Capítulo 3

Tetuán

Durante los primeros veinticinco años de este siglo Marruecos no fue más que un campo de batalla, un burdel y una taberna inmensos.

Córcoles y yo nos fuimos juntos a la comandancia. Él iba a introducirme en la vida alegre de Tetuán.

—Vamos al Segoviano —dijo—. La primera taberna de Tetuán. Luego iremos a casa de la Luisa. La dueña de la casa de putas más lujosa de Tetuán.

—¿Y dónde vamos a comer?

—De eso no te preocupes; en cualquier parte. La calle de la Luneta está llena de restaurantes.

La taberna del Segoviano se abría directamente a la calle. Entramos en ella. Desde la puerta se extendía el largo mostrador de cinc chorreante de agua desde un extremo a otro, con sus pilas desbordadas para lavar los vasos y su columna central llena de grifos. Tres dependientes mantenían un concierto ininterrumpido de cristal contra cristal, de chapoteo de patos en una charca, de glu—glus de aire entre el cuello y la panza de las botellas, llenando vasos con vino, vaciando los restos de los bebidos, sumergiéndolos en las pilas para lavarlos de nuevo, volviéndolos a llenar de vino, en movimientos mecánicos, precisos e interminables. Detrás de los dependientes y a lo largo de la pared se extendía un vasar y sobre él desfilaba incesante una cadena de frascos cuadrados llenos de vino en la cabeza de la hilera, allá en el fondo, vacíos en su final. Los dependientes cazaban ágiles los frascos llenos, los vaciaban, llenando hileras de vasos sudosos de agua, y los volvían vacíos con un empujón, para que la cadena siguiera avanzando. En un extremo un muchacho ponía incansable frascos llenos. En el otro, un segundo muchacho retiraba los frascos vacíos.

A lo largo del mostrador se empujaba, apretujándose contra el borde, una mesa de soldados chillando más alto que el estrépito de los vasos, el borboteo del agua y el tintineo de las monedas de cobre. Se hablaba a gritos. Más allá del mostrador, en el fondo, reinaba una mezcolanza caótica: barriles, cajas de botellas de vino y cerveza, damajuanas de aguardientes, banquetas con tres patas pintadas de almazarrón, cajas de embalaje abiertas y a medio abrir volcando sus intestinos de paja, negruzcas jarras de estaño para medir, frascos vacíos y llenos, ristras de chorizos y salchichón colgando de las paredes y del techo. El suelo era escurridizo por el mosto pegajoso, amasado en una pasta espesa con el polvo de las suelas de centenares de personas. Y todo estaba cubierto de moscas, millones de moscas cuyo zumbido se fundía en una nota única, intensa y persistente, que daba la impresión de que cada cosa estaba vibrando. Lo único limpio en este océano de basuras eran los vasos emergiendo incesantes del agua corriente de las pilas. El salón olía exactamente como el aliento de un borracho hiposo.

Córcoles me empujó a través de la mesa de gente:

—Vamos dentro. —Y me guió por una puerta estrecha a un segundo cuarto.

En este cuarto, oscuro, con su puerta a la calle bloqueada por barriles y su piso de losas de piedra, estaban diseminados, entre el laberinto de cajas, botellas, damajuanas, barriles y pellejos de vino. Cada barril servía como una mesa, cada caja como un asiento. Uno de los barriles servía de soporte a una bandeja enorme cargada de chatos de manzanilla, y el otro, a un frasco grande de vino en el centro de un círculo de vasos gruesos, llenos hasta el borde de vino tinto.

En el cuarto no había un solo soldado. A través de la puertecilla aquella no se permitía pasar a nadie que no fuera al menos un sargento. Así, todos aquellos grupos ruidosos se componían de todas las categorías militares desde sargentos a comandantes. Varios muchachos atendían a los clientes y llevaban sus bandejas de estaño cargadas de vasos y botellas de un rincón al otro en fantásticas peregrinaciones.

