Capítulo 4

Hugo

 

 

 

Tras salir de casa de Martín, Hugo se fue a la suya. La cena estaba buenísima y el agradable ambiente familiar le había hecho olvidar las ideas catastrofistas sobre su futuro. La verdad era que envidiaba a su jefe; éste era feliz con su familia y trabajaba en lo que le gustaba. Qué más le podía pedir a la vida.

Bajó a la plaza Urquinaona, donde cogió el metro hasta la Vila Olímpica. Hugo vivía en uno de los numerosos apartamentos que se construyeron a principios de la década de los noventa para alojar a los participantes en las Olimpíadas de Barcelona. A pesar de los años, seguían siendo edificios modernos, tanto por dentro como por fuera.

Se sacó las llaves del bolsillo. Aún faltaban doscientos metros para su portal, pero él era de los que se precipitaban por las ganas de llegar a casa.

Mientras se acercaba, vio que, desde su balconcito en el tercer piso, la luz de un televisor se proyectaba hacia el exterior. Eso quería decir que Diego ya estaba allí, jugando a la Play o viendo la tele.

Abrió el portal, subió en el ascensor y, antes de entrar, respiró hondo para quitarse de encima todos los quebraderos de cabeza y poder disfrutar de una noche de frikis al estilo de la vieja escuela. Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta.

—¡KHAAAN! —La voz de William Shatner retumbó entre las paredes del pequeño apartamento de Hugo.

Diego aplaudió como si en ello le fuera la vida. Estaba sentado en el sofá frente al televisor, viendo una de las películas de Star Trek.

—Podrías haberme esperado, ¿no? —protestó Hugo.

—Me has dicho a la diez y media —respondió Diego, señalando la esfera de su reloj— y son casi las doce. Algo tenía que hacer.

Hugo suspiró. Diego era así, un adicto. Dejó sus cosas en un pequeño mueble que había al lado de la puerta y se fue a la cocina para coger algo de beber. El piso consistía en una gran habitación que hacía las veces de recibidor, comedor y cocina, y un baño y dos habitaciones al final de un pasillo.

—¿Aún está Arturo? —preguntó.

—El aspirante a dandi del siglo pasado no ha salido de su cueva desde que yo he llegado —respondió Diego con cara de asco, mientras sacaba el DVD que estaba viendo y se disponía a poner el de la primera película prevista para aquella noche.

Con un zumo en la mano, Hugo se sentó en el sofá, esperando que lo preparara todo para la sesión de cine. A pesar de que aquélla no era su casa, Diego pasaba gran parte de su tiempo libre allí, y se comportaba como si lo fuera.

Ahora, tomó asiento con el mando en la mano y le dio al play. Pero antes de que se pudieran oír las primeras notas de la banda sonora, Arturo apareció por el pasillo con el modelito de turno.

—Esconded a las chicas, que aquí viene Arturo —gritó él mismo a modo de entrada triunfal.

Se quedó plantado al final del pasillo, con unos vaqueros negros muy ajustados, una camisa blanca brillante con los primeros botones abiertos y unos zapatos de cuero puntiagudos.

—Pareces un gigoló —le soltó Diego.

—Cierto —respondió Arturo—. Para estar conmigo, las mujeres deberían pagar.

—¿Y cómo es que siempre lo acabas haciendo tú?

Hugo se rio de la broma de su compañero de sofá.

—No me seas crío y ven conmigo —le dijo Arturo a Hugo—. Deja aquí al friki y seguro que encontramos a un par de chatis para...

—¿Chatis? ¿En serio? —lo interrumpió Diego—. Estás más pasado de moda que Arturo Fernández.

—¿Y tú qué, que estás viendo una película de los setenta?

Star Trek: la película es un clásico atemporal.

En ese momento, Hugo desconectó, aunque las discusiones entre Diego y Arturo siempre eran muy divertidas. Se conocían desde el instituto y hasta hacía pocos años Arturo había sido un friki como ellos. Pero un día, poco después de mudarse, cambió el chip y se convirtió en aquel tipo con esperanzas mujeriegas, aunque en realidad nunca se comiera un rosco.

