Capítulo 7
Madrid
Madrid huele mejor. No huele a mulas, ni a sudor, ni a humos, ni a corrales sucios con el olor caliente del estiércol y de las gallinas. Madrid huele a sol por las mañanas. El gato se queda en una esquina del balcón encima de un cuadrado de alfombra, asoma la cabeza a la calle por encima del borde de la tabla puesta de canto contra la barandilla y después se sienta y se duerme. De vez en cuando, entreabre los ojos de oro y me mira. Los vuelve a cerrar y sigue durmiendo. Dormido, mueve las ventanillas de la nariz, oliendo las cosas.
Cuando riegan la calle sube hasta el balcón el olor fresco de la tierra mojada, como cuando llueve. Cuando sopla el aire del norte, huelen los árboles de la Casa de Campo. Cuando no hay aire y el barrio está quieto, entonces huelen las maderas y los yesos de las casas viejas, las ropas limpias tendidas en los balcones, los tiestos de albahaca. Los muebles viejos de nogal y de caoba sudan la cera y se les huele por los balcones abiertos, mientras las mujeres limpian. Debajo de casa hay una cochera de lujo y por las mañanas sacan los coches de charol a las calles y los riegan y los cepillan, y huelen. Los caballos blancos y castaños, color canela, salen a pasear tapados con una manta y huelen a pelo caliente.
Al lado de casa está la plaza de Oriente con su caballo de bronce en medio y sus reyes de piedra alrededor. Con sus dos pilones de mármol llenos de agua y de ranas, de sapos cabezotas y de peces. Y a los lados hay dos jardines. La plaza entera huele a árbol, a agua, a piedra y a bronce. Más allá, enfrente, está el palacio con su explanada cuadrada —la plaza de Armas— tapizada de arena y desnuda de árboles, con sus hileras de balcones. Dentro de la plaza reina el sol desde que sale hasta que se pone, y es como una playa sin mar. Dos cañones miran al campo y un soldado se pasea entre ellos, de día y de noche, con su correaje blanco y sus cartucheras barnizadas. Los balcones están en una galería de bóvedas de piedras espesas, y después de cruzar la llanura de la plaza llena de sol, se siente en ellas el frío de las cuevas. El aire fresco del Campo del Moro y de la Casa de Campo entra soplando por los balcones para refrescar la arena de la plaza.
Asomado al balcón todo es verde. De espaldas al balcón, todo es amarillo. Verdes los campos y los bosques, amarillos los granos de arena y los bloques de piedra. Hay un reloj, tan viejo que sólo tiene una manilla, porque, cuando le hicieron, los hombres no contaban aún los minutos. Encima un campanil pequeñito con la sonería del reloj y sus martillos colgados al aire, dispuestos siempre a golpear las horas. Debajo del reloj, las garitas de piedra gruesa con rendijas por ventanas y su techo como un colador. Las tres puertas grandes por las cuales no pasa nadie. Sólo entran a veces los embajadores y los reyes de fuera. Entonces, los soldados que están en las garitas para que no pase nadie, los dejan entrar y presentan el fusil recto.
Sobre la cabeza de los centinelas charlotean las golondrinas. Hay millares. Todos los rincones de las cien ventanas de la fachada tienen un nido, dos o tres, pegados unos a otros, con su agujerito, como si fueran bolsos. Tantos hay que las golondrinas que vinieron más tarde, porque nacieron después, tuvieron que amasar sus nidos en las bóvedas de las dos galerías de piedra. En las tardes de verano, cuando cae el sol, aturden con su vuelo rápido de vaivén. Vuelven mil veces al nido donde también chillan las crías con las cabezas fuera del agujero de la bolsa esperando, con el pico abierto, el pasar de la madre que les deja el insecto como si fuera un beso.
Una vez al día, a las once en punto, entran los soldados atravesando la plaza a paso lento, todos de gala. Los de infantería con sus cuatro gastadores delante, las palas y los picos niquelados a la espalda, después los tambores, las cornetas y la banda de cobres dorados brillantes al sol y su jefe en medio, tieso, a caballo, con sus cruces y su espada, la bandera detrás. La caballería con sus corazas de metal plateado o sus dolmanes de piel; sus cascos de metal o sus gorros de pelo con una calavera en medio. Los últimos los dos cañones con sus ocho caballos de ancas cuadradas, sus carritos de hierro cargados de balas y sus bocas tapadas con una mordaza de cuero lustrado con betún. Enfrente, están las hileras de los soldados que salen. Las dos banderas se reverencian a través de la plaza vacía y los jefes a caballo cruzan lentos para reunirse en medio, emparejarse y contarse al oído el secreto de los que pueden entrar y salir de palacio. Se saludan con sus espadas desnudas llevadas a la frente y bajadas a los pies llenando de relámpagos la plaza. Después, los que salen de guardia cruzan de nuevo la plaza como lo hicieron los que entran, y se pierde en las calles el ruido de sus cornetas. Las gentes vuelven a llenar la plaza, y los soldados juegan con las niñeras y con los chicos.
