Capítulo 6
Futuro
Tengo ansia de algo. ¿De qué? No lo sé. Ansia de correr, de saltar, de tirar piedras, de trepar a los árboles. De sentarme en una sombra y mirar, mirar, sin pensar en nada. Mirar a lo lejos. Llenarme la cabeza de campo. Llenármela de aquellos grupos de árboles, casi una mancha negra de puro verde, que se ve a lo lejos. Llenármela de amarillo, de aquellas praderas del Pardo que dicen utiliza el Rey de España para experimentar cultivos. Entre ellas hay un cuadrado árido y en medio un pozo artesiano que hace brincar el agua a diez metros. Llenarme esta cabeza mía de nieve y de piedras, de la nieve y de la piedra que se ven al fondo en la sierra de Guadarrama. Encerrarme en la buhardilla, solo, mi madre en el río o no importa dónde. Dar la vuelta a la llave para que no venga la señora Pascuala y me vea sin hacer nada. Llenarme la cabeza de nada.
Me meto entre los pinos de la Moncloa. Los pinos están en cuestas rápidas y sus agujas han tapizado el suelo. Las gentes prefieren el parque del Oeste, jardín inglés de hierba recortada y arena fina. Parece que cuidan la hierba barberos con máquinas de cortar el pelo, gigantes que rapan la tierra y le dejan patillas. Le han sacado la raya en medio: un riachuelo con lecho de cemento y bordes de trozos de roca llenos de agujeros como esponjas petrificadas; con cascadas que son escalones de escalera. El arroyo salta en los escalones y se ríe de las gentes que le miran estúpidamente desde lo alto —alto de dos metros— de los puentecillos rústicos. Una mamá dice a su niño que se asoma al barandal de palos cruzados: «Niño, no te asomes, te puedes caer y ahogarte». ¡Y hay diez centímetros de agua! De la mamá se ríe el niño, que quisiera mojarse los pies en el arroyo, se ríe el arroyo y se ríen los peces. El niño ve en el arroyo un caudal de agua donde chapotear y revolcarse, alargando la mano a los pececillos dormidos, a estos pececillos imbéciles del Retiro que han trasplantado al arroyo. Tan tontos que no se atreven a seguir la corriente y marcharse río abajo al Manzanares, porque tienen miedo al agua. Tan tontos que se quedan en cada piso del riachuelo, girando en el cuadrado de cemento y comiendo las migas de pan que caen desde los puentecillos. La madre tiene visiones de Niágara desbordante: «Niño, te vas a ahogar». Se ríen el niño y el arroyo, pero al final se enfadan, porque quisieran jugar juntos.
Odio el parque del Oeste. Le odio. Le odio sus praderitas simétricas. Odio sus paseítos estrechos de arena y de piedrecitas pequeñas, redondas, con las que juegan las chicas a los cantillos. Odio las casitas rústicas, los puentecillos falsos de madera, las márgenes de roca, de cara feroz que yo podría arrancar y tirar al arroyo. Odio el arroyito, barnizada de cemento su tripa, con su fuente de origen, una boca de hierro fundido con un letrero en relieve que dice: «Canal de Isabel II».
Más allá está la Moncloa. Campo libre. Crece la hierba y las ortigas entre ella. Hay barrancos y fuentes, manantiales que tienen por caño una teja que debió clavar allí en la tierra algún pastor, y que ya los años y el agua han tapizado de verde, de un terciopelo verde donde al beber se hunden los labios. Hay fuentes donde el agua salta de la piedra como un borbotón de puchero que hierve. Donde hay que beber haciendo cuenco con la mano y sorbiendo el caldo del puchero de la tierra. Hay fuentes que son hoyos planos como un cristal. En el fondo sudan agua, el sudor de la tierra. Y el sudor desborda y sale del borde del hoyo y sigue entre la hierba, perdido, sin que nadie lo vea. Cuando se bebe en estos hoyos, la tierra se ofende y sus posos suben y manchan el cristal con el amarillo del cieno. Cuando dejas de beber se calma poco a poco y el cristal reaparece.
