Capítulo 10
Hugo
Cuando Hugo salió de su habitación, se encontró a Arturo tumbado boca arriba en el sofá, durmiendo de cualquier manera y roncando con fuerza. Se sirvió sus cereales con leche matutinos, toda una tradición desde hacía años, y, entre cucharada y cucharada, cogió un vaso, lo llenó con agua del grifo y se dirigió al sofá. Y con todo el placer del mundo, vació el contenido en la cara de Arturo.
—¡AAAHHH! —gritó éste, a la vez que se levantaba, cogiéndose la cabeza con las manos.
—No grites —dijo Hugo—, ¿no ves que tienes resaca?
—Ya. Por eso me has empapado, ¿no?
—Eso ayuda —se rio Hugo, mientras volvía a sus cereales.
Contemplar a Arturo resacoso era una de las cosas más divertidas de los domingos por la mañana. Según él, ése era el precio que tenía que pagar para ligar con decenas de chicas, pero ninguna de esas chicas lo acompañaba en el sofá.
—¿Qué coño haces tan temprano? —le preguntó a Hugo con los ojos entrecerrados, intentando mirar su reloj de pulsera.
—¿No te acuerdas? —replicó éste, sin esperar respuesta—. Voy a trabajar con Valentina.
—¿Cuántas semanas hace que sales con ella?
—Éste es el quinto domingo y no salgo con ella.
—Ya, por eso llevas la cuenta de los días que la ves —dijo Arturo, lo más sarcástico que pudo.
Hugo terminó de desayunar y metió el bol de cereales en el lavavajillas, pero cuando se dirigía al baño, antes de que Arturo lo ocupara durante horas para quitarse la resaca a base de duchas, su amigo lo detuvo con una pregunta.
—¿Por qué no la invitas a salir?
Hugo se quedó descolocado.
—Hace semanas que la ves cada domingo para trabajar. Pasáis toda la mañana juntos, vais a comer y otras cosas que no me cuentas...
—No hay otras cosas —aclaró Hugo, nervioso.
Claro que había «otras cosas». No se podía estar todo el día con una chica tan guapa y simpática como Valentina sin pensar en esas otras cosas, pero no se lo iba a explicar a Arturo.
—Bueno, da igual. Invítala a cenar y así os veis fuera de lo habitual. Y podrás ver si ella siente algo por ti o simplemente te aguanta para que la ayudes con los cómics.
—No sé —dijo Hugo—, no creo que sea apropiado. Trabajamos juntos.
—Claro —respondió Arturo—. ¡Gallina, gallina, galli...!
Pero la resaca lo venció de nuevo y tuvo que dejar de mofarse.
—Anda, sigue durmiendo —dijo Hugo, retomando su camino al baño.
—Hazme caso —le dijo Arturo, mientras volvía a tumbarse en el sofá—. Invítala a salir. No tienes nada que perder.
Cuando salió del baño, Hugo oyó los ronquidos de Arturo, que ya se había dormido de nuevo. Fue a su habitación, se puso una de sus camisetas, procurando que no fuera ninguna de las que Valentina ya había visto, y salió del piso haciendo el mínimo ruido posible para que Arturo pudiera seguir durmiendo.
El aire fresco de la calle ya se notaba completamente otoñal —ese aire frío que te cala hasta los huesos, y más si vives cerca del mar—. A Hugo le encantaba su piso. No tenía vistas al mar, pero siempre podía subir a la azotea y verlo desde allí. En todo caso, podía llegarse en cinco minutos a la playa o al rompeolas, algo que no hacía desde hacía tiempo. Desde que trabajaba con Valentina no había vuelto a matar las horas en uno de sus lugares favoritos de Barcelona.
Era consciente de que no salía con Valentina, pero el hecho de verla y estar junto a ella era como un tónico revitalizante que lo ayudaba a pasar una semana más. Tal vez Arturo tuviera razón. Podía invitarla a cenar. Ya se lo pensaría.
Como cada día, cogió el metro en la Vila Olímpica y se bajó dos paradas después, en Urquinaona. Disfrutando de la ciudad solitaria de primera hora de la mañana de un domingo del mes de octubre, paseó hasta la tienda de Valentina. A cada paso que daba, su corazón se aceleraba un poquito más. Durante la semana, trabajaban muy cerca el uno del otro, pero Hugo no veía normal hacerle una visita. Tenía miedo de que Valentina se asustara o lo encontrara pesado, así que esperaba a los domingos para verla.
