Capítulo 21

Hugo

 

 

 

Eran las once de la mañana cuando sonó el teléfono. Arturo sabía quién era, y también sabía que Hugo no respondería aunque sonara durante toda la mañana.

—Dígame —dijo Arturo, descolgando.

—¿Arturo?

—Sí, soy yo.

—Soy Martín. Pásame a Hugo.

El plan que habían elaborado hacía unos días estaba a punto de ponerse en marcha. Era un sábado como cualquier otro, pero Arturo, Diego y Martín habían pensado una cosa que no podía fallar: Hugo acabaría saliendo de casa.

Martín le pediría ayuda para la tienda. Iba a decirle que un grupo de turistas acababa de llegar y Diego no estaba preparado para soportar tanta presión, que necesitaba que fuera a echarle una mano.

Arturo fue al dormitorio de Hugo y entró sin pedir permiso. Hugo estaba durmiendo. Antes de despertarlo, Arturo lo miró detenidamente. La verdad era que había empeorado en muy pocos días.

—¡Hugo! —gritó como si hiciera rato que lo llamara.

El otro dio un salto del susto que se había llevado.

—Hugo, es Martín. Quiere hablar contigo —le dijo su compañero de piso mientras se encogía de hombros, como si no supiera de qué iba la cosa.

—¿Qué quiere? —preguntó Hugo, haciéndose un ovillo para seguir durmiendo.

—¡Y yo qué sé! —exclamó, tendiéndole el teléfono inalámbrico.

—¿Sí? —gruñó Hugo al cogerlo.

—Hugo necesito que vengas enseguida.

—Estoy de vacaciones.

—Me da igual —respondió Martín—. Además, sigo siendo tu jefe.

—¿Qué pasa?

—¿Que qué pasa? ¡Te diré lo que pasa! Que tu amigo Diego, bajo presión, se convierte en un desastre.

Martín se había metido en el papel hasta el fondo. Además, sabía cómo tratarlo.

—¿Y qué? Me debes muchos días de fiesta. Búscate a otro.

—¿Cómo quieres que encuentre un refuerzo para Diego en diez minutos? —Hizo una pausa para evitar calentarse de verdad—. ¡Necesito que vengas ya!

Se oyó el chasquido que significaba que Martín había colgado.

—¿Qué quería? —preguntó Arturo como si nada.

—Me ha pedido que vaya.

Hugo estaba medio incorporado en la cama. Por un lado no le apetecía nada ir a trabajar, y menos a una tienda llena de guiris, pero debía ser responsable y ayudar a su jefe. Y más si Diego, al que le había dado el empleo porque se lo había recomendado él, había resultado ser un desastre.

—¿Qué vas a hacer? —Parecía que Arturo sentía cierta curiosidad. Ese sábado debía de estar aburrido.

Sin decir nada, Hugo se levantó y se fue al cuarto de baño, mientras Arturo regresaba al comedor con el teléfono inalámbrico.

—Diego, soy Arturo —dijo en voz baja—. De momento va para allá.

 

 

Antes de que pasara media hora de la llamada de Martín, Hugo salía a la calle. No la había pisado desde hacía una semana. La luz del sol lo deslumbró y el aire fresco llenó sus pulmones, acostumbrados ya al viciado del apartamento. Por un segundo fue como si todo lo que le rondaba la cabeza no tuviera importancia. Como si el hecho de salir fuera le hubiera devuelto la vida.

Caminó hasta el metro y se incorporó al río de gente que entraba y salía de los torniquetes de seguridad. Instantes después, estaba recorriendo las tres paradas que lo separaban de Urquinaona.

Al salir del metro, aceleró el paso inconscientemente, como cualquier otro día. Bajó por la Via Laietana, giró a la derecha por la calle Comtal y en poco rato llegó a la Comicón. Pero para su sorpresa la tienda estaba muy tranquila. Incluso más tranquila de lo habitual para ser un sábado a las doce de la mañana.

Al entrar, Hugo se sintió como un cliente cualquiera, no como el vendedor que había sido durante los últimos años. Fue una sensación muy extraña.

—Hola, Martín —dijo, mientras sonaba la campanilla de la entrada.

—Buenos días —respondió su jefe, que estaba revisando números en una pequeña libretita gris.

—¿Dónde está esa invasión incontrolable de guiris?

Martín no respondió, tan sólo sonrió. Entonces, Hugo se dio cuenta de que Diego estaba ordenando las estanterías. Sus estanterías.

—Eso no va ahí, tarugo —dijo de mala uva—. Va dos estantes a la derecha.

