Capítulo 5
El embrión de dictador
Mi amigo Sanchiz había sido reintegrado a la oficina de la Legión en Ceuta y nuevamente me llevó a la taberna del Licenciado. Fui en contra de mi aversión interna, pero mi pesadilla ya no existía más. La puerta había perdido su color de puñalada y estaba pintada ahora en un rosa claro. En lugar de las lámparas de petróleo goteantes, colgando de ganchos de alambre, resplandecía la luz eléctrica; las paredes rojas eran ahora color crema, y el mostrador, similar al de millares de tabernas en España, un tablero de encina y sobre él la columna de grifos sobre la pila le estaño. El Licenciado se había cambiado en un comerciante próspero y satisfecho, enfundado en su mandilón a rayas verdes y negras.
La mayoría de los clientes eran aún soldados del Tercio y prostitutas de la Barría, pero los viejos presidiarios y las viejas celestinas con sus caras taraceadas de sífilis o de sarna habían desaparecido. Soldados de otros regimientos entraban libremente v se sentaban a beber una botella de vino acompañada de un bonito curado al sol. El pescado seguía colgado de la viga central sobre el mostrador, pero ahora la viga estaba limpia y el bonito no sabía más a hollín de petróleo.
—Chico, ¡cómo ha cambiado esto! —le dije a Sanchiz.
—Nada cambia a las gentes como el tener dinero. Cuando el Licenciado se instaló aquí con unas cajas de botellas y unos pellejos de vitriolo en lugar de vino, no tenía un céntimo. Lo único que tenía era los ríñones de poner una taberna para dar de beber al Tercio, cuando nadie quería vendernos en todo Ceuta ni un vaso de vino. Ahora ha ganado un montón de dinero y hasta se da el lujo de escoger los parroquianos. Espérate un poco, y le vas a ver en un par de años más montar un bar moderno aquí mismo y presentarse a las elecciones para concejal. Sanchiz hizo una pausa y se quedó pensativo:
—¿Tú sabes que de todos aquellos que formaron la primera bandera del Tercio no queda casi nadie ya? Los novios de la muerte, ¿te acuerdas?, se han casado. Yo soy uno de los pocos que aún no han encontrado la novia, y parece que voy a tener que esperar aún un rato. Es una pena.
—No pienses en ello. Te morirás como nos morimos todos, cuando te llegue la hora. Y no lo vas a cambiar, aunque te empeñes en pegarte un tiro o en que alguien te lo pegue. En lugar de eso, cuéntame qué ha sido de tu vida todo este tiempo.
—He cambiado mucho, muchacho. ¿Tú sabes que hace ya un año que nos encontramos en Beni—Arós? En este año he visto más cosas que en todos los demás treinta y ocho años de mi vida. Me he quedado cano. —Se quitó el gorro y vi que sus cabellos rubios se habían vuelto de plata.
—Bueno, cuéntame qué te ha pasado.
Pero aquel día Sanchiz no estaba de humor para hablar de la guerra ni del Tercio. En cambio comenzó a contar a retazos lo que le había llevado a la Legión, cuando tenía treinta y seis años, a él, un hombre que nunca había sido soldado y que parecía predestinado a trabajar toda su vida en una oficina.
Sanchiz procedía de una familia de clase media en buena posición. Sus padres le habían dado una educación sólida. Había estudiado la carrera de comercio en una época en que aquellos estudios eran una novedad en España, y hasta una absurdidad. Obtuvo también el título de abogado y antes de los treinta años era director de una sucursal en España de una de las más famosas firmas de Norteamérica. Se casó. Fue un matrimonio perfecto. Al cabo de un año, el matrimonio esperaba el primer hijo, pero éste no llegó a nacer. La mujer tuvo que ser operada y quedó inutilizada para tener más hijos. Sanchiz se resignó a esto y dedicó toda su energía a hacer feliz la vida de su mujer. La amaba ciegamente. Pocos años después, la mujer comenzaba a languidecer y la sensibilidad física que había producido la operación se acentuó. Fue en aquella época cuando yo conocí a Sanchiz. La llevaba entonces de un especialista a otro, en una peregrinación de esperanzas, mientras ella empeoraba más y más. Hasta que al fin los doctores decretaron que no podían seguir viviendo más como marido y mujer; tenía un cáncer en la matriz. Era posible una operación, pero los doctores se mostraban pesimistas sobre el resultado y la inválida se negó a ser operada. Fui testigo de lo que le pasó a Sanchiz entonces: el pensamiento de que el contacto físico, que para él era necesidad y felicidad, había herido a la mujer que quería, se convirtió en su tortura íntima. Cuando sobrepasó este estado, se encontró con que él, que era un macho normal y sano, vivía lado a lado de su mujer a quien deseaba sin cesar y sin esperanza. Intentó escapar de las exigencias del sexo, buscando otras mujeres, y el sexo se negaba a ello. A quien él quería era a ella. Acabó refugiándose en la bebida. La enfermedad de ella se había llevado los ahorros, y las borracheras de él le privaron de su trabajo. Tras un período de pobreza aguda, Sanchiz encontró un puesto de contable en una oficina, con doscientas pesetas al mes. Pero ¿qué eran doscientas pesetas para quien tenía una mujer enferma que necesitaba diariamente una inyección de morfina?
