Capítulo 22

Valentina

 

 

 

A pesar de lo mal que se había sentido la noche anterior, hablar con Victoria hasta quedarse dormida —prefería no pensar en la factura del teléfono— la había reconfortado y le había dado ánimos para que el sábado fuera otro magnífico día en París.

Una mañana más, compró croissants para todos sus compañeros cuando pasó por delante de la boulangerie, pero esta vez no pudo resistir la tentación de comprarse uno relleno de chocolate para ella. Valentina pensó que eso que decían sobre lo bien que iba el chocolate para el ánimo era una verdad como un templo, mientras degustaba cada bocado de aquella obra de arte comestible.

Ese día vio el Sena con otros ojos. A pesar de que aún sentía nostalgia de Barcelona, se estaba dando cuenta de que acostumbrarse a aquella otra ciudad no era nada difícil. Seguramente iba a gustos, pero París era uno de esos sitios que seducen a todo el mundo; tenía un no sé qué que nadie podía explicar, pero era muy fascinante.

En lo que no podía dejar de pensar Valentina era en Hugo. Llevaba días dándole vueltas a cómo podría hacer para hablar con él. Incluso había pensado pedirle a Victoria que fuera a verlo, pero seguro que su amiga se negaba en redondo a hacer de celestina.

Valentina se sentía culpable por haberse ido de aquel modo. Y la pérdida de su teléfono móvil había empeorado las cosas. Justo entonces pasó por delante de una papelería y entró decidida.

—Hola —saludó al vendedor—. ¿Tienen libretas pequeñitas?

—Claro. —Era un hombre mayor, que parecía a punto de jubilarse. Antes de seguir hablando, movió la nariz como si buscara algo con su olfato—. ¿Son croissants ese aroma?

—Sí —contestó ella, sonriendo—, ¿quiere uno?

—No osaría —dijo el hombre, mientras buscaba detrás del mostrador—. Aquí tiene.

Encima dejó cinco modelos de libretas pequeñas. Apenas tenían diferencias. La espiral arriba o a la izquierda y el color eran las principales. Pero hubo una, un pequeño bloc rojo con espiral en la parte de arriba que llamó la atención de Valentina.

—La roja. ¿Qué le debo?

—Un croissant —respondió rápidamente el hombre.

Valentina sonrió, abrió la bolsa y se los ofreció, y él, sin dudarlo, cogió uno y le dio un bocado.

—¿Son de la boulangerie de la rue des Halles?

—Sí —respondió Valentina.

—Martine tiene siempre lo mejor de París.

Valentina recogió la libretita de encima del mostrador.

—Hasta otra —dijo Valentina, saliendo de la tienda.

Au revoir, señorita.

Valentina se fue contenta. Ahora tenía dónde anotar los números de teléfono. Por costumbre, sólo podía recordar el de Victoria, pero si apuntaba ése seguramente iría recordando todos los demás. Y, como prueba de ello, se acordó del móvil de su madre. Sonrió. Tarde o temprano aparecería el de Hugo.

Poco después de salir de la pequeña papelería, llegó a la librería. A pesar de que era el segundo día que lo hacía, todos sus compañeros se le echaron encima para coger un croissant. Como siempre había pensado, la comida era el mejor tema de conversación, incluso cuando no se hablaba el mismo idioma.

Ya sin la carga de los croissants, fue a dejar sus cosas. Pero cuando se estaba quitando la chaqueta, François se acercó a ella.

—No te la quites. Tenemos una misión.

—¿Cuál?

—Ir a buscar unas cajas a un almacén de libros en Porte Versailles —respondió él, mientras Valentina se ponía la chaqueta de nuevo—. Vamos.

 

 

Porte Versailles era uno de los accesos a París y estaba en la zona sudeste de la ciudad, fuera de la Périphérique. En metro eran menos de quince minutos, así que cuando quisieron darse cuenta estaban saliendo ya a la calle.

—¿Y qué vamos a buscar? —preguntó Valentina.

—Libros —respondió François con una sonrisa interesante, pero no tan especial como la de Hugo.

—Eso ya me lo supongo. Quiero decir, ¿qué libros vamos a buscar?

—Pues no lo sé. Es un almacén que compra grandes stocks de libros, los que sean, y librerías como la nuestra lo tienen más fácil para recomprarlos en vez de ir de ejemplar en ejemplar. —Hizo una pausa—. Ahora vamos a buscar el encargo que nos hizo un cliente de toda la vida. Uno de esos coleccionistas medio locos que apenas sale de su casa. Nos dijo que en una caja de allí había lo que estaba buscando desde hacía años.

Cuando terminó de explicárselo, llegaron por fin a su destino. Era el típico almacén con persiana metálica y una gran entrada para que coches y camiones pudieran cargar y descargar mercancías. Una vez dentro, había un gran espacio con estanterías metálicas enormes, llenas hasta arriba de cajas.

