Capítulo 13

Valentina

 

 

 

Cuando Valentina entró por la puerta de El estante ese sábado por la mañana, Victoria ya estaba allí. Esa vez su amiga no había llegado antes para disculparse por algo, sino para que le contara todos los detalles de la cita, a pesar de que ya la había llamado la noche anterior. En cuanto Valentina puso un pie en la tienda, Victoria le salió al encuentro.

—¿Ves cómo yo tenía razón con los tacones? —dijo toda orgullosa.

Algo que no le había contado Valentina era que Hugo, demostrando conocerla más de lo que ella creía, le había regalado unas zapatillas para que se sintiera más cómoda. Quería que sus amigas creyeran que parte del éxito de la cita había sido gracias a ellas y a sus consejos de moda.

—Yo no te dije que no tuvieras razón, simplemente que tal vez no eran muy adecuados —comentó Valentina, mientras dejaba sus cosas.

—¿Y lo fueron o no?

Aunque le había dicho que la cita había sido un éxito, y que tenía intención de seguir viendo a Hugo, no le había contado cómo fueron las cosas. Temía que si comentaba que la había llevado al cine a ver una película de superhéroes, Victoria se presentara esa misma noche en su casa exigiendo explicaciones. Pero le había prometido que se lo contaría todo cuando la viera...

Bueno, todo, todo exactamente no, pero sí lo suficiente. Por eso Victoria había ido al trabajo tan temprano, porque era cotilla por naturaleza.

—Pues no mucho.

—¿Cómo? Pero, ¿se puede saber adónde te llevó ese inútil? —preguntó Victoria, saliéndose de sus casillas.

—Al cine.

—Al cine. ¿Es que tiene quince años?

—No. Victoria, tranquilízate.

Valentina sabía de sobra que Hugo no tenía quince años. Se lo había demostrado con creces.

—¿Cómo me voy a tranquilizar? Y encima tú pretendes volverlo a ver. ¿Qué haréis, ir a la feria a comer azúcar hilado y manzanas de caramelo?

—Victoria —dijo Valentina muy seria—, lo pasé muy bien y Hugo me gusta mucho.

—¿Por qué te gusta este imberbe mental?

—Primero, no le llames así; y segundo, porque es como...

—Por favor —la interrumpió Victoria en tono suplicante—, no me digas que es como un niño.

—Exacto. Es como un niño grande. Disfruta con todo lo que hace y no se avergüenza de ello.

—Es un friki.

—¿Y qué, Victoria? Eso da igual. Es divertido, sincero y además vive, disfruta de cada segundo.

—Leyendo cómics y jugando a videojuegos.

—¿Y qué más da? Lo hace con pasión. Lo tendrías que haber visto estos domingos. Ni siquiera se daba cuenta de que estaba trabajando. Para él era como un juego, algo con lo que pasárselo bien.

—¿Y?

—Y que cuando está conmigo lo hace igual.

—¿Juega contigo?

—No, lo vive todo con pasión. Cuando está conmigo, es como si no hubiera nadie más a su alrededor.

—Hablando de pasión —dijo Victoria cambiando de tono—, ¿ya habéis jugado?

Valentina tragó saliva. Debía ir con cuidado o explicaría más cosas de las que quería, así que no contestó. Además, la mayoría de conversaciones con Victoria sobre el amor acababan siempre igual. Tenía una obsesión con el sexo y no la ocultaba.

—¿Tantos días solos y no habéis hecho nada? Sabes que me cuesta creerlo... —siguió insistiendo Victoria.

—Yo no soy como tú —mintió Valentina, ya que con Hugo no se había reprimido; ni siquiera se lo había planteado.

—Oye, que yo soy liberal, no una puta.

Al oírla decir eso, Valentina prefirió dejar de lado ese escabroso tema e intentar que su amiga se centrara en otras cosas.

—Me llevó a cenar a un italiano de aquí cerca, en Via Laietana.

—Repito, es un imberbe mental.

—No seas mala, Victoria.