Diego le hizo caso.

—Me gusta que estés de vuelta —comentó Martín.

—No estoy de vuelta. He venido a ayudarte, pero veo que no necesitas ayuda.

—No, no necesito ayuda —dijo Martín—. Pero tú sí.

Hugo se sorprendió.

—Arturo y Diego estaban muy preocupados y me llamaron para saber qué debían o qué podían hacer para que volvieras a ser el mismo.

Hugo cogió una pelota del Capitán América de un cubo lleno de ellas y se la arrojó a Diego.

—No la tomes con él. Sabes de sobra que tienes un problema.

—No lo tengo —protestó Hugo.

—Sí lo tienes y se llama Valentina.

Hugo no dijo nada. Simplemente sintió cómo su corazón, remendado de cualquier manera, volvía a resquebrajarse.

—Hugo, no puedes seguir así. Debes hacer algo.

—¿Y qué debo hacer? ¿Olvidarla? ¿Acostarme con la primera que pase para quitármela de la cabeza a polvos? —preguntó en tono sarcástico.

—No —dijo ceremoniosamente Martín—. Debes hacer lo correcto.

—¿Y qué es lo correcto?

—Ir a buscarla.

—No sé dónde está.

—Sí lo sabes —replicó Martín.

—Pero eso no me sirve de mucho.

—Al menos tienes por dónde empezar.

—Por si no te has dado cuenta —siguió diciendo Hugo, cerrándose en banda—, París es una ciudad muy grande.

—Eso da igual.

—No da igual.

—Claro que sí. Mientras tú la quieras, eso da igual. ¿La quieres?

Hugo dudó un poco. Tampoco quería darle la razón a su jefe.

—Claro —respondió al fin.

—Pues ve a por ella. Recorre los lugares donde creas que puede estar. Piensa en lo que te contó cuando estabais juntos. Seguro que la encuentras. —Martín hizo una pausa—. Recuerda que es lo mejor que te puede pasar en la vida. No la dejes escapar. No te rindas.

—¿Tú crees que debería ir a buscarla aunque no sepa dónde encontrarla?

—Sin duda.

—Pero, ¿y si no me quiere?

—¿Y si en realidad ha perdido el móvil al irse y no ha podido llamarte? Tal vez esté igual que tú, con la diferencia de que tu jefe te deja perder los días de trabajo que sean necesarios para ir a buscarla.

Entonces el humor de Hugo cambió de repente. Su espalda curvada se irguió, las ojeras le desaparecieron y el brillo volvió a su mirada. A pesar de todo, aún se quedó plantado en mitad de la tienda.

—¡Venga! —exclamó Martín mientras lo empujaba—. Ve tras ella, no te quedes aquí.

Entonces Hugo salió corriendo de la tienda, casi dejando una estela de su sombra, como Flash.

 

 

Al salir a la calle, mientras seguía corriendo para no perder ni un minuto, empezó a pensar en cómo lo haría para encontrar a Valentina. ¿A ella qué le gustaba más en el mundo? La respuesta era obvia: los libros. Pero, ¿cuántas librerías podía haber en París? Seguro que muchas más que en Barcelona. Tendría que comprar alguna guía, a ver si por casualidad hablaban de las más conocidas, aunque era poco probable que Valentina estuviera en una de las conocidas. Seguro que estaba en una librería pequeñita como la suya, algo íntimo. Bueno, pero seguro que había un barrio de libreros o algo así, ¿no?

Hugo nunca había estado en París y no tenía la más remota idea de por dónde empezar. Tan sólo sabía que era una ciudad enorme y que era muy poco probable que nada más bajar del avión se cruzara con ella en mitad de la calle. Aunque nunca debía perder la esperanza de que la suerte le sonriera.

Estaba corriendo y pensando a la vez, cuando su móvil sonó. Hugo miró la pantalla con la esperanza de que fuera Valentina, pero aquel número no lo tenía en la lista de contactos. Igualmente respondió, soñando que era ella llamándolo desde otro número de teléfono.

—¿Sí?

—Hugo, soy Victoria.

—Hola —respondió él.

—Escúchame bien —empezó a decir la chica— y no me interrumpas. Tú no me gustas y yo no te gusto...

—Tú sí me gustas —la interrumpió Hugo—. ¿Yo no te gusto?

—Te he dicho que no me... ¡Ah! ¿Te gusto? —preguntó sorprendida.

—Sí. Eres la mejor amiga de Valentina. Si a ella le gustas, a mí también.