El suboficial Carrasco nos llamó desde uno de los barriles convertidos en mesa. Era un andaluz que llevaba veinte años en África, un poco calvo, un poco panzudo, bebedor insaciable, listaba con un teniente de Regulares y un sargento de la compartía de telégrafos y nos invitó a que nos uniéramos a ellos.

—Qué, ¿cómo van las cosas? —me preguntó.

—No mal del todo.

Con la punta de los dedos me golpeó amistoso el estómago:

—No mal del todo, ¿eh? Vas a echar una barriga como un obispo. —Les contó a sus amigos mi carrera a grandes rasgos. El oficial de Regulares se cambió de sitio y vino a sentarse a mi lado.

—Tiene que ser muy interesante ese trabajo suyo. ¿Qué le parece a usted? —Y sin transición, sin esperar mi respuesta, continuó, verboso—. Lo que usted necesita es un reloj como este —y sacó no sé de dónde un reloj de oro de pulsera.

Un poco azorado y creyendo que el teniente estaba borracho, cogí el reloj y lo examiné. Debía valer sus buenas quinientas pesetas.

—Es una pieza magnífica —le dije al devolvérselo.

—¿Le gusta?

—Mucho.

—Bueno. Quédese con él.

—¿Quién, yo?

—Sí, hombre. Quédese con él. Me lo paga cuando quiera y como quiera.

—Pero yo no quiero un reloj de oro —exclamé.

—¡Qué pena! Éste es un reloj para una persona de gusto, no para esos paletos de infantería. Es un reloj para un oficial. Garantizado por cinco años. Pero, bueno, si no lo quiere, no vamos a regañar por eso.

Desapareció el reloj en sus bolsillos y de otra parte sacó una estilográfica:

—Pero esto sí le va a gustar. A propósito para usted. Cincuenta pesetas. Una verdadera Watterman. La puede usted pagar ahora o en plazos de cinco pesetas al mes o como quiera.

—Pero bueno, ¿usted es un viajante de comercio, o una bisutería ambulante, o qué?

—Un poquito de todo. —Me dio una tarjeta de negocios: «Pablo Revuelta. Teniente de Regulares. Joyería fina de todas clases. Plazos y contado»—. Uno tiene que vivir de alguna manera. Con esto y con la paga me las voy arreglando.

La estilográfica era buena. Me quedé con ella por cuarenta pesetas al contado y Revuelta continuó dándome explicaciones.

—En casa tengo de todo y todo de primera calidad. Lo que se le antoje: un reloj de oro o unos pendientes de diamantes para la chica. El pago como quiera. Me firma usted un contrato y el regimiento descuenta los plazos de su paga cada mes sin que tenga que preocuparse.

—¿El regimiento? Pero las deudas están prohibidas...

—Esto no es deuda, es una compra. Todos los regimientos en la zona aceptan mis recibos.

Cuando nos marchábamos se volvió, confidencial:

—Si algún día se encuentra usted en un apuro, venga a casa a verme. Se lo ofrezco como amigo.

En la calle le pregunté a Córcoles.

—¿Qué clase de pájaro es éste?

—Verdaderamente, no sé como se las ha arreglado para llegar a lo que es. Un oficial de Regulares, pero nunca en operaciones. Oficialmente tiene un cargo en la oficina de Mayoría, pero nunca aparece por allí. Su casa es un almacén de joyería y vende a plazos a toda la guarnición desde sargentos a generales, desde estilográficas hasta joyas de dos mil duros. Pero éste no es un gran negocio. Tú vas allí y le compras la joya que te guste más o lo que te dé la gana. Pero no te lo llevas y él te paga lo que vale, menos un descuento del veinte por ciento. Es decir, si te hace falta dinero le firmas un contrato según el cual le has comprado una sortija por valor de mil pesetas y él te da ochocientas. Lo pagas a plazos y no te puedes escapar de pagar, porque el regimiento acepta sus recibos y también porque la sortija la tienes en depósito hasta que terminas, y él tiene el derecho de perseguirte por estafa si pretendes evadir el pago.

