Capítulo 10

La ruta sin fin

En la noche del 26 de diciembre de 1924, un sargento de Ingenieros entró en Villa Rosa. Yo estaba sentado en mi rincón habitual y no veía más que su espalda, mientras él estaba reclinado sobre el mostrador del bar. Encontraba algo familiar en su figura que me forzaba a seguir mirando. En verdad deseaba que fuera alguien a quien yo conociera. Me encontraba solo, entre gentes ignorantes de este Marruecos que aún era una obsesión para mí.

El sargento se volvió a medias y me presentó su perfil. Era Córcoles. La amistad entre gentes que han estado juntos en una guerra es un sentimiento extraño: el ejército le obliga a uno a compartir la misma tienda o a sentarse lado a lado en el círculo que pela patatas alrededor del caldero. Son gentes absolutamente desconocidas. La vida común los convierte en camaradas. La guerra, al fin, los suelda unos a otros con una solidaridad que no es humana, sino más bien la de animales en un peligro común que se agrupan en manada; y al fin esta solidaridad se convierte en amistad. Cuando el licenciamiento llega, cada uno de estos amigos vuelve a su hogar y la masa anónima del pueblo se lo traga. Cada uno de ellos contando sus experiencias a sus conocidos recuerda a veces al amigo perdido, lo menta, y lo convierte en personaje de una historia. A veces exclama entusiasta: «Ha sido el mejor amigo que he tenido en mi vida». Y sin embargo este amigo se ha disuelto en el aire, ha dejado de existir; no cuenta más en su nueva vida. Pero un día ambos se encuentran de nuevo frente a frente, y de golpe resucita un trozo de vida que es inolvidable, no importa cómo hayamos tratado de enterrarla en el olvido. Se abrazan, se golpean los hombros, balbucean, gritan, hablan... y después vuelven a separarse, posiblemente para siempre. Pero cada uno de estos encuentros revuelve en la mente todos los pasos que allí guarda dormidos todo el que ha sido soldado y trata de no acordarse más.

Corcóles y yo nos abrazamos tan ruidosamente que ahogamos por un momento el ruido del bar, lleno a aquella hora. Hubiéramos reducido al silencio los ruidos del café más lleno de Europa. Córcoles había escapado a la matanza, había vivido a través de la retirada de Xauen y ahora estaba con permiso en Madrid, con cada nervio de su cuerpo felino desatado. Nunca me había dado cuenta de cómo lo quería. Ahora sentía como si fuera a llorar. Grité:

—¡Manolo, manzanilla! ¡Manzanilla, Manolo! Una botella o dos o las que quieras. Ven y bebe con nosotros; yo pago. Tráete vino pronto; tenemos que emborracharnos. Mírale, se ha escapado. ¡Tiene siete vidas como un gato!

Cuando Córcoles se emocionaba, se volvía tartaja y las vocales le salían como un cacareo de una gallina:

—¡Vi—iii—no—oo! ¡Aaa—buu—eloo!

—¿Quién es el abuelo aquí, cascarria? Todavía puedo preñar a tu madre.

—¡Manolo, no seas bestia!

—¡A este niño le rompo yo las narices, don Arturo!

—¡Tú harás muy bien de guardarte de ello, voceras!

—Bueno, bueno, vamos a ver qué pasa. ¿Usted es un amigo de don Arturo o qué?

—Manolo, no seas idiota. Éste es el mejor amigo que he tenido en África. Mírale a la cara.

—Bueno; y entonces, ¿por qué es este escándalo? La botella la pago yo y ustedes se callan. ¡Vino, vino! Usted viene y le dice a Manolo: «Yo soy amigo de don Arturo», ¡y ya está! Aquí está Manolo a su servicio. Pero nada de hablar de las canas, ¿eh? Y ahora dígame una cosa: ¿a usted no le mataron en Marruecos?

—¡Caray! Creo que estoy aquí vivito y coleando. ¿No me ve?

