Capítulo 1

Valentina

 

 

 

Valentina trabajaba en una tienda de libros viejos. Bueno, en realidad era mucho más que eso. Era un sitio donde llegaban libros raros y eran tratados como obras de arte, cuidadosamente restaurados para volverlos a poner a la venta para los coleccionistas amantes de la calidad.

Esa tienda, llamada El estante de Jane Austen, había sido desde siempre el sueño de Valentina. Desde que tenía uso de razón había soñado con abrir una tienda de libros viejos, pero no una de esas polvorientas, con olor a rancio, sino de las que podían compararse con un museo. Y tras muchos años lo había conseguido.

Después de licenciarse en Filología inglesa, y con la ayuda de los contactos de sus padres, compró un local en las callejuelas del Barrio Gótico de Barcelona y abrió su soñada librería de viejo. Fue bautizada en honor al primer volumen que puso en los estantes, un ejemplar antiguo de Emma que le había regalado años atrás su abuela y que, a pesar de formar parte de la colección de libros que había en la tienda, era el único que siempre tenía el cartel de «reservado» delante.

Durante seis años se había dedicado enteramente a esa librería, que se había convertido en punto obligado de visita para todos los bibliófilos de la ciudad, gracias a la perseverancia y al trabajo de su mejor amiga, Victoria, licenciada en Filología inglesa igual que ella y restauradora de profesión. Eran las únicas empleadas del negocio y, aunque a final de mes siempre tenían beneficios, no podían dejar de abrir ni un solo día. Ese sábado en concreto, le tocaba a Valentina, así que, después de dejar su apartamento en el Eixample, bajó por la Rambla de Catalunya, cruzó la Gran Via y la plaza Catalunya y, tras girar a la derecha antes de llegar al final de Portal de l’Àngel, subió la persiana de El estante...

Normalmente, la tienda la visitaban curiosos y los pocos clientes habituales, los típicos coleccionistas en busca de la pieza esencial para su colección, que, dada la calidad de los libros allí expuestos, podía ser cualquiera. El local era alargado. La mayor parte estaba dedicada a los libros que estaban a la venta, dispuestos en los altos estantes de las paredes; las piezas más valiosas se hallaban cerradas bajo llave en unas vitrinas de cristal. Al fondo había una pared con una puerta en la que se podía leer «Taller. Reservado para el personal», que daba acceso a la sala donde Victoria restauraba los libros antes de volverlos a poner a la venta.

En el catálogo de El estante no había cualquier libro. Valentina se encargaba de seleccionar los ejemplares antes de adquirirlos. Los que entraban a formar parte del fondo sólo eran incunables, ediciones raras, ediciones anteriores al siglo XIX, y cosas por el estilo, es decir, auténticas piezas de colección.

Encendió las luces y el oscuro local se convirtió en un bonito espacio de paredes blancas, bien iluminadas, donde se podían ver perfectamente los libros meticulosamente ordenados. Para Valentina, abrir la tienda siempre era un placer.

Tras dejar sus cosas debajo el mostrador, que estaba al lado de la puerta de entrada, se dispuso, como cada sábado, a quitar el polvo de todos los estantes. No quería que su tienda oliera a viejo.

Aunque pareciera raro, los sábados eran el día más tranquilo en El estante. Ese día, la mayoría de la gente salía a pasear y a comprar con sus familias; los turistas deambulaban por la ciudad haciendo fotos de todos los rincones famosos de Barcelona y muy pocos pensaban en adquirir una edición de coleccionista de algún libro en latín, impreso a mediados del siglo XVIII. Por ello, era la mejor ocasión para hacer limpieza y revisar la caja de la semana.

Esa mañana del sábado transcurrió sin sorpresas, es decir, sin visitas, y casi al mediodía Victoria llegó a la tienda.

—Buenas tardes —saludó.

—Hola, Vicky.

—¿Alguna venta importante? —preguntó Victoria—. ¿Alguien ha comprado la edición del Galileo de mil setecientos noventa?

—No sé ni para qué lo preguntas —respondió Valentina—. Sabes de sobra que ese libro nunca nos lo sacaremos de encima.

—Claro, ¿quién va a comprar un ejemplar de hace más de doscientos años, cuyo precio pasa del cuarto de millón de euros? —Hizo una pausa—. Suerte que lo compraste tirado de precio en Florencia; si no, habría sido nuestra ruina.

El verano anterior, tras tres años sin vacaciones, ambas decidieron de mutuo acuerdo cerrar la tienda durante el mes de agosto e irse de vacaciones a la Toscana. Y, como siempre, mientras Victoria confraternizaba con algún italiano de más de metro ochenta y torso musculoso, ella no hizo más que comprar libros, entre ellos ese ejemplar que había mencionado su amiga.

—Sabes que si no cambias, no te volveré a llevar de vacaciones conmigo. —Victoria se calló, rememorando un pasado magnífico—. ¿Cómo se llamaba el que te estuvo tirando los tejos el día que estuvimos en Pisa? ¿Giancarlo? ¿Pietro? Bueno, eso es lo de menos. ¿Por qué no le hiciste caso?