—Pero no comprendo que estas cosas se toleren en el ejército.

—Ta, ta, ta. Si a ese tío le da la gana de abrir el cajón de los secretos, como él lo llama, ni los generales se escapan del escándalo. Ochenta y cinco por ciento de la guarnición le debe dinero. Aparte de eso, el hombre es una institución necesaria. Sin él, la mitad de nosotros estábamos en la cárcel. Mira: como tú sabes, cada noche armamos la partida de bacará. Un día Herrero tuvo una racha mala y perdió. El señor Pepe le prestó quinientas pesetas; las perdió. Entonces cogió quinientas pesetas del dinero de la cocina y las perdió también. El señor Pepe le dijo que no le daba un céntimo más y Herrero no tenía dinero para dar de comer a los soldados. Pidió permiso al capitán para bajar a Tetuán y volvió por la tarde con mil pesetas. Ahora le descuenta cincuenta pesetas cada mes.

Habíamos llegado al final de la calle de la Luneta y Córcoles dio una vuelta en redondo.

—Oye, tú, ¿dónde vamos?

—A pasear un poco —me contestó.

—Bueno, pues vámonos de aquí. Me gustaría ver un poco de la ciudad.

—Aquí no hay otro paseo que éste. Después de cenar nos iremos a la Alcazaba. Pero ahora no puedes ir a ninguna parte. Aquí ves a todo el mundo y puedes echar un trago cuando te da la gana.

En la calle de la Luneta, indudablemente, todo el mundo estaba haciendo lo mismo que nosotros, pasear la calle arriba y abajo de una punta a otra, de vez en cuando entrando o saliendo de las tabernas y bares. La calle era un hormiguero, pero uno se encontraba las mismas caras la segunda vez que la recorría.

Todo el comercio de propietarios europeos o judíos más o menos europeizados se encontraba en la calle de la Luneta. Fuera de allí todo eran callejas silenciosas y solitarias. La calle en sí comenzaba en la misma estación del ferrocarril y terminaba en la Plaza de España. En un trecho de quinientos metros se concentraba toda la vida de la ciudad. En el lado izquierdo se abrían las puertas del antiguo barrio judío, y por ellas se volcaba una riada de chiquillos astrosos que acosaban infatigables a los transeúntes, en libre competencia con innumerables chiquillos mo—ros y cristianos igualmente haraposos.

La calle era una extraña mezcla de colores: predominaba el caqui de los uniformes, resaltando aquí y allá sobre su fondo la nieve de las capas blancas, los albornoces y los pantalones bombachos de las unidades moras, los fajines rojos y azules del Estado Mayor y unos pocos generales, con los entorchados de oro de los ayudantes de campo, y los trajes azules de los mecánicos de los parques. Se cruzaba uno con los moros de la montaña, escuálidos, piojosos y descalzos, envueltos en sus chilabas haraposas, grises o color café, y con los moros ricos de Tetuán en albornoces blancos y azules, de lana o de seda, calzados con babuchas limpísimas de color amarillo o en cuero taraceado lleno de policromías. Se encontraban judíos envueltos en hopalandas sucias y grandes, mezclados con judíos cuyos caftanes eran de fina lana o fina seda y cuyas camisas deslumhraban por su blancura. Había gitanos vendiendo cuanto es vendible bajo el sol, mendigos de las tres razas mosconeando dioses, limpiabotas a cientos que se amparaban de vuestros pies mientras andabais. Y muy pocas mujeres.

Tan pocas mujeres había en la calle de la Luneta que el paso de una de ellas, si no era vieja y gorda, producía un murmullo que la acompañaba a lo largo de toda la calle.

Un polvo impalpable flotaba en el aire, el polvo de innumerables e incesantes pisadas. La calle entera se moría de sed y alimentaba incansable las tabernas de ambos lados, siempre llenas, siempre abiertas.