—Haya paz —reaccionó Hugo—. Gracias, pero esta noche estoy demasiado cansado como para salir de fiesta contigo. Prefiero una tranquila sesión de cine.

—¿En serio? Hugo, así nunca saldrás de esta cueva. —Hizo una pausa mientras se arreglaba el cuello de la camisa—. Tienes que ir por ahí todos los días que puedas, enrollarte con todas las mujeres que se te pongan a tiro y vivir la vida. Si no, cuando seas viejo verás que has desperdiciado el tiempo con cosas infantiles.

Hugo lo miró sin decir nada.

—Debes hacer como yo. Abrir los ojos, cuidarte para estar como les gusta a las chicas y no encerrarte a jugar a los videojuegos. Así nunca encontrarás a nadie que te quiera.

Ese último comentario a Hugo le dolió de veras y, a pesar de su carácter tranquilo, no pudo evitar levantarse y encararse con su compañero de piso.

—A ver, George Clooney venido a menos, tú no eres ejemplo de nada, a menos que quieras ser el representante a nivel internacional de los palurdos y retrasados que se creen que las mujeres sólo buscan un abdomen plano —dijo, dándole unos golpecitos con el índice en el pecho—. Tú no podrías mantener una conversación con una mujer ni aunque te lo propusieras, porque tu cerebro de mosquito apenas puede construir dos frases sin tartamudear. —Tomó aire para seguir—. Además, aquí el «gran conquistador» la última vez que tuvo compañía fue con su amiga de cinco dedos.

—Y tú... —empezó a decir Arturo.

—¿Qué? Me la suda si me restriegas por la cara que las noches de los sábados prefiero pasármelo bien a mi manera, mientras tú haces el ridículo en las discotecas. Quieres darme lecciones de cómo ligar, pero lo único que me puedes enseñar es a recibir papelitos con números de teléfono falsos.

—Ya, pero...

—Pero nada. Los teléfonos de tu agenda parecen sacados de una película de Hollywood, con tanto cinco cinco cinco. —Hugo respiró hondo—. Y ahora, lárgate antes de que te ponga a velocidad de curvatura.

Ante el cabreo de su amigo, Arturo cogió sus llaves y se fue sin decir palabra. No era habitual que Hugo se enfadara, ni siquiera con él y sus memeces.

—Joder, macho —dijo Diego—, no te veía así desde que te cabreaste en clase de francés en la ESO.

—¡Bufff! Es que no sé qué pretende. Siempre se las da de superior, y cuando he ido con él es vergonzoso.

—Pero tampoco hacía falta que le dijeras todo eso —se compadeció Diego.

—Ya lo sé, pero no me ha pillado en mi mejor día.

—¿Has discutido con Martín?

—Claro, y por eso me ha invitado a cenar con su familia.

—¡Ay! Es verdad, soy un desastre.

—Perdona —dijo rápidamente Hugo—. Es que hoy he tenido un par de pensamientos negativos relacionados con lo que ha dicho Arturo que no he podido quitarme de la cabeza.

—¿Cuáles? —preguntó Diego.

—¿Cuáles qué?

—Quiero decir que, ¿qué pensamientos has tenido? —aclaró.

—¡Ah! —sonrió Hugo—. Bueno, me he visto solo para el resto de mi vida y sin muchas posibilidades de encontrar a nadie.

—Siempre me tendrás a mí.

Diego se acercó a Hugo afeminando sus gestos y ambos se echaron a reír.

—Mírame —continuó Diego, comportándose ya con normalidad—. ¿Crees que a mí no me preocupan esas cosas?

Hugo no dijo nada.

—Pues claro que me preocupan. Pero muchas veces, cuando pienso que tal vez no haya nadie esperándome, o que quizá debería cambiar para poder encontrar a una chica, enseguida me digo que no, que no debo cambiar. Yo soy así y a quien no le guste, que no mire. —Hizo una pausa—. Nosotros somos tipos inteligentes. No somos extremadamente feos, incluso tenemos algún atractivo. Además, somos más originales y diferentes que el resto. De algo nos tiene que servir eso, ¿no?

