Capítulo 3
Rutas de Castilla
Hoy nos vamos al pueblo. Todos los años, cuando llegan mis vacaciones, vamos al pueblo, mejor dicho, a los pueblos. Primero vamos a Brunete, mis tíos y yo, porque ellos han nacido allí. También mi padre era de allí. Estamos quince días o cosa así, y después mis tíos me acompañan a Méntrida, de donde es mi madre. Me quedo con mi abuela y los hermanos de mi madre un mes. Después mi madre va dos o tres días para ver a su familia y me recoge. Tomamos el tren para Madrid, pero yo me quedo en Navalcarnero, donde mi otra abuela, la de mi padre, me espera en la estación. Mi madre sigue a Madrid pero yo me quedo en Navalcarnero unos quince días. Después, mi abuela me lleva a Madrid. Llegamos a finales de septiembre y al día siguiente, o dos días después, vuelvo al colegio. Éste es mi veraneo, menos una vez que fui con mis tíos a San Sebastián.
Para ir a Brunete no hay tren. Se va en un coche como las diligencias antiguas; un coche con seis mulas pintado de amarillo y rojo. Delante va el cochero y el mozo de mulas y a su lado caben dos personas más. Algunas veces van tres, y entonces el mozo se monta en una de las mulas de delante. Detrás del pescante va el coche propiamente dicho, donde caben ocho personas. Los chicos como yo pagan la mitad y no tienen derecho a sentarse. Han de ir en las rodillas de los de su familia, hasta que en alguno de los pueblos por donde pasa el coche queda un sitio libre. Esto ocurre casi siempre en Villaviciosa. Arriba van los equipajes y ocho asientos de madera, numerados, en dos bancos, que se llaman la «baca». También llevan un saco con los colores nacionales donde van las cartas para estos pueblos.
El coche sale de la Cava Baja, de una posada muy antigua que se llama de San Andrés.
La Cava Baja es como una calle del siglo XVII que se hubiera quedado enquistada en la ciudad. Comienza en la plaza de Puerta Cerrada, donde como único recuerdo de los tiempos viejos queda una cruz de piedra monumental, cuyo origen se ignora, pero que la tradición afirma se levantó en memoria de los miles que allí fueron ahorcados, en uno de aquellos patíbulos de la Edad Media. Y termina en la plaza de la Morería, entre varias cárceles del Santo Oficio y el antiguo patíbulo de la plaza de la Cebada, donde quemaron a millares de herejes y ahorcaron a hombres célebres en la historia, como Riego. Sin embargo, la calle es alegre y encierra dentro de sí un mundo.
Se multiplican en ella las posadas centenarias con sus portalones grandes de vigas de madera, sus patios enormes para los carros y sus techados para las mulas, llenos de estiércol, de tiestos de flores y de gallinas desvergonzadas; con sus escalerillas de madera, pulidas por el pasar de las manos de diez generaciones; con sus tabernitas al lado del portal, donde se beben los vinos directamente de los pellejos tripudos, tumbados en un tablero y atadas sus bocas con una lía de esparto, cuyo otro extremo se sujeta a una escarpia de la pared, para que la boca del pellejo quede siempre alta y no rezume el vino. Sus parroquianos, carreteros y campesinos, saben desbocar los pellejos y beber a chorro en ellos los vinos broncos de 15 y 18 grados, que dejan la garganta seca de tanino y los labios morados de color. Son sus clientes pueblerinos, mujeres de sayas incontables y pomposas, muchachas quemadas del sol de las eras, con sus trajes de fiesta en sedas de colores rabiosos, y hombres cachazudos, con pantalón de pana que cruje al andar y zamarra de paño gordo con vueltas de piel de oveja; sobre la camisa deslumbrante de blanca, la faja negra, bolsillo que guarda un pañuelo verde, grande como vela de barco, una navaja ancha y corva como cuerno de toro, un pedernal, un eslabón y un cordel gordo de yesca, que con la petaca mugrienta y el librillo de papel de fumar como un breviario, constituyen los utensilios de fumar. En la punta interior de la faja hay un nudo que encierra el bolsillo que guarda las monedas de plata del viaje; un bolsillo de lana de colores, a punto de media, que cierra un cordel más largo que el hombre, que ata y reata la boca del saco y se enrolla sobre ella misma convirtiéndose en ovillo.