Cuando murió la mujer de Sanchiz, fui a su casa. La mujer murió envuelta en una vieja manta, sobre un somier, malamente cubiertos sus muebles con sacos rellenos de paja. No quedaban ropas ni muebles. Todo había pasado a las casas de empeño. Cuando se llevaron el cadáver, Sanchiz cerró la puerta del cuarto y dio la llave al portero. No volvió. Los pocos que le conocíamos creíamos que se había suicidado, porque desapareció. Pero nunca tuvo la decisión necesaria para ello: vagabundeó por Madrid, limosneando la comida y durmiendo en los bancos de los paseos. Cuando se formó la Legión, se alistó inmediatamente. La edad límite para ingresar en el Tercio era más baja que la de Sanchiz, pero su apariencia era de ser mucho más joven: era rubio, con piel blanca como leche, y sus mejillas eran frescas. No le pusieron dificultades. El Tercio no insistía en documentos, ni aun en los nombres de sus reclutas.
Se alistó en la Legión para que le mataran. Pero cuando se organizó y se establecieron las oficinas, le escogieron y le enviaron allí. El riesgo del frente de batalla le eludía. Se emborracho y se volvió pendenciero para que le echaran de la oficina. Pero sus superiores se habían encariñado con él y todo lo que hacían era dejarle arrestado en el cuartel por semanas enteras. Trató de provocar y desafiar a los peores asesinos de la Legión. Pero en un sitio donde las disputas se resolvían muchas veces con una puñalada o un tiro, los hombres simplemente se burlaban de Sanchiz y le pagaban una botella de vino para que se le quitara el mal humor.
Consiguió por fin que le enviaran al frente por dos meses de instructor de la bandera de voluntarios americanos, como un castigo, y fue entonces cuando se produjo el desastre de Melilla Sanchiz fue enviado allí. Hubo compañías del Tercio de las que no escapó un solo hombre ileso. Más de la mitad murieron allí. Sanchiz no recibió siquiera un simple arañazo.
Por último, le reintegraron a la oficina. Nos encontrábamos muy a menudo: cada vez que Sanchiz se ponía a pensar en su propia historia, se emborrachaba hasta perder el conocimiento. Cuando se le pasaban los efectos de la borrachera, tenía un ataque de arrepentimiento e invariablemente o me mandaba un recado o venía a buscarme para dar un paseo juntos. Nos íbamos a lo largo del muelle de la Puntilla, a casi tres kilómetros de la ciudad, y nos sentábamos sobre las rocas de la escollera abierta al Adántico, cara a cara al mar, que a veces nos escupía.
—Hoy han venido cincuenta quintos —me dijo una tarde—. No tienen idea de dónde se han metido. Esa gente no viene por las mismas razones que nosotros los viejos. Vienen sólo por darse postín.