—¡Ca, hombre, ca! Usted es un fantasma, con huesos y esa ropa. Le voy a traer a usted una tapa de salchichón que le va a rellenar en dos minutos.

—¡Ay, su madre! Este viejo se está quedando conmigo.

Manolo y Córcoles simpatizaron uno con otro de tal manera como para ponerme a mí celoso. Manolo puso frente a Corcóles una colección de tapas bastantes para hacer una comida abundante, en lugar de las transparentes rajitas que en general se servían con el vino. Se quedó a su lado con un paño al hombro, mirándole comer.

—Usted coma y beba. Está usted más flaco que el hilo de zurcir. ¡Y no me mire usted a la zorra esa! A usted lo que le hace falta es comer y beber y guardarse el aceite en el pellejo.

Verdaderamente si a Córcoles se le hubieran rapado los rizos revueltos que le hacían la cabeza de doble tamaño, y le hubieran dejado en cueros, no hubiera parecido más que una armazón de huesos cubierta de pellejo negro: la nuez le brincaba sobre el cuello, los ojos estaban hundidos en el cráneo y las manos eran cinco rabillos de perro pelón. Pero su guasa era mordaz y más cínica que nunca. Tenía la insolencia de un hombre que se ha enfrentado con la muerte.

—Bueno, cuéntame, ¿cómo estás?

—Pues ya lo ves. En los puros huesos. Cuando llegamos a Ceuta me tuvieron que meter en el hospital en piezas, porque me había desarmado. Y el doctor dijo: «Dos meses de permiso. ¿Dónde quiere ir?». «A Madrid», le dije. «Pero ¿no tiene usted aquí familia?» «Sí, señor, le contesté, pero la familia y los trastos viejos, lejos. ¡Qué!, ¿quiere usted que salga del hospital para que la mamaíta y las hermanitas me cuiden y me mimen? Para que se pasen todo el día diciendo: Estate quieto, no te muevas, siéntate al sol. Bébete esta tacita de caldo. Arrópate; no, gracias.» El doctor se echó a reír y me dio un vale para que me bañase en el Manzanares.

Se volvió y se quedó mirando a una muchacha:

—¡Caray! ¡Vaya unas mujeres que tenéis por aquí! Manolo, tráeme más jamón. Te voy a subir la propina. Me estoy gastando la mitad de la grava de la carretera de Tetuán a Xauen.

Durante la semana entre Nochebuena y Año Nuevo, los negocios se paralizan. Pedí unos días de permiso y me dediqué a actuar como cicerone de Córcoles, que no conocía Madrid. Y poco a poco fue contándome sus experiencias:

—¿Tú sabes? En Xauen se estaba estupendamente. Tú no lo has conocido cómo cambió. Hasta la Luisa puso allí una sucursal y una taberna en cada esquina. Está estupendo. Bueno, estaba, porque allí ya no quedan ni las ratas. La misma historia de siempre: los moros atacaban uno u otro de los convoyes, pero en Xauen se estaba más tranquilo que aquí con todos estos tranvías; no me acostumbro al ruido. Y así un día oímos que habían atacado Uad Lau, y al siguiente que habían atacado a Miskrela, y al tercero que... Bueno, así una lista. Pero no nos preocupábamos mucho. Hasta que de pronto un día nos dijeron que las cosas iban mal: estábamos cortados con Tetuán. Y allí nos tienes, dando vueltas como burros de noria, los moros poniéndonos caras feroces y el zoco vacío sin que apareciera nadie a vender, y nos estábamos quedando sin nada que comer. Bien, no nos querían vender comida y nos la tomamos: un día limpiamos hasta los rincones de Xauen. Mientras tanto, nos estaban friendo a tiros. Municiones teníamos de sobra, si no, no salimos de allí uno vivo. Al final comenzaban a tirarnos piedras. Así, un día vino el Tercio y dijo: «Se acabó, ¡nos vamos!». «¿Nos vamos dónde?» «Sí —nos dijeron—, nos vamos a España y la guerra se acabó.»

