Capítulo 14

Hugo

 

 

 

Tras el viernes, cuando había tenido la primera cita con Valentina, aquél estaba siendo un sábado raro. Los clientes andaban despistados y el día había estado lleno de absurdos. Desde una mujer mayor que había entrado a comprar una novela romántica pensando que era una librería general, a un niño, de apenas doce años, que había querido comprar toda la colección de cómics eróticos de Druuna. Pero a Hugo le daba igual, ya que por la mañana Valentina lo había llamado en busca de consuelo después de una discusión con su mejor amiga, y no había podido dejar de pensar en ella en todo el día, tuviera el cliente que tuviera delante. A pesar de lo que dijera Arturo, la cita anterior no había ido tan mal, si no, no le habría llamado, ¿no? Pero lo más importante de todo era que, en un arranque de valentía, Hugo le había pedido que volvieran a salir esa misma noche, y ella había aceptado.

Por un segundo dudó si llevarla de nuevo al cine, pero finalmente le recomendó que se «arreglara», aunque para él siempre iba perfecta. Quería comprobar si Arturo tenía o no razón. El problema era que él también tendría que arreglarse.

Tras despedirse de Martín, alrededor de las siete de la tarde, Hugo se fue a su casa. Porque su jefe casi lo echó al saber que esa noche tenía una cita con Valentina, si no el muy inútil habría estado trabajando hasta las ocho y media.

Cuando llegó a casa, Arturo estaba jugando solo con la Play.

—¿A qué juegas? —le preguntó.

—A nada —contestó su amigo, pausando el juego de golpe—. Bueno, a algo que tenías por aquí encima.

—¿El qué?

Arturo murmuró algo casi ininteligible y Hugo se acercó a la pantalla.

—¡No puede ser! —exclamó, buscando algo entre los juegos y los papeles esparcidos encima de la mesilla del saloncito—. Te has comprado un juego.

—¡No! —negó Arturo.

—Claro que sí. —Hugo encontró lo que buscaba—. Te has comprado The Last of Us.

—Bueno —reconoció Arturo al ser descubierto—, lo he visto y estaba de oferta.

—Éste no está de oferta, pedazo de trolero. Es demasiado nuevo —dijo Hugo sonriendo, mientras le enseñaba la reluciente caja del videojuego.

—Bueno, he pasado por una tienda y no he podido evitarlo.

—¿Desde cuándo no te comprabas un juego?

—Ya no me acuerdo. —Hizo una pausa—. Ya casi me había olvidado del placer de comprarlo, de desprecintarlo, de ese característico olor del manual y de ponerlo en la Play. Qué placer tan auténtico.

Se dejó caer en el sofá de nuevo.

Hugo dejó sus cosas y, aprovechando que su amigo estaba redescubriendo su faceta más friki, le soltó lo de la nueva cita con Valentina.

—Esta noche vuelvo a salir con Valentina.

—Ah, vale... ¡¿Qué?! —exclamó Arturo, incorporándose de nuevo.

—Lo que oyes. Vuelvo a salir con ella. Hemos quedado en que la iré a buscar a su casa a eso de las nueve.

—¿No pretenderás llevarla de nuevo a ver Thor? —preguntó Arturo bromeando.

—No. Tengo mesa reservada en el restaurante que me recomendaste y después iremos al club que me dijiste. Eso era lo que querías que hiciera, ¿verdad?

—Sí, sí.

Hugo se fue a su habitación y dejó a su amigo con la palabra en la boca. Ahora debía enfrentarse a la peor parte de aquella cita. Cómo vestirse. Se acercó a su armario y lo abrió de par en par. Además de una amplia colección de camisas a cuadros y camisetas estampadas, no tenía más que un par de vaqueros, unos pantalones cortos y unas zapatillas con puntera. Y no quería recurrir al traje de los desparejados, es decir, el que se ponía para ir a las BBC, más conocidas por todos como bodas, bautizos y comuniones. En esas fiestas sociales a las que se veía obligado o lo obligaban a asistir, Hugo siempre acaba sentado a la mesa de los desparejados. Familiares lejanos, compromisos indeseables y solteros, y, sorprendentemente, él formaba parte de los tres grupos. Por suerte, hacía tiempo que había abandonado esa faceta de su pobre vida social y el odiado traje de los desparejados había terminado en un rincón del armario.

Desafortunadamente, cuando había invitado a Valentina a cenar y a arreglarse, no había tenido en cuenta el detalle de qué se iba a poner. Y ahora, a falta de un par de horas, debía conseguir estar presentable para ir a buscar a su hermosa acompañante. Así que sólo tenía una salida... pedirle ayuda a Arturo.