De noche se queda la plaza vacía, se cierran chirriando las puertas pesadas de hierro, se duermen los pájaros y todo se vuelve blanco con la luz de la luna. Desde fuera de la verja, a través de la plaza inmensa se oyen los pasos de los centinelas en las losas de piedra de las puertas. Fuera, en las anchas aceras de la calle de Bailén, los focos deslumhran a los centenares de mariposas que suben de los jardines.
Nuestro barrio —porque éste es nuestro barrio— se extiende aún por un dédalo de callejas antiguas hasta la calle Mayor. Son calles estrechas y retorcidas, como las hacían, no sé por qué, nuestros abuelos. Tienen nombres pintorescos: primero los santos, Santa Clara, Santiago; después nombres heroicos, Luzón, Lepanto, Independencia; finalmente los de fantasía: Espejo, Reloj, Escalinata. Estas calles son las más viejas y las más retorcidas, las que sirven mejor para jugar a «justicias y ladrones». Tienen solares con vallas rotas y ruinas dentro, casas viejas con portales vacíos, patios de piedra con árboles solitarios, placitas más pequeñas que la calle. Se retuercen y se enroscan favorables al escondite y a la huida.
En ella jugamos al «te veo». El que se queda espera a oír el grito de la banda que se dispersa por las callejas:
—¡Te veooo!
Echa a correr y detrás de él van surgiendo de los portales los chicos agazapados en los rincones:
—¡Traspasado, no visto y salvo!
Sigue corriendo, husmeando como perro de caza todos los huecos hasta que encuentra alguno, sorprendido en cuclillas o detrás de alguna puerta carcomida:
—¡Visto!
A veces los dos gritos coinciden y surge la discusión que acaba a trompazos entre los dos.
Tenemos nuestro barrio y nuestra ley. A veces invade nuestro terreno la banda de un barrio vecino y entonces se defiende el terreno a pedradas que rebotan en las esquinas. La guerra suele durar días y cuesta chichones y escalabraduras. Después, los atacantes se cansan y nos dejan en paz. Otras veces somos nosotros los que atacamos un barrio vecino, porque son unos cobardes o porque han pegado a uno de los nuestros que ha pasado por ahí. Lo que hay en nuestro barrio es nuestro.
Son nuestros los agujeros de la calle donde se juega a las bolas. La barandilla de la plaza donde se juega a la parva. Las ranas y los sapos —«cabezotas» los llamamos— del estanque de la plaza de Oriente. El derecho sobre las tablas de las vallas de los solares que nos cambian por bizcochos rotos en el horno de la pastelería de la calle del Espejo. Es nuestro el derecho de cazar mariposas en los focos de la calle del Arenal, el de romper farolas a pedradas y el de saltar los escalones de la escalinata de la iglesia de Santiago o hacer fogatas en la plaza de Ramales.
Ésta es la ley.
Los consejos se celebran en la puerta de la yesería. Pablito es el hijo del yesero y el amo de la puerta. Nos sentamos allí todos y nos pintamos los pantalones de blanco del yeso caído de los sacos. Pablito es muy rubio, muy flaco, muy chico. Pero es el peor de todos. Eladio, el chico del tabernero de la calle de la Independencia, es el más fuerte y el más bruto. Entre los dos suelen resolver todos nuestros problemas y organizar los juegos o las travesuras. A veces se anulan el uno al otro.
En la calle de Lemus hay un solar con la valla rota. Dentro están las cuevas de una casa derribada de las que nadie se cuida. Un día, Eladio nos desafía a todos:
—Yo me meto dentro. Para vencerme me tengo que dar por vencido. Pero si le escalabro a alguno, ¡que no se queje! También me podéis escalabrar a mí.
Pasa la valla por uno de sus rotos y se pierde entre las cuevas en las que crece la hierba y se amontonan los ladrillos y la basura de los que se meten a ensuciar allí. Y nosotros planeamos el asalto. Él es el «Vivillo»,[2] nosotros la Guardia Civil.
Cuando intentamos entrar por los huecos de la valla, nos recibe el diluvio de piedras de Eladio, que golpean las tablas, y retrocedemos para aprovisionarnos de cascotes. La gente se cruza de acera con miedo de recibir una pedrada y nos chilla. Eladio se defiende heroicamente en sus agujeros, y cada vez que entramos en el solar tenemos que volver a salir porque tira a dar, con todas sus tuerzas de hijo de tabernero gallego o asturiano.
Pablito se sienta detrás de la valla y se pone a pensar. Las aventuras de Dick Navarro le dan la solución. Encendemos a toda prisa una fogata en la calle y envolvemos piedras en papeles. Cuando arden bien las tiramos a Eladio que nos llama cobardes para incitarrnos a entrar. El solar está lleno de papeles, de trapos, de paja, de basuras que los vecinos tiran allí, y pronto empieza a haber hogueras por todas partes. Unos tiramos piedras con papeles encendidos y otros solamente piedras en un diluvio que contesta Eladio, rabioso, a ladrillazos, saltando entre las llamas.
Por último entramos en grupo cerrado, los bolsillos llenos de piedras, con tablas de la valla encendidas.