Hugo siguió sin decir nada. No era que Diego no tuviera razón. Todo lo que había dicho era cierto de un modo u otro. Pero eso no lo consolaba demasiado.

—Ya sé que habías propuesto ver Star Trek —prosiguió Diego—, pero como veo que necesitas liberar tensiones... ¿qué prefieres, matar zombis o nazis?

A Hugo le asomó una sonrisa.

—¿Qué tal si son nazis zombis? —propuso.

—Eres todo un sibarita —contestó Diego y se fue a mirar el estante de los videojuegos—. Entonces, ¿CoD: World at War?

CoD: World at War... Dejemos para más a tarde al capitán Kirk y al señor Spock.

Hugo abrió los ojos. Se habían dormido jugando a la Play. «Maldita sea», pensó. Estaba sentado en el sofá de su casa, pero ésta parecía diferente y empezó a mirar a su alrededor. En las paredes y los suelos se acumulaban los videojuegos y los DVD, igual que el polvo que los cubría. Su apartamento parecía mucho más viejo. Estaba oscuro, sucio y con muchos trastos. Miró a su izquierda, donde estaba Diego durmiendo, para preguntarle qué podía haber sucedido, pero al mirarlo lo vio arrugado y con el pelo blanco. Había envejecido igual que el piso. De hecho parecía un octogenario muy mal conservado. Entonces, llevado por el miedo, Hugo se miró sus propias manos. Las tenía arrugadas, callosas y artríticas.

—¡AAAAAH! —gritó Hugo, mientras despertaba de la pesadilla.

—¡AAAAAH! —gritó Diego.

—¡AAAAAH! —gritó Hugo de nuevo.

—¡AAAAAH! —gritó Diego.

—¡AAAAAH! —gritaron los dos a la vez.

—¿Por qué gritas? —chilló Hugo.

—¿Por qué gritas tú? —le respondió Diego a pleno pulmón.

—Yo he preguntado primero —siguió chillando Hugo.

—¡No lo sé! Me has despertado con tus gritos y mi instinto de supervivencia me ha llevado a imitarte. —Calló un segundo antes de volver a chillar— ¿Y tú?

Antes de que Hugo pudiera responder, se oyeron unos golpes desde el piso de arriba. Era el vecino protestando por el ruido. De lejos se oyó «¡A callarse, coño!» y los dos miraron el reloj. Eran las tres de la madrugada de un domingo.

Ambos se miraron. Estaban asustados, con los nervios a flor de piel y la respiración acelerada sin saber por qué. Intentaron relajarse antes de seguir hablando.

—Pero ¡¿se puede saber qué te pasa?! —gritó Diego, recuperando el aliento.

—¡Chis! —dijo Hugo, con el dedo índice frente a los labios—. Que el de arriba es mi casero.

Entonces Diego se calló de golpe; pasaba demasiadas horas en aquella casa como para arriesgarse a perderla por unos gritos.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó entonces, susurrando.

—No te lo vas a creer. —Hugo hizo una pausa—. He soñado que era viejo y vivía contigo en este apartamento. Todo era igual, pero había más polvo y teníamos más arrugas.

—¿Y por eso has gritado?

—¡Coño! Era una pesadilla. Y normalmente se grita con las pesadillas.

Diego lo miró de modo interrogativo.

—Si que te ha dado fuerte con lo de morir solo.

—Más de lo que creía —contestó Hugo, rascándose la cabeza.

Por unos segundos, los dos amigos se quedaron en silencio. No sabían qué decir, ninguno de los dos era un experto en cuestiones de corazón. Además, el destino de ambos era muy similar, por lo que sacarse de la cabeza la idea de que se iban a quedar solos el resto de su vida era imposible.

