Capítulo 19

Hugo

 

 

 

Después de saber que Valentina se había marchado a París, Hugo intentó volver a la normalidad. El trabajo en la Comicón, sus amigos, las largas sesiones de cine y los videojuegos... Todo parecía ir como siempre, hasta que llegó el domingo. Inconscientemente, ese día se levantó temprano como desde hacía varias semanas, pero cuando estaba desayunando se dio cuenta de que no lo iba a pasar trabajando con Valentina. Tal vez nunca más la volviera a ver.

Ese domingo fue, con total seguridad, uno de los más amargos de su vida. Intentó volver a dormir, pero fue imposible. No hacía más que dar vueltas, sin dejar de pensar en ella y en cómo encontrarla. Cogió un libro, pero tras leer apenas tres páginas tuvo que dejarlo porque no se centraba en la lectura. Probó a leer alguno de sus cómics favoritos, El valle de los proscritos de Spirou y Fantasio, o El tesoro de Rackham el Rojo, pero le fue imposible. Nada lo animaba.

Se sentó en la cama. Quería ir a buscar a Valentina, pero parecía una quimera que consiguiera encontrarla en una ciudad como París. Nunca había estado allí, pero sabía que era mucho más grande que Barcelona. Poco a poco, mientras luchaba para apartar esos pensamientos de su mente, se fue tumbando hasta que, finalmente, se quedó de nuevo dormido.

Cuando despertó, giró sobre sí mismo y miró el reloj que tenía en la mesita de noche. Era la una del mediodía. Oyó que Arturo y Diego hablaban acaloradamente sobre un juego nuevo que el segundo había descubierto en la casa y que sabía que no era ni suyo ni de Hugo. Por un momento, Hugo pensó que se trataba de un domingo como los de antes, con sus amigos discutiendo mientras jugaban a videojuegos, y él en medio para poner paz. Desgraciadamente, enseguida volvió a la realidad y pensó de nuevo en Valentina. No estaba de humor para aguantar una discusión sobre un videojuego.

Cogió ropa limpia y se escabulló hacia el cuarto de baño. No quería que sus amigos le preguntaran sobre ella o cómo se encontraba él. Se duchó rápidamente, se vistió y cruzó el comedor tan sólo diciendo:

—Buenos días. Voy a dar una vuelta.

Arturo y Diego le devolvieron el saludo, a la vez que se callaban de golpe, mirando por el balcón. Estaba cayendo la de Dios, un chaparrón considerable, típico del otoño barcelonés.

Al salir a la calle, Hugo se dio cuenta de su error. Había salido a pasear el día más lluvioso desde hacía meses, sin llevar chubasquero ni paraguas. Pensó en volver al apartamento, pero luego, ni corto ni perezoso, salió del portal y dejó que la lluvia lo empapara.

Al principio no tenía un destino claro, pero con pasos lentos se dirigió hacia uno de sus rincones favoritos, donde podría abstraerse de la realidad. En pocos minutos pasó entre las Torres Mapfre y llegó al Puerto Olímpico. Bajó la escalera que llevaba a los restaurantes y se paró delante del McDonald’s. Entró tan mojado que parecía que hubiera llegado nadando en lugar de caminando, encargó media docena de hamburguesas a un euro y se sentó a comérselas en la pobre terraza cubierta que había fuera.

Estaba solo, así que pudo disfrutar de las hamburguesas sin que nadie lo molestara con una conversación estúpida. Cada bocado era como un bálsamo. Sabía que aquellas hamburguesas no eran muy saludables, pero estaban tan ricas y cada vez que mordía un pepinillo se le hacía la boca agua. Fueron los mejores momentos de aquel triste domingo.

Con las seis hamburguesas en su estómago, se marchó de la terraza y se dirigió hacia el rompeolas, adonde llegó al cabo de un rato. Tras encaminarse por el paseo que lo recorría de punta a punta, decidió sentarse a observar el mar. Era un día perfecto para ver cómo las olas chocaban una tras otra contra las rocas de cemento y lo salpicaban todo. Hugo estuvo allí hasta que empezó a anochecer. Sin hacer nada, tan sólo observando el mar, sintiendo las gotas de lluvia en la cara e intentando olvidar a Valentina.

 

 

Tras el peor domingo de su vida, quiso darle una nueva oportunidad a todo lo que tenía antes de conocer a Valentina. El lunes por la mañana se fue a la Comicón con la esperanza de que apareciera algún cliente que lo entretuviera y se la hiciera olvidar, aunque sólo fuera por un rato.

—Buenos días —saludó al llegar, falsamente animado.

—Hola —respondió Martín—. Acaban de llegar las últimas cajas que encargamos a Dupuis. Deberías ver dónde ponemos todo esto.

Tras un saludo militar, Hugo dejó sus cosas y se enfrentó a las cajas recién llegadas. Pero su falso buen humor pronto desapareció. Vaciar las cajas era un trabajo mecánico y su cabeza tenía total libertad para recorrer los recovecos más profundos de su corazón roto.