Eladio se rinde y los vecinos nos echan a puntapiés. Las ruinas comienzan a incendiarse y el carnicero, el carbonero, el lechero y el tabernero sacan cubos de agua y los vuelcan de prisa. Tenemos agujeros de chispas en los delantales. Eladio chilla en la esquina a los vecinos:
—¡Calzonazos! ¡Hijos de zorra!
Todas las piedras que llevamos en los bolsillos granizan sobre los vecinos y el barrio entero se convierte en un escándalo de abrir y cerrar puertas y balcones, persiguiéndonos. El panadero francés de la calle del Espejo nos persigue con una garrota y le da un palo a «Antoñeja», el más infeliz de todos.
Al día siguiente, las ruinas están llenas de barro y de humos. Los panes del francés reciben una carga de boñigas de caballo. Con las manos llenas de estiércol cogidas en las cuadras de la casa donde yo vivo, hemos llegado en pandilla y las hemos volcado sobre los panecillos amontonados en el mostrador.
El francés coge a un chico y le da una paliza con una vara de retama de las que usa para cocer el pan. Entonces la madre arma un escándalo terrible y baja con un cuchillo para matar al francés. Todas las mujeres del barrio, y algunos hombres, quieren asaltar la panadería.
—¡Un gabacho! ¡Se atreve a pegar a mi hijo!
Los chicos apedreamos furiosamente la tienda. La gente nos aplaude. Ya nadie se acuerda del solar. Una vieja le dice a un hombre:
—¿Sabe usted? Me contaba mi padre, que en gloria esté el pobre, que los franceses clavaban a los chicos del colegio con la bayoneta en la tripa y los paseaban así por la calle.
No perdió la parroquia, porque hacía el mejor pan del barrio. Pero durante semanas tuvo que aguantar el manoseo de los panecillos.
—¡Jesús! ¡Este pan está crudo! ¡Está quemado! Yo quiero un pan bien cocido.
La paz vino con una carreta cargada de retama para el horno. La retama está llena de bellotitas que bailan como perinolas. Los chicos asaltamos el carro de retamas olientes y pegajosas y elegimos varas y nos llenamos los bolsillos de bellotas resinosas. El hombre nos dejó hacer pacientemente y los chicos volvimos a comprar los panecillos calientes de la merienda y a reconocer nuestra culpa.
Faltan unos días para que empiecen las clases y estos días los paso enteros con el tío José. Por la mañana coge su bastón de puño de plata —tiene otro de puño de oro—, cepilla su sombrero hongo de fieltro sedoso con un cepillo chiquito, de cerdas muy finas, pasándole suavemente por la copa abombada y por las alas duras y curvadas en el borde. Nos vamos despacio por el sol calle de Campomanes arriba y hablamos. Me cuenta historias de cuando él era niño. Para mí es imposible imaginármelo como niño y creo que siempre debió ser tal como le veo hoy.
—Cuando yo era como tú ya me ganaba el pan. A los ocho años yo era como esos niños que has visto en Brunete. Gateaba a las ancas de un burro y bajaba por agua a la fuente. Llevaba la comida a mi padre y a mis hermanos mayores, allá, a las tierras donde estaban labrando, y me ocupaba de que el botijo tuviera siempre agua fresca. No podía, claro es, llevar el arado, pero llevaba el trillo en la era, y arrancaba las hierbas del campo con una escarda. Segaba y ataba los haces de espigas que me dejaban en montón los hombres. En la noche me levantaba a la luz de las estrellas y salía al corral. El caldero del pozo era tan grande que casi podía yo sentarme dentro de él y estaba siempre sobre el brocal. Yo le dejaba caer dentro y luego le subía dando contra las paredes. Pesaba tanto que a veces temía que la cuerda me levantara en el aire y me metiera en el pozo. Cuando llegaba el caldero a la altura del brocal, tiraba de él para sentarle en el borde y desde allí, inclinándolo, llenaba los cubos de agua para las bestias que volvían la cabeza dentro de la cuadra esperándome. Cuando hacía mucho frío, recogía mi manta de las piedras del hogar y me tumbaba al lado de las mulas hasta el amanecer.
Cuando yo le escuchaba me parecía esta vida una vida maravillosa de niño, un juego. Sabía hablar de los hombres y de las cosas despacio, con la lentitud inexorable del castellano viejo acostumbrado a ver pasar las horas con la tierra plana delante de él y forzado a buscar la ciencia en la hierba que se mueve, en el insecto que salta.