Al caer la noche, Córcoles me llevó al casino de sargentos y me inscribió como socio. El casino consistía en un salón con divanes y sillas, un bar, y otro salón como tertulia con unas pocas mesas de billar, unas cuantas mesitas aisladas forradas de verde para las partidas de cartas y una enorme mesa para bacará, treinta y cuarenta y rouge et noir. Una multitud de sargentos y suboficiales estaban jugando; miramos el juego un rato, arriesgamos unas monedas, perdimos un poco de dinero y nos fuimos a cenar. Córcoles planeaba el ir a casa de la Luisa.

—No te creas que todo el mundo puede entrar allí. Sargentos sólo admiten unos pocos que ya conocen. Pero allí yo soy alguien.

—Si te digo la verdad, preferiría irme a dormir —dije.

—Te llevas una a la cama y te duermes después.

—No me gustan mucho las casas de putas para dormir.

—Y yo te digo que es el mejor sitio donde puedes dormir, en los hoteles te dan ganas de vomitar. Están llenos de mierda y de chinches y no puedes cerrar los ojos. Aquí pagas cinco duros y tienes una mujer y cama limpia.

—Bueno, vamos donde quieras, me es igual.

Cruzamos la Plaza de España, entramos en el barrio moro y nos enfrentamos con una calleja empinada, estrecha y retorcida, con casas bajas, la mayoría de un piso, y empedradas con cantos de río formando ángulo hacia el centro convertido en un albanal de agua sucia y maloliente.

—Esto es la Alcazaba —dijo Córcoles—. Aquí están todas las putas de Tetuán.

No veía nada más que miserables casuchas y largas tapias Manqueadas con cal, taladradas de vez en cuando por recias puertas con gruesos clavos. Córcoles se paró ante una de estas puertas v llamó; se abrió un ventanillo y alguien nos inspeccionó desde dentro y abrió una puertecilla para que entráramos. Nos recibió una vieja que nos condujo a una sala brillantemente alumbrada, sobrecargada de espejos, con una mesa en el centro y un piano en el fondo. Dio unas palmadas y detrás de nosotros entró un grupo de mujeres, la mayoría de ellas en una simple bata y medio desnudas bajo ella.

Cuatro sargentos estaban en la sala bebiendo y bromeando. La repugnancia fría que siempre me han dado los burdeles me condujo a reunirme a ellos y evitar la invitación de las mujeres. Charlamos, bebimos, reímos y al fin cantamos a coro metiendo un poco de escándalo. Uno tras otro fueron desapareciendo, unos discreta, otros ruidosamente. Córcoles y yo nos encontramos solos, él con una muchacha que mantenía ser de Marsella, con una voz estridente y gutural, gruesa y pesada como una vaca. Yo aún era el centro de atracción de tres de las chicas.

Córcoles estaba un poco borracho ya.

—Si tú no te quieres acostar con nadie, a mí no me quitas de acostarme con ésta —dijo, palmeando los hombros desnudos y macizos de la francesa que sonaban a gelatina.

—Te espero aquí si no tardas mucho, y si tardas me voy. No tengo ganas de acostarme con nadie.

Pedí una botella de vino para matar la espera. Las muchachas me miraron despectivas y dos se marcharon; una se quedó conmigo.

—¿No te gusto?

—No.

—¿Te aburro?

—No, quédate y bebe conmigo.

Llenó dos vasos y me alargó uno. Bebimos ambos. Se sentó en el sofá a mi lado:

—Déjame estar aquí un rato. Es tan cansado esto, siempre lo mismo, el día entero. Sabes, es una vida miserable... —Y comenzó a contarme una historia sentimental que había oído cientos de veces. No la escuchaba.

Me aburría: bebía mi vino a sorbos y encendía un cigarrillo tras otro. Al fin se calló.