Cuando yo era niño, era para mí motivo de asombro ver estos labriegos, sentados a la mesa de encina, con el jarro de flores azules de Talavera lleno de vino, desliarse la faja y dejar sus calzones caídos, desatar el nudo que encerraba el tesoro, deshacer las vueltas del cordel, y arrancar con sus uñas los nudos finales para volcar sobre la mesa el importe de la transacción.
El huésped desliaba su faja múltiples veces, sin salir de la calle, porque allí se encuentran todas las industrias que surten los pueblos:
El almacén de hierro, de techo agobiante, donde se compra el hierro en barras para forjar herraduras y la reja de arado en bruto, que luego se aguza en la fragua a golpes de macho.
El fabricante de harneros, con sus tambores de agujeros para simientes de todos los tamaños, que fabrica en su misma tienda con un arte heredado.
El tonelero con sus puertas abiertas, en mangas de camisa, ajustando las duelas a golpe de mazo y con su fogata encendida en mitad de la calle para cerrar un tonel.
El pastelero, que conserva el arte misterioso de los caramelos pegajosos, de rojos, azules y verdes de veneno, las tortas macizas y negras de puro tostadas, las galletas diminutas que entran centenas en un kilo, y los turrones de almendra y de miel que arrancan los dientes de las encías.
El comerciante de cuadros con marcos y flores dorados y cromos de santos y purísimas con caras dulzonas y trajes azules y rojos; con paisajes maravillosos que contienen el río, el bosque, la montaña con nieve, el molino de viento, la carreta de bueyes, la casita con chimenea humeante y un senderito donde suele haber un niño con una cesta que viene hacia el espectador.
La tienda de loza, con sus potes vidriados y sus decoraciones barrocas e ingenuas de flores policromas y formas rebuscadas; con floreros, azucareros y vasos de cristal bañados en purpurina, con líneas azules y rojas y leyendas de «Recuerdo» en góticas viejas, contrahechas.
El botero, que fabrica las botas de vino con pieles de gato y los pellejos con pieles de cabra, y que aparece tripudo en la puerta de su taller, sudando, entre sus piernas la panza negra de un pellejo inflado que rasca con una cuchilla para arrancarle los pelos, sus brazos membrudos tatuados de la pez que usa para bañar las tripas del pellejo.
El cordelero, con su tienda olorosa de cáñamo, donde flota un polvillo que hace llorar los ojos y carraspear, y donde el patrón, hombre seco, de pulmones roídos, termina siempre sus tratos en la taberna de enfrente, para arrancar de su garganta los pelillos de la mercancía que le dan sed eterna.
El talabartero, con su arte primitivo de guarnicionero, trenzando la paja para formar los collarones para burros y muías, alegres de campanillas de bronce diminutas o de cascabeles gordos como nueces doradas; cosiendo los cueros sujetos en las tenazas de palo que oprime con las rodillas, en un movimiento rítmico de sus brazos que se abren en cruz, anudando los hilos cruzados de la costura; o tejiendo las cinchas de cuerda, de colores vivos, o los cabezales con floripondios de lana roja que agitarán orgullosos los animales.
El tendero en su tienda menuda, abarrotada de bacalao seco y de sardinas prensadas, sardinas en cuba, que forman círculos plateados en toda la tienda, que huele a cala de barco pesquero.
El lencero, que vende los paños gordos y las sábanas tiesas de lino crudo, que se vuelven blancas con los años y el sol, y que vende las blusas de seda baratas, con brillos de acero, y las faldas de flores chillonas, las pellizas con mangas y cuello de «caracul» de oveja, los mantones de lana pesados y peludos, que abrigan a las mujeres y a sus crías, las camisetas y los calzoncillos de paño amarillo que protegen al hombre en los duros inviernos de Castilla.
