Capítulo 23
Hugo
Cuando Hugo salió de la terminal del aeropuerto, fue como si conociera aquel lugar, como si hubiera ido a París centenares de veces, aunque no fuera el caso. Era primera hora de la tarde, pero el frío nocturno de aquellas latitudes ya empezaba a advertirlo de que la camisa que llevaba no lo protegería.
¿Cómo podía llegar rápidamente hasta el centro de la ciudad desde el aeropuerto? Un taxi, fue la respuesta obvia. Le enseñaría la dirección al conductor, y tan sólo tendría que esperar que el hombre le dijera «Nous sommes arrivés» y bajarse del coche.
Con desesperación, empezó a buscar la parada de taxis y finalmente la encontró. Por la cantidad de gente que había y por cómo iban saliendo los coches, Hugo supuso que el sábado por la tarde no era el mejor día para llegar a la capital francesa. Se puso a la cola, que lentamente iba avanzando, y cuando sólo quedaban dos personas para que fuera su turno, se dio cuenta de algo importantísimo: con las prisas, había salido de casa sin efectivo y sus tarjetas de débito no tenían suficiente dinero como para pagar un viaje en taxi hasta el centro de la ciudad.
Mientras pensaba en una solución, la cola fue avanzando y, cuando el taxista que le correspondía lo miró, Hugo no supo qué decir. En un francés chapurreado y autodidacta soltó:
—Yo sentir, no tener efectivo. —Hablaba como si fuera un indio y salió de la cola antes de que la impaciente señora que tenía detrás le mordiera una pierna al ver que no avanzaba.
—¿Qué hago ahora? —se preguntó, apoyándose en una pared y viendo cómo Valentina se alejaba de él poco a poco.
Empezó a mirar a su alrededor, a ver si ese entorno completamente desconocido le daba una respuesta. Y así fue. En uno de los centenares de carteles indicativos que se repartían por todo el aeropuerto, un símbolo se iluminó como si un ángel lo hubiera tocado. Era una bellísima letra M... El metro. Hugo corrió de nuevo, siguiendo como un loco todas las señales que lo llevaban hasta él, hasta que descubrió que primero tenía que pasar por el RER, los trenes de cercanías de París. Y al ver uno, aunque no era creyente, se santiguó.
Se había criado a las afueras de Barcelona y durante años había cogido los trenes de cercanías de la Ciudad Condal día sí y día también, por lo que pensó que sabría orientarse.
Compró un billete sencillo y pasó el torniquete. Sin saber adónde iba, empezó a recorrer pasillos hasta que llegó a algo así como un vestíbulo desde donde salían más pasillos, todos ellos coronados con un letrero que indicaba las líneas a las que conducían. No podía jugársela; debía saber seguro hacia adónde ir. Buscó un mapa de los transportes metropolitanos de París y al verlo casi se cae de culo. Había más medios de transporte que mapa; toda la ciudad estaba cruzada centenares de veces por un número indeterminado de líneas de metro, tren, autobús y tranvía.
—Y ahora, ¿qué hago? —murmuró, a la vez que se rascaba la cabeza con insistencia.
Intentó buscar dónde estaba y por un momento creyó seguir la línea que lo llevaría hasta Valentina, pero enseguida se perdió de nuevo en un laberinto indescifrable de colores y números.
—¿Necesitas ayuda?
Hugo oyó la voz de una chica detrás y se volvió hacia ella.
—No, bueno, sí. —Entonces se fijó en la chica—. ¿Nos conocemos de algo?
—Claro. Pero esta vez tú no vas corriendo como un loco y yo he dejado el perro en Barcelona.
—Es verdad. Eres la chica del perro.
Ella se rio a gusto por su deducción.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó.
—Más o menos lo mismo que cuando vosotros me encontrasteis.
La chica recordó que el día que se lo habían encontrado tumbado en el suelo no les había contado nada, pero sólo había una cosa en el mundo que pudiera hacer moverse a alguien de ese modo.
—Y supongo que te has perdido, ¿no?
—La verdad es que sí. Nunca había estado en París y hoy me encuentro aquí sin dinero y con el billete de un tren que no sé adónde me lleva.
—Vamos a ver —dijo ella, acercándose al mapa—, ¿adónde vas?
—A la rue de la Bûcherie treinta y siete. —Hugo se lo había aprendido de memoria, aunque también se lo había apuntado en un papelito y en el bloc de notas del móvil.