Cada vez que se quedaban solas o no había clientes cerca, Victoria le recordaba las posibles conquistas que Valentina había rechazado durante su viaje.

—Mira que eran guapos y... ¡estaban buenísimos! —gritó, como si tuviera hambre—. ¿Qué debe tener un hombre para que le dirijas la palabra?

—Les dirijo la palabra —replicó Valentina.

—Sí, como a Francesco, que se te durmió a los treinta segundos.

—¿Ves? —dijo Valentina—. Eso es lo que busco en un hombre: que me pueda aportar algo más que un abdomen musculado y una bonita sonrisa, y que no se me duerma si le hablo de algo que no esté relacionado con él.

Victoria no quiso seguir con la conversación. Sabía cómo acabaría. Valentina buscaba al hombre perfecto, algo que, como había podido comprobar ella misma, no existía. Según Victoria, sólo la suma de fragmentos de muchos hombres distintos daba como resultado el hombre perfecto. El unicornio blanco.

—Cambiando de tema —dijo—, estoy a punto de terminar con el Hamlet en francés de mil ochocientos. ¿Hay alguien que esté interesado?

Valentina negó con la cabeza.

—Esto no puede seguir así —continuó Victoria—. Cada vez tenemos más libros y no conseguimos venderlos. Hasta que vaciemos un poco los estantes no deberíamos comprar más.

—Justo ahora que viene la Feria del Libro de Ocasión —respondió Valentina—. Sabes que iré y que no podré resistirme.

—Esta semana no hemos vendido nada. Deberíamos ampliar el mercado. Hacer algo que atraiga a más clientela que los coleccionistas viejales que vienen a comprar para ligar con nosotras.

—No seas mala, Victoria.

Ésta se encaminó al fondo del local y entró en su taller para, pocos segundos después, colgar en la puerta una hoja de papel escrita a mano que decía «Genio trabajando. Si no eres un chico rubio, alto y de anchas espaldas, no molestes».

No era la primera vez que Victoria hablaba de ese tema de las relaciones con Valentina. Casi cada sábado la invitaba a ir con ella de copas para ver si ligaba. Pero mientras que Victoria no podía recordar a cuántos había presentado como su «novio», Valentina no había tenido más que decepciones. Por eso, últimamente ya no se proponía ni siquiera entablar conversación con ningún hombre.

En cuanto a la tienda, la verdad era que Victoria tenía razón. Deberían ampliar el mercado, pero Valentina no tenía ni idea de nada que no fueran sus preciados libros. Pero como mínimo tenían que intentar vender algún ejemplar valioso, para solventar los últimos meses, un poco ajustados.

Durante la tarde, Valentina se cansó de recibir visitantes desde detrás del mostrador. Personas mayores que descubrían una tienda que «no era para jóvenes», turistas despistados buscando la catedral, gente que se confundía de local y entraban pensado que era una librería «normal», y un largo etcétera. Tan sólo una joven pareja compró algo.

Tras ver el ejemplar de Emma, y los precios de los libros de alrededor, el chico había convencido a la chica para que buscaran algo un poco más asequible. Así que ésta se acercó a Valentina.

—Hola —dijo con voz decidida—, estaba buscando algún ejemplar un poco raro de alguna obra de Jane Austen...

—Pero que no sea extremadamente caro —intervino su pareja.

—¡Cariño! —protestó ella—. Eso no se dice.

—No pasa nada —dijo Valentina—. Sé que algunos ejemplares son un poco caros. Vamos a ver si encontramos algo.

Salió de detrás del mostrador y se fue a una esquina de la tienda, seguida de cerca por la chica, mientras el chico se distraía con cada cubierta que veía. Se notaba que entendían. Se les veía en la cara que eran lectores habituales, y no tan sólo de bestsellers. Ella seguro que había leído todo Jane Austen y a las hermanas Brontë, y él sin duda había hecho algo más que hojear Sherlock Holmes.

—Aquí tenemos los ejemplares de principios del siglo veinte. Tal vez no son tan raros como los del dieciocho, pero tienen su encanto.

Empezó a repasar los estantes en busca de algo que pudiera satisfacer a su joven clienta.

—Mira, aquí tienes Orgullo y prejuicio y Sentido y sensibilidad de los años veinte, por unos veinte euros cada uno.

Sacó los dos libros y se los enseñó. La chica los hojeó detenidamente, parándose en las páginas que contenían grabados, intentando valorar si la calidad y el precio eran aceptables. Mientras, Valentina le iba enseñando otros libros de la misma época y autora, a precios que no superaban los treinta euros.

—Cariño —dijo la joven—, ven aquí a ver qué opinas.

—Un segundo —replicó él—. Yo también estoy mirando.

Cogió un ejemplar de Verne que había estado leyendo hasta ese momento y se acercó a su pareja.

—¿Qué? ¿Te decides?

—No sé. Sabes que me gusta mucho Emma, pero este ejemplar de Orgullo y prejuicio es más antiguo.

Él cogió los dos libros que tenía en las manos, los hojeó, miró los precios y luego la miró a ella.

—Quédate los dos —sentenció.