De la calle salían los coches a los pueblos limítrofes de Madrid, mediada la tarde, para terminar su viaje en el último pueblo del trayecto, a la luz de la luna. Y en la hora de las despedidas, la calle se llenaba de labriegos cargados de fardos y herramientas y rodeados de sus deudos: las hijas —criadas de servir en Madrid— y los hijos —soldados—. Era un mundo de risas de la gente moza y de llantos de chicos y viejos, en un coro de blasfemias y de picardías como sólo ya se podían encontrar allí, o en los libros tan viejos como la calle. Los padres compraban al hijo mozo su primer cigarro puro por ser soldado —es decir, ya hombre— y le regalaban la petaca profunda que su abuelo les dio en ocasión semejante. Había alguna criadita con el vientre inflado que aguantaba en un rincón de la taberna de la posada las iras desatadas de la madre y la mano dura del padre ante la «deshonra». Se enseñaban unos a otros, con miedo y con murmullos de voz, el portalón de piedra de la casa del Santo Oficio: un dintel de la puerta de tres bloques de granito, dos de pie y el tercero atravesado sobre ellos como un monumento druídico, con una leyenda en el frontispicio de saludo al Ave María, un anagrama primitivo y una fecha en números arábigos —1642— y una caja de portal de losas cuadradas grandes como ruedas de molino, entre las cuales, de pie en el muro, se habían encontrado incrustadas dos momias de mujeres en hábito monjil. Como vieja hidrópica, la casa había abombado sus muros y se esperaba verla estallar de un momento a otro y parir sus muertos en mitad de la calle.
Una hora antes de que salga el coche, estamos ya en la posada mis tíos y yo, sentados en un rincón de la taberna, con dos maletas y una cesta al lado. La cesta lleva la merienda y una provisión de agua, porque, luego, no hay en el camino más que agua de pozo. Mi tío ha sacado del bolsillo su grueso reloj de plata que tiene una llavecita diminuta, y ha mostrado la hora a mi tía.
—¿Ves cómo eres una testaruda? Falta aún cerca de una hora.
—Bueno, pero yo ya estoy tranquila.
Yo me he ido a la puerta de la posada donde está el coche, aún sin las mulas, con sus ruedas llenas de pegotes de barro de la carretera. En la acera, arrimados a la pared, están ya esperando la mayoría de los viajeros, con sus cestas y sus alforjas repletas de paquetes. Todos son gente de pueblo: un hombre gordo al que las alforjas hacen más gordo aún; una viejecita renegrida; una mujerona gorda y además preñada, con una muchacha y una niña; y unos cuantos hombres y mujeres. No puedo saber cuáles van al coche y cuáles han bajado a despedir a sus parientes. Por el portalón de la posada van sacando las mulas dos a dos y enganchándolas al coche. Las de varas entran a reculones en su sitio y quedan sujetas con una gran cantidad de correas a la lanza del coche. Es curioso ver la dificultad que todos los animales tienen para andar hacia atrás.
En cuanto las mulas están enganchadas, el techo se llena de todas las maletas y de todos los paquetes, y la gente empieza a entrar en el coche. Como es natural, mi tía es de los primeros y quiere que subamos también mi tío y yo. Mi tío acaba dejándola allí dentro que gruña, y nos vamos a la pastelería a comprar caramelos para mis primos del pueblo. Compramos muchos caramelos de menta, verdes, que destiñen y manchan los dedos como si fueran pintura y que escuecen en la boca de fuertes que son. Pero a la gente del pueblo son los que más le gustan. Compramos también un kilo de «paciencias», unas galletas redondas, pequeñitas, del tamaño de una peseta, de las que entran muchísimas en un kilo; nos dan una bolsa grande llena. Llevamos a mi tía los paquetes y vuelve a gruñimos para que nos metamos dentro, de miedo que el coche se vaya y nosotros nos quedemos en Madrid. Mi tío no le hace caso y nos volvemos a la taberna a beber cerveza con limón.
Entre toda la gente que hay allí, mi tío es el único señor de Madrid. Todo el mundo viste traje de campo menos nosotros: mi tío lleva su traje de alpaca negra, su camisa de cuello y pechera duros y su sombrero hongo. La tía lleva su traje bordado y su mantilla negra. Yo, mi traje marinero. Mi tío ha tenido una bronca esta mañana con mi tía por los trajes. Él quería llevarse una americana y un pantalón viejos que tiene e irse con una gorra y unas zapatillas en el coche, y que yo llevara mi delantal y mis alpargatas. Pero ella ha empezado a protestar y a decir que «gracias a Dios no somos unos pordioseros». Como siempre, se ha salido con la suya. Mi tío está gordo y se ha tenido ya que meter un pañuelo de seda, para que el sudor no le moleste con el cuello duro. De vez en cuando se quita el sombrero y se limpia el sudor de la calva. Con los puños duros de la camisa, la pechera también dura, y además el cuello, reniega de lo que él llama «las estupideces de tu tía». La verdad es que, si yo fuera él, iría como me diera la gana y si se enfadaba, ya se contentaría. Pero él es un buenazo que, por no disgustarla, le aguanta todas sus exigencias.