Hay un árbol aquí y otro allá. Millares de árboles sueltos. Unos en lo alto de los cerros con el cuerpo torcido a fuerza de aguantar el soplo del viento. Otros rectos y fuertes. Otros en el fondo de ba—rrancos, agarradas sus raíces a las cuestas para no caerse, sacando sus dedos fuera de la tierra, para hincar sus uñas en ellas. Hay matojos que son brazadas de especias que llenan el aire de olor. Y hay la alfombra de agujas de pino blanda y escurridiza donde da placer sentarse, tumbarse, revolcarse. La suela de mis alpargatas es de cáñamo y el cáñamo se pule con las agujas de los pinos. Desde lo alto de la cuesta, como sobre patines, se desliza uno, escurriéndose sobre las agujas de los pinos, y corre cuesta abajo hasta que pierde el equilibrio y se sienta en las agujas que se clavan en las posaderas. Los pinos se ríen, tú también, y riéndote te frotas. Y te quedas allí, donde has caído, sentado entre los pinos de corteza acuarteronada. Los domingos, cuando salgo de casa a las seis de la mañana, tomo un café puro en la Puerta del Sol, donde hay un café que no cierra ni de día ni de noche. El café que me dan, negro, espeso, sabe a juerga. En el café se reúnen gentes distintas a las gentes que se ven durante el día en Madrid. Primero los juerguistas. Los hay borrachos de toda una noche de vino, con la boca seca y el cerebro febril de no dormir: «Un café puro, sin azúcar», dicen. Los hay serenos, apresurados. Han dormido con una mujer toda la noche y van a casa con los ojos hinchados de sueño y de fatiga. Tienen que lavarse de prisa y corriendo, cepillarse la ropa, rehacer el nudo de la corbata y marcharse a la oficina o al taller. Después, profesionales: el sereno, el repartidor de telegramas, el camarero, el vendedor de periódicos, el barrendero. Se beben el café y la copita de coñac o de aguardiente barato para «matar el gusanillo». Después, nosotros, los madrugadores. Muchos que van a coger un tren y llegan con sus maletas o se apean del coche que queda en la puerta para calentarse el cuerpo. Con ellos suelen llegar viejecitas, asustadas del viaje y de este Madrid de madrugada, que se beben su café a sorbitos porque quema, mirando impacientes el reloj. Otros que vienen en pandillas, chicos y chicas de mi edad o poco más. Van al Retiro, a la Moncloa, al parque del Oeste, a jugar y a pasar el día. Son novios y novias principiantes. Se beben el café, empujándose, gastándose bromas, riéndose de los borrachos muertos de sueño. Vienen frescos de acostarse temprano, la cara lavada. Los chicos empujan a las chicas contra el mostrador y se les ven las ganas de estrujarlas allí mismo. Los menos son los solitarios, que son viejos o niños casi hombres, como yo.
Los viejos se irán despacio calle de Alcalá arriba hasta el Retiro, se sentarán en un banco y mirarán a los jóvenes jugar como bestezuelas libres. Hablarán con otro de su quinta y recordarán sus tiempos de juventud. O tejerán palabras con alguna viejecilla sola, que, como ellos, va a mirar divertirse a los jóvenes, a gozar con ello y a murmurar.
Los semihombres, seminiños, como yo, nos vamos más lejos: a los pinos de la Moncloa, con un paquetito en el bolsillo que es la merienda de media mañana, la tortilla de dos huevos en un panecillo, la chuleta empanada. Con una botella pequeña que cabe en el bolsillo de dentro de la americana y que contiene un vasito de vino para después; un libro en otro bolsillo para leer bajo los pinos. Luego, no leemos. Miramos. Miramos las bandadas de jóvenes que saltan, corren y se persiguen detrás de los árboles. Quisiéramos estar allí con ellos, besar y que nos besaran; pero nos da vergüenza. Y los despreciamos desde lo alto del trono de nuestro pino y de nuestro libro. Todavía no nos admite esta sociedad de chicos jóvenes. Los viejos sí; nos dan consejos, nos acarician la cabeza. Pero ¡los jóvenes! Los jóvenes se ríen de nosotros. Ellos nos llaman «mocosos», ellas nos rechazan porque somos «crios»; o bien nos acogen maternalmente y nos besuquean como falsas madres, para ponerse excitadas ellas, porque los jóvenes no las quieren y no quedamos más que nosotros, los semihombres, los seminiños.
Como no se puede leer con estas imágenes que turban, hay que pensar. Los domingos, en la Moncloa, me dedico a pensar. A veces odio tanto el pensar que al domingo siguiente no voy a la Moncloa. Bajo al colegio, busco al padre Joaquín y no sé qué decirle. Después, poco a poco, comienzo a hablar y todos los domingos repletos de ideas y de pensamientos se vuelcan allí. A veces se ríe el padre de las cosas que le cuento. A veces me manda callar y entonces coge el oboe. Suben las palomas del corral y vienen los pájaros del tejado del colegio. Me manda callar cuando le hablo de mujeres; entonces se pone a tocar como si tuviera rabia, hasta que con los chillidos del oboe y los de los pájaros se calma. Cuando le hablo de la madre, escucha y escucha, horas enteras. Un día ha sa—cado de un cajón un retrato, el retrato de su madre. Una vasca nariguda, tiesa y seca, con un pañuelo anudado en punta de la cabeza. Detrás, el padre, más alto que ella, también seco, grande, con ojos chicos, un azadón bajo la mano derecha. Al fondo, una casita con un balcón corrido a lo largo de la pared.