La guerra podía haberse acabado, pero en Xauen no había un dios que lo dijera; nos estaban asando a balazos de día y de noche. La Legión se quedó allí; habían recibido refuerzos y había venido Franco. Se evacuaron las tropas peninsulares y nos mandaron al Zoco del Arbaa a la luz del día. Tuvimos un poco de tiroteo en el camino, pero íbamos bien protegidos y la cosa no fue grave.

Tú ya conoces el Zoco. Fue allí donde yo te conocí primero, ¿te acuerdas? Cuando llegamos allí, las cosas estaban bastante mal. Había miles y miles viniendo de todas partes, todos hambrientos, comidos de piojos, muertos de sed, sin armas, medio en cueros. Todos parecíamos mendigos; y todos los peces gordos estaban en el Zoco; Millán Astray, Serrano, Marzo, Castro Girona, bueno, toda la pandilla. Nadie sabía qué hacer. Los cantineros no tenían ni agua. Dos días mas tarde llegó la Legión a medianoche. Habían estado rellenando uniformes con paja todo el día y después se habían escapado de Xauen dejando los peleles entre los parapetos, con palos imitando fusiles. Supongo que los moros se tiraron de los pelos al otro día. Pero los legionarios nos metieron prisa: "¡Hala, fuera de aquí antes que se enteren!".

Córcoles apuró su vaso de vino y se puso a trazar líneas con el dedo sobre la mesa.

—Debes acordarte de la situación del zoco. Está en lo alto de un cerro y si vas de allí a Tetuán, lo primero que tienes que hacer es bajar una cuesta empinada con un bosque a la derecha. ¿Te acuerdas aquel camión que estaba ardiendo el día que tú llegaste? Los moros acababan de hacer una emboscada. Bueno, siguiendo con la cuestecita: cuando llegas abajo, tienes que pasar un barranco lleno de árboles, allí donde comienza el bosque, y tienes que empezar a subir otra cuesta. Después, la carretera va derecha a Ben—Karrick. Cuando empezamos a bajar la cuesta, nos metimos en un infierno de balas. La Legión se tiró al barranco y nosotros de cabeza a la cuneta. Los moros se cargaron a todos los que no anduvieron listos. Nos tomó cuatro horas llegar al barranco y dos horas subir la otra cuesta, antes de que estuviéramos en campo abierto. Ha sido la carnicería más grande que he visto en mi vida. Mataron a casi todos los oficiales del Tercio, mataron al general Serrano, le hirieron otra vez a Millán Astray; y te puedes imaginar lo que le pasaba al pescado menudo que caía a cientos, si esto le pasaba a los peces gordos. En el fondo del barranco no podías verte los dedos de la mano, con el humo y el polvo, los gritos y las blasfemias, y no había más remedio que pisar a los que habían caído para seguir andando. En Ben—Karrick era peor aún: desde la montaña nos tiraban de día y de noche. Llegamos a Tetuán la mitad o menos. Y en Tetuán los cerdos nos asaban de día y de noche desde Gorsgues. —Córcoles se bebió otro vaso de vino—: Sí. Ahora, escucha: yo no puedo tragar a esos fulanos del Tercio. El que no ha matado a su padre o ha hecho algo peor, está para que le encierren en un manicomio. Pero la verdad es que sin ellos, el resto de nosotros no hubiéramos salido vivos. Y el tal Franco está más loco que todos ellos juntos. Le he visto en el maldito barranco más fresco que una lechuga dando gritos: «¡Agacha la cabeza, idiota...! ¡Dos hombres detrás de aquella piedra de la derecha...!». Levantaba la nariz un soldado y le zumbaron patas arriba; un oficial se acercó a él y le mandaron a hacerle compañía; pues bien, Franco salió sin un rasguño. A mí me asustaba más verle que las balas. —Se bebió otro vaso de vino y volvió a nuestras viejas reminiscencias—: ¿Te acuerdas de la posición que estaba llena de tortugas y tú amaneciste una mañana con dos pequeñitas, verdes aún, entre el pecho y la camisa? Y ¡te acuerdas de la posición de donde nos echaron las pulgas!

