que de pronto va a aparecer en lo alto de uno de los cerros, a caballo, en Rocinante, con Sancho Panza detrás relamiéndose al olor. Los chicos del polvorista van vendiendo cohetes que estallan como tiros en lo alto. De Madrid han venido algunos barquilleros —muchachitos gallegos que hacen el viaje a pie— y la gente hace corro alrededor de ellos, jugando y dando cachetes a los chicos que queremos también tirar a la rueda.
Los perros parece que se han enterado también de la fiesta, y se les encuentra por todas partes. Perros de pueblo, con la cabeza baja y la cola metida entre las piernas, que se arriman cautelosamente a las fogatas. En un sitio les echan un hueso y en otro les dan un cantazo o un palo. Dan una huida y se acercan a otro grupo. A veces se reúnen dos o tres al lado de una lumbre y se sientan muy tiesos con los hocicos levantados, sin perder de vista las manos de la mujer que guisa. Cuando les echan algo, lo coge el más listo y los otros le gruñen.
La «abuela chica» ha venido en el carro con el tío Luis y estamos reunidas las dos familias. En total somos quince y la abuela se pone a contarnos que un año se reunieron todos sus hijos y algunos ya con sus nietos. Había más de cien personas. La abuela ha tenido dieciocho hijos, de los que viven catorce. El hijo mayor tiene ya biznietos y vino de Córdoba a la fiesta con más de veinte personas. Mi abuela estaba casada con un sastre, y como no ganaban bastante dinero para mantener a todos, los fueron mandando por el mundo a medida que crecían. Las chicas a Madrid a servir. Los chicos, unos a Madrid y otros a Andalucía. Uno se fue a Barcelona y otro a América, pero ninguno de éstos ha vuelto al pueblo nunca y nadie los conoce más que por retratos. El de Barcelona es un hombre con una barba negra muy grande y un sombrero hongo, que parece un agente de policía secreta, y el de América es un hombre seco, con la cara afeitada, que parece un cura. La abuela no ha salido nunca del pueblo más allá de Madrid, y para eso, cuando ha ido, no ha querido montar en el tren y ha habido que llevarla en un carro. El tren dice que es cosa de los demonios y se morirá sin subir a él. Aquilino ha montado un columpio entre dos árboles y muchos han puesto columpios igual. Las mozas suben a ellos y los mozos las empujan para que suban a lo más alto, pegando gritos y enseñando las pantorrillas. Los mozos se divierten viéndoselas y se dan unos a otros codazos en los costados, guiñándose los ojos y diciéndose: «¿Has visto? Está güena la moza, ¿no?». Se ríen mucho y a veces las pellizcan en las piernas y en el trasero. Unas se ríen y chillan y otras se enfadan. Después de comer, cuando todos tienen la tripa llena y han bebido bastante, las pellizcan más y ellas se enfadan menos. De aquí salen los noviazgos y también las broncas. A media tarde, todo el mundo está un poco bebido. Los hombres maduros se han tumbado a dormir la siesta, con el pantalón desabrochado a medias, y los mozos se tumban al lado de las mozas que están sentadas a su lado, pero no se duermen; ellas les acarician la cabeza y a veces les dan una bofetada, porque ellos les han tocado las piernas o un pecho. Cuando se les empieza a pasar la pesadez de la digestión, comienza el baile, y bailan hasta la noche. Muchas parejas se van a pasear detrás de los cerros.
Andrés le grita a una pareja que se va, muy agarrados de la cintura, que no beban agua del arroyo ¡que se hincha la tripa! y se ríen todos.
El tío Luis ha dormido su siesta y se despierta con la boca seca, según dice. Para refrescarla se come una fuente de ensalada y media docena de bollos de aceite, macizos y harinosos. Con la ensalada y los bollos se bebe dos jarras grandes de vino. Después me coge debajo del brazo como si fuera un pelele y nos vamos a dar una vuelta.
Remontamos los cerros. El valle con toda la romería se pierde de vista y los campos están solos. A lo lejos se ve la sierra de Guadarrama, con sus crestas blancas de nieve, y las torres del Monasterio del Escorial. De pronto el tío Luis, que viene detrás de mí, lanza un grito salvaje:
—¡Huh, huh, huuuuh!
Me vuelvo asustado. De un barranco sale una pareja corriendo, ella con la blusa desabrochada, él con la americana colgando de una mano. El tío Luis se ríe, las manos en los costados, moviéndose la tripa con la risa. Me coge a caballo en sus hombros y se lanza a correr por los barrancos, dando aullidos. De los rincones y de las matas salen parejas, huyendo hacia el valle, perseguidos por nuestros gritos y nuestras risas.
Cuando volvemos al corro, el tío Luis me baja de sus hombros, empuña una jarra llena y vuelve a estallar en su risa, que salpica de vino. Todos se han vuelto hacia él. Entonces coge en sus brazos la figura redonda de la tía Rogelia y la espachurra un beso en la cara. Después la levanta en el aire, estirado, con sus manos en alto, como si la fuera a tirar a lo lejos.
—¡Huh, huh, huuuuuh! —grita y retumban su pecho y sus hombros.
Al grito se calla todo el valle, y el eco responde detrás de los cerros, ya oscuros.