—Cuando todavía era niño, ya trabajaba como hombre. Comíamos mal, éramos muchos y el padre separaba los garbanzos amarillos de ictericia y los negros para comer. Para sembrar quedaban los buenos y de ellos salían garbanzos rosados con el pellejo como la piel seca de un hombre. La mejor comida era el gazpacho fresco en el verano y las patatas cocidas de la cena. Ninguno de mis hermanos fue soldado, pero yo sí y entonces, a los veinte años, empecé a hacer lo que ahora haces tú: empecé a estudiar. Tenía los dedos gordos y duros de callos y lloraba de rabia de no poder escribir. Se me escapaban de los dedos los manguilleros hasta que me hice uno para mí. Entonces aún no se usaban manguilleros como tú los conoces, más que entre las gentes ricas. Se hacían las plumas de plumas de ave que había que aprender a cortar con la navaja; y con ellas yo no podía escribir. También escribíamos con cañas cortadas como plumas. De una caña gorda me hice una pluma que no se me escapaba ya de los dedos. Pero aunque estudié mucho, nunca he podido llegar a saber ni la mitad de lo que tú sabes hoy. Aprendí los números, pero nunca hubiera podido aprender el álgebra —agregando como para sí mismo—: ¿Cómo se pueden sumar las letras?
—Es muy fácil, tío —contesto—. Igual que se suman los números se suman las letras. —Y comienzo, orgulloso, a darle una lección de álgebra elemental. Me escucha, pero no me comprende. Hace esfuerzos para seguir mis razonamientos y yo casi me enfado de que no comprenda cosas tan sencillas. Me suelta la mano y lleva la suya a mi hombro, acariciándome el cuello:
—Es inútil. Contra esto no podemos nada, ni tú ni yo. Lo que no se aprende de muchacho, no se aprende de machucho. Parece como si los sesos se endurecieran.
La plaza del Callao está llena de puestos de libros. Todos los años, cuando van a empezar las clases, hay feria de libros y Madrid se llena de puestos. Donde más hay es aquí, que es el barrio de los libreros, y en la Puerta de Atocha. Aquí llenan la plaza y en la Puerta de Atocha, el paseo del Prado. A mi tío y a mí nos gusta recorrer los puestos y buscar gangas. Cuando no hay ferias, entramos en las librerías de la calle de Mesonero Romanos, de la Luna y de la Abada. La mayoría son barracones de madera en los solares. En la esquina de la calle de la Luna y de la calle de la Abada está la librería mayor. Es una barraca de madera, pintada de verde, tan grande como una cochera. El dueño, un viejo, es amigo de mi tío y, como él, fue labrador; se lían a hablar de sus tiempos y de la tierra. Yo, mientras, revuelvo todos los libros y hago un montón con los que me gustan. Son baratos. La mayoría valen diez o quince céntimos. Cuando mi tío ve el montón se enfada siempre, pero yo sé que el librero no me dejará que me vaya sin ellos, ni dejará que mi tío separe la mitad. Si no me los compra, él me los regala. Lo único que hace a veces es quitar libros que no debo leer, según dice. Lo malo es que luego estos libros no puedo vendérselos. Cuando los he leído se los llevamos y se los dejamos gratis. También compro yo libros en la calle de Atocha, pero éstos me los vuelven a comprar por la mitad de lo que me cuestan.
Hay un escritor valenciano que se llama Blasco Ibáñez, que ha hecho todos estos libros. Los curas de mi colegio dicen que es un anarquista muy malo, pero yo no lo creo. Un día dijo que en España no se leía porque la gente no tenía bastante dinero para comprar libros. Debe de ser verdad, porque los libros del colegio cuestan muy caros. Entonces dijo: «Yo voy a dar de leer a los españoles». Y en la calle de Mesonero Romanos puso una tienda y empezó a hacer libros. Pero no los libros de él, porque dice que eso no le interesa a nadie, sino los libros mejores que se encuentran en el mundo. Y todos valen, nuevos, treinta y cinco céntimos. La gente los compra a millares y cuando los ha leído los vende a los puestos de libros viejos, y allí los compramos los chicos y los pobres. Así yo he leído ya a Dickens y a Tolstoi, a Dostoievsky, a Dumas, a Víctor Hugo, a muchos otros.
En seguida le han imitado: la Casa Calleja, que hace todos los libros de colegio y todos los cuentos de niños, ha hecho otra colección que se llama La Novela de Ahora, enfrente de la de Blasco que se llama La Novela Ilustrada. En esta colección han publicado muchas cosas de aventuras de Mayne Reid, de Salgari y también de los clásicos españoles. Y se hacen la competencia los dos, pero la mayoría de la gente compra todas las semanas las dos colecciones. A los catalanes les ha dado envidia y la casa Sopena ha empezado a hacer unos tomos muy gordos con papel muy malo, pero con una portada con muchos colorines. La gente los compra menos, porque hay pocos que puedan gastarse una peseta que cuestan. Los albañiles, que son los que más ganan ahora, por la huelga que ha hecho Pablo Iglesias, que es otro revolucionario como Blasco, ganan sólo cuatro pesetas el que más, es decir, los oficiales, y siete reales los peones. Así que claro, muchos compran libros en los puestos de viejo, pero sólo los de quince céntimos.