Martín se dio cuenta, porque era raro que Hugo, tan aficionado al cómic franco-belga, no leyera cada álbum que sacaba de la caja antes de ponerlo en la estantería. Se acercó a él por detrás.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Hugo se volvió y, forzando una sonrisa, respondió:

—Sí, estoy perfectamente.

—¡Ah, vale! Como veo que no lees los cómics —dijo Martín, señalando los álbumes que había ido sacando de la caja.

Por un segundo, Hugo se olvidó de Valentina. Era verdad que apenas los había hojeado y algo se removió dentro de él. Era como si se hubiera traicionado a sí mismo. Ante esa revelación, pasó de estar acuclillado al lado de la caja a sentarse en el suelo con un par de cómics en cada mano. No sabía por qué, pero no podía recuperar la vida de antes de conocer a Valentina.

Él, aquel chico que disfrutaba colocando cómics en la estantería porque así podía leerlos u hojearlos libremente, sin que nadie le dijera nada, ahora los estaba dejando en su sitio sin apenas leer el título. Miró los álbumes que tenía en la mano y vio definitivamente que no estaba bien.

—¿Seguro qué estás bien? —volvió a preguntar Martín, como leyéndole el pensamiento.

Hugo negó con la cabeza.

—¿Puedo hacer algo por ti? —preguntó su jefe, sentándose a su lado.

Hugo no dijo nada. Al verlo así, Martín le pasó un brazo por los hombros.

Hugo dejó los álbumes que tenía en la mano de nuevo en su caja y miró a su jefe.

—Martín, voy a cogerme unos días de vacaciones —dijo finalmente.

—¿Y lo de ser socios? —preguntó Martín, intentando que recuperara la ilusión por algo.

—Lo siento —respondió—. Ahora creo que necesito tiempo para mí. Cuando vuelva ya te diré algo.

—¿Y me vas a dejar aquí solo? —preguntó de nuevo Martín, reclamando una ayuda que no necesitaba para que Hugo se recuperara.

—Puedes aprovechar para buscar a alguien.

Hugo se levantó y fue a por sus cosas. Martín también se levantó, pero no se movió de donde estaba. Lo vio salir por la puerta de la tienda sin decir nada y sin despedirse de él.

—Pobre muchacho —dijo en voz alta.

Al marcharse, Hugo sabía que las vacaciones que se estaba tomando de forma improvisada no tenían fecha de finalización. No estaba en condiciones de trabajar en la Comicón y menos de atender de buena gana a los clientes. Suspiró profundamente, pensando que tal vez no volvería a aquella tienda nunca más. Decidió ir a casa caminando, a ver si el día radiante que había quedado tras la lluvia del domingo lo animaba.

 

 

Al abrir la puerta de su apartamento, Hugo vio que no estaría solo. En el sofá estaba Diego.

—¿Se puede saber qué haces aquí? ¿No deberías estar trabajando? —preguntó Hugo, molesto por la falta de intimidad.

—He venido a hablar contigo.

—¿De qué?

—Bueno, he dejado el trabajo y tengo la esperanza de ser el hombre que necesitáis en la Comicón —explico Diego ilusionado.

Hugo lo miró. En ese momento no tenía ganas de hablar de nada.

—Me he cogido vacaciones. Puedes ir cuando quieras a hablar con Martín. Le dices que vas de mi parte y él decidirá.

—¿Y ya le has dicho algo de lo de ser socio?

—No —respondió Hugo secamente.

Al ver cómo le respondía, Diego prefirió dejar el tema. Estaba claro que no estaba el horno para bollos.

—Ya que estoy aquí, ¿hacen unas partidas? —preguntó Diego.

Hugo lo miró. Por un segundo, pensó que jugar a la Play lo animaría. Siempre había sido así. Además, por probar no perdía nada. Pero resultó que sí que perdió algo: la paciencia. A pesar de jugar a un juego que tenía dominado, como el Pro, lo hacía sin ganas. No intentaba ganar a Diego. Al contrario, no hacía más que perder balones.

—¡Vaya mierda de juego! —exclamó finalmente, soltando el mando.

—Es que juegas sin ganas —dijo Diego, pausando el juego—. Si te concentras, seguro que me machacas.

—Hoy creo que no —contestó Hugo, volviendo a su estado apagado y hundiéndose en el sofá.

—¿Qué te pasa, Hugo? —preguntó Diego preocupado.

Ya se había dado cuenta el domingo anterior de que su amigo no estaba bien; apenas había estado con Arturo y con él, e incluso con aquella tormenta no había dudado en salir a dar una vuelta.

—¡Nada! —respondió Hugo cabreado—. ¡No me pasa nada! Qué manía tenéis todos con que me pasa algo.

—Hugo, tío, que yo sólo quería...

—Quedarte con mi empleo. Anda, corre a la tienda a cogerlo. Ahora puedes quedarte con mis cosas.

Y sin decir nada más, se fue a su habitación y cerró la puerta de un portazo, dejando a Diego con la palabra en la boca.

—Yo sólo quería echarte una mano —dijo éste tristemente.

Al ver que Hugo no regresaba, apagó la Play y recogió sus cosas. Quería ir a hablar con Martín, no sólo por el trabajo sino también sobre Hugo, para poder aclarar qué pasaba con uno de sus mejores amigos.