Se puso a tirar piedras planas a ras del agua y a divertirse viéndolas brincar:
—¿Sabes?, la bestialidad es seguramente la cosa más contagiosa que existe. Cuando la primera bandera fue a Melilla inmediatamente nos pusimos a tono con el salvajismo de los moros. Ellos les cortaban los testículos a los soldados y se los atascaban en la boca, para que se murieran asfixiados por un lado y desangrándose por otro, tostándose al sol. Tú mismo lo has visto. Entonces nosotros inventamos un juego: les cortábamos las cabezas a los moros y adornábamos el parapeto de la posición durante la noche con ellas, para que los otros las vieran allí al amanecer. Bueno, también lo has visto; de todas formas, esto es lo que el Tercio fue desde el principio. Y ya no tiene enmienda. Pero no sé si tú te has enterado que ahora hay una nueva forma de engancharse en el Tercio; la gente firma sólo por el tiempo que dure la reconquista de Marruecos. Así, son diferentes a nosotros. Cientos han venido ya, muchos hijos de buenas familias, gentes educadas con un título universitario. Te puedes imaginar que al principio entre ellos y nosotros, los viejos, estalló la gorda y algunos no pudieron aguantarlo. Pero la mayoría se quedaron; y créeme, son hoy más salvajes que nosotros.
—Yo creo que esto depende sobre todo de los oficiales.
—Sí, naturalmente, depende de los oficiales. Pero tienes que darte cuenta que a los oficiales les ha pasado lo que a nosotros. Me acuerdo muy bien cuando se organizó el Tercio, que nuestros oficiales eran como los demás, con la única diferencia que la mayoría de ellos se habían jugado el dinero de su compañía y no tenían más salida que venirse al Tercio, y algunos eran lo que se llama valientes y querían ascender aunque fuera arriesgando el pellejo. Pero en cuanto tuvieron que entendérselas con la primera bandera, ¿tú te acuerdas que la primera cosa que hicimos en Ceuta fue matar tres o cuatro gentes y que nos tuvieron que mandar a Riffien a toda prisa?, cambiaron inmediatamente.
—Creo que en el fondo no era más que miedo. Nos tenían miedo. Pero ellos eran los jefes y nosotros, la mayoría, no teníamos ni aun un nombre. Impusieron la disciplina bárbara que hay ahora: si un hombre se negaba a obedecer, se le pegaban dos tiros en la cabeza y en paz. Si otro se sobrepasaba un poco, se le llenaba la mochila de arena y se le hacía correr dos horas bajo el sol de mediodía. Lo que yo quiero decir es que nos contagiábamos unos a otros; y ahora los oficiales se han convertido en salvajes no sólo contra nosotros, sino contra todos y contra todo. De la primera bandera no quedó ni uno de ellos sano. Bueno, sí, el comandante Franco, creo que fue el único que escapó sin un agujero en la piel.
—Cuéntame algo sobre él. He oído un montón de historias. Por ejemplo, ¿es verdad que Millán Astray le tiene odio?
—Naturalmente, Millán Astray es un bravucón. Le he visto yo mismo. Cuando comienza a gritar: «¡A mí, mis leones!», seguro que nos vemos en un momento en un fregado serio. Atacamos a la bayoneta en avalancha, mientras él hace caracolear su caballo y da media vuelta y se va al Estado Mayor: «Eh, ¿qué les parecen mis muchachos?». Como, naturalmente también, ni el Estado Mayor ni los generales están nunca a la cabeza de las tropas, cuando hay un ataque de verdad pues ni ven ni quieren ver el truco. Se ha ganado la fama de héroe y ya no hay quien se la quite. Y precisamente el hombre que podría hacerlo es Franco Sólo que esto es un poco complicado de explicar.
Sanchiz se encerró de nuevo en su juego de tirar piedras al mar y se calló, hasta que insistí:
—Bueno, deja ya eso y continúa con tu historia.
—Mira, Franco... No, mira: el Tercio es algo así como estar en un presidio. Los más chulos son los amos de la cárcel. Y algo de esto le ha pasado a este hombre. Todo el mundo le odia, igual que todos los penados odian al jaque más criminal del presidio, y todos le obedecen y le respetan, porque se impone a todos los demás, exactamente como el matón de presidio se impone al presidio entero. Yo sé cuántos oficiales del Tercio se han ganado un tiro en la nuca en un ataque. Hay muchos que quisieran pegarle un tiro por la espalda a Franco, pero ninguno de ellos tiene el coraje de hacerlo. Les da miedo de que pueda volver la cabeza precisamente cuando están tomándole puntería.
—Pero seguramente pasa lo mismo con Millán Astray.