Por último, montamos en el coche. Acoplarse dentro es un problema. Los asientos están ya llenos, menos el sitio de mi tío, y tenemos que pasar entre medio de todos para llegar allí. Yo me quedo entre las piernas de él y esperamos que el coche se ponga en marcha. Dentro, el calor es inaguantable, todos apretados en el coche, tan bajo que las cabezas de las personas sentadas dan en el techo. Arriba, están atando los bultos y cargando los que faltan, y cada pisotón del mozo nos llena de polvo y parece que se van a hundir las tablas.
El coche va lleno y el mozo de mulas ha tenido que montarse en la primera mula de la izquierda, porque el cochero lleva a su lado a tres mujeres apretadas como sardinas. Además, en el estribo se han puesto de pie dos hombres, que van hasta Campamento y que han pagado dos reales por ir allí.
Bajamos la cuesta de la calle de Segovia, chirriando el coche: la cuesta es tan pina que los frenos aprietan hasta que no ruedan las ruedas, y aun así el coche se echa encima de las mulas. Algunas veces ha volcado en mitad de la calle y no se ha podido hacer el viaje. Al final cruzamos el puente de Segovia y empezamos a subir la carretera de Extremadura que también es muy pendiente. En el puente de Segovia termina Madrid y empieza el campo. Esto del campo es una manera de decir, porque no hay más, a los lados de la carretera, que unos arbolitos secos, sin hojas, llenos de polvo, unos campos de hierba amarilla con manchones negros de lumbres, y unas cuantas casitas de traperos, hechas de chapa, con montones de basura a la puerta que huelen hasta la misma carretera.
Dentro del coche, mi tía ha hecho lo de siempre. Cuando el coche ha empezado a andar, se ha persignado y ha comenzado a rezar el rosario. Tiene un rosario de madera de olivo, de Palestina, del Huerto de los Olivos, bendecido por el Papa; tiene otro que es de plata; y otro aún de una piedra que se llama ágata. Éste lo trajo una vez que fue a Lourdes, en Francia, y tiene una cruz con un cristal en medio, que se mira por él y se ve la virgen en la caverna.
La carretera está llena de baches y de polvo; así que el coche da barquinazos y el polvo que entra por las ventanillas forma una nube dentro. Cuando se mueven los dientes, se mastica la arena. Pero el sol da de lleno y no se pueden cerrar las ventanillas, porque entonces nos ahogaríamos. Una de las mujeres se ha mareado ya y se ha puesto de rodillas en el asiento, para sacar la cabeza por la ventanilla y vomitar. Cuando no vomita, la cabeza le baila en la ventanilla como si fuera la cabeza de un pelele. Cuando lleguemos, habrá echado fuera el forro de las tripas, porque no hace veinte minutos que hemos salido de Madrid y aún tenemos viaje para más de cuatro horas. Yo empiezo a tener hambre, porque no he merendado con la prisa de llegar al coche y no tener asiento. Se lo digo a la tía, y se enfada. Me dice que me espere a que termine el rosario; y le falta más de la mitad. Enfrente de mí va el hombre gordo. Ha sacado una libreta con una tortilla dentro que huele muy bien. Va cortando trozos con la navaja y se los va comiendo, y a mí, de verle, me entra un hambre feroz. De buena gana le pediría un cacho. Vuelvo a pedir la merienda a mi tía, pero ahora en voz alta. Si no me da de merendar, seguro que este hombre me da un cacho de tortilla. Quiero enfadarla y que no me dé la merienda, porque lleva pan y chocolate y lo que yo quiero es tortilla. Mi tía se enfada, me da un pellizco en el muslo, y no me da de merendar. El hombre gordo corta una rebanada de pan muy grande y un cacho de tortilla que parece medio ladrillo, y me los da. Mi tío deja que los coja y, además, le regaña a mi tía. «Siempre tienes que hacer el ridículo.» Entonces mi tía saca el pan y el chocolate, pero ahora no los quiero. La tortilla está estupenda y el hombre me da además unas rajas de chorizo. Me sabe mejor porque me he salido con la mía, y además me ha dado la razón mi tío. Mi tío saca la bota del vino que llevamos para la cena, coge también un cacho de tortilla, y comemos y bebemos los tres. Los dos hombres se ponen a hablar de mí. El hombre cree que mi tío es mi padre.