—Ahí está el encargado —dijo François, señalando a un hombre regordete con un bigote pequeño y unas gafas en la punta de la nariz.

—Buenos días. Venimos de la librería Shakespeare & Co. a buscar un encargo.

—¿Traen la hoja del pedido? —preguntó el otro con mal humor.

François se sacó una hoja del bolsillo interior de la chaqueta y se la entregó. El hombre la miró, luego los miró a ellos y por fin habló:

—¿Han traído coche o algo? —preguntó.

—Pues no, la verdad —respondió François.

—Pues van a tener problemas.

—¿Por?

—Vengan conmigo —dijo, echando a andar hacia el fondo del almacén.

Poco a poco, el ruido del ir y venir de coches y de las máquinas subiendo y bajando cajas se fue apagando hasta formar un rumor lejano que, incluso, podía resultar agradable. Al fondo, el olor a polvo aturdía a cualquiera; se notaba que las cajas que se sacaban de encima siempre se quedaban delante, mientras que lo invendible se iba acumulando en esa zona del almacén.

—Aquí lo tienen —dijo el hombre, señalando un montón de cajas—. Quince cajas hasta arriba de libros.

—¿Cómo? Pero si mi jefe me ha dicho que era una sola caja —protestó François.

—Pues se equivocaba. El pedido es éste y le puedo asegurar que hace varios años que tenemos aquí estas cajas.

—¿Qué hay dentro? —preguntó Valentina, abriendo al fin la boca.

—No lo sé, señorita. Yo sólo sé de dónde vienen y adónde van. Nada más —replicó el hombre, un tanto brusco.

Se notaba que lo mismo podía estar en un almacén de libros que en uno de comida. Ella sabía que cualquier aficionado a los libros no se podría controlar y acabaría abriendo las cajas para saber qué contenían. Aquel hombre, en cambio, no sentía curiosidad.

—Voy a llamar a la tienda, a ver si alguien puede venir en coche a cargar todo esto.

—Aquí los dejo, que tengo trabajo.

Cuando se fue, Valentina le sacó la lengua. «Tengo trabajo». Como si ellos no lo tuvieran, con quince cajas cargadas a tope de libros.

—Erik, ¿hay alguien que tenga un coche disponible para venir a cargar cajas? —preguntó François, poniendo el manos libres.

—¿Cajas? No me seas perezoso, François, que antes has dicho que era sólo una —respondió el otro.

—¿Una? Aquí tenemos quince y bastante grandes.

—¿Quince? No fastidies —exclamó Erik—. Un segundo, voy a preguntar.

—¿No tienes curiosidad por saber qué hay en las cajas? —preguntó Valentina.

—En parte sí, pero ya las abriremos en la tienda.

—Ah, pero ahora esta capa de polvo parece que nos está llamando a gritos.

—La verdad es que...

—François, ¿estás ahí? —Era Erik, que había regresado.

—Dime.

—Ahora irá Claudia. Ha ido a buscar su coche.

—Es decir, que tardará bastante, ¿no? —preguntó François desanimado.

—Me temo que sí —respondió Erik—. Cuando esté por ahí ya te avisará.

—De acuerdo. Hasta luego.

—Hasta luego.

François regresó hasta donde estaba Valentina, que observaba con ganas las cajas cubiertas de polvo.

—Tenemos para un buen rato —dijo él—. Claudia ha ido a buscar su coche.

—¿Lo tiene cerca de la tienda?

—No, en su casa.

—Pues tenemos para un buen rato.

Ambos se miraron y luego miraron las cajas.

—¿Abrimos una? —preguntó Valentina.

—Vale —respondió François mientras se sacaba las llaves del bolsillo.

Hábilmente, desgarró el precinto de una de las cajas y la abrió, levantando una nube de polvo. Ambos empezaron a toser y cuando el polvo desapareció pudieron ver el contenido de la caja.

Valentina metió la mano y sacó uno de los volúmenes que había en su interior. En cuanto vio la cubierta, se echó a llorar.

—¿Qué te pasa? —preguntó François, preocupado.

—Nada.

—Normalmente no se llora por nada.

—Es que esto...

—Esto es un cómic. ¿Qué le pasa?

—Es difícil de explicar.

—Tenemos tiempo hasta que llegue Claudia.

Valentina lo miró sin dejar de llorar. Al ver aquel cómic viejo y mugriento, recordó de golpe todos los domingos que había pasado con Hugo clasificando los suyos; las dos citas que habían tenido, la buena y la mala, y, por supuesto, recordó que no había podido decirle nada cuando se marchó.

—¿Seguro? —dijo sollozando—. No quiero aburrirte con mis problemas.

—Seguro. Soy todo oídos.

 

 

Cuando terminó de contarle su historia con Hugo, François había pasado de ser un simple conocido que la escuchaba para hacer algo a ser un amigo que se preocupaba por ella. Durante toda la explicación de Valentina, entrecortada por los continuos sollozos, François no había parado de hacerle preguntas, interesándose por lo que ella le contaba. Hubo un instante en que Valentina pensó que estaba hablando con la versión masculina de Victoria.

