Capítulo 9
Valentina
Sonó el despertador y, alargando perezosamente el brazo, Valentina lo cogió. Abrió los ojos con mucho esfuerzo.
—¿Por qué lo puse a las ocho, si hoy es domingo?
Por un instante, pensó que era como cualquier otro domingo de su vida. Esos domingos aburridos, sola en casa por la mañana; luego la visita habitual a sus padres a la hora de comer; y, a media tarde, el regreso a su grande, espacioso, espectacular y solitario apartamento, cuya única oportunidad de compañía era la de Cecilia.
Pero entonces se dio cuenta de que ese domingo era diferente. Había cancelado la comida con sus padres y tenía previsto pasar todo el día fuera de casa, concretamente en El estante, trabajando en el stock de cómics que había comprado.
Y en ese momento, su mente le susurró insinuante: «No estarás sola. Hugo, un chico, estará contigo».
Ese hecho, que ya conocía, pero que hasta entonces no había tenido en cuenta, la hizo levantarse de golpe. Tenía que arreglarse aunque sin parecer que se arreglaba. No quería que él creyera lo que no era. Bueno, ni ella tampoco quería creer lo que no era. Y menos después de las ideas que Laura y Victoria le habían metido en la cabeza.
Se acercó a su minicadena y le dio al play. Los altavoces instalados por toda la casa empezaron a sonar con una de las canciones que más motivaban a Valentina. Y así, sin dudarlo, se puso en marcha para hacer las cosas que tenía que hacer antes de ir a la tienda.
Con los compases funkies de mediados de los setenta de Kung Fu Fighting,[1] de Carl Douglas, Valentina desayunó su peculiar combinación de cereales de chocolate directos de la bolsa y un par de vasos de zumo de naranja. Y como si supiera que necesitaba ritmo para seguir adelante, puso todas las canciones de Abba que había en el reproductor. Cuando quiso darse cuenta, ya estaba con los últimos retoques de maquillaje. Entonces se miró al espejo, mientras de fondo sonaba Does your mother know?[2]
—¿En serio te quieres maquillar? —se preguntó en voz alta.
Volvió a mirarse. La ropa la había escogido bien: algo informal, unos vaqueros, una camisa y una zapatillas, pero se había maquillado como cada día. Seguro que si iba sin maquillar, a Hugo se le pasarían todas las ganas de creer en algo que no era. Así que se desmaquilló por completo, dejando ver su tono natural de piel y aquel montón de odiosas pequitas en las mejillas y encima de la nariz.
—Si así le gusto, debería tomármelo en serio —siguió hablando consigo misma, mientras contemplaba su cara limpia.
Pero enseguida cortó la idea, porque si realmente sucedía aquello... Y ahí dejó el pensamiento. Era un día de trabajo como cualquier otro, acabó diciéndose.
Cogió la cazadora de piel marrón que colgaba del perchero de la entrada y salió. Habían quedado a las diez en la tienda. Tenían todo el día por delante para clasificar y valorar los cómics que había en las cajas.
Salió de su portal de la calle Mallorca y se dirigió a la Rambla de Catalunya. Esa calle, que la mayoría de tardes estaba llena hasta los topes, los domingos por la mañana se convertía en el lugar perfecto para aclarar las ideas. Además, el tiempo caluroso de finales de verano había sido reemplazado por el agradable aire fresco, ese que no te obliga a ir tapado de pies a cabeza, de principios de otoño.
Normalmente, para llegar a su trabajo, Valentina prefería ir por Portal de l’Àngel. Decía que era por el ambiente matutino de esa zona, pero en realidad era porque pasaba por delante de una pastelería increíble, donde se compraba una buena coca de crema. Pero ese domingo no lo hizo. No quería encontrarse con Hugo y tener que recorrer los últimos metros hasta la tienda con él. Antes de que él llegara quería controlar su territorio para evitar ponerse nerviosa. Y todo eso por culpa de sus amigas, que le habían hecho creer que ese domingo sería muy interesante.
Así que bajó por la Rambla hasta Canuda, pasó por delante de una librería de viejo en la que había trabajado brevemente un verano, y siguió calle adelante hasta llegar a su local. Vista desde fuera, El estante de Jane Austen parecía una galería de arte más que una librería. Subió la persiana, abrió la puerta y entró.