Así, llegó una noche en la que nos pusimos a discutir el problema político que entonces estaba centrado en Marruecos.

—Yo no entiendo una palabra de los líos que se traen aquí — dijo Córcoles—, pero en Marruecos las cosas están que arden.

Estábamos en Villa Rosa. Manolo nos trajo una bandeja llena de chatos y se quedó recostado en el respaldo de una silla. Córcoles se calló.

—Sigue —le dije.

—Bueno, seguiré. En Marruecos las gentes dicen que nos vamos de veras.

—Sí, amiguito —dijo Manolo—. Nos vamos y ustedes se pueden ir con sus granujerías a otra parte.

—Ya me parecía a mí que lo mejor era callarme.

—Tú sigue —dije yo—. Y tú, Manolo, deja por una vez hablar a la gente.

—Está bien. Me callo, pero no me voy.

—Por mí, se puede usted quedar —replicó Córcoles—. No le gusta lo que ha oído, pero va usted a oír un poco más. Marruecos es una vergüenza. —Algunos de los clientes volvieron la cabeza y Córcoles, inspirado por el auditorio, levantó la voz—: Sí, señor. Una vergüenza. Los españoles no tenemos derecho a abandonar Marruecos. Lo que se ha hecho con nosotros ha sido una canallada. Han dejado que maten a miles de los nuestros, nada más que porque los políticos creen que sería muy cómodo abandonar Marruecos. Pero nosotros en el ejército tenemos nuestro honor y las cosas no van a seguir como están. No van a seguir, te lo digo yo, aunque se empeñe el mismísimo Primo de Rivera.

Un hombre se acercó a Córcoles:

—¡Usted se calla! El general Primo de Rivera es la cabeza del Estado.

Otro cliente vino detrás del primero y le tiró de la manga:

—El que se calla es usted. El sargento, aquí, tiene razón. ¿Qué es eso de dejar que nos maten los hombres y encima abandonar lo que nos ha costado tanta sangre? Y limpiarnos el culo con los tratados. ¡Usted es un idiota!

Manolo se encrespó:

—Usted se calla, ¡marica! Siga usted, sargento.

Se había formado un gran corro alrededor de nuestra mesa. La mayoría vociferaba que debíamos abandonar Marruecos, pero había una minoría que mantenía lo contrario. De repente, el chico de los periódicos gritó:

—Claro, los señoritos no quieren que nos marchemos de allí. ¡Viva la República!

El grito fue tan absurdamente inesperado que por un instante se hizo un silencio total. Pero un momento más tarde sonaban bofetadas, se levantaban sillas en alto y volaban algunos vasos y botellas. Manolo nos cogió a los dos por el brazo y nos plantó en el corredor. Abrió la puertecilla de atrás que daba a la calle del Gato:

—¡Hala, fuera de aquí, vivos! Ustedes no saben nada de lo que ha pasado. Yo me voy dentro, a ver si llego a tiempo de soltar un cogotazo a uno de esos señoritingos.

La calle del Gato es en realidad una calleja de tres metros de ancho pavimentada con viejas losas. Uno de esos callejones que se han quedado olvidados en el corazón de cada gran ciudad. Cuando se entra en ellos, la vida es distinta: no pasan carruajes y los transeúntes son escasos. El ruido de coches y tranvías se oye muy lejano. Las casas están cerradas y en los balcones las persianas echadas. En aquel callejón no había más que una taberna con la vidriera siempre cerrada, una tienducha que vendía preservativos, un café de camareras con algunas viejas putas hinchadas por la edad y la sífilis sentadas a la puerta, aguardando a unos parroquianos que nunca llegaban. Los gatos se paseaban libremente por la calle, haciéndose el amor y a veces bufando a los transeúntes. Algunas de las bombillas de luz sobre los portales de las casas estaban apagadas, pero hasta las que ardían sólo daban una lucecilla amarillenta que llenaba la oscuridad de sombras.