Nos cuenta que tiene un hijo mayor que yo, que está estudiando en Madrid para abogado, pero que no ha aprobado en los exámenes y ha tenido que quedarse estudiando para volver a examinarse en septiembre. Mi tío le cuenta que yo soy muy buen estudiante, y el hombre replica que su chico es un golfo que le cuesta todo el dinero que gana labrando el campo. Entonces comienzan los dos a hablar de la cosecha del año. El hombre tiene muchas tierras en un pueblo cerca de Brunete y conoce a todos los de mi familia y conoció al padre y a los abuelos de mi tío.
Con el enfado de la merienda, mi tía ha empezado a contar a la mujer que va enfrente con la niña los disgustos que yo le doy. No quiero escuchar, porque entonces yo tendría que contestarle y contar las latas que me da ella a mí. Estamos bajando la cuesta del río Guadarrama, un río que le pasa lo que al Manzanares, que no tiene agua, nada más que arena y un arroyito entre juncos. La cuesta baja dando vueltas desde Móstoles hasta el río y luego hay que cruzar un puente de madera muy viejo, donde la gente tiene que apearse para que el coche no pese y el puente no se hunda. Después viene otra cuesta larga que termina en Navalcarnero.
Cuando se pasa por Móstoles, se encuentra en la plaza un monumento en construcción, lleno de andamios y tapado con una tela blanca. Es una estatua que están haciendo al alcalde de Móstoles para inaugurarla el año que viene, que es el centenario de la guerra de la Independencia. El alcalde de Móstoles fue un alcalde que había cuando Napoleón quiso apoderarse de España. Era un tío viejo con una capa de paño de color café, con esclavinas, un sombrero grande de alas redondas y una vara muy alta. Cuando se enteró que los franceses estaban en Madrid, llamó al pregonero y le dio un bando para que se lo leyera a los del pueblo. En este bando él —el alcalde de Móstoles— declaraba la guerra «al Napoleón». Claro que era una tontería que un pueblo tan pequeñito quisiera hacer la guerra con los ejércitos de Napoleón. Pero si Napoleón hubiera ido a Móstoles y el alcalde le hubiera cogido por su cuenta, seguro que le mata a palos con su vara de alcalde.
En mi Historia de España hay un dibujo de él leyendo el bando, y también un retrato de Napoleón con su casaca de militar, con las solapas blancas, el pantalón también blanco y la mano metida entre los botones de la casaca. El padre Joaquín, un vasco muy grande, que es mi profesor de historia, nos cuenta que Napoleón no pudo apoderarse de España porque hubo mucha gente como el alcalde de Móstoles, que no le tuvo miedo: en Madrid fueron dos tenientes de artillería, Daoiz y Velarde, que cogieron un cañón y se pusieron a la cabeza del pueblo. En Zaragoza fue una mujer, Agustina de Aragón, que empezó a animar a los hombres y a tirar cañonazos contra los franceses. En Bailen se reunieron todos los garrochistas, que son los pastores que guardan los toros bravos y que van a caballo con una garrocha, y se fueron a buscar a los coraceros que llevaban lanzas muy grandes de hierro. Además, llevaban una coraza de hierro plateado y un casco, también de hierro, con muchas plumas. Los vaqueros no llevaban más que la chaqueta puesta y los sombreros cordobeses, y eran muchos menos. Bueno, pues les dieron una paliza a los coraceros de Napoleón, que un inglés que vino a España a ayudarnos, y que se llamaba Wellington, se asustó y luego no le creían en su tierra cuando lo contaba.
Mi abuela, la madre de mi madre, era muy pequeñita cuando las tropas de Napoleón anduvieron por estos pueblos. Para que no la mataran, porque los franceses mataban a los chicos con las bayonetas, clavándoselas en el trasero, la metieron en una cesta y la bajaron al pozo de la casa que tiene dentro una mina. La dejaron allí y su madre bajaba a darle de mamar cuando no la veían. Mi abuela tiene ahora más de 99 años. Nosotros, yo y mis hermanos, le llamamos «la abuela chica», porque es una viejecita arrugada, con la cara y las manos llenas de manchas color café. A la otra abuela la llamamos «la abuela grande», porque es mucho más alta que un hombre y muy grande. Ahora la encontraremos en Navalcarnero.