—Entonces tú también me gustas. —Hizo una pausa para ordenar las ideas—. Pero eso ahora da igual.

—Vale —dijo Hugo.

—Ahora, escucha. Valentina está en París...

—Ya lo sé —dijo Hugo.

—Eres peor que Valentina —replicó Victoria—. ¿Quieres dejarme hablar?

—Claro.

—Gracias. —Victoria calló un momento—. Te llamaba para decirte dónde está Valentina.

—Ahora que lo pienso, ¿cómo tienes mi número?

—¡Coño, Hugo, deja de interrumpir que me estás poniendo nerviosa! —protestó Victoria.

—Lo siento, pero es que yo no te lo di —comentó él.

—Por decirlo de algún modo, me lo dio Valentina. ¿Te vale? —preguntó ella, un poco cabreada.

—Sí —respondió Hugo entre jadeos.

—Ahora, ¿quieres saber dónde está o no? —preguntó Victoria.

—Claro.

—En ese caso, te interesará saber que se ha ido a trabajar a la librería Shakespeare & Co. de París, en la rue de la Bûcherie número treinta y siete.

Por fin Hugo sabía dónde estaba Valentina. Victoria se había convertido en su ángel de la guarda.

—¡Ve a por ella! —exclamó la chica, al no recibir respuesta por su parte.

 

 

Victoria colgó el teléfono. Sabía que había hecho lo correcto, aunque puede que no lo hubiera hecho siempre. Después de la segunda cita de Hugo y Valentina, y tras ver que su mejor amiga se estaba enamorando de él perdidamente, empezó a pensar que debía hacer algo para que Valentina no se uniera de por vida a un pringado como aquél. Durante casi toda la noche había pensado cómo hacerlo. ¿Cómo podía alejar a Hugo? No veía la oportunidad, hasta que llamaron los padres de Valentina diciéndole lo del trabajo en París. Sin dudarlo, cogió el móvil de su amiga, lo desconectó y se lo metió en el bolso. Sabía de sobra que si Valentina se quedaba sin móvil y se iba al extranjero no podría avisar a Hugo de inmediato. Desde que lo hizo ya se sintió algo culpable, aunque creer que lo hacía por el bien de Valentina la reconfortaba. Pero cuando Hugo apareció en la tienda buscándola como un loco, pensó que tal vez se había equivocado. Aquel chico realmente la amaba de corazón. A pesar de ello, no le dijo nada; simplemente le comentó que Valentina se había marchado. Nada más.

Pero cuando oyó a su amiga tan deprimida por no poder hablar con Hugo y estar tan lejos de él, comprendió que se había equivocado por completo. Debía enmendar el error que había cometido y sólo se le ocurrió llamar a Hugo para decirle dónde encontrar a Valentina. Sabía de sobra que cuando Valentina volviera a Barcelona, o incluso antes, tendría que darle muchas explicaciones, pero prefería discutir con Valentina por un error que había corregido que saber que lo estaba pasando tan mal por su culpa.

Tras colgar el teléfono, tan sólo deseaba que Hugo encontrará a Valentina y fueran muy felices.

 

 

Hugo entró en su casa como un torbellino. Cuando iba a sentarse ante su ordenador, Arturo apareció desde el cuarto de baño, escondiendo algo tras él.

—¿Te vas?

—Sí —respondió Hugo sin pensar—. ¿Cómo lo sabes?

—Existen unos aparatos que se llaman teléfono, ¿sabes? —bromeó su amigo.

—Muy gracioso. Ayúdame a reservar un vuelo para mañana.

—¿Mañana? Pobre infeliz.

Arturo le mostró lo que escondía a su espalda.

—El vuelo sale dentro de dos horas. Aquí tienes una bolsa con un par de mudas. Está a punto de llegar un taxi.

—Pero, ¿cómo?

—Pero nada. Lárgate, que si no aún vas a llegar tarde.

—Ya, pero...

—No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy —dijo Arturo—. ¿No es eso lo que siempre me dices?

—Vale, pero si llama mi madre te inventas cualquier excusa... Que estoy trabajando o lo que se te ocurra.

—No me dejes con ese marrón —protestó Arturo.

Se oyó el sonido de un claxon en la calle.

—Lo siento, pero un taxi me espera —respondió Hugo, sonriendo.

Estaba yéndose ya, pero se detuvo y regresó hacia donde estaba Arturo y le dio un fuerte abrazo.

—Hay pocos amigos como vosotros. Gracias.

Dicho esto, salió del apartamento en busca de Valentina. Esta vez la encontraría y no la dejaría escapar.