Córcoles y yo empujamos la puerta de la taberna, que estaba precisamente enfrente de nosotros, y nos hundimos en una atmósfera de olor de pescado frito, vino agrio y humo de tabaco frío. Nos sentamos a una mesa y pedimos un poco de pescado frito y dos vasos de vino:

—Vaya un lío que he armado —dijo Córcoles—. Y no me hubiera hecho gracia dormir en la comisaría, sobre todo estando de uniforme.

—Bueno, ya está hecho. Ahora cuéntame de verdad lo que tú crees, pero sin ataques patrióticos, ¿eh?, ya te conozco.

—El patriotismo fue para la galería. Pero para decirte la verdad, chico, la verdad es que ¿dónde diablos vamos a ir nosotros? Si se acaba Marruecos, yo mismo me veo en la Península con treinta duros al mes, ahora que tengo una chica y quiero casarme con ella. Y si me licencio, ¿qué puedo yo hacer sin oficio ni beneficio? Y lo mismo nos pasa a todos. Coge uno de los coroneles con su paga de 999,99 pesetas, quítales el chupen de Marruecos y ponle en una provincia, con la señora «coronela» acostumbrada a ser una dama de alta sociedad, y ¿qué pasa? Te digo, a Primo se le ha hinchado la cabeza con el puesto. Pero créeme, lo de Marruecos va a traer cola. Nuestra gente está dispuesta a rebelarse por las buenas o por las malas como dé la orden de abandonar aquello y nos embarque para España. Y hay más. Es muy fácil decir que España se va a quedar con Ceuta y Melilla, pero ¿tú sabes lo que está pasando ahora? Ahora no puedes ni ir de noche al muelle de la Puntilla, porque los moros de Ányera te cortan el pescuezo, te limpian los bolsillos y te tiran al mar. Si las cosas siguen así, el día menos pensado se nos meten en Ceuta y nos echan a todos a la bahía. Ir de Ceuta a Tánger es jugarse la vida, porque no tenemos más que estrictamente la carretera y la vía del tren y por ambos lados los moros te sueltan un tiro cuando se les antoja. Primo quiere algo que es imposible: estar allí y no estar; repicar y andar en la procesión.

—Bien —dije yo—, no sé cómo están allí las cosas, pero lo que sí sé es que aquí todo el mundo está convencido de que vamos a abandonar Marruecos. Primo de Rivera se ha comprometido a ello y lo ha dicho públicamente al país.

—Una cosa es predicar y otra dar trigo. Ni los generales ni nosotros los sargentos nos queremos marchar. Si es necesario, Sanjurjo se va a levantar contra Primo, y Franco con él y el Tercio y los Regulares. Además hay otro factor... —Córcoles tenía la boca llena de pescado frito y me dejó en suspenso.

—¿Qué otro factor? ¿El Rey?

—No, señor. Más grande que eso. Mira: en África la gente habla y se cuenta una cantidad de historias, la mitad de ellas mentiras. Pero esto me parece serio. Con la retirada les hemos dejado a los franceses con el culo al aire. Lo primero, se les ha acabado el negocio de vender fusiles y municiones a los moros; y lo segundo, Abd—el—Krim les está dando un mal rato con sus propagandas en la zona. Pero lo peor para ellos es que si nos vamos de Marruecos, se van a meter allí los ingleses o los italianos o los alemanes, y esto Francia no lo aguanta. Para acabar la historia: lo que se cuenta es que el Gobierno francés le ha dicho a Primo que o respeta los convenios o que se atenga a las consecuencias. Y aparentemente se han puesto a la vez de acuerdo con Sanjurjo y han estado muy a bien con Franco, desde que estuvo en París estudiando con el viejo Pétain, y la cosa parece como si todo estuviera listo para armar una gorda. Así que en unos pocos meses comenzamos la reconquista.