Diego se levantó y fue a la cocina a beber un poco de agua. Mientras, Hugo sacó el disco del videojuego de la consola, lo metió en la caja y lo dejó en la estantería. Y por un segundo se quedó quieto ante la colección de películas y videojuegos que había en ella. No los miraba, simplemente se había quedado en blanco. Del mismo modo que Diego, tras un breve trago de agua, se había quedado quieto en mitad de la cocina, sosteniendo la botella de agua.

—¿Hacemos algo para animarnos? —preguntó Hugo, parpadeando y regresando a la realidad tras unos segundos en el limbo.

—Sí —respondió Diego, afirmando con la cabeza.

Dejó la botella de agua en la nevera y se unió a su amigo en la búsqueda del juego perfecto para subir los ánimos de dos frikis con ganas de pasárselo bien sin necesidad de pensar demasiado.

Finalmente, Hugo señaló el lomo de un videojuego. Ambos se miraron y, tras afirmar repetidamente con la cabeza, lo cogieron y lo pusieron en la consola. Se sentaron a la vez en el sofá con sendos mandos en las manos.

—Cualquier videojuego de Lego es como un tónico revitalizante —comentó Diego mientras se cargaba el disco.

—Pero esta vez no nos quedemos dormidos. —Hugo hizo una pausa para volverse a mirar a su compañero—. No quiero soñar que soy un muñeco amarillo y cabezón.

Ese comentario ahuyentó definitivamente la tristeza. Ambos se rieron y luego se concentraron en jugar.

Cuando llevaban jugando más de una hora, oyeron cómo se abría la puerta. Sin dejar de mirar la pantalla, Hugo y Diego aguzaron el oído para saber quién era. Aunque ya se lo podían suponer.

Por la puerta apareció Arturo. Su ropa, tan limpia al salir de casa, ahora tenía un tono gris y olía a alcohol a kilómetros. Su porte de galán erguido se había transformado en una espalda encorvada y un semblante completamente deprimido. Sin intentar aparentar nada, se acercó a sus dos amigos, pero antes de que pudiera decir nada Hugo apretó la pausa del juego y se volvió para hablar con él.

—Oye —empezó vacilante—, siento lo que te he dicho antes. Eres mi amigo y no debo decirte esas cosas.

Arturo abrió los ojos, que tenía entrecerrados, y, tras asimilar lo que le había dicho, respondió:

—Yo también. No soy nadie para darte lecciones —añadió, sonriendo levemente.

Hugo también sonrió y volvió a mirar la pantalla, dispuesto a seguir jugando.

—¿A qué jugáis? —preguntó Arturo.

Lego, marca registrada, El Señor de los Anillos —respondió Diego.

—¿Puedo jugar yo también?

Hugo y Diego se volvieron sorprendidos a mirarlo. Algo le debía de haber pasado a Arturo aquella noche, porque hacía años que no jugaba con ellos. Había expulsado los videojuegos de su vida cuando decidió ser «mejor».

—Claro —respondió Diego, mientras Hugo y él le hacían sitio en medio del sofá.

Arturo se acercó y se sentó entre sus dos amigos.

—Gracias por... —empezó a decir.

—¡Joder, macho! —protestó Hugo—. Vaya tufo. ¿Te has tirado una destilería encima?

Diego puso cara de estar oliendo algo horrible, mientras agitaba las manos frente a él para apartar el hedor.

—Te dejamos jugar —dijo —, pero antes dúchate o cámbiate esa ropa.

Arturo sonrió. Esa noche había tenido una revelación. Muchas veces era más importante la amistad que el amor. Sin tener en cuenta las protestas de sus amigos, los cogió por los hombros y los abrazó. Después se levantó y fue a cambiarse.

—¡Por Dios! —exclamó Hugo—. Menudo pestazo.

—Y que lo digas. Ahora tendré que quemar esta camiseta. Con lo que me gusta —se lamentó Diego.

Y se echaron a reír mientras retomaban el juego donde lo habían dejado, a la espera de que Arturo se uniera a ellos tras cambiarse y lavarse.