Luego, por un segundo no supo qué hacer. ¿Qué tenía que preparar? No lo sabía. Así que simplemente fue repasando cosas que creyó necesarias. De detrás del mostrador sacó una libreta tamaño folio y un par de lápices. Tendrían que apuntar el título de todos los cómics que hubiera en las cajas, así como su valor.
Con el cuaderno bajo el brazo, se fue hacia el taller. La noche anterior se había marchado antes, pues le tocaba cerrar a Victoria, y le había pedido a su amiga que ordenara el taller —que habitualmente estaba hecho un desastre— para que pudieran trabajar allí el domingo.
Como única respuesta recibió un «Ya, trabajar», dicho en tono sarcástico. Pero ahora, al abrir la puerta del taller, se quedó de piedra. Victoria le había hecho caso. Había dejado el taller impecable. La gran mesa del centro, así como gran parte de la repisa que rodeaba el cuarto y todo el suelo estaban despejados.
Dejó la libreta encima de la mesa y miró las cajas de los cómics. Por un momento se sintió agotada por el trabajo que aún le quedaba por hacer, pero el tintineo de la campanilla de la puerta la espabiló de golpe.
—¿Hola? —dijo una voz masculina—. ¿Hay alguien?
Valentina salió del taller tan deprisa como pudo. Justo en la entrada, ante el mostrador, estaba Hugo. Iba sin afeitar, con unas gruesas gafas de pasta negra, una camiseta con un martillo estampado en el pecho y unos vaqueros.
—Buenos días —saludó al verla.
Por un instante, Valentina se temió lo peor. Había percibido que, una vez más, Hugo se había quedado medio embobado al verla, pero de repente sacudió la cabeza y volvió a su estado normal.
—¿Qué tal? —contestó ella. Una pregunta de cortesía que podía acarrear muchos problemas si no se sabía de qué hablar. Pero igualmente Valentina la formuló.
Por suerte, la única respuesta de Hugo fue encogerse de hombros y esbozar una sonrisa, demostrando que él tampoco sabía qué decir.
—Vamos al taller. Ahí es donde tengo todas las cajas.
—Yo que tú primero cerraría la puerta.
Ya empezaba a ponerse nerviosa. Había planeado sus actos, pero como siempre se olvidaba de detalles como ése. Acelerando el paso, se acercó a la entrada, bajó la persiana hasta la mitad y cerró la puerta con llave.
—Ya no nos podrán molestar —dijo y un instante después se percató de que esa frase se podía interpretar de muchas maneras.
Hugo, que había captado al vuelo la versión mal intencionada de la frase, volvió a sonreír. Su sonrisa tenía algo que, cada vez que Valentina la veía, le aceleraba el corazón. No era de diversión, ni tampoco un gesto sensual, sino algo sincero y tierno.
—Sígueme —le dijo—. Te voy a enseñar dónde vamos a trabajar.
Los dos fueron hasta el final de la tienda y cruzaron la puerta del taller.
—Ahí están las cajas.
Por la cara que puso él, Valentina se dio cuenta de que no sabía cómo reaccionar. A pesar de que le había dicho que había treinta y tres cajas, estaba claro que esa cantidad en un pequeño taller como aquél impresionaba.
—Bueno —dijo Hugo finalmente, frotándose las manos—. Vamos a ver qué tienes aquí.
Valentina se acercó a la primera caja, que quedaba a una altura cómoda para ver su contenido, y justo cuando iba a abrirla, se detuvo y miró a Hugo.
—Prométeme que esta vez no te vas a desmayar.
—Tranquila —contestó él medio sonrojándose—. Ahora ya sé lo que me espera.
—¿Seguro? —insistió ella.
—Seguro —asintió él con fuerza.
Valentina se hizo a un lado y Hugo se acercó para abrir la caja. Metió la mano y sacó un cómic.
Sin decir nada, puso los ojos en blanco y las piernas le temblaron. Valentina se asustó, así que se acercó para sostenerlo.
—¡Bu! —gritó él bromeando, cuando la tenía a menos de un palmo.
Por instinto, ella le dio un par de golpes en el pecho.
—¡Eh, no me pegues! —Hizo una pausa—. Aún no nos conocemos tanto.