—Todo eso me parece una novela por entregas. Cuando vuelvas a Marruecos, escríbeme y cuéntame el próximo capítulo.

Salimos de la oscuridad de la calle y nos sumergimos en la luz y el ruido cien metros más allá.

Ocurrieron varios acontecimientos entre enero y junio de 1925. Las tropas de Abd—el—Krim y las del Raisuni se habían unido para echar a las tropas españolas de Xauen, pero cuando llegó la hora de repartirse el botín, comenzaron a pelearse. Xauen pertenecía al territorio de Yebala, el dominio del Raisuni, y los rifeños se habían establecido allí como los amos. El Raisuni mismo, inmovilizado por la hidropesía en sus montañas de yébel Alam, llamó a sus partidarios; y los dos cabecillas comenzaron una guerra. Pero el Raisuni no podía hacer cosa alguna contra los cañones y las ametralladoras de Abd—el—Krim. La guerra no duró más que unos días. Abd—el—Krim hizo prisionero al «señor de la Montaña» en su guarida de Tazarut, le quitó su tesoro que valía millones y se lo llevó prisionero al Rif, donde murió en abril.

Mientras el cabecilla ganaba esta victoria, su hermano Mohammed se fue a Londres, hizo una serie de visitas y publicó unas declaraciones sensacionales en las que prometía la paz tan pronto como las naciones europeas reconocieran la República del Rif. Simultáneamente se volvieron más frecuentes las incursiones y las emboscadas en la zona francesa. En abril, los franceses llevaron tropas de la metrópoli y comenzaron una ofensiva. En mayo, Primo de Rivera dio el paso más arriesgado de toda su carrera: negoció un armisticio de tres meses con Abd—el—Krim.

Las fuerzas francesas sufrieron derrota tras derrota ante las tribus rifeñas y en la Cámara de Diputados se produjeron escándalos que repercutieron en motín en las calles de París. Jacques Doriot, el líder comunista, lanzó un manifiesto en el cual tachaba como agresor al Imperio francés y pedía el reconocimiento de la independencia del Rif y el abandono de Marruecos por los franceses. El envío de fuerzas expedicionarias para una guerra colonial provocaba el descontento de las masas, con los recuerdos de la gran guerra aún frescos. Al fin de mayo, los escándalos en la Cámara eran diarios y el Gobierno francés parecía impotente para dominar la situación.

Por aquella época, yo estaba tratando de entender y seguir el desarrollo de las dos grandes ideas opuestas, fascismo y socialismo —o comunismo— fuera de España. En mi propio país encontraba difícil ajustar los movimientos políticos en la forma ortodoxa: el movimiento obrero, al cual yo pertenecía, tenía grupos pequeños y articulados, pero sin influencia, y a la vez grandes masas inarticuladas e inquietas, arrastradas por fuerzas y sentimientos que desafiaban cualquier expresión organizada. La dictadura de Primo de Rivera había copiado abiertamente el sistema político que Mussolini había creado en su país: estableció el partido único y las corporaciones. Y sin embargo, pocos de nosotros llamábamos abiertamente un fascista a Primo de Rivera. Yo mismo, con todo mi odio y desconfianza hacia los generales, tenía una esperanza de que el viejo era honrado en sus vociferaciones y liberaría a España del íncubo de Marruecos y de la ola de violencia. Por otra parte, aún entonces me sentía asustado de las fuerzas que estaban tomando desarrollo detrás de la escena; las había visto en su propio traje en Marruecos, pero casi no entendía lo que había visto y sentido. Este miedo vago me hacía leer entre líneas la información escasa de la prensa, como si a través de lo que estaba pasando en el exterior pudiera llegar a encontrar el ángulo exacto, la perspectiva necesaria, para apreciar lo que estaba ocurriendo con nosotros.

