Capítulo 18
Hugo
Hugo caminaba de un extremo al otro del comedor. En una mano tenía el móvil y en la otra... Bueno, en la otra tenía su cabeza, que no dejaba de frotarse debido a los nervios. Estaba que se subía por las paredes. Hacía ya tres días que no sabía nada de Valentina y no podía soportar la espera.
—¡Joder, Hugo, para ya! —gritó Arturo—. Vas a gastar el suelo.
—¿Por qué no llama? Hace tres días que se fue y no sé dónde está. Podría llamar, ¿no?
Desde que sabía que Valentina no estaba en Barcelona, cada noche pasaba lo mismo. Hugo pendiente de si ella se ponía en contacto con él. Arturo y Diego ya no sabían cómo calmar a su amigo.
—¿No ves lo que pasa? —le dijo Arturo, volviendo a probar una de sus tácticas.
—¿Qué pasa?
—Que se está haciendo de rogar —respondió Arturo—. A las chicas les encanta que nos pongamos de rodillas suplicando su perdón.
—Valentina no es así.
—Claro que lo es, igual que tú eres como nosotros.
—¡Como nosotros! —repitió Diego con voz tenebrosa.
Arturo y él estallaron en carcajadas.
—Ya vale, ¿no? —los interrumpió Hugo—. Seguro que ha perdido el móvil. Lo tiene que haber perdido. No puede ser otra cosa.
Ese monólogo irritante se repetía cada vez. En realidad, Hugo pensaba que la había cagado de lleno, con todas las letras, pero no quería aceptarlo. Así que constantemente rebatía sus propios pensamientos. Si alguien que no lo conociera lo hubiera visto en ese estado, habría pensado que estaba completamente loco.
—Si quieres que te sea sincero —empezó a decir Diego, mientras cogía una bebida de la nevera—, creo que la cagaste y que ella se asustó.
—¿Cómo se iba a asustar si me besó las dos veces? «Y otras cosas que no te voy a explicar», añadió Hugo para sí mismo.
—Era un beso de consolación —sentenció Arturo, sonriendo—. A mí me lo han hecho más de una vez. Precisamente, hace poco...
—No me cuentes tus batallitas —lo interrumpió Hugo de malos modos.
—Hugo, como amigo tuyo te pido una cosa —dijo Diego—: acepta que puedes haberla perdido. Será lo mejor para ti. Además, si no es así, después te alegrarás más.
—Pero no puede ser. ¿Tan mal lo hice la otra noche? En la práctica no hice nada malo y en la primera cita lo pasó bastante bien. ¿Qué habré hecho para que no me haga ni caso?
—Vete a saber —dijo Arturo—. Puede que ser feo.
—No le hagas caso, Hugo. —Diego lo cogió por un hombro y lo frenó en su continuo ir y venir—. Nosotros no somos feos. Tenemos caras interesantes. En el pasaporte dicen que me parezco a Brad Pitt —remató, haciendo un gesto que intentaba ser sensual.
Hugo lo miró de reojo.
—Diego, no me atosigues con tu cara de culo.
—A éste no se le puede ayudar —dijo Diego, soltándolo—. Yo le quiero echar una mano y me dice que tengo cara de culo.
—Hugo, tienes que hacer algo para solucionarlo. Muchos días más así no podrás aguantarlo. Te volverás loco.
Él se lo quedó mirando. Tenía razón, debía actuar. Se fue directamente a su habitación, dejándolos plantados.
—Ha perdido el juicio —dijo Arturo, negando con la cabeza.
—Sí —respondió Diego—. ¿Crees que tengo cara de culo?
—Amigo mío, si te lo propones puedes tener cara de cualquier cosa —le soltó Arturo mientras se sentaba en el sofá.
Diego fue a mirarse en el reflejo de la ventana, haciendo gestos raros. En ese momento, detrás de ellos pasó una estela que agitó el aire. Era Hugo, que se había puesto las zapatillas y el abrigo.
—Me voy —dijo, abriendo la puerta.
—¿Adónde? —preguntó Arturo.
—A buscar a Valentina.
—Pero si no sabes dónde está.
—Da igual. Lo averiguaré. —Y salió por la puerta.
—Lo dicho. Ha perdido el juicio —sentenció Arturo.
Ya no podía más. Le era absolutamente igual la hora que era. Debía saber si Valentina se escondía de él. La amaba con locura e iría tras ella donde estuviera, pero primero tenía que saber dónde era eso.
Con esta sencilla idea en la cabeza, echó a correr por la calle. Había salido sin nada en los bolsillos, tan sólo se había cambiado el calzado. Nunca había sido una persona que hiciera ejercicio; al contrario, prefería no hacerlo. Pero aquella noche había algo que lo llevó a recorrer media ciudad. Lo que lo impulsaba era lo que sentía por Valentina.