Salió de su habitación para ir a buscarlo, y se sorprendió al verlo jugar de forma compulsiva y completamente abstraído de la realidad con su nuevo videojuego. Se acercó sin hacer ruido y, cuando estuvo lo bastante cerca, gritó prácticamente en su oído:

—¡Arturo!

Éste se sobresaltó, se volvió de repente y perdió por completo la concentración, algo que lo llevó a ser derribado virtualmente.

—¡Mierda, Hugo! —exclamó desconsolado—. Me han matado por tu culpa. Ahora tengo que repetir desde el punto de control.

—Es que estás en muy baja forma —bromeó él.

—Muy gracioso.

Arturo se sentó de nuevo en el sofá y descansó un segundo antes de volver a luchar contra sus enemigos, momento que Hugo aprovechó para pedirle ayuda.

—Oye, Arturo, tengo que pedirte un favor.

—Sabes que la mejor forma de hacerlo no es que me maten, ¿verdad? —preguntó sarcásticamente.

Hugo rio. Hacía tiempo que no veía a Arturo tal como era en realidad: alguien tan friki como él o como Diego.

—Necesito que me ayudes a saber qué debo ponerme esta noche.

Una sonrisa maliciosa apareció en la cara de Arturo y por un segundo Hugo se temió lo peor.

—¿Y qué recibiré a cambio?

—No lo sé —contestó Hugo.

—Seguro que Valentina tiene una amiga guapa para mí.

Hugo pensó que su amigo sería la herramienta perfecta para que Valentina se vengara de Victoria. Pero no, no sería tan malo.

—Tú me ayudas y... —hizo una pausa dramática— yo no le digo a Diego que te has comprado un videojuego.

A Arturo se le fue el gesto malicioso de la cara en un segundo. Había tenido largas conversaciones con Diego sobre el precio de los videojuegos y sobre lo inútil que era gastar dinero en ellos, y ahora él se compraba uno; Diego se lo iba a merendar.

—De acuerdo —dijo Arturo—, pero si Valentina y tú llegáis a algo, intentarás que me presente a una amiga, ¿de acuerdo?

—Hecho —respondió Hugo.

—Vamos a mi habitación, seguro que tengo algo que te valga.

Normalmente, por no decir nunca, ninguno entraba en la habitación del otro. Por tanto, el cuarto de Arturo era territorio desconocido para Hugo.

Al abrir la puerta, un hedor se le metió en la nariz y lo hizo llorar.

—Lo hueles, ¿verdad? —dijo Arturo, orgulloso—. Es mi último perfume. Vuelve locas a las chicas. ¿Querrás un poco?

—No —dijo Hugo, tosiendo y pensando que quería impresionar a Valentina, no hacer que muriera intoxicada. Aunque mezclado con el olor de ese perfume, había el de cincuenta más, sin tener en cuenta un pestazo a sucio inaguantable.

—Tú te lo pierdes.

Arturo abrió los armarios y todo tipo de ropa apareció ante sus ojos. Trajes, camisas de seda, vaqueros, jerséis. Todo apelotonado de cualquier manera y completamente desordenado. A Hugo casi le da un infarto.

—Puede que una camisa de color pálido y unos pantalones negros. —Arturo pensó un momento, mirando a su amigo—. No, no. Tiene que ser algo impresionante.

Al cabo de un segundo, le dio un par de prendas.

—Pruébatelas, a ver qué tal te sientan.

Hugo miró de reojo lo que le daba y por un segundo pensó que no podía haber nada más hortera y llamativo. Pero hizo caso a su amigo y se lo probó. Dejando de lado que la ropa le iba larga y estrecha, el conjunto era horrible. Una camisa de seda rosa y unos vaqueros hechos trizas.

—Pero si están rotos —dijo.

—¿Cómo que están rotos? ¿No sabes distinguir unos D&G cuando los ves? —preguntó Arturo sin acabarlo de comprender.

—Lo siento, Arturo, no es mi estilo. Además, me van estrechos.

Justo en ese momento, Hugo giró un poco para ver cómo le quedaba la camisa y un botón de ésta salió disparado contra la pared del fondo. Ante eso, Arturo sólo pudo dar una respuesta:

—Vale. Vamos a ver qué tienes tú.

Hugo se quitó la ropa prestada rápidamente y se puso de nuevo su camiseta y sus vaqueros, que, a pesar de ser mucho menos caros que los de Arturo, estaban de una pieza.