Como el camino de casa al colegio es largo, yo llevo siempre dos o tres novelas para leer y para cambiarlas con los otros chicos. Pero tenemos que tener cuidado con los curas del colegio. Cuando nos cogen alguna Novela Ilustrada nos la rompen. Sólo podemos llevar las Novelas de Ahora y los cuadernos de aventuras de diez céntimos. Con esto me ha pasado una cosa muy graciosa:
En las dos colecciones se ha publicado la misma obra de Balzac, pero en La Novela Ilustrada se titulaba Eugenia Grandet y en la de Ahora, Los avaros de provincias. Se las llevé al padre Vesga, que es el más carca de todos los curas nuestros, y le dije si también tenía que romper aquella Novela Ilustrada que era la misma que la otra. Se puso conmigo hecho una fiera, me castigó y se quedó con los dos libros. Después se puso de pie en la tarima y, dando puñetazos en la mesa y en los dos libros, nos explicó:
—Aquí tienen ustedes cómo envenenan a los niños. Sí, señores, para que la gente confunda la edición de la Casa Calleja, que todos ustedes conocen como una casa cristiana que nunca se permite publicar porquerías como Blasco Ibáñez en su Novelita Ilustrada que el Santo Padre ha excomulgado, se atreve a copiar la misma obra cambiándola de nombre. ¡No, señores! No se puede comprar un solo libro de La Novela Ilustrada, sea el que sea, porque es dar armas a Satanás. Y si desgraciadamente en su casa ven ustedes libros como éste, deben decírselo a sus padres y deben romperlos. Aun cuando sus padres se enfaden.
En este momento, el cura se transformó en furia y yo creo que si Blasco Ibáñez hubiera estado allí, le hubiera matado. Habló de él como de un ser terrorífico que asesinaba a las gentes. Después se volvió hacia mí:
—Usted —el usted sólo lo empleaba el padre Vesga cuando estaba muy irritado— estará quince días de rodillas en la clase. Eso le enseñará a no leer estos libros.
Después vamos a la oficina de mi tío que está en la iglesia de San Martín, en la misma calle de la Luna. Antes esta iglesia tenía un cementerio en Amaniel, en el que se enterraba a los que pertenecían a la cofradía de San Martín. Después, el Estado acordó cerrar este cementerio y no permitir más enterramientos porque ya estaba lleno. Entonces muchas gentes que tenían allí sus muertos empezaron a sacarlos y a llevárselos a otros cementerios, para que el día que se murieran ellos les pudieran enterrar juntos. Mi tío lleva la oficina del cementerio y allí van a pedir que les dejen sacar a su padre o a su madre o a su abuelo y llevárselos a otra parte. Esto cuesta mucho dinero, porque en cuanto se quiere tocar a un muerto, todo el mundo cobra. Hay que pagar derechos al Estado, al Ayuntamiento de Madrid, los derechos del cementerio de donde se saca y los del a donde se lleva, los derechos de la parroquia de San Martín, los de la parroquia donde vivan los que quieren sacar y cada una de las parroquias por las que pasen los restos, el entierro, el médico forense que va a ver abrir la sepultura, y además la propiedad de la nueva sepultura. Así que para sacar un cuerpo hay que gastarse más de mil duros. Al tío José, para que arregle de prisa el montón de papeles que hay que reunir, le dan propinas hasta de quinientas pesetas. Luego él se encarga de ir al Ayuntamiento, a los cementerios y a las parroquias para arreglarlo todo.
Cuando no hay colegio yo le acompaño y oigo muchas conversaciones que me llaman la atención. La mayoría de los traslados se hacen a los cementerios de San Isidro y San Lorenzo. En el cementerio de San Lorenzo hay un capellán muy gordo y muy alegre que siempre que llegamos nos dice:
—Qué hay, Pepe, ¿cuántos inquilinos nuevos me traes?
Después saca una botella de vino rancio y unas galletas:
—Vamos a echar un trago a la salud de los difuntos. —Se llena su vaso primero, se lo bebe, chasca la lengua y le da un manotón en la espalda a mi tío, agregando—: Del bueno, ¿eh? Del que uso yo para decir misa. Aquí nunca faltan viejas locas que se lo regalen a uno. Se sacuden las tres pesetas del responso y para que tenga más eficacia la recomendación del difunto se traen unas botellitas de vez en cuando.
Cuando nos vamos, la botella está vacía, aun cuando mi tío y yo sólo nos hemos bebido un vasito.