—Pero, ¿qué se cree, que está saliendo con su primera chica?

—Me parece que no sólo lo cree.

—¿En serio?

—Yo lo encuentro muy tierno. Hacía años que un chico no me llevaba al cine en una cita.

—Porque hace años que dejaste el instituto —contestó Victoria carcajeándose.

En vista de que era imposible que dejara de criticar a Hugo, Valentina procuró cambiar de tema y proteger así la idea que ella tenía de Hugo. Sin duda no era el típico hombre perfecto. No era fuerte, no era valiente —aunque tampoco lo había podido demostrar— y no parecía interesante. Parecía ser como Valentina lo había visto desde un principio: un niño grande, agradable, tierno y divertido, para pasar con él buenos ratos. Buenos ratos de toda clase.

Aunque Victoria se empeñara en decir que era un inmaduro, no era tonto. Además, podía tener una conversación con él —algo que Valentina agradecía con toda el alma—, pues aparte de cómics leía muchas más cosas. Asimismo, había estudiado Bellas Artes en la universidad, y, más allá del de superhéroes, le gustaba el cine en general. Así que los temas de conversación no se agotaban. Y, para rematar, no le daba vergüenza hablar de sus gustos, algo que había llevado a Valentina a abrirse de par en par y, por ejemplo, contarle su gran afición por los clásicos de Disney.

—Oye, hablando de otra cosa...

—¿Quieres dejar ya el tema de tu cita para quinceañeros? —preguntó su amiga con sorna.

—Sí —respondió Valentina en el mismo tono —, la verdad es que sí.

—De acuerdo —Victoria levantó las palmas de las manos—. Eres tú la que se va a arruinar la vida con un inmaduro.

—Basta —dijo Valentina, enfadada—. Hablemos de otras cosas.

—Dime.

—A ver —empezó ella, ordenando sus ideas—. Ya estamos acabando con los cómics.

—¡Por fin! —exclamó Victoria.

—Están casi todos clasificados, y muchos de ellos tienen incluso un precio asignado —explicó Valentina, pasando por alto el comentario de Victoria—. Deberíamos ir pensando dónde ponerlos.

—En la basura —bromeó su amiga.

—Tú sigue con el pitorreo a costa de eso. ¿No ves que si los vendemos tendremos unos beneficios parecidos a los que obtuvimos con Gabriel?

Victoria no respondió, simplemente la miró con cara de incredulidad.

—Por eso, creo que deberíamos intentar ponerlos en algún sitio donde llamen la atención.

—De acuerdo —respondió Victoria en tono conciliador—. Pero dado que el stock es grande, deberíamos hacer una criba.

—¿Una criba?

—Sí —dijo su amiga—. Verás, escogemos un rincón donde ponerlos y los más llamativos, o los que a nosotras nos parezcan más llamativos, los exhibimos allí. El resto, como los tienes registrados, sólo haría falta tenerlos en un catálogo de portadas por si alguien pregunta por ellos. Así, aunque no los tengamos a la vista, la gente los podrá ver.

Valentina no dijo nada. Se había quedado impresionada.

—Por otro lado —continuó Victoria—, los más valiosos los podemos colocar de momento en las vitrinas, a buen recaudo. Ya que ahora, después de la compra de Gabriel, no tenemos nada que guardar en ellas.

—¿Y dónde metemos los libros que no nos quepan?

—Una vez escogida la zona donde irán los cómics, como tú te sabes todo lo que tenemos en la librería, será tan fácil como ordenarlos de nuevo, moverlos de sitio o guardarlos como los cómics y tener ambos catálogos siempre a mano.

A Valentina se le estaba ocurriendo una idea que a cada segundo que pasaba le parecía más brillante.

—¿Y si —empezó, levantando el índice de la mano derecha— ponemos los catálogos en un atril o algo parecido? Así todo el mundo los tendría a la vista y sólo deberían pedirnos lo que quisieran.