—Ca, no. A Millán Astray no se le puede dar un tiro por la espalda. Ya tomó él buen cuidado de ello. Pero con Franco no es difícil. Se pone a la cabeza y... bueno, es alguien que tiene riñones, hay que admitirlo. Yo le he visto marchar a la cabeza de todos, completamente derecho, cuando ninguno de nosotros nos atrevíamos a despegar los morros del suelo, de espesas que pasaban las balas. ¿Y quién era el valiente que le pegaba un tiro entonces? Te quedabas allí con la boca abierta, esperando que los moros le llenaran de agujeros a cada momento, y a la vez asustado de que lo hicieran, porque entonces estabas seguro que echabas a correr. Hay además otra cosa, es mucho más inteligente que Millán Astray. Sabe lo que se hace; y ésta es la otra razón por la que Millán Astray no puede tragarle.
—¿Cómo se portó en Melilla?
—¿Franco? Créeme, es un poco duro ir con Franco. Puedes estar seguro de tener todo a lo que tienes derecho, puedes tener confianza de que sabe dónde te mete, pero en cuanto a la manera de tratar... Se le queda mirando a un fulano con unos ojos muy grandes y muy serios y dice: «Que le peguen cuatro tiros». Y da media vuelta y se va tan tranquilo. Yo he visto a asesinos ponerse lívidos sólo porque Franco los ha mirado una vez de reojo. Además, ¡es un chinche! Dios te libre si falta algo de tu equipo, o si el fusil está sucio o si te haces el remolón. ¿Sabes?, yo creo que ese tío no es humano; no tiene nervios. Además, es un solitario. Yo creo que todos los oficiales le odian, porque los ¡trata igual que a nosotros y no hace amistad con ninguno de ellos. Ellos se van de juerga y se emborrachan —como cada hijo de vecino después de dos meses en el frente—, y éste se queda solo en la tienda o en el cuartel, como uno de esos escribientes viejos que tienen que ir a la oficina hasta los domingos. Nadie le entiende, y menos aún siendo tan joven.
En el año 1922 los acontecimientos se desarrollaron rápidamente en Marruecos y en España. Más de 60.000 hombres se mandaron desde la Península a título de refuerzos, pero el desorden y la desorganización entre estas tropas era tal que algunos de los jefes con experiencia en la campaña de África rechazaron el emplear estas fuerzas fuera de la retaguardia. Se extendió el descontento. En España, la protesta pública contra el desastre de Annual, y la exigencia de una investigación en las responsabilidades de este desastre, se habían enfocado primero sobre la persona del Rey y la del desaparecido general Silvestre; ahora se centraba sobre el alto comisario de España en Marruecos, general Berenguer. En la zona de Melilla, casi todo el territorio perdido en la catástrofe del año anterior se había recuperado en una reconquista espectacular. Sin embargo, la situación era crítica. Abd—el—Krim había hecho contacto con diferentes grupos políticos en diversos países de Europa, y sus fuerzas, bajo el mando de su hermano, se habían filtrado en la zona de Ceuta, amenazando Xauen. El Raisuni se había aliado con Abd—el—Krim, cuya amenaza a Xauen prometía romper el cerco que aún encerraba a los hombres del Raisuni, el cual también amenazaba con provocar una rebelión en la zona de Ceuta.
El número de bajas aumentaba incesantemente. El general Berenguer comenzó a hablar de dimisión tan pronto como se sometiera al Raisuni. Se contaba públicamente que el general Sanjurjo, comandante general de la zona de Melilla, era en realidad el alto comisario. En Madrid se sucedían uno a otro los gobiernos, sin lograr mantenerse más de unas pocas semanas a lo sumo. Cada uno dejaba a su sucesor el pleito marroquí, como un testamento en litigio.
Las cancillerías europeas consideraban la posibilidad de que España abandonara el protectorado de Marruecos y de que Francia lo recogiera. Nadie ponía en duda el hecho de que Abd—el—Krim estaba recibiendo material y auxilio técnico a través de la frontera francesa.
Todos nos dábamos cuenta de las contracorrientes que nos afectaban, pero no podíamos apreciar su extensión. Lo único que conocíamos con certeza eran los cambios del personal. Así, el teniente coronel Millán Astray había sido ascendido a coronel y había dimitido del mando de la Legión bajo pretexto de incapacidad física, debida a sus varias y terribles heridas.