La oficina de mi tío está en el fondo de un pasillo muy oscuro que hay en la iglesia y que da a un jardín abandonado hace muchos años. Está lleno de plantas raras que nacen entre la hierba y se enredan en los pies. Algunas se han subido a los árboles y a las paredes, así que los árboles y las paredes están llenos de hojas. En medio hay un pilón redondo que debió de ser una fuente. El agua de lluvia se queda allí en la taza y ha podrido la piedra. De dentro de la taza salen plantas que caen por los bordes y llegan al suelo. Y del suelo, algunas plantas se han agarrado a éstas y han subido hasta la taza. Así que no se sabe cuáles son las que van de la tierra a la taza o de la taza a la tierra. En la primavera se llena de flores por todas partes. En las paredes, en los árboles y en la taza salen campanillas blancas y moradas con pistilos amarillos. Salen amapolas rojas y naranja. Nacen unas rosas de un rojo muy fuerte pero que son muy difíciles de coger porque tienen pinchos como cuernos. Cuando llueve, se llena el jardín de caracoles. Salen millares. Nunca he comprendido de dónde salen y dónde se meten. Hay lagartos verdes de un palmo de largo y desde la ventana de la oficina vemos cruzar las ratas del tamaño de garitos. La iglesia está llena de ratas. Ahora, en el otoño, los árboles se empiezan a poner amarillos y las hojas se amontonan en el jardín. Cuando se anda por él suenan como papeles. Después, cuando llueve, se pudren y el piso del jardín está siempre blando como una alfombra. Los árboles son muy viejos y muy grandes y tienen pájaros a cientos. Todos los pájaros del barrio, porque aquí no entran los chicos. Sólo entro yo y un cura muy viejo que lleva muchos años en la iglesia y al que le gusta sentarse en el jardín a rezar en su breviario. En el invierno se sienta al sol y muchas veces se duerme. Como la tela negra se pone muy caliente, las lagartijas se le suben a veces a las rodillas. Cuando se despierta y las ve, las acaricia y ellas levantan la cabeza como si le miraran a la cara.
Una vez hubo un nuevo cura párroco que quiso arreglar el jardín y el cura viejo daba voces en la sacristía y levantaba su garrota en el aire:
—¡Puñales! —gritaba—, como me toque el jardín lo muelo a palos.
Como era tan viejo le dejaron el jardín como él quería. Siempre que me ve a mí, me llama y me cuenta la historia.
—Estúpidos —dice—, que creen que lo van a hacer mejor que Dios. Estaría esto bonito con unas vereditas de chinas y unos arbolitos con el pelo cortado, como si viniera el barbero por las mañanas. Porque todos estos jardineros no quieren más que enmendar la plana al Señor. Y cortan las hojas de los árboles para que parezcan tartas de confitería. A ti, ¿qué te parece? —me pregunta a mí.
—Para mí es el mejor jardín del mundo, ¿sabe usted?, padre Cesáreo. Aquí puedo andar por la hierba y coger las flores que me da la gana. Pero en el Retiro, donde hay árboles cortados como usted dice, no se puede pisar la hierba ni coger una flor, porque si va uno solo el guarda le da un palo en las costillas, y si va con una persona mayor, a ésta le cuesta un duro de multa. Además, hay alambres de espino que en cuanto se distrae uno, se le clavan en las pantorrillas. Por eso sólo me gusta ir al campo en la Moncloa, que puede correr por a hierba y hay flores y piñas, y venir aquí al jardín éste.
Pero no todos los curas son como éste. En la sacristía regañan por las misas y por ver a quién le toca salir al confesonario. Hay un cura muy grande que tiene muy mal genio y que le gusta tanto jugar a las cartas, que los días que le toca su guardia se mete en la oficina de mi tío a jugar al tresillo. Siempre anda dando cachetes a los monaguillos y regañando con todo el mundo. Hasta regaña con las mujeres que entran en la sacristía, a llevar velas: si la vela es delgada, la coge con la punta de los dedos y dice:
—Señora, esto es un fideo. O hay poca devoción o hay pocos cuartos. Aunque siempre será poca devoción; porque para perifollos y polvos, para eso no falta.
Si la vela es gorda, se enfada lo mismo:
—¿Dónde quiere usted que metamos esta estaca? Claro, compran ustedes un cirio gordo para que dure muchos días en el altar luego enseñárselo a todas las vecinas: ¿ve usted aquel cirio que está tan alto y los demás tan chiquitines? Pues es mío. Y así se dan ustedes postín y cotillean un poco. Lo que se gastan ustedes en cera lo podían dejar para la iglesia que buena falta le hace.
Lo más gracioso es que de esta manera saca cuartos a todo el mundo. Después enseña el duro o las dos pesetas a los otros curas les grita:
—¿Ven lo idiotas que son ustedes? A esta gente hay que tratarla a patadas. Ustedes mucho «doña fulana» por aquí y «doña fulana» por allá, mucho besuqueo de manos, pero dinero poco. Para ordeñar a las vacas hay que apretarles las ubres.
Después se guarda él el dinero y los demás curas no se atreven a decirle nada. Don Rafael, que es un cura muy pequeñito y muy tímido, se atrevió un día a decirle que una de esas limosnas debía ser para el dinero de todos. Lo miró de arriba abajo como si le fuera a pegar y sacó el duro de la sotana. Lo enseñó en la palma de la mano y dijo:
—Este duro me lo he ganado yo y el que quiera duros que los gane. No estaría mal que yo les llenara los bolsillos a ustedes. ¡Nequaquam! —agregó y se volvió a guardar el duro en la sotana. En la iglesia hay un sillero que sirve de portero y de guarda de la sacristía y de las oficinas; durante las misas recorre la iglesia entre la gente con un cepillo para que cada uno eche en él la perra chica de la silla. Es un buen oficio. Mucha gente le da diez céntimos para que le guarde una silla con reclinatorio y otros le dan recados y cartas para las novias y la propina es entonces una o dos pesetas. Él coge la carta, y cuando viene la novia a oír misa, va a cobrarle la silla, le guiña un ojo y se la da. Ella le da otra propina. El dinero lo sacan los curas del cepillo en la sacristía abriendo un candado que tiene, pero el sillero sisa siempre. Tiene una ballena de corsé y le pone un pegotito de pez caliente en la punta. Le mete por la ranura del cepillo y deja que se enfríe dentro la pez. Así se pegan las monedas y las va sacando una a una.