—Te estoy aburriendo. Lo siento.

Cerró la puerta sin ruido y me quedé solo. Me fui al piano y me entretuve en punzar sus teclas con un dedo. En la calleja sonaban los pasos de los transeúntes y algunas veces las herraduras de un burro o un caballo, sonoras sobre los cantos. Una voz detrás de mí me dijo:

—¡Pobrecito! Te han dejado solo.

Había entrado otra de ellas, más elegante que las otras. Llevaba un traje de noche crema de seda espesa, que se ceñía estrechamente a su cuerpo. Podría verse que debajo estaba desnuda y el traje la hacía más desnuda aún.

—No me quieren por flaco —repliqué.

—Pobrecito —replicó sentándose en el diván y mirándo—me—. ¿No te gustan nuestras chicas?

—No.

Se enderezó rígida, como si la hubiera insultado:

—Gusto a muchos.

—No lo dudo. Contra gustos no hay nada escrito.

—¿Es que no te gustan las mujeres?

—Sí. —Y agregué como un idiota—. Pero las otras.

—¡Tonterías! En la cama todas somos iguales.

Se levantó del diván, fue al piano y se puso a tocar. Tocaba bien, con un tacto nervioso. Golpeó un grave y cerró la tapa con ruido. En aquel momento Córcoles entró un poco más colorado que antes. Llenó un vaso de vino y lo apuró de un trago.

—Buena compañía tienes —dijo.

—No está mal. ¿Nos vamos?

Intervino ella:

—¿Qué le pasa a tu amigo? No se puede marchar así. —Se volvió burlona a mí—. ¿Con quién quieres acostarte tú, rico?

—¿Yo? ¡Con el ama! Anda, vámonos.

La mujer se volvió a Córcoles:

—¿No sabe éste quién soy yo?

—Chica, acaba de llegar a Tetuán. Es un paleto aún.

La mujer me cogió del brazo y me empujó:

—Ven, te vas a acostar con el ama —dijo riéndose.

Tenía el espíritu tan cansado que no intenté resistir. ¿Qué más daba? Hay que tomar una broma como viene. El ama sería sin duda una vieja gorda hidrópica, sentada en un sillón con un gato en las faldas. Nos reiríamos todos. La seguí a través del laberinto de corredores y puertas, rozándonos con putas y maricas que se volvían a mirarnos. Entramos en una alcoba llena de pieles espléndidas, de cristales tallados como diamantes. Cerró la puerta y yo me quedé en medio del cuarto mirando. Nunca había visto un cuarto semejante en un burdel. Cuando me volví, se había quitado el traje y estaba completamente desnuda:

—¿Sabes? El ama aquí soy yo.

Se rebelaron todos mis instintos. ¡El ama era ella! Podía ser el ama de la casa, pero no iba a ser el ama de mí. No era más que una zorra como las otras, sin más privilegio que ser su ama. Pero yo no había ido allí a dormir con nadie, menos a someterme a nadie. Si una mujer me hubiera gustado, lo habría aceptado y me hubiera ido a la cama con ella. Pero no me daba la gana de aceptar que si yo le gustaba al ama, me tenía que acostar con ella.

Luisa era muy hermosa. Me acosté con ella. Fui actor y espectador a la vez. Como macho me sentía completamente independiente, liberado de la hembra. La miraba con mi cerebro y dominaba las sensaciones de mis sentidos. La miraba, la oía, la sentía, la olía, gustaba su boca, como uno disfruta de un espectáculo. Debió sentirlo, porque intentó arrastrarme a lo más hondo del placer y hacerse el ama de mí. Llegué en aquella ocasión a comprender el poder del chulo, el poder del macho mentalmente frígido sobre una mujer.