Le pregunté un día a Sanchiz:
—¿Quién va a suceder a Millán Astray? ¿Franco?
—¡Puah! ¡Franco! A Franco se la han jugado de puño. Van a nombrar al teniente coronel Valenzuela. ¿Sabes?, no hay más que tres sucesores posibles entre los de su categoría: González Tablas, Valenzuela y Franco. Pero Franco es sólo un comandante y los otros son tenientes coroneles. Para hacerle a Franco jefe de la Legión, le tienen que ascender también a teniente coronel. Aparentemente, Sanjurjo le ha propuesto dos veces para el ascenso, pero todos los abuelos han dicho que sería demasiado ascenderle y, además, darle el mando del Tercio. Así que se lo van a dar a Valenzuela, y a Franco le van a dar una medallita.
En la primavera de 1923 el general Berenguer emprendió las operaciones contra Tazarut, el último refugio del Raisuni. Hacia el fin de mayo, las tropas entraron allí. El teniente coronel González Tablas fue muerto en la operación. Berenguer dimitió; el gobierno de Madrid decretó la suspensión de todas las operaciones y anunció el licenciamiento de gran número de tropas. Por unos pocos días pareció como si la guerra en Marruecos estuviera tocando a su fin. Se habían entablado negociaciones con Abd—el—Krim, en un esfuerzo para hacer la paz con las tribus del Rif. En la zona de Melilla el ejército español había detenido su avance y se había atrincherado frente a Beni—Urriaguel, en espera del resultado de las negociaciones. Pero Abd—el—Krim quería la proclamación y reconocimiento como un Estado autónomo de la República del Rif, y para dar peso a sus exigencias, sus tropas continuaban atacando a las avanzadas españolas día y noche.
Una mañana temprano se corrió el rumor en Ceuta de que en la zona de Melilla había ocurrido un segundo desastre. Los legionarios estacionados en Larache habían sido enviados a Melilla a toda prisa. Pero en la prensa no había referencia alguna, y los oficiales que estaban en el secreto supieron guardarlo.
Al comandante Tabasco le llamaban cada media hora de la comandancia general de Tetuán. Al fin tuvo una conferencia con el coronel, y cuando dejó su despacho, tenía la cara muy seria. Al fin me dijo:
—Las cosas están yendo malamente otra vez, Barea.
—¿Pasa algo en Melilla, no, mi comandante?
—Sí. Parece que los moros han rodeado Tizzi—Azza y si lo toman va a haber un segundo Annual. No te vayas de paseo esta tarde, porque es posible que tengamos que organizar una columna de socorro en Ceuta.
Había oído hablar a menudo de la posición fortificada de Tizzi—Azza. Estaba en la cima de un cerro y había que aprovisionarla periódicamente con agua, comida y municiones. Los convoyes de abastecimientos tenían que pasar por un desfiladero estrecho y cada vez había que abrirse paso a tiros. Esta vez, los moros habían cortado la carretera. El último convoy había entrado, pero no podía salir, y la posición estaba cercada.
Se organizó una enorme columna de socorro, y se rompió el cerco de Tizzi—Azza, pero durante el ataque el nuevo comandante del Tercio, el teniente coronel Valenzuela, fue muerto.
—Ahora Franco es el jefe de la Legión —dijo Sanchiz.
—Pero todavía no le han hecho teniente coronel —le repliqué yo.
—Le harán ahora. Aunque no quiera Millán Astray. ¿A quién otro van a poner aquí? De todos los oficiales que hay, no hay uno que coja el sitio, aunque se lo ofrezcan en una bandeja. Les da miedo.
Tuvo razón Sanchiz. Se pasó en las Cortes el ascenso de Franco y se le nombró jefe del Tercio.
El único comentario del comandante Tabasco fue:
—Bien, le han dado la extremaunción.
Al principio de julio, el general Berenguer cesó como alto comisario de Marruecos; le sucedió el general Burguete, y Ceuta preparó un desfile militar para rendirle honores. El día antes de su llegada el comandante mayor me llamó:
—Mañana hay un desfile en honor del general Burguete. Lo siento, pero no tengo a nadie más que a ti para ser cabo de gastadores.