No era la primera vez que les pasaba eso, que en un momento de lucidez ambas amigas pensaban como una sola y se les ocurrían ideas increíbles para su negocio. La primera ocasión en que coincidieron fue cuando estaban decidiendo el nombre de la tienda, y la segunda, al ponerse a definir el concepto de la tienda en sí. Y ahora, años después, habían conseguido solventar un problema de venta al público en cuestión de pocos minutos. Cuando querían eran las mejores.

—Lo que deberíamos hacer de momento —prosiguió Valentina— es publicitar que pronto pondremos a la venta un gran número de cómics clásicos en perfecto estado.

—Así la gente empezará a tenernos en cuenta y, cuando los tengamos listos, ya habrá quien esté esperando en la puerta dispuesto a gastarse miles de euros —dijo Victoria, riéndose de forma malvada mientras se frotaba las manos.

—No flipes —contestó Valentina—. También puede suceder que nosotras tengamos algo que vender pero que no haya nadie que quiera comprarlo.

—Es verdad.

—Recuerda el tiempo que tuvimos el Galileo a la venta. Hasta que apareció Gabriel, no hubo quien lo comprara.

Victoria suspiró.

—Gabriel —dijo—. Qué pena que esté casado.

—Victoria, eres incorregible.

—Y tú una cursi.

Ambas se echaron a reír y en ese momento oyeron la campanilla de la puerta. Como si lo hubieran convocado al mencionarlo, su cliente mágico, el que las había salvado de una posible quiebra, su hado madrino, estaba allí frente a ellas: Gabriel en persona.

—Hola —lo saludó Victoria en tono insinuante, intentando una vez más que se fijara en ella.

—Ahora mismo estábamos hablando de ti —dijo Valentina.

—Espero que bien —bromeó Gabriel, con su marcado acento americano.

—Sí, sí. Claro —dijo Valentina riendo.

Durante un segundo, pareció que él se preparara la frase que estaba a punto de decir. A pesar de su carácter directo y fascinante, era un hombre que, por lo que habían visto, medía muy bien sus palabras, y más cuando hablaba en castellano.

—Hoy no tenía intención de pasarme por aquí, pero he bajado al centro a hacer unas compras y no he podido evitar venir a visitaros para ver cómo tenéis mi colección de Jane Austen.

Valentina sintió que el mundo se hundía bajo sus pies. Con todo lo de Hugo y los cómics, se había olvidado por completo de su encargo. Y en ese caso no podía pedirle explicaciones a nadie más que a sí misma. ¿Cómo podía decirle a su principal cliente que no había mirado nada de su pedido en un mes?

La cara de espanto de Valentina debía de ser más que evidente, porque tanto Gabriel como Victoria se la quedaron mirando sorprendidos. Por suerte, Victoria reaccionó lo bastante rápido y evitó que Gabriel se alarmara.

—Verás —empezó a decir—, cuando realizamos este tipo de encargos preferimos llevarlos con discreción hasta que tenemos toda la colección completa.

Mentira cochina, ya que nunca habían realizado un encargo como ése.

—¡Aaahhh! —respondió Gabriel, comprensivo.

—Por de pronto —añadió Victoria como si le hiciera un favor—, te podemos asegurar que vamos por buen camino.

—¡Excelente! —respondió él alegremente.

Tras una breve charla de cortesía, a la que se unió Valentina ya recuperada de su sobresalto, y en la que, según Victoria, se habló demasiado de la mujer de Gabriel, se despidieron cordialmente de su cliente, que prometió avisarlas la próxima vez que fuera a visitar El estante.

—Pero, ¿qué tienes en la cabeza para olvidarte de un encargo? —Victoria se encaró con Valentina. Hizo una pausa, pero no dejó hablar a su amiga—. Y no un encargo cualquiera, sino un encargo como ése, y además de Gabriel.

—No sé —dijo ella, aturdida.

—Claro que lo sabes.

—¿Ah, sí?

—Sí —sentenció Victoria—. Tienes a un hombre que parece un niño y un montón de basura apilada en el taller.