En las primeras horas de la madrugada cenamos Luisa y yo, una cena fría en un gabinetito inmediato a la alcoba. Muchas veces me puso su mano sobre un muslo y muchas veces mi mano tocó los suyos. Le quemaba la piel. Cuando terminamos se sentó al piano —¿cuántos pianos había en aquella casa?— y yo me quedé de pie detrás de ella, mirando el revolotear de los dedos perezosos sobre las teclas. Echó hacia atrás la cabeza contra mí y yo miré hacia abajo sobre los planos enérgicos de su barbilla poderosa, sus pestañas largas, los rizos de sus cabellos.

En uno de sus meñiques brillaba una esmeralda. Cuando dejó de tocar, la piedra se apagó, casi muerta, con sólo un reflejo profundo, funeral. Tenía un rubí sangriento colgado entre sus pechos, y cuando respiraba la piedra me lanzaba un destello a los ojos como una señal. Dejó las manos sobre el teclado como dos pájaros muertos, volvió la cabeza y se recostó más pesadamente sobre mí.

—¿Tú sabes que soy judía? Mi nombre verdadero es Miriam. Mi padre es platero. Cincela la plata con un martillo pequeñito. Mi abuelo era platero y el suyo también. Mis dedos son la herencia de generaciones de hombres que han manejado y tocado el oro y la plata. —Se acarició el rubí y la esmeralda con la yema de los dedos, cruzando sus manos sobre los pechos como en un gesto de súplica o de pudor—. Y piedras. Ahora ya no hay oro. En casa el padre conserva sus monedas de oro, unas monedas muy viejas, envueltas en un viejo paño de seda juntas con una gran llave roñosa. Al abuelo le echaron de España, le echaron de lo que vosotros llamáis la Imperial Toledo y se vino aquí con sus monedas y su llave. Cuando la llave vuelva a su antigua cerradura, las viejas monedas se cambiarán por moneda nueva. Padre sueña con ir a Toledo. Dicen que es una ciudad de calles muy estrechas y allí tenemos nosotros una casa construida en piedra. Porque me han contado que todas las casas que una vez fueron de los judíos existen aún en Toledo. ¿Has visto tú Toledo?

No aguardó por mi respuesta y continuó:

—Mientras tanto nos moríamos de hambre. Padre martilleaba su plata y yo me iba a mendigar a la Luneta, aquí en Tetuán.

Se calló y acarició el teclado. Echó la cabeza atrás otra vez y se rió con la risa estridente y seca de un borracho o de una mujer histérica.

—¡Oro! ¿Sabes que yo soy tal vez la mujer más rica de Tetuán? Tengo miles y miles, tal vez un millón. Todo mío. De Miriam, la judía.

Se levantó y se volvió hacia mí, cara a cara:

—¿Tú quieres dinero? ¿Mucho dinero?

—Yo, no. ¿Para qué? —Estaba cansado y somnoliento. «¿Es que aquí en África nadie piensa más que en dinero?», me pregunté yo mismo aburrido.

—Tienes razón. ¿Para qué?

Dejó caer las manos sobre las teclas y las hizo sonar en un cascabeleo de notas.

—Pide café, ¿quieres? —le dije.

—¿Me quieres? ¿Te gusto? —preguntó acercando su cara a la mía.

—No te quiero. Me gustas. Se le contrajo la cara con rabia.

—¿Por qué dices que no me quieres? Todos dicen que me quieren. Todos están dispuestos a hacer lo que yo diga. Son mis esclavos todos y yo soy el ama. Y tú no. ¿Por qué?

—Pues, porque no. Muy simple.

—¿No dices que te gusto?

—Sí.

—Entonces, bien, ¿te pegarías por mí? ¿Le matarías a uno a puñaladas por mí?

—No. ¿Por qué? No seas ridicula. ¿Por qué tenía yo que matar a alguien por el capricho de esta mujer?

Se rió blandamente y se me quedó mirando. Después de una larga pausa dijo:

—Tiene gracia —y se marchó de la habitación.