—Ahora tienen una casona —me ha dicho. Después ha mirado la celda llena de libros y de pájaros, con el atril estirado como un esqueleto al sol; ha mirado como si le faltara algo.
—Tienen una casona. Y una vaca. Mi padre trabaja con sus setenta. Aquí más abajo. No se ve. Delante de la casa hay un valle. Allí planta maíz el viejo. Luego, la madre lo fríe en la sartén cuando yo voy a verles. —Se calla y mira sin ver—. Se abre el maíz como una flor blanca, con un estallido. Cuando vuelvo a Madrid, la madre me mete unas mazorcas en la maleta. ¿Dónde podría yo aquí hacer flores de maíz? —Y da la vuelta a la celda con la mirada.
Después se levanta pesadamente, con su corpachón de elefante, se va a la ventana y me arrastra, una mano en la espalda empujándome. Se asoma al patio inmenso del colegio, donde discuten las palomas y las gallinas.
—Pero tú serás un hombre —me dice. No sé qué tiene su frase de misterio, de figuras calladas, de casita, de padres y madres; de niños, de mujer. Algo que no es esto, la celda numerada con el patio por horizonte. Alguien que no es él con su sotana. Siento su envidia hacia mí, por algo que aún yo no sé. Salgo del colegio, triste por él y por mí, y en muchos domingos no vuelvo.
Un día me contó:
—Tú no sabes por qué soy cura. Los padres —los vascos dicen siempre «los padres», no «mis padres»— eran pobres. Cuatro hermanas tenía cuando nací. Parece que comía mucho, más que el padre. Salí listillo en la escuela y el cura del pueblo, que se fijó en mí, le dijo un día a mi madre: «¡Buen canónigo hará Joaquín!». Era yo un chico cuadrado que a los ocho años hacía astillas con el hacha del padre que se pesaría sus tres kilos. Sacos de castañas llevaba ya al hombro que pesarían un medio quintal. El cura meneaba la cabeza cada vez que el padre me llevaba al campo. «¿Joaquín —porque el padre también se llamaba Joaquín—, quieres que le hagamos curilla?» Y así fue. A los once años me mandaron a Deusto. Salí de allí a los veintitrés para cantar misa en el pueblo. La madre lloraba y el padre me abrazó cuando me quité la casulla. «Ya eres un hombre, como yo te quería», me dijo. Los padres de Deusto querían que me quedara con ellos para la enseñanza, pero me daban asco sus sotanas raídas y sus zapatones viejos. No podía ser jesuíta. Me vine con los escolapios. Aquí se puede vivir; es uno libre y hay chicos a quienes enseñar.
Le escuchaba y le veía rodeado de chicos, pero no como cura. De chicos que eran hijos suyos, pataleando en la tierra. A él le veía como a su padre, con un azadón. Con un traje de pana —¿por qué de pana?—, crujiendo al andar su corpachón de hombre fuerte y grande. Abrazando con un solo brazo —¿por qué un solo brazo?— a una mujer fuerte y colorada con un pañuelo rojo en la cabeza. Dando un manotón a un chico sucio de mocos. Se marchaba a cavar la tierra. ¡Uuuh! ¡Uuuh! Es el grito del tío Luis, yo a caballo en sus espaldas. ¡Qué bien gritaría el padre Joaquín! Si se asomara ahora a la ventana y gritara ¡uh! ¡uh! se llenarían las ventanas de cabezas de curas. El padre Vesga se quejaría al rector.
—¿Y si tuviera usted hijos, padre Joaquín?
Se lo he preguntado a bocajarro y le miro a la cara, para ver la cara que pone. Parece que le he dado un puñetazo. Tuerce la boca para abajo. Se le caen las manos, pesadas, a lo largo de la sotana. Mira al atril, al oboe y a la ventana. Mira afuera, a la pared de enfrente. No. Más lejos. Mira allá, lejos, detrás de la pared, detrás de lo que hay detrás de la pared.
—¡Yo no puedo tener hijos!
A veces, los hombres parece que hablan hacia adentro. Las palabras no salen de la boca, suenan dentro. En el estómago, en el pecho, en la carne, en los huesos; y resuenan allí. Hablan para ellos, para ellos solos, pero no hablan ellos. Se les oye todo su cuerpo. Así hablaba el tío José cuando afirmaba a mi madre que se moría. Así hablaba ahora el padre Joaquín. Después, sigue:
—Pero tengo uno.
