Capítulo 6
Hugo
La inesperada incorporación de Arturo al juego durante la madrugada del domingo, convirtió ese día en uno de los más entretenidos que Hugo podía recordar. Aquello se convirtió en un maratón de frikismo puro y duro. Apenas sin dormir, jugaron a la Play, vieron varias películas, cuyos diálogos se sabían de memoria, y comieron comida basura. Algo que no hacían desde que tenían quince años.
Después de eso, Hugo había olvidado, si no por completo casi, sus pequeños problemas. Así que, al llegar al trabajo el lunes, se sentía como si hubiera empezado una nueva vida.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Martín cuando Hugo cruzó el umbral de la Comicón.
—Nada —sonrió él—, que ayer recordé lo que importa de verdad.
Martín no siguió preguntando. No hacía falta. Se podía ver perfectamente en la cara de Hugo que era mucho más feliz que dos días antes.
Tras dejar sus cosas en el almacén del sótano, Hugo regresó a la tienda. Ese lunes recibían una gran cantidad de merchandising de Thor. Con muy buena vista, Martín había encargado con tiempo de sobra todo lo que pudo sobre el héroe de Asgard, ya que a las pocas semanas estrenaban su nueva película. Algo, que sin duda, supondría beneficios para los que vendían ese tipo de productos a grandes y pequeños.
Cuando subió los últimos escalones que llevaban a la tienda, vio cómo Martín firmaba un albarán y tres hombres fornidos, a cuyo lado Hugo parecía un niño de doce años, empezaron a descargar cajas con el sello de Marvel estampado en ellas. Por un segundo, deseó no trabajar ahí ese día, ya que, además de tener que atender a todo tipo de clientes, le tocaría preparar el escaparate y la parte interior del mismo, donde habitualmente la tienda Comicón mostraba sus novedades.
Una vez descargadas todas las cajas, que dejaron amontonadas de la peor manera posible, y de despedirse de los sudorosos transportistas, Martín fue directo a una de las más pequeñas, que estaba encima del mostrador, y la abrió como un niño abre un regalo la mañana de Reyes.
—¿Ya lo tenemos? —preguntó Hugo, acercándose a su jefe por detrás.
Martín no respondió. O no lo hizo con palabras. Muy ceremonialmente, cogió lo que había en la caja y poco a poco giró sobre sí mismo, levantando el brazo derecho. En su mano, brillando bajo la poderosa luz led del techo, estaba el Mjolnir, el martillo de Thor, una edición exclusiva y de coleccionista que Martín perseguía desde que se estrenó la primera película de ese superhéroe.
Llevado por el entusiasmo, mientras su jefe reía de forma triunfal, Hugo empezó a caminar a su alrededor, intentando apreciar cada milímetro de aquel objeto mágico. Finalmente, como si le entregara la cosa más valiosa del mundo, Martín depositó el martillo en sus manos.
—Sí —dijo con firmeza—, ya lo tenemos.
Hugo sintió como si un impulso eléctrico lo recorriera entero.
—Hugo —prosiguió Martín—, tienes el grandísimo honor de ponerlo en su sitio.
Entonces Hugo sonrió y miró el estante que había a dos metros de altura detrás del mostrador. Era de cristal, muy sencillo, pero el lugar de honor de la tienda: allí se exhibían los gustos del vendedor.
Hugo se acercó y depositó el martillo junto con su soporte, en el lugar que le tenían reservado desde hacía un par de años. Una vez el martillo estuvo en su sitio, Martín aplaudió emocionado.
Cuando se es lector de cómics de superhéroes, siempre hay uno con el que te sientes más identificado, con el que no puedes evitar soñar y en el que te gustaría convertirte. En el caso de Martín, no era uno, sino cuatro, conocidos como Los Vengadores, es decir: Iron Man, el Capitán América, Hulk y Thor. Y en aquella estantería había las grandes piezas de coleccionista de su jefe. El artefacto pectoral de Iron Man, el escudo del Capitán América, los puños de Hulk y, finalmente, ahora, el martillo de Thor, todo ello acompañado por sus correspondientes certificados de autenticidad.
Hugo dio unos pasos atrás y contempló aquel magnífico estante.
—Por fin —dijo Martín, claramente emocionado.
Mientras Martín era un marvelita confeso, Hugo era un ávido lector del cómic franco-belga: Tintín, Astérix, Lucky Luke y Spirou eran sus favoritos. Pero cuando entró a trabajar allí, no pudo evitar contaminarse de los gustos de su jefe, y de ese modo se convirtió también él en un seguidor de Marvel.
Tras esos instantes en los que pareció que el mundo no tuviera otra razón de ser que aquel estante, Martín se recuperó y volvió a ser el jefe.
—Muy bien —dijo, carraspeando para aclararse la garganta—. Ya sabes lo que toca. Escaparate, zona promocional, y el resto al almacén.