Salió del apartamento y cerró la puerta con cuidado.

Después de hablar con Martín, Diego estaba contento y triste a la vez. Contento porque Martín no había dudado en contratarlo al saber que era el amigo friki de Hugo, pero estaba triste por lo que le había dicho de éste. Su amigo estaba peor de lo que ellos creían; la desaparición de Valentina lo había destrozado por dentro. Tenía que hacer algo para ayudarlo, y sólo se le ocurrió una cosa: ir a buscar a Arturo.

Diego miró el reloj. Era la hora de comer y sabía de sobra dónde encontrar a su amigo. Tras unas cuantas paradas de metro, llegó a la Diagonal y se dirigió hacia un gran edificio de oficinas. Arturo trabajaba allí. Diego no sabía muy bien en qué consistía su empleo, pero faltaban un par de minutos para las dos y media y Arturo era un chico de costumbres. Y, en efecto, minutos después prácticamente se dio de bruces con él.

—¿Qué coño haces aquí? —preguntó Arturo, mirando alrededor.

No quería que sus compañeros de trabajo supieran que sus amigos eran unos frikis.

—Tengo que hablar contigo sobre Hugo.

—¿Qué le pasa a ese mendrugo?

—Ha dejado el trabajo en la Comicón —explicó Diego—. Dice que son vacaciones, pero algo me dice que no es así. Se ha derrumbado.

—No me jodas —dijo Arturo, tocándose la oreja derecha.

—Como lo oyes. Debemos hacer algo para que no lo eche todo a perder.

—¿Y que propones? —preguntó Arturo.

—No lo sé.

—Lo primero sería que él quisiera recuperarse —añadió Arturo, serio.

—El problema es que cuando le preguntas se cierra en banda.

—Pues si es así, será muy complicado ayudarle.

—Martín está también muy preocupado. No lo ve nada motivado en el trabajo.

—¡Joder! —exclamó Arturo—. Pero si siempre dice que es el trabajo de su vida, que es lo mejor que le ha pasado.

—El problema es que lo que parecía ser lo mejor que le había pasado, se ha convertido en lo peor.

—Sí, Valentina ha pasado de ser algo bueno a ser algo malo.

Por un segundo, los dos se callaron. No sabían cómo solucionar el problema.

—¿Y si Martín lo llamara pidiéndole ayuda, diciéndole que hay mucha gente y que lo necesita? —empezó a decir Arturo.

—Es verdad —respondió Diego—. Es casi un socio, no le puede decir que no.

Una vez vislumbrada una posible solución, decidieron ir a comer juntos para llamar a Martín y decidir cómo convencer a Hugo para que volviera al trabajo.

 

 

Cada mañana, desde que Hugo se había cogido vacaciones, hacía ya unos días, Arturo odiaba salir de su habitación y cruzar el comedor. Hugo estaba allí a todas horas, tumbado en el sofá, viendo películas y jugando a videojuegos. Comía cualquier cosa, no se duchaba, iba sin afeitar y, por primera vez en su vida, no ordenaba sus cosas.

Arturo no quería ver cómo su amigo, tal vez su mejor amigo, se estaba destrozando de esa manera.

—¿Hasta cuándo estarás de vacaciones? —le preguntó.

—No lo sé —respondió Hugo, sin dejar de jugar—. Martín me debe muchas vacaciones.

—¿Y lo de ser socio?

—Ahora no sé si quiero tener ese tipo de responsabilidad.

Arturo se acercó un segundo y pudo comprobar que ese día Hugo tampoco se había duchado.

—¿No te haría falta una ducha?

—Para qué. No tengo nada qué hacer.

—¿Todo esto es por Valentina? —se atrevió a preguntar Arturo—. Piensa que hay muchos peces en el mar.

Hugo se encogió de hombros sin dejar de jugar.

—Bueno, yo me voy. Nos vemos por la noche.

Hugo gruñó algo que Arturo interpretó como una despedida.

Ante la imposibilidad de hacer que recuperará su habitual actitud animada y volviera a la normalidad, Arturo se fue al trabajo. Ya probaría a animarlo por la noche, porque seguro que lo encontraría en el mismo sitio donde lo había dejado.

Antes de cerrar la puerta, lo miró de nuevo. Daba pena. Tenía que hacer algo para que volviera a ser el mismo de antes, lo que fuera, pero tenía que hacer algo. La cosa iba cada vez peor.

A pesar de la actitud de absoluto pasotismo que había mostrado Hugo al hablar con Arturo, en cuanto la puerta del piso se cerró, Hugo se incorporó y, sin poder aguantar el llanto, se cogió la cabeza con ambas manos apoyando los codos sobre las rodillas y lloró.

No sabía si sus amigos se lo suponían, pero cada vez que estaba solo hacía lo mismo. Y no paraba hasta que se quedaba dormido, acurrucado en el sofá.

Mientras lloraba, sólo podía pensar y decirse una cosa en voz alta:

—Por una vez que consigo a la chica perfecta, lo echo todo a perder.