Lo había sentido desde que ella apareció acarreando aquella caja de cómics en la Comicón y lo volvió a sentir cada domingo que había trabajado con ella. Algo en su interior le decía que Valentina era La Chica, con mayúscula. Su chica. No tenían nada en común, pero había algo que los unía. Hugo tan sólo rogaba que ese extraño sentimiento no lo sintiera únicamente él.
Durante toda su vida había buscado una relación estable con alguna chica y siempre había tenido la misma mala suerte. No es que ellas no hablaran con él, sino que lo veían sólo como el amigo o el compañero perfecto, nunca como su pareja perfecta. Había invitado a salir a diversas chicas, con mejor o peor estilo, pero se había atrevido a proponérselo y siempre había recibido el mismo tipo de respuestas.
—Te quiero demasiado para ser tu novia.
—Te quiero, pero como amigo.
—Eres como un hermano para mí.
—Eres mi mejor amigo.
—A ti te lo puedo contar todo.
Y un largo etcétera. Y aunque no eran palabras que pudieran herir a nadie, a Hugo se le repetían una y otra vez en la cabeza. Era como la lista de sus fracasos.
Había salido con chicas, la mayoría en citas a ciegas con Arturo. Y no es que fueran malas chicas, pero eran muy superficiales y la mayoría sólo buscaba un rollo de una noche. Hugo se prestaba a ello. No había sido tan tonto como para rechazarlo, pero al mismo tiempo echaba de menos la compañía de alguien que lo quisiera de verdad.
A él nunca le habían roto el corazón hasta ahora, hasta que Valentina dejó de hablarle. Todas las chicas a las que había creído amar las conocía por su grupo de amigos; no las amaba realmente, por lo que cuando recibía sus negativas no lo pasaba mal. Pero con Valentina había sido distinto.
Nunca había pensado que se cruzaría con su mujer ideal por pura casualidad y que en pocos días se convertiría en algo más que una íntima amiga. Y muchos menos podría haber llegado a imaginar que aceptaría salir con él. Y ahora, de repente, era imposible hablar con ella.
Recordaba los besos que Valentina le había dado, aquellas caricias tiernas en la cara, y todo lo demás que habían compartido sin que nadie lo supiera. No la creía capaz de fingir ese comportamiento. Era simpática, divertida, inteligente y, además, guapa. En ningún momento vio que fuera tan falsa y superficial como para mentirle de aquella manera tan descarada. Pero tampoco comprendía cómo era que no respondía a sus llamadas. Entendía que se hubiera molestado, pero no creía que pudiera llegar hasta esos extremos.
Se detuvo de golpe. Aunque se veía impulsado por una misteriosa fuerza, sus piernas no soportaban más aquel ritmo y el corazón le latía a cien por hora. No tenía más remedio que detenerse para recuperar el aliento. Entonces también se dio cuenta de que necesitaba aire y empezó a aspirar a grandes bocanadas.
Estaba en el Arc de Triomf. Apenas había llegado a la mitad del trayecto y no se veía capaz de seguir. Parado en mitad del paseo de Sant Joan, empezó a mirar a su alrededor. Era como si buscara a Valentina, como si en cualquier momento ella pudiera aparecer. Pero entonces se percató de que no era él quien daba vueltas, sino su cabeza, y cayó como un peso muerto. El último pensamiento que tuvo antes de desmayarse fue que si se volvía a enamorar, primero debía hacer ejercicio.
Cuando volvió en sí, un perro le estaba lamiendo la cara. Era un perro de San Huberto, un Bloodhound, que llevaba una pareja de su edad. El chico se le acercó, mientras ella aguantaba al perro.
—¿Estás bien? Gastón... mi perro, ha visto cómo caías en redondo y ha venido a socorrerte, o eso parece —añadió sonriendo.
—Sí, bueno. Estoy lo mejor que puedo después de desmayarme. Llevo una temporada que no hago otra cosa —dijo Hugo bromeando mientras se incorporaba.
—No te preocupes. Eso le puede pasar a cualquiera —dijo el chico, ayudándolo a sentarse en un banco.
—Gracias —dijo Hugo.
El perro se le acercó y lo miró como queriendo saber si ya se había recuperado. Como respuesta, recibió una caricia por parte de Hugo.
Al cabo de un momento se levantó y agradeció la atención espontánea de la pareja.
—De nada, hombre —dijo la chica—. Toma una botella de agua, que hemos visto que venías corriendo.
Hugo la cogió, les dio de nuevo las gracias y volvió a echar a correr como un loco, pero consciente de que era mejor que de vez en cuando se detuviera a recuperar fuerzas antes de perder toda la energía.
Más de cuarenta minutos después, llegó jadeando y completamente agotado al portal de Valentina y pulsó el botón del interfono. Nadie respondió. Volvió a llamar y siguieron sin contestar. Lo pulsó de nuevo, esta vez de forma continua, y, como era de esperar, nadie respondió.