Entró en la calle Canuda en dirección a El estante y, cuando ya tenía la tienda a la vista, observó que Valentina batallaba para abrir la persiana, sobre todo porque sostenía dos vasos de café para llevar y el bolso se le resbalaba. Hugo aceleró el paso.
—¿Te puedo ayudar? —preguntó educadamente, mirándola con sorna.
—¡Ay! —gritó ella, mientras se le caía el bolso, soltaba la persiana y, por pura casualidad, conseguía sujetar los vasos—. Te dije que no me asustaras así.
—Vale —rio él—. Entonces me espero aquí quieto a que abras.
—Ayúdame, anda.
Hugo le cogió los cafés y ella consiguió abrir la persiana y la puerta.
—Cualquiera diría que lo haces cada mañana —se mofó él.
—Muy gracioso. Pasa adentro, que hace frío.
Desde el interior, Valentina bajó un poco la persiana y cerró la puerta. Se quitó el bolso y la chaqueta y los dejó encima del mostrador, como siempre hacía, pero luego, en lugar de cogerle a Hugo uno de los cafés, se apoyó en el mostrador y se estiró para atrapar algo que había debajo.
—Tengo una cosita para ti —dijo.
Por un segundo, Hugo soñó que era ella, pero se quitó la imagen de la mente enseguida. Valentina se incorporó de nuevo con un paquete en la mano.
—Toma —dijo, mientras le cogía uno de los vasos.
—¿Qué es? —preguntó él sorprendido.
—Tú ábrelo y lo verás —respondió ella.
Hugo le dio el otro vaso y, sin quitarse la chaqueta, abrió el paquete. Una vez quitó el papel vio algo que no esperaba.
—Pero si es el Journey Into Mystery número ochenta y tres...
—La primera aparición de Thor —lo interrumpió ella—. Como hace semanas que hablas del estreno de Thor, pensé que te gustaría tenerlo.
—No... No —dijo él tartamudeando—. No puedo aceptarlo. ¿No sabes lo que vale?
—Unos dos mil quinientos euros. Lo sé.
—Es demasiado valioso, no puedo.
—Claro que puedes. Con lo que me estás ayudando, te mereces algo a cambio.
—Pero podrías regalarme algo que no tuviera valor; éste es de los más caros que tienes. Y lo sabes.
En esas semanas, Valentina se había convertido en toda una experta en cómics y Hugo sólo quedaba con ella para ayudarla con la cantidad ingente de cómics que tenía, no porque sola no pudiera hacerlo.
—Hugo —dijo, cogiéndole las manos—, acéptalo. Tengo muchos más. No me vendrá de un par de miles. Es un regalo sincero.
—Lo siento, es demasiado. Además, el regalo ya lo he tenido compartiendo estos domingos contigo.
Ella sonrió, dejó los vasos de café en el mostrador y le cogió el cómic.
—Vale —dijo él tranquilizándose, pero la calma le duró poco.
Valentina sacó el cómic de su bolsa protectora y le arrancó la cubierta.
—Toma —dijo, dándole el cuadernillo de las páginas—, ahora ya no tiene valor.
—Pero ¿qué has hecho? —exclamó él, alarmado, contemplando el cómic sin tapas que le ofrecía Valentina.
—Le he quitado todo el valor. Así en realidad te regalo basura.
Hugo sonrió. El gesto de Valentina lo había dejado descolocado, pero le había dado un baño de realidad.
—Yo me quedo con la cubierta a modo de recibo —dijo ella, doblando y metiéndose el pedazo de papel estampado en el bolsillo.
Por unos instantes, Hugo se quedó quieto ante el mostrador, con la chaqueta puesta y el interior del cómic en las manos, mientras Valentina abría la puerta del taller.
—Gra... Gracias —dijo, asimilando por fin que el valor de aquel cómic no era el monetario, sino el sentimental.
Era el primer regalo que recibía de una chica.
—Venga —exclamó ella—, vamos a trabajar, que Victoria me tiene loca con cómo tenemos el taller. Apenas puede hacer nada aquí —dijo riendo.
Hugo se aclaró las ideas y dejó el cómic sobre el mostrador, con la chaqueta encima, y fue tras Valentina. Quería aprovechar cada segundo que estuviera con ella.
Cuando entró en el taller vio que ya se disponía a abrir otra caja y vaciarla. ¿Debía proponerle salir en ese momento o mejor lo dejaba para otro día? Pero entonces se fijó en que había muchas menos cajas por abrir.