Se despierta:
—No me hagas caso. A veces... ¡está uno tan solo! Me refería al Niño Jesús. Cuando yo canté mi primera misa, estaba enamorado del Niño Jesús. Hasta le veía en sueños. Me ha durado toda la vida. Por eso... me he dedicado a la enseñanza.
Está mintiendo y, como no sabe mentir, al mirarle él sabe que yo comprendo su mentira y se calla.
De la corteza del pino se hacen piraguas. Se arranca un trozo, uno de esos trozos llenos de arrugas profundas, metiendo los dedos en lo hondo de la arruga y tirando. Son trozos de madera porosa, blanda, que se dejan trabajar con la navaja como un trozo de queso. Primero se corta en forma de cigarro puro, ancho en medio, afilado en las puntas. Después se saca la panza de la quilla, redonda o aguda con dos planos curvos, combados, unidos por una arista central. Por último, se ahueca la parte superior. Se dejan trozos de madera en medio que forman los bancos de remar y donde se sientan los indios desnudos con sus remos planos. Y la charca donde la barca flota se convierte en una selva del Brasil o del Canadá, con orillas verdes llenas de serpientes o con márgenes heladas donde aúllan los lobos. Yo he hecho barcas de éstas en las mañanas de domingo y las he hecho flotar en una charca de la Moncloa o seguir el cauce de un arroyo de diez centímetros de ancho. Saltando en el «rápido» que formaban dos piedras en el cauce. Siempre venía un niño, surgido no sé de dónde, que seguía la barca en silencio.
—¿Me la das?
—Para ti.
Se quedaba con la barca. La seguía arroyo abajo. Llamaba a sus padres o a sus amiguitos para que la vieran.
—Me la ha dado un señor.
Me sentaba recostado contra un pino. Furioso contra el chico. ¿Por qué ha venido a reclamar su derecho de niño? ¿Por qué ha venido a avergonzarme de mi juego y a reclamar su derecho? «¿Me la das?» Se la tengo que dar, porque es suya. ¿Cómo podría yo seguir jugando con la barca de corteza de pino, si soy ya el «señor que regala barcas»?
¿El niño o el hombre? ¡Me gusta tanto jugar con las barcas! ¡Me gustan tanto las piernas de las muchachas que saltan a la comba delante de mí!
Un hombre, sí. Soy un hombre. Tengo ya una categoría. Empleado del Crédit. Mi madre trabaja en el río. Es necesario que deje de trabajar allí. No quiero verla más subir los lunes y los martes diciendo: «Anda, baja por leche, estoy cansada». No quiero oler más la ropa sucia que se amontona en casa durante la semana y que huele agria, como un vinagre de vino podrido, no quiero ver más al señor Manuel, pegado a la pared al lado de la puerta, con su frente chorreando sudor de los cien escalones, dejando escurrir el talego de dos metros para que no estalle. No quiero contar más las sábanas y los calzoncillos de don Fulano y arreglar las cuentas.
No quiero ir más con ella, por las tardes, a llevar los talegos de ropa limpia y recoger los de ropa sucia, esperando en el portal de las casas a que ella baje. «No me han pagado», me dice. Cuando entramos en la calle mi madre visita al panadero: «Juanito, deme un pan... mañana se lo pagaré». Después, en la tienda de comestibles: «Antonio, deme dos kilos de patatas y un cuarto de bacalao... mañana se lo pagaré». Así se hace la cena. Los señores no han pagado su ropa sucia de sudor y de cagarrutas en los calzoncillos faltos de botones. La lavandera no ha pagado su cena. Mi madre está contenta porque le fían. Yo estoy rabioso porque tiene que pedir y porque los señorones no le han pagado. Ceno porque mi madre está tan alegre de que yo pueda cenar, aunque no le han pagado los señores, que no podría dejar de cenar. Después se hace su café. Su lujo. Un café hecho en un puchero culotado como pipa de viejo holandés, donde los posos se amontonan días y días. Mi madre echa una pulgarada de polvo nuevo y hierve el agua que se tiñe más con los posos viejos que con el café reciente. Se lo bebe abrasando, a sorbitos. A veces dice: «Sin mi poquito de café, no podría vivir». Lo bebe también en el río. Lleva café y té una mujer que, como ella, es viuda con hijos. Una mujer que baja en invierno y en verano a las siete de la mañana y abre la espita de la cafetera o de la tetera y por cinco céntimos da un vaso de cristal lleno de café hirviendo o de té, con un trocito de limón flotando. A veces las lavanderas le suelen decir: «Señora Luisa, mañana le pagaré». Se va tan contenta de que le deban. Perra chica a perra chica, un día se sienta en un montón de ropa sucia y dice: «Me deben diez duros». Yo veo la tragedia formidable de esta mujer que baja a las siete de la mañana cargada con sus cafeteras grandes como cubos, a quien se deben, perra chica a perra chica, ¡mil perras chicas! Pero a mi madre no le ha pagado don Fulano y también debe ella cuatro tazas de café. ¡Le han faltado veinte céntimos!