—La verdad, es que no sé qué decirte —dijo François, apoyando la cabeza en las manos.

Ella respondió mientras se sonaba la nariz con el pañuelo que François le había ofrecido durante el relato.

—Lo siento. Te lo estoy dejando hecho un desastre.

—Para eso está —bromeó él.

Antes de que Valentina pudiera decir nada más, el teléfono de François sonó.

—Dígame. —Esperó la respuesta—. Sí. Claro. Aquí estaremos. —Y colgó.

—¿Ya está aquí?

—Ni por asomo. Se ha metido en la Périphérique y la ha cagado. Tardará un buen rato. A esta hora siempre está congestionada.

—¿Y ahora qué?

François miró su reloj.

—Podríamos ir a comer —respondió—. Conozco un franco-italien donde hacen una comida buenísima.

—Vale —dijo Valentina, levantándose de la caja en la que se había sentado.

—Y así me sigues contando lo de Hugo.

Después del rato en aquel oscuro rincón del almacén, la luz exterior los deslumbró. Cuando se hubieron acostumbrado, emprendieron el camino al restaurante que conocía François.

 

 

Tras comer, Valentina ya estaba mucho mejor, un poco triste pero bien, presentable ante los demás compañeros, entre los que se encontraba Claudia, que los estaba esperando frente al almacén con su coche, un pequeño utilitario de quinta mano de color rojo. No estaba sola. Junto a ella, con una cara de cabreo monumental, estaba el jefe del almacén.

—¡Por fin habéis llegado! —exclamó Claudia.

—¡Eso! Por fin —repitió el jefe del almacén—. De esta manera no se pueden hacer tratos. Vosotros desaparecéis con la hoja del pedido y luego viene ésta exigiendo recoger unas cajas para Shakespeare & Co. sin mostrarme ni una triste nota. ¡Nada!

—Lo sentimos. Creíamos que nos había visto irnos.

—No, no os he visto. Además, aquí estamos trabajando y a la hora de comer no he podido cerrar el almacén como dicta mi horario porque había dos personas dentro a las que no encontraba.

Valentina comprendió su cabreo; el pobre hombre no había podido ir a comer esperándolos.

—¡Coged las cajas y marchaos ya! —gruñó el hombre, mientras su bigotillo se movía frenéticamente—. Y la próxima vez que vuestra librería haga un encargo, a vosotros no os quiero ver —remató, señalándolos.

Después de una bronca de tal magnitud, Valentina, Claudia y François cargaron las cajas tan rápido como pudieron, y cuando François salió con la última, el hombre bajó la persiana con tal fuerza que un poco más y la arranca.

—Menudo quejica —exclamó François entre risas, cuando ya estaban en el coche—. Un poco más y nos encierra dentro.

—Pues no veas cómo se me ha encarado cuando he llegado —explicó Claudia.

El resto del viaje en coche, que fue bastante largo debido al caótico tráfico de París, Claudia y François estuvieron gastando bromas y cachondeándose del jefe del almacén bigotudo. Por su parte, Valentina, sentada en el asiento de atrás y sosteniendo algunas cajas que no habían cabido en el maletero, seguía pensando en Hugo. Estaba sorprendida por cómo el hallazgo de aquel cómic la había afectado.

Una vez en la tienda, descargaron las cajas y tuvieron que dar mil explicaciones porque el jefe del almacén había llamado a la librería para quejarse de ellos. Pero François consiguió convencer al jefe de que en realidad era aquel hombre, que vivía alterado. Una vez hubieron terminado de sacar la última caja del coche, se acercó a Valentina, que estaba ayudando en la tienda.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó ella.

—Que hemos hecho bien y que ese hombre es un cascarrabias. —Hizo una pausa y, sonriendo, continuó—: También que la próxima vez enviará a otros.

Valentina no respondió.

—Aún te sientes mal, ¿verdad? —preguntó François, preocupado.

Ella se encogió de hombros y él se quedó pensativo.

—Espera aquí un segundo —dijo finalmente, mientras se iba a la trastienda para regresar al cabo de un momento—. ¿Vamos? —preguntó.

—¿Otro encargo? —dijo Valentina.

—No.

—Entonces, ¿qué?

François la contempló un momento. Tenía ojeras de llorar en el almacén, estaba sucia de polvo y cansada por todo lo que había pasado aquel día.

—Nos he pedido la tarde libre.

—¿Para? —preguntó ella sin comprender.

—¿Ya has visitado París? —dijo François para animarla.

—Gracias, François, pero no es la primera vez que vengo. Prefiero ir a casa a descansar.

—¡Ya! Pero, ¿has visitado París de la mano de un parisino? —volvió a preguntar, ofreciéndole la mano.

Valentina sólo pudo contestar con una sonrisa.