—¿Has avanzado tú sola la tarea? —preguntó, nervioso al ver que el pretexto para verla estaba llegando a su fin.
—No, bueno, un poco —le respondió ella—, pero igualmente quiero que lo repases antes de seguir. No quisiera equivocarme.
Hugo respiró hondo. Les quedaban como mínimo un par de semanas más de trabajo, así que aún tenía tiempo para atreverse a invitarla a salir. De momento iba a trabajar y a disfrutar de su compañía.
—Pues vamos a ver qué has hecho —dijo finalmente, acercándose a los montones de cómics apilados en la mesa del taller.
Verdaderamente, Valentina había aprendido muy rápido. Todo estaba bien clasificado y etiquetado. Lo único que faltaba era valorar los ejemplares antes de ponerlos a la venta.
Hugo sentía una sincera curiosidad por saber quién habría sido el propietario de aquellos cómics. Tenía auténticas joyas. Durante los días en que habían abierto una caja tras otra, Valentina y él habían encontrado el primer número de Superman y Batman, gran parte de la serie original de Amazing Spiderman, dos ejemplares de cada Tintín editado en castellano por Casterman en los años cincuenta, y la colección completa de Gaston Lagaffe, incluido el número cero, que era casi imposible de encontrar. Todo ello tenía un valor que superaba con creces el que había pagado Valentina por todas las cajas. Y al margen de que le hubiera regalado el primer número de Thor, Hugo soñaba con hacerse con algunos de aquellos raros ejemplares para su colección privada.
Allí había cómics por valor de más de un par de millones de euros, algo casi inimaginable para él.
Estuvieron trabajando sin cesar durante toda la mañana y, como cada domingo, la hora de comer se les pasó y salieron corriendo a picar cualquier cosa ya después de las tres de la tarde.
Comieron en un McDonald’s cercano; sabían que no era la mejor comida del mundo, pero los dos se volvían locos por las hamburguesas a un euro. Luego regresaron a la tienda y dejaron sus cosas en el mostrador y se sentaron un rato en el taller. Al hacerlo, Hugo no pudo evitar fijarse de nuevo en el cómic despedazado de Thor.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó intrigado.
—¿Lo del cómic? —dijo ella sonriendo—. Tengo tantos que me da igual, y prefería agradecerte tu ayuda obligándote a aceptar el cómic que vendérselo a cualquier friki adicto a Thor.
—De nuevo gracias —contestó él, sonriendo también.
Y de repente pensó que no tenía nada que perder proponiéndole salir.
—Valentina —dijo—, quiero preguntarte una cosa.
—Dime.
—Pero no sé cómo decírtelo —prosiguió él—. No tengo mucha práctica en hacer estas cosas.
—Bueno, si no lo intentas, nunca sabré qué me quieres preguntar.
Él sonrió nervioso.
—Bueno... Verás... Quería saber... —No dejaba de dudar.
—Vamos, Hugo, tú puedes —se mofó ella, mientras él perdía fuelle.
Se miraron durante unos segundos que parecieron días y Hugo se perdió en los grandes y hermosos ojos color miel de Valentina.
—¿Te apetecería salir a cenar conmigo algún día? —preguntó finalmente casi de corrido.
—Vale.
—Ya sé que seguramente dirás que no, pero quería intentarlo... —continuó él, obcecado.
—He dicho que vale —insistió ella.
—Además, trabajamos juntos. No sé si sería apropiado... —Hugo seguía a su bola.
—Hugo —lo llamó Valentina, pero al ver que no hacía caso, gritó—: ¡HUGO!
Él por fin la escuchó.
—Que te he dicho que sí.
—¿Ah, sí? —se sorprendió—. ¿En serio?
—Sí. —Valentina dudó, pero finalmente le preguntó—: ¿Por qué te sorprende que haya dicho que sí?
—Ninguna chica me había dicho antes que sí cuando las invitaba a cenar.
—¡Qué tierno! —dijo ella, sonriendo.
Para su sorpresa, Valentina no dijo nada más. Tan sólo se levantó y rodeó la mesa. A Hugo le empezaron a sudar las manos y el corazón se le puso a cien. Pero lo que hizo ella no lo calmó en absoluto.
Se acercó a él e hizo girar la silla en la que estaba sentado, le separó las piernas y se situó delante, de pie, a pocos milímetros de su cuerpo. Hugo la miraba desde abajo, mientras ella le devolvía la mirada con ternura. Y, sin pedir permiso, lo cogió por la nuca y le dio un beso en los labios que hizo que él sintiera el calor del cuerpo de Valentina a través de su boca.