No gano más que cinco duros, pero ganaré más. Y ganarán Rafael y la Concha. Rafael no sé. La Concha sí. La Concha se siente como yo, esclava de una obligación. Se resigna a ser criada y a fregar platos y barrer salas. Quiere ser más y trabaja, trabaja como una burra. Rafael no. Rafael se siente rebelde contra todo y contra todos. Se ha marchado de la tienda y cuando mi madre le ha querido meter en otra ha salido de casa y no ha vuelto. Sólo yo sé dónde está. Duerme en la calle, en los bancos del Prado. Un maricón le ha dado un día quince pesetas. Después de haber cogido el dinero, le ha pegado y ha salido corriendo. Por la noche, cuando he ido a buscarle, me ha dicho: «Vente a cenar conmigo». Hemos comido unas tajadas grandes de bacalao frito en una taberna de la calle de la Libertad. «Vente a casa», le he dicho yo. «Madre no hace más que llorar. » Se ha callado, ha mordido el bacalao y el panecillo, abriendo mucho la boca para coger más, con hambre, y me ha contestado: «No. No quiero ser tendero». Se ha marchado por la calle de Alcalá arriba y yo me he ido a casa. Con la tajada de bacalao, no tenía ganas de cenar. Mi madre ha cenado en silencio. Entre sorbo y sorbo de café, ha levantado la cabeza, la lámpara de petróleo en medio de los dos, y me ha preguntado: —¿Le has visto?
He inclinado la cabeza dentro de la taza. —Sí —le he dicho.
No he dicho más y ella no me ha preguntado más. ¿Cómo le puedo decir que tiene rota su blusa blanca de tendero que ya es color chocolate? ¿Cómo le puedo decir que esta noche ha cenado porque le ha sacado los cuartos a un maricón?
—Dice que no vuelve a casa porque no quiere ser tendero —le digo.
Se calla. Mira la llama de la lámpara. Se mira las manos, sus manos roídas por la lejía.
—Dile que venga. Si no quiere ser tendero que sea otra cosa. Todo menos que sea un golfo.
Se refugia de nuevo en la llama de la lámpara, blanca, roja, amarilla y negra de humo.
—¡Dile que venga! ¡Le perdono! Pero esto no se lo digas. Que venga como si no hubiera pasado nada.
Cuando vuelve Rafael, porque yo le traigo, se acuesta. Cuando viene mi madre, está dormido. Cuando se despierta, está la cena lista. Le llama mi madre suavemente.
—¡Rafael! ¡Rafael!
Abre unos ojos borrachos de cama blanda. Comemos en silencio los tres, y cuando se acaba la cena, Rafael se levanta el primero:
—Me voy —dice.
—No vuelvas tarde —dice mi madre. Y me guiña un ojo.
Me levanto y le digo:
—Me voy contigo.
Mi madre me da un duro junto con la llave de la casa.
—No vengáis tarde.
Tomamos café en la calle. Arriba en la buhardilla se ha quedado mi taza llena, por no abandonar a Rafael. Nos vamos al cine. Cuando salimos nos bebemos unos vasillos de vino en la calle de Preciados. Después tomamos el camino de casa. Rafael viene despacio, a remolque. En la calle de Carretas le digo:
—Ya llevará dormida un buen rato.
Y nos acostamos los dos juntos en mi cama de hierros dorados.
Se escapa de vez en cuando y se va por ahí, solo, dando vueltas a las esquinas, buscando algo. Después, el doctor Chicote le ha recomendado en la fábrica de cervezas del Águila. Como es verano trabaja ahora hasta las doce de la noche. Gana mucho, seis pesetas diarias. Trabaja como obrero moviendo barriles de un lado para otro. Llega a casa a las doce y media o la una, se cae en la cama a veces con el pantalón puesto, y se duerme, roncando fuerte, hasta las seis. Algunos días bajo con él a la fábrica que está en las afueras de Madrid, al lado de la estación de las Delicias. Vemos amanecer y tomamos una taza de té con aguardiente en la puerta de la fábrica. Después, cuando suena a las siete el pito de la fábrica, soltando un chorro de vapor blanco, él se mete dentro con los doscientos obreros como él. Yo subo despacio el paseo de las Delicias, haciendo tiempo hasta las nueve que entro en el banco. A veces voy a casa y desayuno allí. Mi madre me da el café con leche, con un trozo de mantequilla, y me pregunta:
—¿Y Rafael?
Como si no le hubiera visto desde hace días.