Por la tarde, cuando el tío sale de la oficina, vamos al cine del Callao. Este cine es una barraca muy grande de madera y de lona. En la puerta tiene un órgano con muchos tambores, flautas y cornetas, y unas figuras vestidas de pajes, que dan vueltas sobre un pie, hacen una reverencia con la cabeza y tocan un instrumento con las manos. Una tiene un tambor, otra una lira de timbres y otra una pandereta. Encima de todas hay otra con una batuta que dirige la música. Detrás está la maquinaria con un cajón muy alto en el que está una tira de papel muy grande, llena de agujeros, que va pasando por un peine y cayendo en otro cajón que hay al lado. Cuando pasa por el peine, que también está lleno de agujeros, el aire entra por el agujero del papel y hace sonar un instrumento del órgano.
Dentro está lleno de bancos de madera y en el fondo está el telón y el explicador. El explicador es un hombre muy gracioso que va explicando la película y que hace chistes con las cosas que aparecen en la pantalla. La gente le aplaude mucho, sobre todo con las películas de Toribio. Toribio le llama la gente, pero es un francés que se llama André Deed y que siempre hace cosas de risa. También hay películas de Pathé de animales y de flores, donde se ve cómo viven los bichos y cómo crecen las flores. Una vez he visto un huevo de gallina, con su clara y su yema muy grandes que llenaban el telón. Se empezaba a mover despacito y a cambiar de forma. Primero salía como un ojo y luego se iba formando el pollito, hasta que ya estaba formado y picaba el huevo, lo rompía y salía con un cacho de cascara pegado atrás. También se ve a los reyes en las carreras de caballos y otras películas de los reyes que hay en el extranjero y de otras personas.
El dueño del cine, que ya nos conoce, es un hombre muy bueno que ha estado muchos años en Francia. Se llama Gimeno y a los chicos les cobra, los jueves por la tarde que no hay colegio, cinco céntimos por entrar. Cuando ve que algún chico da vueltas alrededor del órgano sin entrar, le pregunta:
—¿Por qué no entras?
—No tengo cuartos —dice el chico.
Lo mira y si no es un golfillo le dice:
—Anda, pasa.
Otros chicos que no tienen cuartos se los piden a la gente que pasa por allí, y muchos por una perra chica les compran el billete de entrada. Así que los jueves se llena el cine de chicos; los pasillos también, donde se ponen de pie los que ya no caben en los bancos. Las personas mayores no quieren ir los jueves por el escándalo que se arma, porque todos los chicos chillan y alborotan. Pero el señor Gimeno es el día que más disfruta. Lo mismo le pasa al explicador, los jueves es el día que hace más chistes y cuenta más historias disparatadas.
Vamos también, a veces, a otros sitios de Madrid: al Retiro cuando hay música o a los jardines del Buen Retiro que están delante del Retiro. Allí también hay música y casi todos los veranos viene un circo de fieras. Hay un domador español que dicen es el mejor del mundo; se llama Malleu y tiene un león que nadie se atreve a entrar en su jaula. En el circo de Parish había otro domador y Malleu le ofreció mil pesetas si entraba en la jaula de su león. No se atrevió a entrar y todo el mundo iba a ver a Malleu. También vamos al circo de Parish, pero sólo cuando no hay cosas peligrosas, porque una vez se mató una muchacha que se llamaba Mina–Alis que daba la vuelta en un círculo de madera montada en un automóvil y mi tío no quiere que vaya a ver matarse a nadie.
Es difícil volver atrás.
Si se mira al cielo, se ven cabalgatas de nubes que amasa el aire, sin cansarse de darles forma. O se ve sólo un fanal azul que vibra con el sol. De noche es igual, aunque el sol se ha escondido y son las estrellas y la luna las únicas que alumbran: invisibles, de día y de noche, en este cielo cabalgan las ondas.
De toda la tierra se tiran voces y canciones al aire, a voleo, mezcladas, amasadas como las nubes por el viento. Un hilo de cobre tendido sobre el tejado de una casa los recoge todos, y se estremece su cuerpecillo delgado de alambre al choque. Hay un ánodo y un cátodo. Se tiran uno a otro estas voces y estos cantos tal como vienen, mezclados en oleadas, y la mano paciente del que escucha va regulando el saltar loco de los electrones para aislar una voz o una partitura. Pero siempre hay un fondo de ruido que domina a todos. Una onda más tenaz que las demás que se oye siempre.