La acción de Doriot me perturbaba y me extrañaba. Me parecía obvio que una revuelta de las masas en Francia, conducidas por el Partido Comunista bajo una bandera prestada de Abd—el—Krim, provocaría inmediatamente una contrarreacción de todos los poderes que habían firmado el tratado de Algeciras. Arrastraría a toda la casta militar francesa a una actividad pronta y efectiva. En verdad, el único efecto inmediato del manifiesto de Doriot fue que M. Malvy visitó a Primo de Rivera en Madrid y como consecuencia los dos gobiernos se pusieron de acuerdo para destruir a Abd—el—Krim con una acción común. Pensaba yo que la actuación de Doriot había sido tan absolutamente estúpida que igualaba a la de un agente provocador. Su carrera política ulterior hace posible el preguntarse si era, no un demagogo torpe, sino un sirviente eficaz de sus amos.

A principios del verano de 1925 recibí una carta de Córcoles. Decía: «No sabemos lo que va a pasar, pero Primo no va a durar mucho. Ya habrás oído que Franco presentó la dimisión como jefe del Tercio. Sobre esto corre una historia que te va a divertir: cuando Primo vino a Melilla, Franco y los oficiales del Tercio y los Regulares le invitaron a una comida y le gastaron un bromazo. Todos los platos que sirvieron eran platos de huevos: fritos, escalfados, cocidos, tortillas, y yo no sé en cuántas formas. El viejo preguntó —al menos así lo cuentan— por qué había tanta abundancia de huevos, y le contestaron que, como se iban a ir de Marruecos, los huevos no hacían falta, porque los que se quedaban eran los únicos que necesitaban tener huevos. Se armó una bronca terrible y hasta se dice que uno de los oficiales le amenazó con la pistola a Primo. Franco mandó su dimisión y todos los oficiales han declarado su solidaridad con él. Los sargentos de Ingenieros le mandamos una declaración de lealtad y casi todos la hemos firmado. Yo también».

Los reyes de España construyeron un famoso camino que se dirige de Madrid al norte. Lo comenzó Felipe II, cuando erigió la mole del Escorial. Los reyes que vinieron después construyeron sus sitios de refugio más cerca del palacio, en la Granja y en el Pardo, pero siempre dentro de esta ruta a los montes del Guadarrama. Se convirtió en la ruta del rey Alfonso XIII cuando iba a visitar sus posesiones o cuando conducía sus coches de carrera a la costa del Cantábrico. Es una ruta de reyes. A ambos lados siguen creciendo aún árboles milenarios, restos de los bosques primeros que una vez rodearon Madrid. Por un trecho el río Manzanares, con sus arenales, sus juncos y sus retamas, corre a lo largo de este camino. A la derecha están las laderas de la Moncloa y del Parque del Oeste, cubiertas de álamos, de olmos, de pinos y de castaños de indias; ya cerca del Pardo comienza un bosque espeso y salvaje de encinas, una vez propiedad del Rey.

Los domingos solía yo coger un libro y marcharme a lo largo de esta carretera hasta los pinares. Algunas veces, antes de meterme en la arboleda, entraba en la capilla de San Antonio de la Florida y me recreaba un rato contemplando el techo pintado por Goya.

En las mañanas temprano solía haber únicamente unas cuantas mujerucas, perdidas en las sombras de la capilla, mientras el cura, un hombrón campechano, estaba sentado al sol a la puerta de la rectoría, o a la sombra de los árboles pomposos. Sabía que yo no venía a rezar; plegaba su periódico o cerraba su breviario, y me saludaba como un viejo conocido. Después entraba conmigo en el templo y encendía la luz de la cúpula para que pudiera ver los frescos, brillantes aún tras una película de un siglo de humo de velas. Las viejas mujeres volvían la cabeza, se nos quedaban mirando y luego volvían la vista a lo alto. El cura y yo solíamos discutir detalles de las pinturas en un susurro de iglesia. Se divertía en señalar la figura que se llama La maja de Goya y que se supone fue la duquesa de Alba, una figura de mujer joven vestida de rojo lado a lado del santo ermitaño.