—Se ha quedado en la fábrica —le contesto.
—Parece que está más tranquilo. ¡Dios lo haga!
Desde que murió la tía, ninguna de sus relaciones ha seguido el trato con nosotros. Hasta don Julián ha dejado ya de tratarme como sobrino de doña Baldomera. He pasado a ser para él un empleado del Crédit, peligroso, porque se siente con la responsabilidad de mi conducta. Cuando he empezado a trabajar en el negociado de cupones, he ido a su despacho y le he dicho:
—Don Julián, me han destinado a cupones.
Me ha mirado desde detrás de las gafas y se ha rascado el bigotito.
—Bien, bien, a ver cómo se porta usted Espero que no me dejará en ridículo.
Es la primera vez que me ha llamado de usted. La primera y la definitiva. Desde entonces soy para él el señor Barea.
¡Le odio! ¡Es un cerdo! ¡Un tiralevitas! Con sus veinte años de banco tiembla delante de cada jefe. Le da vergüenza de mí. ¿Qué ha sido él? Un infeliz como yo, huérfano, muerto de hambre. Le recogió su abuela entre el canario, el loro y el cura que llenan su casa.
Todos los días va aún a casa de la abuela. En el bolsillo lleva bombones para el loro, y la abuela se ríe cuando el loro coge los bombones; le besa al nieto y le da un billete de vez en cuando. Cuando no está la abuela o el loro está solo en la cocina, don Julián se quita el alfiler negro de la solapa de la americana, le pincha al loro a través de los hierros de la jaula y le llama ladrón, el loro grita y ha aprendido la frase. Cuando don Julián entra en la casa y el loro está allí, le suele gritar con voz ronca:
—¡Ladrón! ¡Ladrón!
Tiene razón el loro. ¡Ladrón, cornudo, cerdo, puerco, esclavo! ¡Todo, todo!
Pero no es él sólo. Es el Crédit entero. Aquel miedo de meritorio de que le echaran a uno a la calle antes de terminar el año de trabajo gratis, se aumenta entre los hombres, ya empleados hechos y derechos. Los hacen cobardes. Cuentan los pitillos que se fuma uno, si tiene alguna amiga, si va a misa o no, si llega tarde, si se equivoca en el trabajo, si va a la taberna del Portugués.
Se lo cuentan el empleado inferior al superior, éste al más alto, el otro al jefe, el jefe al señor Corachán, todos para hacer méritos. El señor Corachán un día llama a un empleado:
—Sabemos que va usted a la taberna.
El hombre baja las escaleras de la dirección con las piernas flojas. Aquella Nochebuena no habrá aumento de sueldo.
A Pla le llamó un día Corachán:
—La dirección está informada de que va usted a la taberna.
Pla se le quedó mirando con sus ojillos de miope y contestó:
—¡Claro! Hay dos razones.
—¿Dos razones para emborracharse? ¿Cuáles?
—Para emborracharme no, porque nunca me he emborrachado. Dos razones para que la dirección sepa que voy a la taberna. Una, que hay muchos tiralevitas que van con cuentos. Otra, que con lo que gano para mantenernos mi madre y yo sólo puedo beber vino de perra gorda. ¡Todavía no me llega para beber chatos de manzanilla en Villa Rosa como hace usted!. Corachán se tragó la alusión. En Nochebuena le subieron el sueldo a Pla. ¿Para que pudiera beber manzanilla o para que se callara?
Además, ¡las mujeres! En el negociado hay cuatro y somos dos hombres. A excepción de una, Enriqueta, que es una muchacha de veinte años, las otras son viejas y feas. Hay días que es un infierno. Antonio y yo somos los únicos que contamos, porque Perahíta es un hombre ya maduro y casado. ¡Pero nosotros! Hay días que nos miman las mujeres más que a chiquillos. Antonio les toca los muslos y los pechos y se ríen. A mí vienen al lado y me dictan números. Se echan encima del pupitre, dejando los pechos sobre el tablero, se recuestan en mi hombro, me excitan y por último alargo las manos.
—¡Sinvergüenza! —me chillan.
Perahíta se ríe de ellas y de mí y pone paz. Yo tengo que dar excusas. Enriqueta huele fuertemente. Un día se ha levantado la blusilla por la manga semicorta y me ha dicho:
—¿Huele mucho? Pues me lavo todos los días. ¡Mire usted!
Me ha enseñado una axila llena de ricitos negros espesos, con un olor caliente. He metido la nariz dentro y he tocado con la punta de los dedos. Cuando he subido del retrete, me ha mirado con sus ojos rientes y se ha puesto colorada. Yo sentía también que me ponía colorado y no podía sumar.