Antes de que pudiera regresar a su habitación, oyó cómo Arturo comentaba al entrar en ella.

—Joder, qué limpio y ordenado está esto. —Hizo una pausa—. ¿Y a qué huele?

—A limpio —respondió Hugo, cuyo único problema de limpieza era el polvo.

Sin hacer caso de su respuesta, Arturo miró el contenido del armario.

—¿Sólo tienes esto?

—No, bueno, sí.

—Pues lo tienes claro, chaval —respondió gracioso Arturo.

—¿Por?

—Pues porque este vestuario no hay por dónde cogerlo.

Empezó a mover las camisas colgadas para ver bien cómo eran.

—Cuadros, cuadros, cuadros y más cuadros. ¿No tienes camisas lisas?

—No.

—¿A rayas?

—No.

—¿Que no sean de cuadros?

—No —dijo Hugo—. Bueno, en realidad sí. Tengo una de flores amarilla...

—Mejor déjalo.

Arturo empezó a buscar y a rebuscar, pero estaba claro que no tenía mucho dónde escoger.

—¿Zapatillas nuevas?

—Sí, pero no las usaré hasta que las que llevo sean para tirar.

—¿Vaqueros nuevos?

—Sí, pero no los usaré hasta que...

—Vale, vale.

Estiró el brazo y sacó una camisa de cuadros negros muy pequeños sobre fondo blanco.

—Te pondrás esta camisa y los vaqueros y las zapatillas nuevas. Y encima... ¿Qué se pondrá encima? —se preguntó a sí mismo.

Entonces vio el traje gris que colgaba de un extremo del perchero.

—¿Tienes un traje? ¿Te va bien?

—Sí y sí.

—Pues te pondrás la americana.

—¿Y la camiseta?

—¿Tienes alguna que no sea estampada ni friki?

—No —respondió Hugo, sonriendo.

—Pues te pondrás la camisa tal cual —sentenció Arturo—. Venga, vístete.

Hugo obedeció y se cambió de ropa. Segundos después parecía él pero en su versión más elegante. Arturo lo miró. Seguía siendo Hugo, pero daba otra impresión.

—Perfecto. Vas hecho un pincel. —Arturo reflexionó sobre sus palabras—. O al menos hecho una brocha.

Hugo se fue a mirar al espejo del cuarto de baño. La verdad era que no se sentía muy cómodo, pero tenía que darle la razón a Arturo: daba otra impresión.

—Gracias, tío —dijo finalmente Hugo—. La verdad es que cuando no me visto como siempre, no sé por dónde empezar.

—De nada. Para algo están los amigos —dijo Arturo. Y, mientras se alejaba del cuarto de baño, añadió—: Y ahora, si me lo permites, voy a seguir jugando antes de que llegue Diego y tenga que dejarlo.

Hugo se fue a su habitación, se desvistió de nuevo y miró el reloj. Eran las ocho, tenía el tiempo justo para ducharse, volverse a vestir, coger el metro, ir andando hasta la calle Mallorca y recoger a Valentina.

 

 

A las nueve menos cuarto ya estaba caminando por la Rambla de Catalunya, feliz por tener una nueva cita con Valentina. Y a pesar de tratarse de una que no era de su estilo, era otra posibilidad para verla. Giró por la calle Mallorca y, tras pasar por delante de unos cuantos portales, se detuvo, respiró hondo y pulsó el botón del ático.

—¿Quién es? —preguntó la voz de Valentina.

—Soy Hugo.

La puerta del portal se abrió. Entró, cogió el ascensor y en pocos segundos estaba en la puerta de su apartamento, donde ella lo estaba esperando con un vestido azul muy ajustado que dejaba ver su cuerpo perfecto. Hugo sólo pudo reaccionar con el acostumbrado embobamiento que se apoderaba de él cada vez que la veía.

—Veo que te gusta —dijo Valentina.

—Claro —respondió él—. ¿Ya estás lista?

—Sí —contestó, cogiendo una chaqueta y cerrando la puerta.

—¿Cómo es que no me has esperado en la calle? —preguntó inocentemente Hugo, cuando se encontraban en el ascensor.

—Pues porque no quería que decenas de tíos babosos hicieran lo mismo que has hecho tú.

—Lo siento —dijo él—. No lo volveré a hacer.

Valentina le acarició la cara y le dio uno de sus besos para después decirle:

—En tu caso es distinto —dijo tranquilamente—. Me gusta que me mires.

Hugo se sonrojó mientras le ofrecía la mano, que ella cogió como si fuera algo que hiciera cada día.

La segunda cita estaba en marcha.