Hugo respondió saludando como un soldado y se puso a trabajar.
Los transportistas, cuyo único defecto era que pocas veces preguntaban dónde querían que dejaran las cajas, obligaron a Hugo a cargar de nuevo con todas y a situarlas de manera que no impidieran el paso a los clientes. No querían perder posibles ventas porque la gente no llegara a las estanterías.
Así que se vio haciendo todo el ejercicio que no había hecho en su vida. No era que estuviera desentrenado, pues siempre había tenido una forma física aceptable para lo poco que se movía, pero cargar cajas siempre era algo que le fastidiaba.
El rato fue pasando y, con el contenido de las cajas —muñecos, libros, martillos, cascos y, evidentemente, cómics de Thor—, Hugo preparó un escaparate digno de un dios. Allí estaban expuestos todos los productos que tenían. En la zona promocional dispuso los libros, los cómics y el merchandising más económico, mientras que el que sólo estaba al alcance de los bolsillos más llenos lo guardó en el almacén. Los clientes que estuvieran interesados en algo de mayor valor que lo que habían visto en el escaparate tan sólo tenían que preguntar y se les sacaba el producto deseado.
Hugo, cuyo gusto por el orden rozaba la manía, era el empleado perfecto para Martín. Sabía de cómics y de todo lo que los rodeaba, y además sentía pasión por ellos, algo que facilitaba su trabajo. En muchas ocasiones, Martín le había dicho que si quería buscar un trabajo con más futuro que no se cortara, pero la respuesta siempre había sido que aquél era el trabajo de su vida.
Con los años, el Hugo que entró a trabajar en Comicón para costearse los estudios, se había convertido en la mano derecha de Martín, en alguien indispensable para la tienda. Martín cada vez estaba más seguro de que sería el socio perfecto. Así que, llevado por la emoción de la llegada del martillo de Thor, creyó que era el momento oportuno para ofrecerle a Hugo parte del negocio. Sin él, costaría mantener aquella tienda en pie.
En ese instante, Hugo estaba acabando de colocar unos muñecos en los estantes, así que, aprovechando que no había nadie en la tienda, Martín lo llamó.
—Hugo, ven.
—Un segundo —dijo el joven, mientras terminaba su tarea—. ¿Qué quieres? —preguntó luego, acercándose al mostrador.
—¿Cuánto hace que trabajas aquí? —Martín dudó falsamente—. ¿Cuatro, cinco años?
—Sí, cuatro años camino de cinco.
Martín, a pesar de que quería decírselo, no sabía cómo.
—De Los Vengadores, ¿qué dos personajes te gustan más?
—Hombre, pues... —Hugo reflexionó—, Iron Man seguro y..., probablemente, el Capitán América. ¿Por?
—Porque a mí me gustan más Thor y Hulk. —Martín hizo una pausa—. ¿Me entiendes?
Hugo lo miró. Era un chico listo. Seguro que llegaría a la conclusión acertada. Pero la expresión alegre con la que aquella mañana había llegado a la tienda se borró de su cara de golpe.
—¿No querrás... —no le salían las palabras—, echarme a la calle? Ya sé que cuesta vender, pero tenemos un local en un sitio increíble, hay turistas todo el año...
Se le quebró la voz.
—¡No, no! —gritó Martín—. No te asustes, no te voy a echar. Al contrario...
—¿Me vas a subir el sueldo? —susurró Hugo con un poco de miedo.
—Bueno, en cierto modo, sí.
—¿De qué cierto modo?
—Déjame hablar, joder —se alteró Martín—. Que me cuesta explicártelo y encima no callas.
—Vale, vale —dijo Hugo, mientras Martín lo miraba de reojo.
—Verás, en estos años que llevas trabajando aquí me has demostrado que eres el empleado modelo de, como mínimo, esta tienda. Pero como habrás podido notar, vamos un poco de culo en cuanto al trabajo. Así que había pensado contratar a otro empleado...
—Pero... —lo interrumpió Hugo.
—Calla —dijo Martín—. Pero no quiero que alguien nuevo esté a tu misma altura, y tampoco somos tanta gente como para ponerte de jefe de personal. Así que, teniendo en cuenta que tú eres el encargado de ordenarlo todo, que sabes dónde está cada cosa, además de lo que quieren los clientes —la abuela del sábado fue una prueba más que evidente—, mientras que yo me suelo encargar de la parte, digamos, más logística —papeleo, pedidos, etcétera, etcétera—, quería preguntarte —hizo una breve pausa— si quieres convertirte en mi socio.
Hugo abrió los ojos como platos. No sabía cómo tomarse aquello. Ante su asombro, Martín siguió hablando:
—Tal vez no al cincuenta por ciento, pero sí al treinta o al veinte. Depende de tu presupuesto.