—Mierda —masculló Hugo, comprendiendo que Valentina se había ido realmente.
Ahora no sabía dónde probar. Se sentó en el portal y apoyó la espalda en la puerta. ¿Qué podía hacer?
—¿Quién está llamando al timbre de forma tan insistente? —La voz de una mujer sonó a través del interfono. Pero no era Valentina.
—Estoy buscando a Valentina —respondió Hugo impulsivamente, sin levantarse.
—Pasa —dijo la mujer, a la vez que abría la puerta y Hugo, desprevenido, acababa tendido con medio cuerpo dentro del portal y medio cuerpo en la calle.
Se levantó rápidamente, mirando alrededor por si alguien lo había visto. Pulsó el botón del ascensor y, en vista de que tardaba en aparecer, empezó a subir los peldaños de dos en dos.
Cuando llegó al ático, las dos puertas que había en esa planta estaban cerradas. Sin saber qué hacer se acercó a la puerta de Valentina para escuchar si había alguien dentro y al no percibir ningún sonido se acercó a la otra puerta. Justo cuando estaba acercando la oreja a la madera, la puerta se abrió.
Hugo se apartó de un salto y vio aparecer en el umbral a una mujer mayor, de las que podrían llamarse «abuelas».
—Eres Hugo, ¿verdad? —preguntó ella amablemente.
—Sí.
—Y estás buscando a Valentina. —Fue más una afirmación que una pregunta.
—Exactamente.
—Entonces, pasa.
Dejó entrar a Hugo y cerró la puerta detrás de él.
—Siéntate. ¿Te apetece tomar algo?
—No, gracias.
—Insisto, pareces sediento.
Sin esperar respuesta, se fue a lo que parecía ser la cocina y regresó con un par de vasos con hielo y refresco de naranja. Hugo le agradeció el detalle. La verdad era que, pensándolo bien, sí tenía sed.
—Supongo que esperas que te diga dónde está Valentina, ¿no? —preguntó la mujer mientras, se sentaba en un sillón.
—Sí —respondió Hugo, asintiendo.
—No puedo darte mucha información. Sólo sé lo que me dejó escrito antes de marchar. Vivimos solas y, al ser vecinas, tenemos cierta confianza y nos preocupamos la una de la otra, y supongo que quiso avisarme.
Hugo asintió.
—Se ha ido a París —dijo finalmente la mujer.
—¿A París?
—Sí, la capital de Francia.
—¿Y cómo la encontraré? París es muy grande —se lamentó Hugo.
—La verdad es que sí, París es muy grande. Pero si realmente la quieres encontrar, lo harás.
—¿No le dijo nada más? —Miró a la mujer desesperado—. ¿Cuándo volverá? ¿Sabe concretamente adónde ha ido?
—No decía nada más. Bueno, sí. Que no me preocupara. Pero eso supongo que no te importa.
Hugo había dejado el vaso encima de la mesita y ahora se sostenía la cabeza con ambas manos.
—¿Sabes que no es la primera vez que veo a alguien de tu edad sentado ahí mismo, derrumbado por cuestiones de amor?
—¿Cómo? —Hugo levantó la cabeza.
—Valentina se ha sentado ahí varias veces, y la mayoría de ellas ha hablado de ti. —La mujer hizo una pausa— ¿Cómo crees si no que te he reconocido?
—¿Y? —preguntó Hugo.
—¡Ay, hijo mío! Te podría decir más cosas, pero no me estaría portando bien con Valentina. Debes descubrir las cosas por ti mismo.
Él no respondió. Comprendía que la mujer no quisiera traicionar la confianza de Valentina. Dio un último sorbo al refresco.
—Gracias por la bebida y por la información —dijo sonriendo, a la vez que se levantaba.
Sin moverse de su sillón, la mujer dijo:
—Ve a buscarla, no lo dudes. —Y le guiñó un ojo—. Ve a buscarla.
—¿Por dónde empiezo?
—París es un bonito lugar por donde hacerlo.
Hugo no quería decirle que buscar a Valentina en París era como buscar una aguja en un pajar.
—Le agradezco que me haya contado dónde está. Estaba angustiado.
—De nada —respondió ella, haciendo ademán de incorporarse.
—No se levante, ya cierro yo —dijo Hugo.
Se despidió de la mujer con educación y se fue por donde había llegado tras cerrar la puerta.
Bajó la escalera pensando que, como mínimo, Valentina se había ido de verdad y que no se estaba escondiendo en su casa. ¿Podía ser que hubiera querido apartarse de él? No lo sabía. ¿Podía ser que hubiera metido tanto la pata? No lo sabía. Tenía tantas preguntas que sólo ella podía responder que lo único que pudo hacer fue regresar a casa sabiendo que Valentina estaba lejos.