—Mi amigo —decía a veces—, aquéllos eran otros tiempos. Los reyes se paraban aquí y la iglesia se llenaba. Ahora, las únicas gentes que aquí vienen son las lavanderas que encienden una vela al santo porque les ha salvado un chico, o jovencitas que quieren un novio y le rezan de rodillas para que haga el milagro.

Un domingo, cuando salía al pórtico soleado, vi un periódico sobre el banco de piedra. Era El Debate; y en él grandes titulares anunciaban un ataque a lo largo de la costa del Rif y un desembarco en la bahía de Alhucemas. La guerra en Marruecos había comenzado de nuevo. El desembarco había sido hecho por el coronel Franco a la cabeza de sus legionarios.

Me fui a los pinares de la Moncloa y me dejé caer sobre la alfombra blanda y escurridiza de agujas de pino. Mientras miraba los grupos de gentes domingueras al pie del cerro, pensaba en Marruecos; y la ruta de los reyes que se extendía allá abajo, entre los árboles, me hizo pensar en aquella otra ruta que yo había ayudado a construir.

Veía el trazado de la pista desde Tetuán a Xauen, desarrollándose sin cesar hacia adelante a través de los cerros; y veía a los hombres cavando lentos la tierra y machacando la piedra.

Y recordaba algo que pasó antes de que la pista llegara hasta la higuera, que aún era un cruce de caminos entre todas las veredas usadas por los moros los jueves en su camino hacia el zoco.

Un moro ciego vino lentamente montaña abajo, golpeando con su palo los montones de tierra cavada y tanteándolos para no perder el leve rastro de la vereda en sus revueltas a través de las zarzas. De pronto, la vereda se interrumpió y el palo del ciego golpeó en el vacío. No había más tierra firme frente a él. Los moros y los soldados habían dejado de trabajar y miraban al ciego, bromeando entre sí. Abandoné mi asiento bajo la higuera y cogí al hombre del brazo para guiarle en el corte del terreno. Gruñó algo entre dientes, algo en árabe que no pude entender.

—¿Va usted al zoco, abuelo? —le dije—. Si va usted allí, venga conmigo, que le pondré en buen camino. Estamos haciendo una carretera y ya no existe más la vereda.

Al sonido de mis palabras levantó la cara roída de arrugas y de sol. Tenía una barba blanca sucia y unas cuencas vacías con ribetes rojos, los párpados legañosos hundidos en las cuencas.

—¿Una carretera?

—Sí, abuelo. Una carretera a Xauen. Será un gran camino, porque podrá usted ir sin tropezar.

El ciego estalló en una carcajada aguda y convulsiva. Golpeó con su palo los montones de tierra cavada y el tronco de la higuera. Después extendió en círculo el brazo, como si quisiera abarcar el horizonte, y gritó:

—¿Un camino llano? Yo siempre he caminado por la vereda. ¡Siempre, siempre! No quiero que mis babuchas se escurran en sangre y este camino está lleno de sangre todo él. Lo veo. Y se volverá a llenar de sangre, ¡otra vez y otra y cien veces más!

El moro ciego y loco volvió a sus montañas por el sendero que le había llevado hasta allí; y por un largo tiempo pudimos ver su silueta sombría en los cerros, huyendo de aquella maldita ruta que avanzaba hacia la ciudad.

Había olvidado el incidente. Ahora lo recordaba. Dos veces ya aquella ruta se había empapado de sangre española.

Y por aquellos días, miles de hombres estaban trazando nuevas rutas a través de toda España.