En el ejército español, al frente de cada regimiento en formación, marcha la así llamada «escuadra de gastadores» —ocho soldados escogidos por su estatura y su apariencia física, que marchan en dos filas de a cuatro, precedidos de un cabo que actúa como guía del regimiento y ejecuta y marca todos los movimientos que han de ser seguidos por el resto.
No teníamos un cabo que pudiera realizar estos movimientos sin correr el riesgo del ridículo, e Ingenieros tiene una tradición de elegancia, con sus gastadores equipados con herramientas niqueladas. Me tuve que quitar mis galones de sargento y coser en su lugar los de cabo; después, escoger los ocho soldados más decorativos que encontré en el cuartel. A fuerza de combinaciones llegamos a reunir algo que tenía apariencia de dos compañías con nuestro comandante mayor como jefe de la fuerza, jinete en un caballo blanco. Afortunadamente el coronel estaba en Tetuán. Las otras unidades de guarnición en Ceuta estaban tan escasas de hombres como nosotros y se arreglaron en una similar manera echando mano de todos los destinos. Éramos un gran número de sargentos convertidos en cabos y suboficiales convertidos en tenientes. Nos tuvimos que vestir en uniforme de «media gala» con guerrera de paño azul, insoportable en el calor africano de julio. Pero teníamos la seguridad de que la revista no iba a durar más de media hora y nos consolábamos, pensando que el barco estaba anunciado a las nueve y media de la mañana.
Por esa razón de ser cuerpo distinguido, se nos destinó al pie del desembarcadero donde atracaría el barco. Estábamos allí a las ocho de una mañana radiante de luz, con un mar como un espejo. Por una hora aguardamos, fumando cigarrillos y consumiendo bebidas de los vendedores ambulantes que habían acudido como moscas. Pero después de las nueve atracó el barco y las bandas de los regimientos comenzaron a tocar la Marcha real, porque el alto comisario tenía los mismos honores que el Rey, en ausencia de éste. Todos los oficiales tuvieron que presentarse a rendir homenaje. Después, el general comenzó la revista de las fuerzas.
El general Burguete era un hombre alto, un poquito barrigudo, pero encorsetado, con un bigote enorme a lo káiser. Inmediatamente mostró que su inclinación hacia el prusianismo no se limitaba al estilo de sus bigotes. Escrutaba a los soldados uno por uno minuciosamente, mientras nos asábamos bajo el sol.
El uniforme de paño azul se usaba raramente en Marruecos, y la mayoría de los hombres lo habían recibido en el último momento de los almacenes del regimiento. Así que el general encontró ocasión sobrada para descubrir faltas en cada detalle de cada pieza del uniforme. Comenzó a gruñir; al poco rato chillaba indignado; los oficiales de cada unidad chillaban a sus subalternos con idéntica indignación, y así sucesivamente, hasta el último hombre en las filas. Entre ochenta o cien quedaron arrestados. La revista se terminó a las once. Cuando ya parecía que era imposible prolongarla más, y esperábamos que nuestras desdichas y nuestros sudores tocaran a su fin, el general decidió que las fuerzas tenían que rendir el tradicional homenaje a la imagen de Nuestra Señora de África, a quien él iba a ofrecer su bastón de mando.
Permanecimos en formación otra hora frente a la iglesia, ensartando rosarios de maldiciones a la patrona y al general. Para final, éste decidió asomarse al balcón de la comandancia general, y desde allí presenciar nuestro desfile en columna de honor. Volvimos al cuartel a las dos. Tuvimos dos casos de insolación y cinco de desmayo. Lo mismo ocurrió con los demás regimientos. El nuevo alto comisario había emprendido bien su carrera.
Ah, ¡pero el general Burguete había venido «a poner orden en Marruecos»! La misma tarde se paseaba por las calles de Ceuta, arrestando soldados a diestro y siniestro. Se presentaban en grupos en los cuerpos de guardia. Los oficiales comenzaron a llegar después. El ejército de Marruecos tenía su manera peculiar de vestir y de comportarse en la calle, y esta manera era indudablemente diferente de la que se usaba en Madrid. Pero el general Burguete pretendía que los soldados de Marruecos, con sus uniformes descoloridos por el sol y con todas las huellas de la vida de campamento encima, aparecieran como los soldados de guarnición en Madrid en tarde de domingo.