—¿De qué me suena? —dijo ella, poniéndose bien el bolso—. ¿No es dónde está la librería Shakespeare & Co.?
—Sí, es ahí donde voy —contestó Hugo, alegrándose que supiera dónde estaba la librería.
—Entonces no hay problema —respondió la chica mientras se ponía en marcha—. Yo voy bastante cerca de ahí. Te acompaño.
—No hace falta. No quiero molestar, no...
—Te digo que de verdad no me importa. Venga, vamos, que si no perderemos el tren.
Hugo no dijo nada más y empezó a caminar a su lado, rodeados por la marea de gente. Cuando estuvieron en el andén, pudieron respirar de nuevo tras recorrer decenas de metros de túnel apretujados entre centenares de personas.
—¿Siempre es igual? —preguntó Hugo, asustado por la experiencia que había vivido.
—Siempre —afirmó ella, sonriendo.
Poco a poco, recuperaron la respiración y la compostura y entonces la chica dijo:
—Ya es la segunda vez que te saco las castañas del fuego y aún no nos hemos presentado.
—¡Es verdad! Soy un desastre —respondió Hugo, frotándose la cara.
—Me llamo Aurora,
—Encantado. Yo, Hugo.
Durante el largo trayecto, Hugo le explicó qué hacía en París y por qué días atrás lo habían encontrado corriendo como un loco. La verdad era que Aurora era una chica muy simpática, muy parecida a Valentina en muchos aspectos. Después de que Hugo hubiera terminado, ella le dijo algo que lo sorprendió:
—Cuando volváis a Barcelona —Aurora daba por sentado que aquella historia acabaría bien—, llamadme y vamos a cenar con mi novio. Tengo ganas de saber cómo habéis acabado.
Hugo se limitó a sonreír mientras se apuntaba su número. Sin buscarlo, había hecho una amiga, y por lo que se veía, una buena amiga, porque lo había ayudado ya dos veces.
Tras el largo recorrido en tren y metro, por fin volvieron a respirar el aire de la calle, que al anochecer ya era fresco y agradable.
—Recuerda —dijo Aurora, medio gritando mientras Hugo se alejaba—. Sigue todo recto, después gira a la izquierda y encontrarás la tienda.
—Gracias —contestó Hugo, arrancando a correr de nuevo.
—Si te pierdes, llámame —dijo ella mientras se despedía con la mano.
Hugo iba corriendo y en su cabeza, a pesar de no llevar el MP3 encima, se repetía la canción Don’t Stop Me Now,[3] de Queen. No es que fuera su grupo favorito de música, incluso había canciones de ellos que odiaba, pero ésa era una de las que lo motivaban... En ese caso, para correr.
Mientras daba largas zancadas siguiendo las indicaciones de Aurora, empezó a pensar en cómo debía saludar a Valentina, qué debía decirle y cómo tenía que hacerlo. En principio, ella no lo esperaba, así que como mínimo la sorprendería, algo que, a su parecer, tenía a su favor, aunque luego podía descubrir que en realidad sí había pasado de él.
Pero entonces, ¿por qué Victoria lo habría llamado para decirle dónde estaba? Era su mejor amiga. Tenía que saber qué sentía Valentina, y dudaba que Victoria fuera tan mala como para enviarlo a París a sabiendas de que se le rompería el corazón.
Frenó de golpe, miró a su alrededor y giró a la izquierda caminando deprisa; no quería correr justo delante de la tienda de Valentina y así hacerse notar, pero sus piernas no le hacían caso, ya que de vez en cuando se veía galopando de nuevo. Seguía sin saber qué decirle. Tenía que ser algo que le saliera del corazón, que le demostrara que la amaba con locura, pero que no quedara demasiado cursi...
Pero, ¿qué diablos? Sabía que si Valentina había sido sincera con él, debía decirle algo muy pero que muy cursi, pues, según le había confesado, le gustaban esas cosas.
Hugo caminaba junto a la orilla del Sena, y seguramente debía de ser el único turista que no disfrutaba del paisaje; ya tendría tiempo de hacerlo cuando hubiera hablado con Valentina. Poco a poco, mientras se abría paso entre los centenares de turistas que paseaban por las tiendecitas y puestos cercanos al río, empezó a distinguir el cartel verde y amarillo de la librería en la que trabajaba Valentina.