Cuando llegamos a Navalcarnero, mi abuela Inés nos está esperando. Hay allí una posada y el coche cambia las mulas. Mientras, la gente cena en la posada, bien las cosas que lleva o bien la comida que hacen allí. Nosotros tenemos merluza frita rebozada y chuletas empanadas con pimientos fritos, y como nos hemos comido la tortilla del hombre gordo, mi tío le invita. Tenemos también café puro que ha traído mi tío en una botella envuelta en muchos periódicos y que todavía está caliente.
Mi abuela se sienta con nosotros, teniéndome a mí en sus rodillas. Se está allí como en un sillón. Mi tía y ella se ponen a hablar. Y como siempre, acaban regañando, porque las dos son contrarias. Cuando eran chicas, han jugado juntas en el pueblo, y se llaman de tú y se dicen lo que les viene a la boca. Mi tía es una beata y mi abuela es atea. Cuando las dos eran chicas, de doce años o así, sus padres las mandaron a Madrid a ser criadas de servir. Mi abuela estuvo en muchas casas hasta que se casó. Mi tía, en una sola. Mi tía come pizquitas y mi abuela traga como está tragando el hombre gordo, que no parece se haya comido la tortilla y la libreta. Mientras tanto discuten de mí.
—Buena falta le hace al chico tomar un poco el aire y salir de tus faldas. Con tanto cura y tanto rezo, le estáis atontando. Mírale la cara de gilí que tiene. Menos mal que estará conmigo unos días y yo le espabilaré —dice mi abuela.
—Pues al niño no le falta nada —se encrespa mi tía—. Lo que tiene son muchas picardías y por eso no engorda. Porque en la educación no sé qué puedes decir. Claro que tú quisieras que el chico fuera un descreído como tú. Más valía que pensaras que eres una vieja, como yo, y que si sigues así irás al infierno.
—Mejor, más caliente. Además, mira: al infierno va toda la gente de buen humor y al cielo todas las beatas aburridas como tú. Y francamente, prefiero la gente divertida. Tú no hueles más que a cera.
—¡Jesús, Jesús! Tú siempre dices blasfemias y acabarás muy mal.
—¡Recorcho! Las blasfemias sólo las digo cuando me pisan un callo o me pillo un dedo contra una puerta, porque, al fin y al cabo, una es una mujer y no un carretero. Lo que no soy ni quiero que sea el chico es un espiritado como tú, que no sabes salir de las faldas de curas y sacristanes.
A mi tía le entra el hipo y entonces mi abuela se siente completamente feliz. Acaban haciendo las paces y mi abuela le dice finalmente:
—Mira, Baldomera, yo sé que tú eres muy buena y que el chico está muy bien con vosotros. Pero le estáis volviendo idiota. Tú reza lo que quieras, pero déjale al chico que juegue. ¡Verdad —agrega dirigiéndose a mí— que tú lo que quieres es jugar!
Para no disgustar más a mi tía, le digo que me gusta mucho la iglesia. Y entonces ella explota:
—¡Tú lo que eres es un marica! —y me zarandea entre sus brazos y sus pechos, como si estuviera en un colchón que me fuera a aplastar. Me callo, dolorido, pero se me caen dos lagrimones. Entonces mi abuela pierde la cabeza, me coge en brazos, me besa, me estruja y me sacude como un muñeco. Por último, me hace prometer que iré a Navalcarnero en septiembre y que no me he enfadado con ella.
Me lleva al mostrador de la taberna, me llena los bolsillos de alcahueses y torrados, me abruma con sus preguntas rápidas, y sólo se calma cuando le afirmo repetidas veces que no me he enfadado, pero que yo no soy un marica. Y que, si vuelve a llamármelo, no iré más a Navalcarnero.
Llegamos a Brunete a las diez de la noche, yo completamente rendido y con ganas de acostarme.
El pueblo es un grupo de casas que hacen unas sombras muy negras con la luna, o paredes muy blancas que brillan con la misma luz de la luna. En las puertas de las casas están las gentes tumbadas en el suelo, tomando el fresco, algunos charlando y la mayoría durmiendo. Cuando salimos del coche y vamos a través del pueblo hasta la casa del tío Hilario —el hermano de mi tío José—, las gentes se levantan a saludarnos y algunos nos dan bollos de aceite y aguardiente. Yo no tengo gana, lo único que tengo es sueño. El sereno del pueblo viene, saluda a mi tío dándole un cachete en la espalda, y me acaricia diciendo:
—¡Está ya hecho un hombre!
Después se empina como los gallos, se pone una mano al lado de la boca y grita:
—¡La once... y serenoooo...!