Uno de ellos le replicó ásperamente:
—No tengo otra cosa, mi general. No tengo más que estos harapos, y piojos en cada costura, porque no me dan otra cosa.
—Todo el que no tenga un uniforme decente, debe quedarse en el cuartel. Preséntese al oficial de guardia de su regimiento.
—Franco puede ser hermano suyo —me dijo Sanchiz, cuando le conté la historia—. Ya verás cuando venga a Ceuta.
Burguete entabló negociaciones inmediatas con el Raisuni. De un día al otro, el Raisuni, que estaba cercado en Tazarut a la merced del Gobierno español, se convirtió en un personaje importante: se le restauraron sus honores principescos, se le pagó una importante indemnización, y las tropas se retiraron del yébel Alam. Más tarde, el cabecilla comenzó a hacer indicaciones acerca de los oficiales españoles o nativos que deberían destituirse porque no le eran simpáticos. Los Ingenieros no estaban afectados por estas intrigas, pero la repercusión en otras unidades fue gravísima.
—Las cosas se están poniendo serias, chico —me dijo Sanchiz un día. A él le llegaban más noticias en la oficina del Tercio que a mí en la mía—. Tú sabes que nuestros oficiales están en muy buenas relaciones con los de Regulares. Al fin y al cabo, la mayoría de ellos habían servido con las unidades moras antes de venirse con nosotros. Como Franco. Y ahora, Burguete está despidiendo gente, según dicen, de acuerdo con una lista que le ha dado el Raisuni. Y algunos de los nuestros quieren rebelarse. Bien, yo creo que es una cochinería el poner al granuja ese del Raisuni en andas, después de los miles de muertos que nos ha costado. Yo no sé lo que Franco va a hacer. Dicen que está verdaderamente furioso y que ha hecho una protesta. Pero lo que sí puedo decirte es una cosa: si quiere levantar la Legión, nos vamos detrás de él como un solo hombre y te advierto que la cosa sería un poco más seria de lo que puede imaginarse.
Sin embargo, lo que estaba pasando no era una política personal de Burguete, sino del Gobierno de Madrid. Quería atraerse al Raisuni, para tener las manos libres con Abd—el—Krim y terminar el conflicto de una manera o de otra. Al mismo tiempo, seguían negociaciones de paz con Abd—el—Krim y negociaciones para el rescate de los prisioneros que tenía.
Era simplemente una renovación de la tradicional política seguida en Marruecos: la política de soborno de los jefes de kábila que eran bastante fuertes para enfrentarse con el ejército. Se sobornaba al Raisuni, y se tenían esperanzas de sobornar a Abd—el—Krim. Se estaban repatriando las fuerzas expedicionarias. El país estaba en la mayor ignorancia de lo que se tramaba, pero nosotros en Marruecos estábamos tensos y comenzaban a formarse facciones en el ejército.
El ejército contenía dentro de sí tres grandes núcleos. Dejando aparte los pocos que estaban en contra de la aventura marroquí en un sentido general, la parte del Gobierno la tomaban abiertamente todos los que querían estar tranquilos y vivir a gusto en una guarnición provinciana que tenía un sobresueldo de guerra. Pero estaban allí los veteranos de África, interesados sólo en la vuelta de los tiempos felices en que sin mucho riesgo se podía robar a manos llenas. Y por último estaban los «heroicos», que se llenaban la boca del honor de España, del honor de la monarquía y del honor de la nación, que sólo se podían salvar con guerra a toda costa.
Entre los «heroicos» estaba el nuevo jefe del Tercio. Y el Tercio crecía rápidamente como un Estado dentro del Estado, como un cáncer dentro del ejército. Franco no estaba contento con su ascenso y su carrera brillante. Necesitaba guerra. Y ahora tenía en sus manos el Tercio, un instrumento de guerra. Hasta el último de los soldados del Tercio compartía esta creencia y se sentía absolutamente independiente del resto del ejército español, como si fuera de una raza aparte. Formaban su sociedad aparte, voceaban sus hazañas y mostraban su desprecio hacia los demás.
—Nosotros somos los salvadores de Melilla —decían. Y era verdad.
Pero de ser un héroe de esta clase a ser un rebelde —y un fascista—, no hay más que un paso.