—Pues no me gastes estas bromas —dijo ella, acabando de quitarse el susto de encima—. No me gustan.
—Lo siento, no lo haré más. A menos que encontremos algo por lo que valga la pena desmayarse. —Hizo una nueva pausa—. Algo así como tu sonrisa.
Ahora fue ella la que se sonrojó. Se la había devuelto bien. Además, no fue un piropo forzado; al contrario, Hugo lo había metido en la conversación como si nada. Tras el comentario, se quedó quieta un instante, dejándose llevar de nuevo por sus pensamientos... Y por las ideas malignas de Victoria y Laura. No, no y no. Aquello había sido sólo un fallo.
—¿Trabajamos? —propuso Hugo, al ver que su comentario había dejado a su compañera fuera de juego.
Ella asintió con la cabeza y cogió la caja que estaba abierta, la depositó en la mesa y se apartó para que Hugo pudiera ver su contenido. Él se acercó y empezó a sacar cómics. Uno tras otro, los iba amontonando a ambos lados de la caja. Sacó como un centenar. Cuando terminó, quitó la caja de encima de la mesa y miró a Valentina, que no se había perdido detalle de lo que hacía.
—Bien —dijo él—. Sólo con lo que hay en esta caja se puede ver que la colección es bastante variada. Hay desde superhéroes americanos, pasando por el cómic franco-belga y, sorprendentemente, bastante cómic independiente.
—¿Y eso es importante? —preguntó Valentina.
—En principio, sí. De esa forma tienes mucho más mercado. La gente que compra antigüedades de Marvel o DC no son los mismos que persiguen números antiguos de la revista Spirou o Pilote.
—Perdona —dijo ella un poco perdida—. ¿Marvel? ¿DC? ¿Spi... qué?
Hugo sonrió. Bueno, en realidad se le escapó una carcajada ante la ignorancia patente de su nueva amiga.
—¿Tanto libro viejo y no conoces nada de la cultura popular? —preguntó.
Ella negó con la cabeza. Era la primera vez en muchos años que descubría que no sabía de algo.
—No pasa nada —dijo Hugo sin dejar de sonreír—. Con la que se nos viene encima, acabarás siendo una experta.
Ella rio.
—A lo que íbamos. Con esta variedad, lo mejor que podemos hacer es intentar clasificarlos caja por caja y ver lo que hay, antes de intentar valorarlos.
—De acuerdo —dijo Valentina—. ¿Cómo lo hacemos?
Hugo contempló los cómics amontonados encima de la mesa, pensando cómo podía organizarlos.
—Acércate. Mira —dijo, cogiendo un cómic—. Éste es DareDevil, un superhéroe de Marvel.
—Ya —dijo ella no muy convencida.
—Una vez reconoces a los personajes, tienes que buscar el logo de la editorial. —Señaló la «M» con la palabra Marvel escrita debajo.
Sin decir nada más, empezó a ordenar los cómics que había sacado de la primera caja. Iba haciendo montoncitos y cada vez que cogía algo que le parecía interesante, se volvía hacia Valentina y le explicaba a grandes rasgos quién o qué era aquel cómic, le hablaba de su autor y le decía a qué estilo pertenecía e incluso el año de creación.
La pasión que sentía por los cómics era palpable. Los trataba con cuidado, no porque no fueran suyos, sino porque se notaba que era lo que hacía habitualmente. Además, no podía evitar hojearlos y en diversas ocasiones exclamaba:
—¡Toma ya! Un Amazing Spiderman.
O:
—Nunca había tenido uno de estos en las manos. Siempre los había visto en escaneados digitales.
Y otras cosas por el estilo.
Sin sospecharlo, Valentina se vio reflejada en él. Ella hacía exactamente lo mismo cuando paseaba por los puestos de libros de viejo de la orilla del Sena, o en las librerías de Portobello Road, o en cualquier tienda donde vendieran libros antiguos.
Cuando Hugo los hubo clasificado todos, y pareció que se sentía cómodo con el orden que había escogido, se volvió hacia Valentina.
—Bueno —dijo—. Una caja menos.
Ambos rieron.
—¿Te atreves tú sola? —preguntó luego educadamente.
—No sé si... —dudó ella.