Un día hemos bajado juntos a la caja de hierro donde estaba antes el negociado. Ibamos a recoger los cupones de la deuda. Hemos empezado a abrir cajas y a sacar paquetes. Estaba ella subida en una de las banquetas de hierro blanco, como de clínico. Olía y tenía las medias tirantes en las piernas. Le he acariciado una pantorrilla despacio y seguido hacia arriba. Nos hemos besado, ella en lo alto de la banqueta, yo abajo en el suelo, con las piernas blandas, la cara ardiendo. Hemos subido uno detrás de otro, juntos no hubiéramos podido subir de vergüenza. Después nos acariciamos mutuamente, hasta delante de los demás. Viene al lado del pupitre alto, donde yo escribo, y me dicta. Yo hundo mi mano bajo sus faldas. Me dicta números absurdos y yo hago como que escribo con la mano derecha.
Estas cosas me dan placer y me dan asco. Una vez le he dicho que venga conmigo, aquí a la Moncloa. Me ha contestado muy seria:
—Oiga usted, yo soy una muchacha decente.
¿Una muchacha decente, que un día hemos ido al cine y ha empleado el tiempo en tocarme de arriba abajo sin hartarse?
¿Por qué tienen que ser vírgenes las mujeres cuando se casan?
Porque ella misma me lo ha dicho. No podemos estar juntos sin que pierda su virginidad. Y tendrá que casarse un día. Esto que hacemos son cosas de chicos, juegos sin importancia ni peligro. «Y además —me ha dicho—, figúrate que me quedara preñada. Porque aunque eres un chico aún, ya puedes tener hijos. »
¿Qué voy a contestar a esto? Nada. Sólo puedo aprovecharme en los rincones donde ella viene a buscarme. He querido dejar de hacer estas cosas y se ha enfadado de tal manera que ha sido imposible.
Creo que Pla tiene razón. En el banco no puede esperarse nada hasta pasados muchos años, cuando ya se han convencido, no de que uno sabe trabajar, sino de que está sometido totalmente. ¡Trabajar! El trabajo en el banco está de tal manera estudiado que cualquier empleado puede ser despedido en el acto, sin ningún trastorno. Es trabajo de rutina: llenar impresos, siempre con las mismas palabras. Hacer mecánicamente los mismos descuentos y las mismas sumas. Ni Antonio ni yo sabemos francés, alemán o inglés. Sin embargo, todos los días abonamos a los clientes de Francia, de Alemania y de Inglaterra sus cupones, empleando sus idiomas para llenar los huecos de los impresos. El cliente pensará en la organización formidable del banco que puede escribirle en inglés, que tiene un empleado que sabe inglés, exclusivamente para escribirle a él. Medina sabe inglés. Ha estudiado en Inglaterra y ha vivido allí de niño. Se pasa el día en un taburete muy alto, copiando con una hermosa letra en las hojas de uno de los diarios del banco. Un trabajo estúpido de copiar que le lleva horas y horas. Su inglés le sirve para comprar revistas ilustradas en el quiosco de la Puerta del Sol y dejárnoslas ver para que sepamos que sabe inglés. Un día el director pasó por su mesa y vio una de estas revistas. La hojeó y le preguntó a Medina:
—¿Sabe usted inglés?
—Sí, señor director.
Se enzarzaron en una conversación en inglés. Cuando se marchó el director, Medina estaba muy contento.
—Ahora me trasladarán —decía. Tres días después le llamó Corachán.
—La dirección está informada de que pierde usted el tiempo de trabajo leyendo revistas inglesas. —Después agregó—: Teníamos previsto ascender a usted en junio, pero en estas condiciones es imposible.
Medina bajó tan rabioso que se le saltaban las lágrimas. Los empleados comenzaron a tomarle el pelo:
—Do you speak English? —le preguntaban todos.
Al cabo de unas semanas se quedó con el mote: «Spiquinglis», y los meritorios que entran nuevos el primer día le llaman el señor Piquingris, entre las risas de todos.
Se aguanta, como nos aguantamos todos.
—Si tuviera dinero para irme a Inglaterra —dice a veces.
¡Dinero! ¡Dinero! Es la clave de todo. Pero para mí no habrá esta preocupación. Don Primo está ya liquidando la herencia de los tíos y dentro de poco nos dará a cada uno nuestra parte. Me tocarán unas diez mil pesetas. Con esto se puede hacer lo que se quiera y puedo mandar a paseo al Crédit y al cerdo de Corachán sin preocuparme. Con este dinero podremos vivir. He hablado con mi madre de ello, porque quiero que deje de ir al río. Me ha dicho que cuando cojamos las pesetas, ya hablaremos de lo que se va a hacer. Tiene mucho miedo del dinero. Don Primo, como sabe que andamos muy mal, la llamó un día al despacho y le dijo que si quería dinero a cuenta, podía pedir lo que le hiciera falta. Pero ella no quiso. Los de Brunete vienen un día sí y otro no a pedirle dinero. El tío Anastasio ha ido ya varias veces a pedir quinientas pesetas y se las ha dado. Y todos los otros han ido cogiendo pellizcos a cuenta. Pero mi madre se ha negado rotundamente. Después ha dicho a don Primo que tenía que hablarle y ha hecho una cita con él una mañana, mientras yo estaba trabajando. Cuando le he preguntado a qué había ido, me ha dicho que necesitaba preguntarle algunas cosas y no me ha dado más explicaciones.