Poco después, uno de los homosexuales que hacían de sirvientes en la casa trajo café y coñac. Dejé disolver el azúcar en mi taza, con un sentimiento de irrealidad en el fondo de mi pensamiento, como si estuviera leyendo una novela francesa picara y barata.

Cuando Luisa volvió, llevaba puesto de nuevo el traje pesado de seda crema sobre la piel dorada. Sus ojos tenían una mirada ausente. Andaba rítmica y majestuosa, como la Reina de Saba, con un fruncir desdeñoso de su boca. Me la imaginé de repente en una serie de imágenes furtivas, como una niña judía harapienta vagabundeando en las calles de Tetuán, frotándose contra los pantalones inmaculados de los oficiales, pisando los albornoces de seda de los notables moros, escupiendo las hopalandas de seda de los banqueros judíos, agria y vengativa. Podía sentir ahora su odio rencoroso vivo aún. Por un momento tuve miedo y quise marcharme, pero ella dijo:

—Dame coñac. Creo que quiero emborracharme hoy.

—¿Te sientes trágica? —le dije, llenando el vaso.

Cogió el vaso y lo miró a contraluz. Lo llevó lentamente a su boca y se detuvo, cuando casi tocaba sus labios.

—¿Trágica, yo? Chiquillo, tú no sabes lo que te dices. La tragedia la hacen otros para que yo me divierta.

Accionaba como una actriz perfecta. Y así, la cara se le cambió de repente en un gesto de locura violenta y llamó al timbre. El homosexual que había traído el café apareció instantáneamente.

—¿Ha venido ése?

—No, Luisa, no es su hora aún. Tienes tiempo de sobra.

—¿Tiempo para qué?

El marica tartamudeó temblón:

—Para nada..., para nada...

Luisa saltó sobre él y le sacudió furiosamente. Temblaba entre sus manos y parecía que de un momento a otro iba a estallar en sollozos como un chiquillo asustado.

—¿Para qué? ¿Tiempo para qué? —le chilló furiosa.

—Yo creía que querías estar sola para..., por un rato..., hasta que él viniera.

Le empujó fuera violenta y echó el cerrojo a la puerta.

—Si se atreviera, ése, como los otros, me matarían. Les falta coraje. Son cobardes, todos. Ésos por maricas y los otros igual. Todos los hombres son cobardes asquerosos.

Se quedó mirando insultante mi cara. Saqué un cigarrillo del bolsillo, deliberadamente, y lo encendí, mientras le miraba los ojos. ¿No los tenía un poco dilatados? ¿Estaba loca aquella mujer?

—¡Tú también eres un cobarde como los demás! Y rápidamente levantó la mano para abofetearme. Se la cogí en el aire y le retorcí los dedos en una torsión de jiu—jitsu. Se mordió los labios para no gritar. Aumenté la torsión, fría, deliberadamente, sintiendo el placer salvaje de hacer daño. Cayó sobre las rodillas y al fin chilló, intentando a la vez morder mi mano con sus dientes agudos. Le golpeé los dientes con su propia mano. Cuando la solté, se quedó en el suelo, en un montón, y se mordió furiosa un brazo. Bebí un poco de café, alerta a su próxima reacción. Se levantó, llenó otro vaso de coñac, se lo bebió de un golpe y se me quedó mirando con ojos profundos, amansados, de los que la locura se había ido. Así, dijo despacio:

—Eres muy bruto. Me has hecho daño.

—Lo sé. No me gusta pegar a las mujeres, pero no dejo que las mujeres me peguen a mí. Tú querías cruzarme la cara y es mejor que no lo hayas hecho. Sufrió un nuevo cambio:

—¿Qué hubieras hecho, di? ¿Te hubieras atrevido a pegarme? —Se golpeó el pecho, haciendo saltar asustado el rubí.

—¿Pegarte? No. Lo único que hubiera hecho es escupirte a la cara y marcharme.

—Hubiera sido capaz de matarte —dijo después de un silencio—. Mejor que me pegaras. ¿Sabes que a veces me gusta que me peguen?