Se fue acercando, intentando no hacerse notar, y poco después estaba frente a la tienda, pero al otro lado de la calle. Se quedó allí parado, mientras una mujer mayor japonesa lo insultaba por detenerse en medio de la acera. No sabía qué decirle —a Valentina, no a la mujer japonesa—, pero tenía tiempo, pues la librería no cerraba hasta las once de la noche. Se detuvo a pensar, esta vez apartándose lo máximo que pudo del río de gente. Apoyado en la barandilla de piedra, entre dos puestos de color verde y de espaldas al Sena y a Notre Dame, Hugo miró su reloj. Los bracitos del mini Goofy señalaban las cinco pasadas de la tarde. Tenía tiempo de sobra. Sin perder de vista la entrada de la librería, empezó a elaborar un monólogo para soltárselo a Valentina.
«Valentina... —pensó—. Valentina, desde el día que apareciste en la tienda...». Sí, eso quedaba bien. Poco a poco, fue organizando mentalmente la primera frase de su discurso, pero no pudo ir más allá porque vio algo que le desbarató todos los planes.
En la puerta de la tienda vio a Valentina hablando con un chico. Éste le ofreció la mano y ella se la cogió sonriendo.
—¡Mierda! —exclamó Hugo.
¿Qué podía hacer? Había pensado que Valentina podía estar saliendo con un francés atractivo, pero nunca pensó en abrirle su corazón delante de un acompañante inesperado.
Se acercaron al límite de la acera y Hugo pensó que lo verían, así que metió la cabeza en uno de los chiringuitos de color verde que tenía al lado, haciendo como que estaba interesado en lo que exponían. Con el rabillo del ojo, vio cómo Valentina y su acompañante cruzaban la calle e iban en dirección contraria.
—¡Oh, no! —exclamó. No por Valentina, sino por lo que había estado hojeando.
Eran revistas porno y eróticas antiguas. Soltó la que tenía en las manos, colorado como un pimiento, y se fue, echando chispas, detrás de Valentina y su acompañante. Qué vergüenza si ella lo hubiera visto en aquel puesto. Pero por suerte o por desgracia, Valentina estaba demasiado encandilada con su acompañante.
Para ser sincero, Hugo pensó que aquel joven podía encandilar a cualquiera, incluso a él. Era muy elegante, moreno, de ojos azules, barba de tres días y todo ese largo etcétera necesario para que muchas mujeres lo calificaran de tío bueno. Estaba claro que no podía competir con él. Hugo sólo tenía un poco de gracia y, como había dicho Diego, una cara interesante.
Valentina y su amigo se iban deteniendo de vez en cuando, como si él le explicara algo de algún edificio, de un puente. En un par de ocasiones, Hugo, completamente concentrado en seguirlos, un poco más y se les echa encima al no percatarse de su parada. Era un desastre incluso para eso.
No sabía cómo lo recibiría Valentina, tan sólo quería decirle lo que sentía. De ese modo, todo estaría en manos de ella. En parte le daba igual que ella no lo quisiera, incluso que estuviera con otro, siempre y cuando ese otro la hiciera feliz. Pero igualmente, quería... él debía... tenía que expresarle sus sentimientos, si no explotaría como una bomba de relojería.
Los siguió con dificultades por toda la orilla del Sena. Entre tanta multitud era difícil ver dónde estaban, pero Hugo no la perdería. Ese día no iba a perderla. Hubo un par de veces que desaparecieron ante sus ojos, pero pocos segundos después los volvía a ver.
Hugo estaba de los nervios. No quería aparecer de la nada y decirle «Te quiero», porque, primero, ella se asustaría y, segundo, no quería cagarla como lo había hecho en sus dos únicas citas, sobre todo en la segunda. Esa vez debía esmerarse.
Mientras fuera él quien se descubriera y no ella quien lo viera, todo iría bien.
Al cabo de un rato, vio que cruzaban uno de los puentes que llevaban al otro lado del Sena. Hugo aceleró el paso, pero en ese momento ellos se detuvieron y miraron hacia atrás. A diferencia de la calle, el puente estaba mucho más vacío, de manera que Hugo quedó a la vista de Valentina y de su amigo. Lo único que pudo hacer fue acercarse a la barandilla y apoyarse en ella, justo detrás de una farola. De reojo, le pareció que Valentina se lo quedaba mirando, pero no sabía si era eso o que seguía escuchando las explicaciones de su acompañante.