—¿Qu—qué haces? —preguntó, separándose, agradecido y perplejo.
—Lo que los dos llevamos pensando hace semanas —sentenció ella sin soltarlo—. ¿No te ha gustado?
—Al contrario. Pero, ¿y si...?
Valentina no dejó que terminara la pregunta. Había vuelto a pegar sus labios a los suyos y buscaba con ansia lo que fuera que hubiera en su boca, mientras le rodeaba el cuello con los brazos. Hugo se entregó a ese apasionado abrazo.
—¿Crees que me preocupan los «y si»? —preguntó ella con una sonrisa pícara.
Hugo negó con la cabeza. Llegados a ese punto, ya no le importaba absolutamente nada. Sólo Valentina.
—Si lo prefieres, podemos hacer como si esto no hubiera sucedido nunca —propuso ella.
Sin poder hilar más de dos pensamientos, Hugo asintió, esperando a que Valentina continuara, pero ella no añadió nada más. La mirada enamorada y a la vez lasciva de Hugo le había servido de respuesta, así que, sin más, volvió a juntarle las piernas y se sentó a horcajadas sobre él.
A esa distancia, Hugo pudo ver que la piel blanca de la chica se había tornado de un tono rosado intenso. Estaba más que acalorada, igual que él... ¡como para no estarlo!
Valentina empezó a rebuscar entre la camiseta y la camisa de Hugo y, sin que él supiera exactamente cómo, le quitó ambas prendas, dejándole el pecho al descubierto. Antes de que él pudiera reaccionar, ella también se quitó la ropa, dejando a la vista un sencillo sujetador negro que encerraba unos sugerentes pechos. Al verlos, Hugo no pudo evitar sorprenderse, ya que a simple vista no parecía que estuviera tan bien dotada.
Llevado por un arrebato, no pudo seguir manteniéndose pasivo y pasó al ataque hundiendo la cara en aquel generoso escote, mientras Valentina le agarraba con fuerza el cabello, echándole la cabeza hacia atrás y, con una maliciosa mirada, le decía:
—No, no.
Lo dijo acercando mucho los labios, como si estuviera a punto de darle otro de sus besos. Hugo no pudo controlarse y, sintiendo cómo bajo sus pantalones había algo más que la cartera y las llaves, la cogió por las nalgas y la levantó, haciendo que soltara un grito de sorpresa.
Mientras ella le iba besando los labios, las mejillas, la mandíbula o el cuello, Hugo hizo espacio sobre la mesa de trabajo y la tumbó encima. Mientras Valentina se quitaba el sujetador apresuradamente, Hugo, igual que había hecho ella, le desabrochó los pantalones sin pedir permiso y se los sacó, llevándose por el camino la ropa interior.
La sonrisa que le regaló Valentina cuando él se hundió entre sus piernas, fue una imagen que se le quedaría grabada en la memoria, sobre todo porque sus generosos pechos se bamboleaban cada vez que ella se sacudía de placer.
Tras varios minutos en los que ninguno dijo nada, el uno porque estaba demasiado ocupado y la otra porque no le importaba, Valentina apartó a Hugo.
—Basta —dijo, sentándose desnuda al borde de la mesa del taller.
Mientras él no sabía qué hacer después de que lo hubiera parado en seco, las delicadas manos de ella le desabrocharon los pantalones y le bajaron la ropa interior.
—Ahora sigue —le ordenó, volviéndose a tumbar en la mesa.
Hugo se acercó a ella y, aprovechando todo lo que le había hecho hasta entonces, entró sin llamar a la puerta y empezó a moverse acompasadamente, siguiendo los dos el mismo ritmo, hasta que un pensamiento le cruzó la mente.
—¿Has cerrado la puerta como siempre? —preguntó sin detenerse.
—Sí, pero ¿crees que este es buen momento para darte cuenta?
—Yo lo decía por si Victoria venía y...
Valentina soltó una dulce carcajada en la que había entremezcladas un sinfín de sensaciones y contestó:
—A estas alturas ya poco me importa Victoria —mintió. No quería ni imaginarse lo que diría su amiga si los pillara así, pero en ese momento tenía otras cosas más importantes en la cabeza.
Dando el asunto por concluido, Hugo y Valentina siguieron moviéndose, fundiéndose el uno en el otro como hacía semanas que ambos estaban imaginando.
Sin embargo, una duda surgió en la cabeza de Hugo... ¿Aquello significaba algo o era sólo una cosa del momento?