—¿Los dos? ¿Ya te va bien? —preguntó la chica.

Él asintió con seriedad y, mientras iban con Valentina hacia el mostrador para pagar, discretamente dejó el Verne donde estaba.

Mientras les cobraba y se despedía de ellos, Valentina envidió a aquella joven. Se notaba que él, a pesar de tener sus gustos y caprichos, era capaz de dejarlos de lado para hacerla feliz. Pues, al fin y al cabo, parecía que ella fuera su mayor capricho.

 

 

Se acercaba la hora del cierre, y excepto los dos libros vendidos a la pareja de enamorados, no había habido ninguna otra compra. Victoria salió de su confinamiento con el Hamlet en las manos, que rápidamente Valentina colocó junto a otros ejemplares de Shakespeare. Ambas habían hecho una tregua en el tema de chicos y Valentina, y ahora estaban charlando y criticando a los últimos novios de otra de sus amigas, Laura. Ésta era una azafata que siempre decía estar enamorada del último hombre al que había conocido, pero al que dejaba pocos días después, enamorada de otro. Toda una rompecorazones.

En ese momento, entró en la tienda un hombre de más de cuarenta años, pero que aún conservaba todo el encanto y el atractivo, y ellas dos se callaron de golpe. Lo siguieron con la mirada mientras observaba detenidamente todos los ejemplares que había en el interior de las vitrinas. Daba dos pasos, se detenía, contemplaba la cubierta, miraba el precio y reflexionaba unos segundos. Tras mirarlos todos, se dirigió de nuevo hacia la puerta. Cuando ya pensaban que no era más que otro curioso, se detuvo delante de ellas.

—Discúlpenme, señoritas —dijo con un marcado acento americano—. He visto que tienen reservado un ejemplar de Emma. No sé lo que les habrán ofrecido por él, pero yo doblo la oferta.

Victoria se atragantó con su barrita de fibra.

—Lo siento, caballero, pero ese ejemplar está reservado —reiteró Valentina.

—Entonces, triplico su oferta —insistió el hombre.

Ante su insistencia, Valentina no tuvo más remedio que decirle la verdad, para evitar ofender a un posible cliente.

—Verá, la verdad es que ese libro es mío. Me lo regaló mi abuela y lo tengo ahí desde que abrí la tienda.

Él pareció sorprenderse y sonrió.

—Discúlpeme de nuevo; en ese caso no voy a insistir más. Conozco de sobra lo que quiere decir «valor sentimental».

Durante unos segundos, nadie dijo nada.

—De todos modos, estaría interesado en más de un libro de esa vitrina. —Hizo una pausa—. Y alguno más que ustedes me puedan recomendar para tener una bonita colección.

Victoria contemplaba ahora al hombre con la boca abierta de par en par, sin creer que podían hacer la venta del mes, sino del año.

—He visto que tienen ejemplares increíbles y en un estado de conservación magnífico.

Valentina asintió con una sonrisa en los labios, mientras Victoria reaccionaba y se disponía a encandilar al comprador con sus encantos. Si tenía dinero para pagar todo eso y estaba soltero, podía ser el hombre de sus sueños. Pero la ilusión le duró poco.

—Me llamo Gabriel y acabo de comprar un piso en la ciudad. Me gustaría tenerlo a punto para cuando llegue mi esposa. Por eso quería el ejemplar de Emma. Es su novela favorita.

—Si tan interesado está en hacerse con uno de Emma de cierta antigüedad, podríamos buscarlo y restaurarlo por encargo.

—¿En serio? —exclamó Gabriel—. Magnífico. Pero, qué más me pueden ofrecer estas dos bellas damiselas.

Valentina se sonrojó mientras Victoria sonreía, deseando que no hubiera mencionado a la esposa.

Eran las ocho, así que, antes de atender a su nuevo y adinerado cliente, Valentina echó la llave a la puerta y puso el cartel de «Cerrado», y a pesar de que eran puntuales a la hora de marcharse, ese día estuvieron hasta pasadas las diez de la noche en El estante.

Al cabo de dos horas, Gabriel les había comprado gran parte de los ejemplares que tenían en las vitrinas, entre ellos el Galileo invendible y el Hamlet recién restaurado, una venta con la que cubrían gastos por un año. Además les encargó una colección de Jane Austen, cuyo valor podría alcanzar el millón de euros.

Tras despedirse de su mejor cliente hasta el momento, las chicas no sabían qué hacer o qué decir. Habían hecho la venta del siglo.

—¡Vamos a celebrarlo! —propuso Victoria riéndose—. ¡Paga Gabriel!

Otro día Valentina se hubiera negado a salir con ella, pero ese sábado no pudo decir que no.

—Vale —dijo —, pero no me presentes a nadie. Sabes que lo paso fatal.

—No me seas aburrida —protestó Victoria—. Quién sabe. Tal vez hoy, después de la suerte que hemos tenido con Gabriel, vayan las cosas rodadas —dijo, guiñándole un ojo.

Valentina no se atrevió a volver a abrir la boca. Si ese día había conseguido vender el Galileo, tal vez también pudiera encontrar al hombre de su vida.