Victoria por fin había estallado. Hacía semanas que no podía trabajar en condiciones debido a los montones de cómics clasificados que había por todas partes, y que, a pesar de que estaban ordenados, ocupaban demasiado espacio.

Además, Valentina se había olvidado de una de las responsabilidades de la tienda: buscar libros. Y, para colmo, el motivo por el que su amiga había perdido el norte era un hombre que, según Victoria, ni siquiera era un hombre de verdad.

—Lo siento, Victoria —intentó disculparse Valentina—. Me han pasado demasiadas cosas en pocos días y estoy un poco despistada. Ya sabes que mis relaciones sociales son muy tristes, y si ahora se animan pues no sé cómo compaginarlas con el resto de mi vida.

—Valentina... —respondió, apretando los puños y aguantando la respiración y las ganas de gritarle a su compañera.

Acto seguido, se fue al taller, cogió sus cosas y se marchó de la tienda sin decir nada. Valentina salió tras ella.

—¡Victoria, espera! —gritó en mitad de la calle, pero al ver que la gente la miraba, terminó la frase susurrando—: Lo siento.

Completamente desanimada por esa discusión con su mejor amiga, Valentina regresó a la tienda, bajó la persiana hasta la mitad, cerró la puerta por dentro y colgó el cartel de «cerrado» a pesar de que sólo era media mañana. Únicamente podía hacer una cosa mientras esperaba a que Victoria regresara: intentar ordenar el taller y comenzar a escoger los cómics que pondrían a la vista de sus clientes.

En las últimas semanas, aquella cantidad ingente de novelas gráficas había sido como un bálsamo para sus nervios. ¿O era la presencia de Hugo? ¿Y si lo llamara? No, mejor que no. Lo había pasado muy bien con él, pero aún no tenían una relación tan clara como para que lo convirtiera en un hombro sobre el que llorar. Mejor que llamara a Laura.

Fue a buscar el móvil y la llamó. Por suerte o por desgracia, el teléfono de su amiga no daba señal. Con suerte, estaría volando por la otra punta del mundo, sin saber que sus dos amigas se habían peleado. Con menos suerte, estaría hablando con Victoria.

La última alternativa eran sus padres. Pero nunca les había contado sus problemas con sus amigas. Eran sus padres, no sus confesores.

Con el teléfono en la mano, empezó a revisar sus contactos en busca de alguien con quien hablar y desahogarse. Casi sin darse cuenta, apretó el botón de llamada al pasar por tercera vez por encima de la «H», y se llevó el teléfono a la oreja.

—«Digamelón». —Hugo era un niño grande, no podía evitarlo.

—Melón —respondió ella con voz triste.

Triste por haber discutido con su mejor amiga y por no haber podido controlarse y haberlo llamado a él, ya que eso quería decir que no tenía mucha más gente a la que recurrir.

—¿Qué te pasa? —preguntó Hugo, sorprendido por su tono de voz.

—Nada —respondió Valentina.

—Esa voz no es de «nada» —dijo él sonriendo—. ¿Qué te ha pasado?

Valentina no podía aguantar más.

—He discutido con Victoria —dijo finalmente.

—No pasa nada —respondió Hugo, riendo—. Yo discuto con mis amigos día sí y día también. Pero siempre lo arreglamos con una partida de Play.

Valentina sonrió, pero no dijo nada.

—Aún estás ahí, ¿verdad? —preguntó preocupado.

—Sí, tranquilo.

—Haremos una cosa —propuso Hugo con voz decidida—. Esta noche te paso a buscar por tu casa y nos vamos a cenar.

—Has mejorado mucho respecto a la otra vez —bromeó Valentina, recuperando el buen humor.

—Sí —contestó él avergonzado—. ¿Qué te parece?

—Te esperaré —dijo Valentina.

—Y arréglate, que hoy no te voy a llevar al cine.

—De acuerdo —respondió ella.

Se despidieron y colgaron.

Llamar a Hugo la había animado y, además, tenía una nueva cita con él. Pero, ¿qué quería decir con lo de «arréglate»?