—Para eso te buscas un chulo. Yo no sirvo.

Durante los últimos momentos de esta discusión se había producido una conmoción insólita en el burdel. En este momento alguien llamó a la puerta y Luisa abrió. El homosexual volvió a aparecer con los ojos llenos de miedo. Susurró algo casi a la oreja de Luisa, y ésta dijo:

—Ahora bajo, en un momento.

Me sentía cansadísimo. Sentía los párpados pesados como plomo después de la cena. Me bebí otro vaso de coñac. Hubiera querido marcharme, pero me invadía una pereza enorme ante la perspectiva de bajar a la ciudad a aquella hora de la noche en busca de un hotel. Me quedaría allí, solo, en una de las alcobas, y dormiría. Volvió Luisa:

—Ven. Han venido algunos amigos y quiero presentarte.

Me llevó a la sala reservada para los oficiales. El cuarto estaba lleno de mujeres riendo y alborotando, la mesa cargada de botellas y vasos. Luisa, colgada de mi brazo, me arrastró al borde de la mesa. Oficiales y prostitutas nos dejaron pasar y todo quedó en silencio. Luisa se detuvo delante del general.

—Mi novio —le dijo.

Cogido de sorpresa, tartamudeé ridiculamente, bajo su mirada:

—A sus órdenes, mi general.

El general, con la cara roja de repente, se enderezó:

—Nada, nada, muchacho. Aquí no hay generales. En esta casa todos somos iguales tan pronto como se cierra la puerta. Beba usted algo, sargento. —Y volvió a sentarse, casi dejándose caer en la butaca.

En una voz muy baja, como si se lo dijera a sí mismo, exclamó:

—¡Esta chica, esta chica!

Un oficial de Regulares se me quedó mirando fijo. Instintivamente me puse firme.

—¿Conque usted es el capricho de Luisa, eh?

Debí reírme con una risa estúpida:

—Es una broma de ella, mi capitán. —¿Era un capitán? Los pliegues del albornoz cubrían la insignia.

Me arrastró gentilmente fuera de la mesa y me dijo en voz baja:

—¿Se da usted cuenta que ha insultado al general?

—¿Yo? ¿Por qué?

—¡Caray! ¿No lo sabe? ¿De dónde sale usted?

—He venido hoy del campo y nunca había estado en Tetuán. Fui allí directamente desde Ceuta y aquí no conozco a nadie.

—Pero, hombre de Dios... Luisa es el ojito derecho del viejo esta jugarreta se la paga usted. Ande, desaparezca de aquí antes que nadie le pregunte su nombre.

Pero el general se había levantado:

—Vamonos, señores —dijo.

Al pasar acarició la barbilla de Luisa. Los oficiales se marcharon tras él, escoltándole. Sobre la mesa quedaban aún muchas botellas llenas. Mientras el pataleo del grupo resonaba aún en el corredor, Luisa se volvió a mí y se echó a reír. Hubiera cogido a aquella mujer por la garganta que se hinchaba espasmódica con la risa, y le hubiera estrellado la cabeza contra la pared. Me marché a la calle sin que nadie me detuviera. Preguntando me fui al casino de sargentos. Eran las cuatro de la mañana. Córcoles estaba jugando bacará. Se levantó al verme.

—Oye, ¿es verdad que te has acostado con la Luisa?

Se interrumpió el juego y todos se me quedaron mirando curiosos:

—Sí, ¿y qué pasa? Vamonos a dormir.

—Espera un momento a que acabemos esta baraja.

Me senté en uno de los divanes y me dormí. Desperté allí cuando la mañana estaba ya bien avanzada. Unos soldados estaban barriendo la sala. Me marché a la calle en busca de un café o de algo que me reanimara. Todos los sargentos que me iban encontrando en la calle parecían conocerme de toda la vida:

—¿Es verdad que te has acostado con la Luisa? —preguntaban.