—Déjame unos días para que lo piense... Pero, ¿qué estoy diciendo? Sí, qué coño, claro que sí —respondió Hugo—. Pero sí que me tendrás que dejar mirar el presupuesto de que dispongo para saber en cuánto puedo participar.
—No te preocupes por eso —dijo Martín—, ya lo mirarás. En la práctica, eres socio desde el momento en que yo no soy capaz de encontrar un cómic en esta maldita tienda.
Los dos rieron de esa verdad como un templo.
Tras esa breve pero importante conversación, ambos volvieron al trabajo. Mientras Martín repasaba papeles y facturas en la pequeña mesita que había detrás del mostrador, Hugo acababa con el escaparate y los estantes de la zona promocional. Y en ese momento, sintió algo que nunca antes había sentido. Se oyó la campanita de la puerta y entró una chica. Tal vez la más guapa que Hugo había visto en toda su vida. Fue como si el tiempo se detuviera. Su cabello ondulado y rubio irradiaba luz y calor, mientras que sus grandes ojos de color miel parecían buscar ayuda en aquel pequeño rincón de mundo.
Hugo sólo había visto chicas como aquélla en la tienda cuando acompañaban a sus parejas o a sus sobrinos a comprar algo que a ellas no les interesaba lo más mínimo.
Y cuando la oyó hablar, Hugo supo que se había enamorado. Acababa de tener un flechazo.
—Hola, buenos días —dijo con una preciosa voz aterciopelada, de aquellas con las que te quedas dormido incluso cuando te gritan.
Llevaba una caja que, a juzgar por su gesto, debía de pesar considerablemente. Sin dudarlo, Hugo se acercó y se la cogió, mientras ella movía los brazos para recuperar la circulación.
—Gracias —dijo.
—De nada —contestó Hugo, medio babeando por el cortocircuito cerebral que había sufrido desde su aparición.
Se encaminó al mostrador seguido por ella y depositó la caja encima.
—Quería saber si pueden ayudarme —empezó.
Hugo no dijo nada y Martín, que hacía rato que contemplaba la escena por encima de la montura de sus gafas, se levantó y fue a atender a la chica.
—Usted dirá.
—Verá, tengo una tienda no muy lejos de aquí. Vendemos libros antiguos y cosas por el estilo, pero esta mañana hemos comprado un stock de cómics. Esta caja está llena de cómics viejos y no tengo la más remota idea de qué valor tienen. Me gustaría saber si podrían ayudarme a tasarlos para ponerlos a la venta.
Martín miró a la chica y luego miró a Hugo, que seguía embobado contemplándola. Volvió a mirarla a ella y luego a él. Y por fin decidió qué hacer.
—De acuerdo —dijo finalmente—. Ahora mismo estoy un poco liado con las facturas, ya me entiende, pero aquí mi socio, la mitad de la tienda es suya, ¿sabe?, estará encantado de echarle una mano.
—¡Qué bien! —exclamó ella, visiblemente aliviada.
Hugo no dijo nada. Sólo seguía observándola atentamente.
—Hugo —dijo Martín.
No obtuvo respuesta. La chica empezó a mirar a Hugo de forma extraña.
—Disculpe —dijo Martín—, a veces le falla el sistema operativo. ¡HUGO!
Éste pareció despertarse del sueño más agradable que había tenido nunca.
—La señorita necesita tu ayuda. Atiéndela. —Luego se dirigió a ella—: La dejo en sus manos. Si vuelve a quedarse en blanco, chasquee los dedos frente a su nariz.
La chica rio, mientras que Hugo, que pilló la broma un poco tarde, no pudo evitar sonrojarse.
—Valentina, encantada de conocerle —dijo la chica, tendiendo la mano.
—Hugo —dijo él, y se la estrechó.
—Esto que te ha pasado, ¿te sucede con todos los clientes? —preguntó ella con picardía.
—No, sólo contigo.
Valentina no respondió y esperó que Hugo se diera cuenta de lo que acababa de decir. Y a pesar de que sólo hacía un momento que lo conocía, consiguió ruborizarlo y tomarle el pelo con tan sólo una pregunta.
Él se dio cuenta y tomó una actitud más decidida.
—Bueno —tosió para aclararse las ideas—, ¿en qué puedo ayudarte?
—Verás, como le he dicho a tu compañero, trabajo en una tienda cercana donde vendemos libros antiguos y cosas así. Esta mañana hemos comprado un stock de cómics. Tengo treinta y tres cajas como ésta llenas hasta arriba de cómics y no tengo la más remota idea de qué valor tienen...
—Y ahí entro yo —dijo Hugo, demostrando estar más atento que minutos antes—. Pues vamos a ver qué traes.
Abrió la caja y, cuando cogió el primer cómic, se le aceleró el corazón, las paredes de la tienda empezaron a dar vueltas y se desplomó inconsciente en el suelo, tras el mostrador, mientras oía un grito de alarma de Valentina.