Tras los segundos más tensos de toda su vida, Hugo los vio retomar de nuevo el camino hacia una plaza con un obelisco enorme. La ciudad era verdaderamente impresionante. Hugo apenas le había prestado atención, pero lo poco que había visto, como aquel obelisco, lo estaba impresionando.
Continuó con su persecución manteniendo las distancias, procurando tener siempre a mano algún escondite o algún lugar donde pasar inadvertido. Una vez más se detuvieron, pero en esa ocasión el joven no parecía estar contándole a Valentina nada de la ciudad, sino que le explicaba directamente algo a ella, y le sonrió y se cogió de su brazo para recorrer unos cuantos pasos hasta la entrada del metro.
—¡Joder! —susurró Hugo.
No lo había amargado ya lo bastante aquel maldito metro que ahora encima debía seguirlos allí dentro sin perderlos.
A pesar de las pocas ganas que tenía, sin dudarlo, Hugo entró tras ellos al interior de la estación. Por el cartel, vio que aquella parada se llamaba Concorde. ¿Tendría algo que ver con el avión?, se preguntó. Compró un billete y los siguió por los túneles, atento a la línea que cogieran.
Por fin llegaron a un andén de la línea verde, la M12. ¿M12? «Joder, en Barcelona apenas vamos por la nueve», se dijo Hugo, bromeando consigo mismo. Valentina y su acompañante estaban a pocos metros de él, y, con sólo oír la voz de Valentina, Hugo tuvo que sentarse en uno de los bancos para no desmayarse en medio de la estación. ¡Ése sí que sería un buen modo de decirle a Valentina que estaba allí!
No entendía qué le había pasado. No era un chico débil, y nunca antes se había desmayado. Pero tampoco conocía a Valentina. ¿Tal vez fuera ella la causante? Pero ahora no tenía tiempo de responder a esas preguntas porque el metro apareció en la estación. Valentina y su acompañante se subieron a él y Hugo hizo lo mismo un vagón más allá.
Desde donde estaba no podía verla a ella pero sí al chico, que era más alto; de vez en cuando, entre las cabezas de los pasajeros, alcanzaba a distinguir los reflejos dorados del cabello de Valentina.
Tras unas cuantas estaciones, llegaron a una que se llamaba Abbesses. En cuanto vio que se apeaban, Hugo bajó enseguida. Y no fueron los únicos: una muchedumbre también lo hizo. Se dirigieron hacia el fondo, hacia donde iba todo el mundo, sin duda la salida. Hugo llegó a un pequeño vestíbulo, donde la mayoría de gente se había amontonado ante el ascensor, entre ellos Valentina y su acompañante.
Hugo miró alrededor y vio una escalera. A empujones, llegó hasta allá y empezó a subir corriendo, pues quería llegar antes que ellos y atrapar a Valentina en cuanto salieran del ascensor. Pero había calculado mal, ya que aquella escalera era interminable, y tuvo que detenerse varias veces para recuperar el aliento; esa vez no estaban allí Aurora ni su novio para ayudarlo.
Cuando llegó arriba, vio cómo el ascensor estaba vacío. La había perdido. Jadeando, empezó a mirar alrededor. No sabía dónde estaba, ni Valentina ni él mismo. Llevado por la intuición, empezó a seguir a un grupo de turistas por una de las calles que había frente a la estación. No tenía nada que perder. Valentina había desaparecido por un error de cálculo suyo.
Empezó a recorrer aquellas calles empinadas, pero esta vez no cometió la estupidez de hacerlo corriendo, no. Esta vez cometió la estupidez recorrerlas esprintando.
Poco a poco, aquéllas se iban llenando de gente, de restaurantes y de puestos de souvenirs. Hasta que llegó a una zona más llana y desembocó en una plaza. Según el cartel verde y azul, la place du Tertre.
Estaba llena de cafeterías, bares, restaurantes y pintores. París en estado puro. Pero Hugo no estaba para eso, pues seguía buscando a Valentina como un loco. Su instinto le decía que estaba allí, sentada en una terraza, tomando algo en la barra exterior de algún bar o a punto de cenar con su nuevo amigo.
¡Por fin la vio! Estaba con él frente a una cafetería. No podía dejar que se fuera. Antes tenía que decirle lo que sentía, si no siempre se arrepentiría de no haberlo hecho.
Corriendo, completamente extenuado por la subida hasta la plaza, empezó a llamarla.
—¡Valentina! —gritó jadeante—. ¡Valentina!