Madrid viejo, mi Madrid de niño, es una oleada de nubes o de ondas. No sé. Pero, sobre todos los blancos y los azules, sobre todos los cantos, sobre todos los sones, sobre todas las ondas, hay un leit motiv:
AVAPIÉS
Madrid terminaba allí entonces. Era el fin de Madrid y el fin del mundo. Con ese espíritu crítico del pueblo que encuentra la justa palabra, que ya hace dos mil años se llamaba la voz de Dios —Vox populi, vox Dei—, el pueblo había bautizado los confines del barrio. Había las «Américas» y había además el «Mundo Nuevo». Y efectivamente, aquél era otro mundo. Hasta allá navegaba la civilización, llegaba la ciudad. Y allí se acababa.
Allí empezaba el mundo de las cosas y de los seres absurdos. La ciudad tiraba sus cenizas y su espuma allí. La nación también. Era un reflujo de la cocción de Madrid del centro a la periferia y un reflujo de la cocción de España, de la periferia al centro. Las dos olas se encontraban y formaban un anillo que abrazaba la ciudad. En aquella barrera viva sólo entraban los iniciados, la Guardia Civil y nosotros, los chicos. Barrancos y laderas de espigas eternamente amarillas, siempre secas y siempre ásperas. Humos de fábrica y regueros de establos malolientes. Pegujales de tierra aterronada, negra y podrida, arroyos sucios y grietas resecas, árboles epilépticos y espinos y cardos hostiles, perros flacos de costillas en punta, palos de telégrafo polvorientos, con las tazas de cristal rotas, cabras comedoras de papel viejo, botes de conserva vacíos y roñosos, chozas hundidas de rodillas en la tierra. Gitanos con las patillas en hacha, gitanas de faldas de colorines manchadas de mugre, mendigos de barbas y piojos espesos, chiquillos todo trasero y todo tripa con los cagajones chorreando en los muslos y el botón del ombligo saliente en la bomba morena de la panza. Se llamaba el Barrio de las Injurias.
Era el punto más bajo de la escala social que empezaba en la plaza de Oriente, en el palacio con sus puertas abiertas a los cascos de plumas y a los escotes embrillantados, y terminaba en Avapiés, que escupía el detritus final al otro mundo, a las Américas, al Mundo Nuevo.
Avapiés era, por tanto, el fiel de la balanza, el punto crucial entre el ser y el no ser. Al Avapiés se llegaba de arriba o de abajo. El que llegaba de arriba había bajado el último escalón que le quedaba antes de hundirse del todo. El que llegaba de abajo había subido el primer escalón para llegar a todo. Millonarios han pasado por el Avapiés antes de cruzar la Ronda y convertirse en mendigos borrachos. Traperos, cogedores de colillas y de papeles sucios de gargajos y de pisotones, subieron el escalón del Avapiés y llegaron a millonarios. Así que en Avapiés se encuentran todos los orgullos: el de haber sido todo y no querer ser nada, el de no haber sido nada y querer ser todo.
En este choque de fuerzas tremendas y absurdamente crueles la vida no sería posible. Pero las dos olas no llegan nunca a estrellarse. Entre ellas se interpone una playa compacta y serena que absorbe los dos choques y los convierte en corrientes que fluyen y refluyen. El Avapiés entero es un bloque de trabajo.
En sus casas construidas como galerías de cárcel, con sus pasillos abiertos al aire y su retrete común, una puerta y una ventana por celda, viven el albañil, el herrero, el carpintero, el vendedor de periódicos, el ciego de la esquina, el arruinado, el trapero y el poeta. Y en el patio empedrado de cantos redondos, con una fuente goteante en medio, se cruzan todas las lenguas del mismo idioma: la atildada del señor, la desgarrada del chulo, el argot del ladrón y el mendigo, la rebuscada del escritor en cierne. Se oyen las blasfemias más horribles y las frases más delicadas.
Todos los días, durante muchos años de mi vida de niño, he bajado desde las puertas del Palacio Real a las puertas del Mundo Nuevo y he subido a la inversa. A veces he entrado en el palacio y he visto en las galerías de mármol flanqueadas de alabarderos el desfile de los reyes y príncipes y grandes de España. Y a veces he entrado en los confines del mundo de nadie, más allá del Mundo Nuevo, y he visto a los gitanos en cueros al sol matando sus piojos arrancados, uno a uno, de sus pelos por los dedos negros de la madre o de la hermana; a los traperos separando del montón de basura el montón de comida para ellos y para sus bestias y los restos vendibles que proporcionaban unos céntimos de ganancia.
Y me he batido a pedradas con las crías de gitanos y traperos o he jugado ceremonioso al marro y a las cuatro esquinas con los niños de blusas bordadas, pelos rizados y cuellos blancos con chalina de seda.
Si resuena el Avapiés en mí, como fondo sobre todas las resonancias de mi vida, es por dos razones:
Allí aprendí todo lo que sé, lo bueno y lo malo. A rezar a Dios y a maldecirle. A odiar y a querer. A ver la vida cruda y desnuda, tal como es. Y a sentir el ansia infinita de subir y ayudar a subir a todos el escalón de más arriba. Ésta es una razón.
La otra razón es que allí vivió mi madre. Pero esta razón es mía.