—Sí, mujer —exclamó él y, dirigiéndose al montón de cajas, cogió una al azar—. Lo mejor que podemos hacer es que tú te enfrentes a esta caja, la abras y veas lo que hay dentro. Al fin y al cabo son tuyos.
Soltó una carcajada al dejarla justo delante de Valentina.
—Pero si no tengo ni idea —protestó ella.
—Nadie nace aprendido —replicó él, guiñándole un ojo—. A por ellos.
Valentina abrió la caja, cogió el primer cómic y lo miró detenidamente. Luego observó los montoncitos que Hugo había hecho.
—Batman. DC —susurró él, como chivándole la respuesta de un examen—. Va ahí —remató, señalándole un montoncito.
Ella lo puso donde le había dicho y miró de nuevo el interior de la caja. Como no tenía la más remota idea, probaba a averiguar a qué montoncito pertenecía el que tenía en la mano, y él le acababa señalando dónde tocaba.
Y así, con un cómic tras otro, el tiempo fue pasando. Mientras Hugo había tardado apenas media hora en ordenar los cómics de la primera caja, Valentina invirtió cerca de un par de horas en la segunda. Al terminar estaba completamente agotada. Hacía años que su cerebro no tenía que hacer un esfuerzo tan grande.
—Ya irás mejorando —la animó Hugo al verla—. Si yo tuviera que ordenar lo que tienes ahí fuera, tardaría siglos sólo para clasificarlos por el color de las tapas.
El comentario había sido realmente ingenioso y había animado de nuevo a Valentina. Hugo miró su reloj, un objeto que había intrigado a Valentina, porque no parecía un reloj cualquiera.
—Son casi las... —empezó a decir él, pero se calló cuando ella, llevada por su instinto curioso, le cogió la muñeca y miró el reloj de cerca.
—¡Qué gracioso! —exclamó Valentina—. Es Goofy y sus brazos son las manecillas.
—Veo que el tema Disney sí lo controlas —comentó Hugo.
—Sí, tengo montones de películas de dibujos en... —Se calló de repente.
Aunque no pretendía impresionar a Hugo, tampoco quería parecerle una chica de las que ven películas para niños. Pero antes de que pudiera decir nada para cambiar de tema, él dijo:
—No te avergüences, estás hablando con un chico que colecciona cómics, figuritas de héroes de acción y que se pasa los domingos jugando a los videojuegos. Para mí, conocer a una chica que mira películas Disney no es nada malo. Al contrario, me gusta.
Ella sonrió, pero a la vez se dio cuenta de que Hugo había dicho: «Me gusta». No podía ser cierto. Ahora cómo saldría de aquello. ¿Era posible que Hugo le encontrara algún defecto? Al parecer no.
Valentina quiso volver a la conversación de los cómics, pero no sabía cómo. Levantándose de golpe, quitó la caja vacía de encima de la mesa y cogió otra, pero los nervios le jugaron una mala pasada y la caja se le escapó de las manos. Por suerte, Hugo pudo atraparla al vuelo, a la vez que le cogía las manos.
—Cuidado —dijo él.
Ese había sido un momento muy cursi, pero el contacto de las manos de Hugo en las suyas la había tranquilizado y devuelto a la realidad.
—Ésta la clasificaremos juntos —propuso él, mientras dejaba la caja encima de la mesa.
—De acuerdo.
Y se pusieron manos a la obra.
Cuando quisieron darse cuenta, ya era la hora de comer.
—Madre mía —exclamó Valentina—. Ya pasan de las dos.
—¿Vamos a comer algo? —preguntó Hugo.
—¿Juntos?
—No, tú en una mesa y yo en otra —respondió él en tono sarcástico.
Valentina cayó en la cuenta de la pregunta tan idiota que había hecho. Además, no tenía de qué asustarse. Eran, por decirlo de algún modo, compañeros de trabajo. No podía pasar nada, ¿no?
Cogieron sus cosas y salieron del taller hablando animadamente de lo que podría haber en las cajas que quedaban, qué valor tendrían o quién debía de haber sido su antiguo propietario. Salieron y cerraron la puerta. Cuando dejaron atrás El estante, Valentina sólo podía pensar una cosa: ya no habría más domingos solitarios.