Cuando cobre el dinero, yo la convenceré. Con diez mil pesetas podríamos vivir tres años sin que ella trabajara y yo podría estudiar. Mejor aún, podríamos tomar alguna tienda en traspaso y vivir de ella. Claro que se corre el riesgo de perder el dinero, pero hay muchas tiendas que son seguras. Trabajaríamos los tres hermanos en la tienda y yo podría estudiar y llegar a ser ingeniero. Entonces la lavandera va a pasar a ser doña Leonor y tendrá una criada para que le haga la casa.
Cuando vuelvo a casa entro en la Granja Agrícola, una granja de experimentación que tienen los ingenieros agrónomos en la Moncloa. Está llena de jaulas con conejos y gallinas, de establos con vacas y cerdos de todas las razas. Tienen un colmenar y un criadero de gusanos de seda. Me dan un paquete de hojas de morera frescas y cuando llego a casa me divierto viendo a mis gusanos asaltarlas. La Concha se ríe de mí por los gusanos, porque es cosa de chiquillos y yo soy ya un hombre. Me llego a avergonzar y estuve a punto de regalarlos. Pero después, en la granja me han convencido de lo contrario. No es cosa de chicos. La industria de la seda fue una de las mayores de España en tiempos y se perdió. Uno de los profesores me ha enseñado las razas que hay, cómo se cuidan las enfermedades que tienen, cómo se saca la seda. Me ha dado un folleto y tengo derecho a que me den «simiente» gratis y a que me compren los capullos al peso, antes de que se abran y salgan las mariposas. Tal vez fuera un buen negocio criar gusanos de seda y entonces sería yo quien se reiría de la Concha. Podríamos irnos a Méntrida, que hay morera en la alameda, y criar gusanos y gallinas. Esto con diez mil pesetas se puede hacer y sobra dinero para vivir un año. Cuando quisiéramos venir a Madrid, como está cerca, no habría ningún inconveniente.
Le cuento todas estas cosas al profesor de la escuela un domingo, cuando voy por la morera. Me escucha muy amable, me pide detalles sobre mi familia y cuando le he explicado todo me dice:
—Hijo mío. Todo eso es muy bonito, pero eres menor de edad y habrá que conformarse con lo que tu madre quiera. Y ella no querrá meterse en estos berenjenales que necesitan mucha experiencia y mucho dinero.
Entonces, ¿mi madre va a hacer del dinero lo que le dé la gana? Soy un menor. Cada vez que uno tiene algo suyo, es un menor. Pero los demás son siempre mayores y tienen el derecho de cogerle a uno lo que es suyo, porque es menor. Para trabajar uno es ya hombre. La familia tiene el derecho de cobrar lo que uno ha ganado, como le ha pasado a Gros que su padre se ha presentado en el banco para que no le pagaran a él, porque un mes se ha gastado algo de la paga. Hasta para comprar le miran a uno los años. Hace años me viste el mismo sastre. El último traje no quise hacérmelo allí y le dije a mi madre que me diera el dinero que yo me lo compraría. Fui a un sastre de la calle de la Victoria. El buen señor me miró de arriba abajo, me enseñó las telas y cuando le dije que me tomara medida, me rogó muy atento que les dijera a mi papá o a mi mamá que fuesen conmigo a la tienda.
—Sabe usted, no podemos servir a menores.
Volví con mi madre. El sastre se puso muy atento con nosotros, sacó la pieza de tela, se la enseñó a mi madre. Discutieron el precio entre ellos, como si yo no existiera. Al final mi madre me dijo:
—¿Te gusta?
—Sí —contesté.
—Bueno, tómele usted medida.
El sastre se armó del metro:
—¿Quiere usted hacer el favor de quitarse la americana?
—No me da la gana. Métase el traje donde le quepa. El único derecho que tengo como menor es éste: no hacerme el traje y mandarle a usted a paseo.
El disgusto de mi madre fue tremendo y luego lo sentí. Pero yo necesitaba decirle al tío aquel lo que me parecía.
Fui solo al sastre antiguo y me hice un traje a mi gusto.